Pero fue en vano.
Para mi desesperación, el domingo 13 de enero el doctor Luis Fovel no se presentó en las salas del Museo del Prado y no pude entregarle mi «regalo». Tampoco lo hizo el martes siguiente. Ni el jueves, cuando regresé a buscarlo por tercera vez. El viernes, desanimado, pasé toda la tarde vagando de una planta a otra hasta la hora del cierre, pero tampoco entonces se presentó. En todo ese tiempo llegué a implorar al cielo para que bien él o bien Julián de Prada me abordaran como lo habían hecho antes y me dieran la oportunidad de hacerles al menos una pregunta.
Nada ocurrió.
En aquellas frustrantes jornadas sólo mantuve contacto telefónico con el padre Juan Luis, que no dejó de animarme para que perseverara.
—Algo pasa —protesté—. El maestro nunca ha tardado tanto en aparecer.
—No importa. Llegará. Tú insiste. ¡Búscalo!
Pero el viejo agustino estaba equivocado.
Y su opinión, por cierto, se tornó irreversible el 31 de enero. Yo llevaba toda esa semana yendo también al museo. Acudía al Prado después de clase. Me llevaba los apuntes del día y allí, sentado en los bancos de la sala A, los organizaba vigilando de reojo a cualquier visitante de abrigo negro que pasara a mi lado. Fue una pérdida de tiempo. Al fin, cuando aquel último jueves de enero llamé a El Escorial para dar cuenta de mi previsible fracaso, una voz desconocida descolgó el auricular, desbaratando aquel universo de
Alicia en el país de las maravillas
en el que me encontraba. Fue como si el suelo se hundiera bajo mis pies, arrastrando consigo todo lo vivido en aquellos dos meses.
—El padre Castresana ha fallecido esta madrugada —dijo esa voz, que parecía contrita—. Lo siento. ¿Era usted alumno suyo?
Colgué sin responder.
Nunca me había sentido tan impotente.
De la noche a la mañana no sólo me había quedado sin el maestro del Prado, sino que acababa de perder también a la única persona con la que había compartido la intrahistoria de aquella peripecia. Y el dolor por la muerte del buen padre Castresana se me aferró al alma como si fuera un espino.
Entre tanto, y para terminar de acentuar mi sensación de soledad, Marina y yo no volvimos a hablar de aquello. De hecho, casi ni nos vimos de nuevo. Ella comenzó a salir con un muchacho cuatro años mayor que nosotros, y yo… Yo, la verdad, triste y desorientado, me dediqué a curiosear en otros menesteres, a estudiar mi carrera y a seguir preparando reportajes para mi revista.
Durante algún tiempo más luché por dominar los periódicos accesos de ira que me provocaba aquella situación. Cada vez que hacía memoria de cómo había empezado todo y me repetía la sentencia de que «el buen maestro llega cuando el alumno está preparado», me encolerizaba, frustrado por no comprender la razón por la que uno de ellos me había elegido para poco después abandonarme a mi suerte. En suma, me costaba aceptar que Fovel se hubiera esfumado sin darme la oportunidad de verlo por última vez.
Y así, poco a poco, erosionados por el ímpetu del tiempo, Luis Fovel y el texto de su acertijo fueron cayendo en el olvido de mis cuadernos de notas. Sólo Dios sabe por qué me he visto empujado a recuperarlos ahora y compartirlos con quien haya llegado hasta esta penúltima página. Veinte años más tarde, sigo ignorando la razón profunda por la que me tocó vivir todo aquello. Aunque ahora, al hacer público mi secreto por escrito, albergo la esperanza de que alguien encuentre un sentido al rompecabezas que el padre Juan Luis me confió en El Escorial la última vez que lo vi. Quién sabe. Tal vez el paciente lector logre dar de nuevo con el misterioso maestro del Prado y lo aborde con la duda que yo no fui capaz de formularle.
Si eso ocurriese, por favor, avíseme.
Hoy por hoy, aquellas líneas olvidadas dentro de un viejo libro de la Biblioteca de El Escorial son cuanto me queda para defender que mis encuentros con él no fueron un sueño:
No me persigas.
Tengo la llave.
Mi nombre anhelas,
ignorando su clave.
Guardo los cuadros
desde el inicio.
Entre ellos, aclaro,
está mi principio.
Aunque revientes
seguiré desgarrando
con uñas y dientes
el velo nefando.
Bosco, Brueghel, Tiziano,
Goya, Velázquez, Giordano.
Todos han ido en pos
del gran deseo mundano.
Afronta la muerte.
Arranca tus vendas.
Confía en la suerte
y haré que comprendas.
Javier Sierra
(Teruel, 1971) es el único autor español contemporáneo que ha logrado situar sus novelas en el top ten de los libros más vendidos en los Estados Unidos. Sus obras se traducen a más de cuarenta idiomas y son fuente de inspiración para muchos lectores que buscan algo más que entretenimiento en un relato de intriga. Formado en el mundo del periodismo –fue director de la revista Más Allá de la Ciencia durante siete años, además de presentador y director de espacios en radio y televisión en España-, ahora invierte su tiempo en investigar arcanos de la Historia y escribir sobre ellos. Ha dado a imprenta títulos muy populares entre los que destacan La cena secreta (publicado en 43 países), La dama azul (editado en otros 20), La ruta prohibida, Las puertas templarias, El secreto egipcio de Napoleón o El ángel perdido.
[1]
Sínodo de Arras, capítulo XIV, en
Sacrorum Nova et Amplissima Collectio
, ed. de J. D. Mansi, París y Leipzig, 1901. Citado por Alberto Manguel,
Leer imágenes
, Alianza, Madrid, 2000, p. 151.
<<
[2]
Citado por David Freedberg, «Apolo, David, santa Cecilia: música y pintura en algunas obras de Poussin en el Prado», en VV.AA.,
Historias inmortales
, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2002, p. 240.
<<
[3]
Juan Rof Carballo,
Los duendes del Prado
, Espasa-Calpe, Madrid, 1990, p. 80.
<<
[4]
Ramón Gaya,
El sentimiento de la pintura
, Arión, Madrid, 1960, p. 167.
<<
[5]
Lucas 1, 5-25.
<<
[6]
El doctor Fovel se refiere a
La Visitación
(ca. 1517), tabla pintada por Giulio Romano y Giovanni Battista Penni sobre un diseño de Rafael.
<<
[7]
Lucas 1, 39-45.
<<
[8]
Santa Teresa lo dijo en términos parecidos: «Esta visión, aunque es imaginaria, nunca la vi con los ojos corporales, ni ninguna, sino con los ojos del alma» (
Libro de la vida
, 28, 4).
<<
[9]
Léase el capítulo de Josephine Jungic, «Prophesies of the Angelic Pastor in Sebastiano del Piombo’s Portrait of Cardinal Bandinello Sauli and Three Companions», en Marjorie Reeves (ed.),
Prophetic Rome in the High Renaissance Period
, Oxford University Press, Oxford, 1992.
<<
[10]
La propuesta fue de un antiguo director del Museo del Prado, Diego Angulo, oponiéndose a otras propuestas tampoco confirmadas que han pretendido identificarlo con Juan de Silva, marqués de Montemayor y notario mayor de Toledo.
<<
[11]
Josephine Jungic, op. cit.
<<
[12]
Édouard Schuré,
Les prophètes de la Renaissance
, Perrin, París, 1920, p. 181 (existe versión en español:
Leonardo da Vinci y los profetas del Renacimiento
, Abraxas, Barcelona, 2007, p. 162).
<<
[13]
La sorprendente historia de las versiones de
La Virgen de las Rocas
ocupó todo un capítulo de mi libro
La ruta prohibida
, Planeta, Barcelona, 2007, p. 285.
<<
[14]
Giorgio Vasari
, Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos desde Cimabue a nuestros tiempos
, Cátedra, Madrid, 2002, p. 524.
<<
[15]
Ibídem, p. 525.
<<
[16]
Benjamin Blech y Roy Doliner
, Los secretos de la Capilla Sixtina
, Aguilar, Madrid, 2010, p. 52.
<<
[17]
No hay consenso en esa identificación. Otros intérpretes de la obra ven incluso a Arquímedes o a Pitágoras.
<<
[18]
Esta peculiar idea ha sido subrayada por algunos expertos en la figura del beato Amadeo y su tiempo, pero más recientemente por Martijn van Beek, «The Apocalypse of Juan Ricci de Guevara. Literary and iconographical artistry as mystico-theological argument for Mary’s Inmaculate Conception in
Immacula tae Conceptionis Conclusio
(1663)», en el
Anuario del Departamento de Historia y Teoría del Arte de la Universidad Autónoma de Madrid
, 22 (2010), p. 220.
<<
[*]
Ancona
es un retablo con la parte superior curva.
<<
[19]
Contrato fechado el 25 de abril de 1483 y redactado por el notario Antonio de Capitani. Se trata del primer documento que confirma la llegada de Leonardo a Milán.
<<
[20]
De 1454 a 1457.
<<
[21]
Pseudomateo
, cap. XVIII, menciona el episodio de la cueva en la que se detiene la Sagrada Familia camino de Egipto, pero sin citar explícitamente a Juan.
<<
[22]
BNE, ms. 8936, f. 3r.
<<
[23]
Pier Carpi,
Las profecías del papa Juan XXIII
, Martínez Roca, Barcelona, 1977, p. 55.
<<
[24]
Ibídem, p. 104.
<<
[25]
Ibídem, p. 127.
<<
[26]
Así lo describirá años después Christian Jacq en
El iniciado
, Martínez Roca, Barcelona, 1998, p. 15.
<<
[27]
Por si esto fuera poco, a Tomás la tradición cristiana lo llama también
Dídimo
, que en griego vuelve a significar «gemelo».
<<
[28]
En sus
Estudios sobre iconología
(Alianza, Madrid, 1972, p. 189), el erudito Erwin Panofsky definió a la Academia Platónica de Florencia como «un grupo selecto de hombres reunidos por la mutua amistad, un gusto común por el ingenio y la cultura humana, una veneración casi religiosa hacia Platón y una exaltada admiración por un sabio bondadoso y amable, Marsilio Ficino». No se me ocurre mejor síntesis de lo que fue el lugar en el que se plantó la semilla del Renacimiento.
<<
[29]
Marsilio Ficino, «On the Platonic Nature. Instructions and function of the Philosopher», en
Meditations on the Soul
, Inner Traditions International, Rochester, VT, 1996, p. 88.
<<
[30]
Véase mi novela
Las puertas templarias
(Martínez Roca, Barcelona, 2000) para un desarrollo completo, en clave de ficción, de esta idea.
<<
[31]
Manuel Ríos Mazcarelle,
Savonarola: una tragedia del Renacimiento
, Merino, Madrid, 2000, p. 132.
<<
[32]
Marsilio Ficino,
In Platonis Alcibiadem Epitome
, bibl. 90, p. 133: «Est autem homo anima rationalis, mentis particeps, corpore utens.»
<<
[33]
Marsilio Ficino
, Theologia Platonica
, III, 2, bibl. 90, p. 119.
<<
[34]
Llegué incluso a publicar un artículo con las notas de aquel trabajo: «Las profecías y la guerra», en la revista
Más Allá de la Ciencia
, en un número monográfico sobre la guerra del Golfo, en marzo de 1991, pp. 30-35.
<<
[35]
«Paiporta: los ángeles y el
Libro de las dos mil páginas
», en la revista
Más Allá
, 14 (abril de 1990). Págs. 76-83. También recogí parte de su historia en un libro que escribí años más tarde con Jesús Callejo,
La España extraña
, DeBolsillo, Barcelona, 2007, pp. 239-242.
<<
[36]
Tomás de Aquino,
Suma Teológica
, parte I, cuestión 51, objeción 3.
<<
[37]
Romano Giudicissi y Maribel García Polo,
Los dos niños Jesús: historia de una conspiración
, Muñoz Moya y Montraveta, Cerdanyola del Vallès, 1987.
<<
[38]
Ibídem, p. 25.
<<
[*]
Literalmente, «el borgoñés».
<<
[*]
El pequeño detalle del estrabismo en las madonnas de Luini tiene su aquel por la carga que ya sabemos se le otorgó en el siglo XVI a esa anomalía. Vladimir Nabokov, el autor de
Lolita
, acuñó para ese tipo de mirada la expresión «ojos luinescos» en un cuento que publicó en 1924: «La Veneziana.»
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