Read El maestro de Feng Shui Online
Authors: Nury Vittachi
Exponer estas malas noticias había hecho que el pobre hombre se encogiera como un arbolito de caucho poco regado. Con los hombros caídos y el pecho hundido, permanecía cabizbajo.
—Es una revistita estupenda —dijo Joyce—. Quiero decir, para lo que hay en Singapur, claro.
—Gracias.
Wong le dijo que necesitaba saber más acerca del modo en que el dinero entraba
y
salía físicamente de la empresa. El editor fue en busca de la directora financiera, Sophie Melun. Cuando regresó con ella, dijo:
—Sophie le dirá cuanto necesite saber respecto al dinero. Ahora tengo que dejarlos. He de tomar un avión a Kuala Lumpur para ver a uno de nuestros inversores. Hablen con Susannah o Dudley si tienen cualquier duda; estaré de vuelta el viernes a primera hora.
Tin esbozó una sonrisa de circunstancias y se marchó saludando con el brazo.
El caso tenía intrigado al geomántico. Cuanto más sabía de la empresa, más se convencía de que la suerte o el fracaso dependían enteramente del feng shui. Aparentemente estaban haciendo las cosas bien desde el punto de vista empresarial; sin embargo, por motivos del todo intangibles, el negocio no prosperaba.
Cuando terminó de entrevistarse con la señorita Melun y volvió a sus cartas, Joyce levantó la vista del número atrasado de
Update
que estaba leyendo y dijo:
—Bien, doctor, ¿cuál es el diagnóstico?
—La respuesta, creo, está en las cartas natales. Cada año tiene su número de cuadrado mágico. Ocupa el centro de la carta. El número central en la parte superior del caparazón de la tortuga. ¿Recuerda lo que le expliqué sobre la tortuga del río Lo? El número del año desciende con cada año que empieza. Así, mil novecientos noventa y ocho era un Año Dos, mil novecientos noventa y nueve era un Año Uno, dos mil era un Año Nueve y así sucesivamente. —Le mostró un libro con diagramas—. Pero cada persona tiene también su número de cuadrado mágico. Usted tiene su carta
lo shu
personal. Depende del lugar de nacimiento. Cada cual debe encontrar la naturaleza de su
chi
para saber cuál es su fortuna para el futuro. Una empresa tiene también su energía y su fecha de nacimiento. Se puede encontrar su número de cuadrado mágico.
—Guay. ¿Y cuál es mi número? Yo nací en mil novecientos ochenta y tres.
—El año no empieza el uno de enero y acaba el treinta y uno de diciembre. No, va de Año Nuevo lunar a Año Nuevo lunar. Usted nació el nueve de febrero, de modo que nació en el Año del Ocho.
—¿Cómo sabe el día que nací? No recuerdo habérselo dicho.
—Fue una de las primeras cosas que miré cuando llegó a la oficina. Tenía que hacerlo, claro está.
—Ya, supongo que para asegurarse de que no fuera, qué sé yo, un monstruo con malas vibraciones. Bueno, a que se alegra de que le haya salido buena chica, ¿eh?
—Pues... sí —dijo Wong con escaso entusiasmo.
Volvió a estudiar sus diagramas, y Joyce, aburrida, fue a dar una vuelta. A medida que se acercaba la hora límite para cerrar el nuevo número y los empleados iban entregando su material, el ambiente empezó a relajarse. La gente dejaba los ordenadores y se ponía a charlar o iba a las máquinas de bebidas.
Mientras tomaban café, Joyce entabló amistad con Dudley Singh, un joven alto de unos veinticinco años, y se pusieron a hablar sobre los actores y actrices de cine que más odiaban, que eran legión.
En el departamento de producción, Susannah Ho explicó a Wong con todo detalle los procesos técnicos. Las páginas se preparaban en pantalla y luego se enviaban a la reproducción en offset.
—A esto lo llamamos plancha —dijo—. No, no, por favor, no lo toque.
Wong retiró rápidamente la mano y pidió disculpas.
—Es muy delicado. Tenemos que ser muy cuidadosos, porque éste es el producto final que va a la imprenta, donde se confecciona la revista propiamente dicha. Los de la imprenta vendrán enseguida a recogerlo, lo imprimirán por la tarde y se distribuirá por la mañana. Podrá ver la revista en la calle a eso de las siete.
La señorita Ho, una mujer menuda y seria de unos cuarenta años, llevaba un traje chaqueta de marca y unas gafas redondas precariamente apoyadas en una nariz diminuta.
—¿Se puede encontrar en cualquier parte? —preguntó Wong.
—Las relaciones entre editoriales, distribuidores y minoristas son muy complejas, y preferiría no entrar en ello. Nuestra distribución la lleva principalmente Hollis News Retail, y debo decir que trabajan bien. La revista ocupa un lugar destacado en sus puestos de venta, y Hollis distribuye también a otras cadenas de minoristas y quioscos callejeros.
—¿Algún problema específico en los departamentos que usted controla?
La señorita Ho se subió las gafas y dijo:
—No. Producción y distribución funcionan bien. Yo creo que el problema está en redacción o en mercadotecnia.
El geomántico asintió con la cabeza. Miró la página de anuncios por palabras que tenía delante y se tiró ligeramente de los pelos de la barbilla.
El martes, C. F. Wong se levantó como siempre a las cinco y media y llegó a su oficina en Wai-Wai Mansions poco después de las seis y media. Se tomó un tazón de té chiuchow para despejarse y empezó a trazar nuevas cartas
lo shu
para los jefes de departamento para los inversores principales de Publicaciones Hong Siu, con sus estrellas de agua y de montaña. Luego pasó a dibujar los Cuatro Pilares de la Sabiduría, así como Tallos Celestiales y Ramas Terrenales para cada persona.
Al cabo de una hora tenía la mesa cubierta de cartas, así que empezó a llenar las mesas de Joyce y Winnie con hojas repletas de anotaciones.
La joven occidental llegó a las nueve y media y se encontró con que su mesa había desaparecido bajo una masa de papeles. Dejó el café en el alféizar y se derrumbó sobre su silla. Era una butaca hidráulica de oficina, y le gustaba tenerla a la máxima altura, de modo que pudiera girarla a un lado y otro, balanceando las piernas y poniendo nerviosos a los demás.
—¿Quiere que le explique mi teoría? —dijo.
Ésta era una de esas situaciones, pensó Wong, en que uno tiene que preguntarse sobre su propia observancia de la verdad. Desde luego que no quería saber nada de sus teorías, pero Joyce era la hija del cliente de su jefe.
—De acuerdo —dijo, pero con tan poca convicción que confió en que ella captara el mensaje.
—Bien. Anoche estuve en TGIF Y yo: «¿Qué opináis de
Update
?» Y Emma: «Es muy guay.» Y Becky: «Todo el mundo la lee.» A Emma le han publicado dos cartas en la sección de cartas de los lectores. Bueno, y yo: «¿Qué se podría hacer para mejorarla?», y mis amigas me dieron algunas ideas. Se lo cuento —añadió, generosa.
Bebió un sorbo de café, depositando una gota sobre la punta de su nariz, y continuó:
—Todas coincidimos en que debería haber más páginas sobre grupos y menos sobre restaurantes y clubes horteras y tal. ¿A quién le interesa leer sobre comida? Menuda plasta.
—Me parece que tal vez no entiende usted el negocio editorial —respondió Wong—. Grupos de música pop occidentales como los Beatles no venden espacio publicitario en una revista de Singapur. En cambio, los restaurantes de aquí, sí.
—¿Los Beatles, dice? Los Beatles ya se han separado. John Lennon está muerto. Lo mataron dos años antes de que yo naciera.
—Entonces seguro que no puede vender nada.
—¿Adónde va?
—A comprar la revista. ¿Quiere venir?
—Nos la van a mandar.
—Prefiero comprarla en un quiosco.
Salieron del húmedo y atestado portal de Wai-Wai Mansions a una resplandeciente mañana singapureña y tuvieron que cerrar prácticamente los ojos mientras iban hacia el sur por Telok Ayer Street, camino de una zona de tiendas próxima a un complejo de oficinas. El distrito comercial del centro había crecido hasta absorber lo que otrora había sido una calle tranquila, y el rumor del tráfico era constante.
Wong localizó un quiosco de prensa y compró un ejemplar de
Update.
El quiosquero lo miró con recelo, como si fuera indecente que un chino de más de cincuenta años comprara una revista cuya portada llevaba un artista pop.
El geomántico se alejó unos pasos, abrió la revista y empezó a hojearla.
—¿Qué está buscando?
—Esta página. —Wong siguió pasando hasta casi el final, donde encontró la sección de anuncios de contactos.
Joyce intentó disimular una sonrisa. De repente se le ocurrió que no sabía absolutamente nada de la vida personal de su jefe, si vivía con alguien o si tenía hijos o dónde vivía y qué hacía al salir del trabajo.
—Joyce, ¿quiere hacerme un favor?
—Claro. ¿Qué?
—Siga esta calle y en el segundo cruce tuerza a la derecha. Encontrará pequeños comercios. Mire si en alguno tienen
Update
y compre un ejemplar. Ah, y cómprelos también en todos los quioscos que encuentre por el camino. Anote en cada ejemplar dónde lo ha comprado, el nombre de la tienda y la calle. Consiga todas las revistas que pueda. Dentro de media hora nos vemos en la oficina.
—¿Es una especie de encuesta?
—Sí.
A eso de las diez y media, Joyce estaba de vuelta en Wai-Wai Mansions con ocho ejemplares del nuevo
Update,
y Wong con doce.
Cuando entró en la oficina se encontró con que Wong había reñido a Winnie Lim, pues ésta había retirado de su mesa todos los papeles del jefe y los había metido en una bolsa de basura.
—Demasiado lío, seguro que era mal feng shui —decía Winnie—. Además, no encuentro mi pintalabios. Había más de un centenar de hojas encima de mi mesa.
Enfurruñado, Wong se llevó su fajo de revistas al cuarto de meditación y las abrió por la página de anuncios clasificados. Asintió para sí mientras comprobaba dónde había sido comprado cada ejemplar, y los fue depositando en el suelo. Hizo anotaciones en chino a medida que los examinaba uno por uno.
—¿Corazones solitarios? ¿Qué está buscando? —preguntó Joyce—. Supongo que no una novia.
—Novia no. Respuestas sí.
Wong le explicó que, mientras estudiaba el proceso de producción, había apretado un dedo contra la plancha con que se había hecho esa página en concreto.
—Mire, aquí se nota. Esa marquita la hice yo. Pero sólo se ve en este ejemplar. Y en ése y en ése de ahí. En los otros no.
—Imagino que se dieron cuenta y lo arreglaron.
—Es posible.
El jueves, Wong y McQuinnie estuvieron varias horas en la editorial.
Wong explicó a Susannah Ho y Dudley Singh que había encontrado varios problemas. La distribución de la oficina apenas requería cambios, pero había que hacer ciertas modificaciones en varias mesas.
—Las cartas
lo shu
revelan cuáles son los problemas. El mayor radica en la mudanza. La empresa tiene el número central
lo shu
cuatro. Al mudarse aquí, se desplazaron hacia el oeste, de Victoria Street a Orchard Road, que es en la dirección del cuatro, su propio número. No es conveniente mudarse hacia uno mismo. Es como acercar dos imanes idénticos: las energías no se ayudan mutuamente sino que pugnan entre sí. La consecuencia es grandes esfuerzos y mucho trabajo, pero no buenos resultados. Y eso, evidentemente, es lo que ocurre aquí. —Levantó la vista de la carta que estaba señalando—. Les pondré una analogía. Cuando se traslada una empresa es como el agricultor que traslada un huerto de manzanos. Tiene que esperar la época del año más conveniente, luego arrancar los árboles y después replantarlos en el momento y sitio adecuado. Cosa que no se hizo aquí.
—Vaya, sí que son malas noticias —dijo Singh—. No esperará que nos mudemos para volver a mudarnos otra vez en el momento adecuado, ¿eh?
—Los accionistas no lo permitirían. Demasiado caro —dijo la señorita Ho.
—No les pido que se muden —respondió el geomántico—. Se pueden tomar medidas bastante más sencillas. Hay ciertas cuestiones con respecto a la carta natal del señor Alberto Tin; lo revisaré con él cuando regrese mañana. Es preciso hacer un relanzamiento ritual de la compañía, a la hora precisa de un día preciso; lo hablaré también con el señor Tin. Se acercan fechas propicias, algunas dentro de sólo unas semanas. Habría que introducir también pequeños cambios en el departamento editorial. El flujo de energía es demasiado rápido, pero no será difícil arreglarlo. Pondré un poco de sal marina en determinados lugares. La sal marina es muy yang y hará que el
chi
sea más sólido. Y luego está el elemento metal...
—¿Ningún cambio en la sección de producción? —interrumpió la señorita Ho.
—Ninguno.
—Entonces seguiré con lo mío. Hable usted con el señor Singh sobre los cambios en la sección editorial. —Se puso en pie y volvió briosamente hacia su puesto de trabajo.
* * *
El viernes, Wong llamó al teléfono móvil de Alberto Tin y supo que éste acababa de aterrizar en el aeropuerto de Changi. Quedaron en verse a las once y media en el restaurante Tai Tong Hoy Kee.
Cuando Tin llegó, Wong y McQuinnie se levantaron rápidamente y le pidieron que los acompañara.
—Ya vendremos después a tomar el
dimsum
y charlar largo y tendido —dijo el geomántico—. Hemos de repasar su carta natal y también ciertos aspectos de la ubicación de la oficina. Pero antes quiero mostrarle una cosa.
Caminaron cien metros calle abajo, charlando de trivialidades, hasta un quiosco de revistas y libros. Wong compró un ejemplar de
Update
recién-salido-de-la-imprenta.
—En realidad, hay dos ediciones del último
Update.
Me temo que la señorita McQuinnie y yo hicimos un pequeño cambio en una de ellas.
—¿Cómo? ¿A qué se refiere? —Tin pareció sobresaltarse.
—Bueno, creo que ustedes lo llaman «editar».
—No comprendo.
—Tranquilícese. No hemos insertado nada malo en su revista, sólo la hemos hecho más precisa.
—Pero ¿cómo? ¿Se puede saber qué han hecho? —Empezó a examinar nerviosamente la página señalada.
—Dudley Singh nos ayudó un poco; se ha hecho muy amigo de mi ayudante. Verá, descubrimos que las planchas de la revista son enviadas a dos centros de producción, no a uno solo. En el primero hacen la revista que se ve normalmente e imprimen diez mil ejemplares. El otro centro, en cambio, imprime treinta mil.
—Pero ¿qué está diciendo? —Los ojos de Tin parecían querer atravesar sus gafas.
—Permita que yo se lo explique —terció Joyce—. Se me da mejor explicar las cosas que a C. F. Hollis News Retail ha estado sacando una tirada aparte. Los ejemplares que venden en sus tiendas, la mayoría de ellos, no son los de usted. Imprimen los suyos propios, los venden y se embolsan el dinero. Hacen una tirada grande; creo que la cifra exacta es treinta mil ciento sesenta y cuatro ejemplares. Telefoneé a la imprenta y conseguí sacarles los detalles.