Read El maestro de Feng Shui Online
Authors: Nury Vittachi
—No es mucho, pero creo que podré hacerlo —dijo Wong.
El ejecutivo salió del despacho tras despedirse cortésmente. Wong y McQuinnie hablaron un rato con la única superviviente de la División Extremo Oriente, que se encontraba guardando carpetas en una caja en previsión de los inminentes cambios de decoración. Mardiyah Dev llevaba en la empresa diez años y les contó toda la historia.
La trayectoria de Sooti Sekhar era la de muchos ejecutivos jóvenes. Había entrado en la compañía hacía unos doce años, siendo entonces un entusiasta hombre de treinta años graduado por una universidad cercana a Mumbai, y había ascendido rápidamente hasta convertirse en ayudante del director de ventas de productos animales a los treinta y seis años. Dos años después se convertía en director ejecutivo de productos animales, un puesto que le requería poco esfuerzo. Era, en cierto modo, una sinecura, puesto que sólo tenía que analizar las tendencias del sector, mientras que sus subalternos hacían el verdadero trabajo de ventas.
—Aunque a algunos los sorprendió que se contentara con un trabajo de escritorio, todo indicaba que le iría bien para aquella etapa de su vida. Tenía treinta y ocho años, se había casado con la mujer que sus padres le habían elegido, habían tenido dos hijos varones, y Sekhar ya no quería pasarse la mitad del año viajando —dijo la señorita Dev, una mujer bastante corpulenta de treinta y tantos años—. Durante un tiempo llevó una vida muy sencilla. Trabajaba de nueve a cinco, pasaba los domingos con su familia, salía de vez en cuando a tomar una copa con los amigos. Cada vez había menos trabajo que hacer. Pero entonces reestructuraron la división, a él lo trasladaron a esa habitación oscura, y fue volviéndose cada vez más taciturno. —Arrugó el entrecejo ante aquellos desagradables recuerdos—. Hasta hace un año todavía daba los buenos días, pero era más un gruñido que un saludo. Para entonces sólo quedábamos él y yo.
—Pobrecilla. Debía de ser deprimente. ¿Le preguntó usted qué le pasaba? —dijo Joyce. Wong se alegró de tenerla consigo. Las preguntas de él siempre sonaban a interrogatorio comparadas con las de ella, siempre acompañadas de auténtico interés.
—Naturalmente, éramos buenos amigos —respondió la mujer—. Él insistía en que no pasaba nada. Su esposa e hijos eran felices y gozaban de buena salud. Tampoco tenía deudas, que yo supiera.
Wong echó un vistazo a la anticuada habitación. No era un lugar feliz, pero las fuerzas negativas tampoco eran lo bastante terribles como para matar a su ocupante. Los muebles de madera y los armarios hechos a mano eran, a decir verdad, más atractivos y duraderos que el mobiliario modular de las ciudades modernas, aunque aquel despacho en concreto probablemente había sufrido menos desgaste que la desastrada recepción del piso de abajo.
—¿El negocio iba bien? —preguntó.
—No especialmente —dijo la señorita Dev—. Productos animales ya no era un sector en alza, y había escasez de material. Pero fue una cosa paulatina, nada del otro mundo.
—¿Y después...?
—Bueno... —La mujer ladeó la cabeza, un hábito que sin duda había imitado de sus colegas indios—. Después, de repente murió. Tenía cuarenta y dos años. No lo podíamos creer. Quiero decir, padecía los síntomas de estrés habituales, úlcera de estómago y eso, pero estaba en muy buena forma. Había ganado muchos trofeos en competiciones deportivas. Los tenía en esa vitrina de allí. Había sido campeón de salto de longitud en su universidad, creo. Fue casi como si hubiera consumido toda su vitalidad, como si fuera una batería que de golpe se agota. Y luego, zas, ataque al corazón.
—¿Sentado a su mesa? —preguntó Wong.
—A su mesa.
—¿Le hicieron la autopsia?
—El cuñado de Sekhar es médico y se ocupó del cadáver. Lo atribuyó a causas naturales y su dictamen no dio lugar a controversia. No tenía enemigos, nadie que pudiera, qué sé yo, envenenarlo o algo así.
—Vaya. Pobre tipo. ¿Y era agradable trabajar con él? —preguntó Joyce.
—Sí, era un hombre muy amable. Era taciturno y un poquito cohibido, y su salud empezaba a declinar; hacia el final sufría de flatulencia, pero no creo que eso lo matara. —Lo dijo con una tímida sonrisa.
La historia de la inexplicable muerte de Sooti Sekhar a tan temprana edad intrigó al maestro de feng shui. Sabía que en casos similares solía haber problemas financieros importantes que no se conocían antes de la muerte. Intentó trasladar telepáticamente a Joyce su deseo de que siguiera haciendo sus compasivas preguntas, y se sorprendió cuando ella hizo justamente eso.
—Oiga, ¿y cómo quedaron su mujer y sus hijos? Supongo que deshechos y con apuros monetarios.
—No; no tanto. Bueno, muy afligidos, claro, pero en lo económico quedaron bien cubiertos. Sekhar tenía ahorros, había cancelado la hipoteca de su enorme casa, y me parece que estaba asegurado. Puede preguntárselo a su esposa. Trabaja por horas en Deshpande's, sección de envíos.
—¿Deshpande's?
—Una fábrica de bolsos. A unos ocho minutos de aquí, cerca del mercado viejo. Pueden ir en taxi.
Wong sonrió.
—Gracias por su ayuda.
Las habitaciones requirieron bastante trabajo. El geomántico y su ayudante dedicaron toda la tarde a examinar planos, trazar cartas, tomar medidas y comprobar cómo la luz se movía por las habitaciones a medida que el sol se reflejaba en las ventanas de vidrio mate del viejo edificio de oficinas de piedra rojiza que había enfrente. Casi todos los objetos estaban mal colocados, y la errónea disposición de las puertas causaba enormes dificultades, pues la penetrante energía del nordeste fluía demasiado rápido hacia el antiguo escritorio de Sekhar. No era de extrañar que hubiera sido un hombre desdichado.
La habitación principal no era exactamente un rectángulo, pues tenía un anexo hacia el sudoeste. Esta dirección se asocia con la prosperidad, pero sólo si las proporciones son correctas, le explicó Wong a su ayudante. El anexo era demasiado grande respecto a la sala principal y amenazaría a los ocupantes con un deseo de actividad desmedida. Sekhar había tratado de compensarlo yendo al extremo contrario y reduciendo la actividad, como sucede a menudo, dijo. El resultado pudo ser un enorme flujo de energía no resuelta, que habría llevado a un quebrantamiento de la salud.
Wong se asomó al ventanal y un momento después exclamó triunfante:
—¡Uaah!
—¿Qué pasa? —Joyce levantó la vista de las dos cartas que estaba examinando sobre la mesa, una
lo shu
basada en la fecha de nacimiento de Sekhar y otra de la fecha de construcción del edificio.
—Cañerías. Unas cañerías muy grandes. Pasan justo por aquí. Sudoeste. Uno de los peores sitios para tener agua. El agua es buena, pero en el sudoeste está el
chi
de tierra, que destruye las ventajas del agua. Un edificio muy mal diseñado.
El geomántico miró hacia atrás y sonrió, incapaz de disimular su satisfacción por haber encontrado tan pronto un importante fallo oculto. Volvió a la mesa y reanudó su trabajo.
Joyce, que se aburría, cogió un ejemplar antiguo de
The Hindustan Times
y se dedicó a leer los anuncios matrimoniales. Al cabo de unos minutos, algo la dejó boquiabierta.
—Eh, mire esto. «Buscamos novia hermosa y de piel clara. Menos de veinticinco.» «Se busca ingeniero sij de menos de treinta.» Estos anuncios tienen que ser superilegales.
Repasó los de contactos y quedó fascinada. Pasó los diez siguientes minutos estudiándolos.
—Éste es el país más racista, sexista y discriminador del mundo. En todos los anuncios de matrimonio dice que la novia ha de ser bella y de piel clara, y en todas las ofertas de empleo buscan gente de menos de treinta o treinta y cinco. Qué pasada. Para llegar a algo en la India tienes que ser joven y de tez clara. Yo podría ganar más dinero que usted.
Dos horas más tarde hicieron una pausa para almorzar con Ravi Kanagaratnum y el sustituto de Sooti Sekhar, un sij llamado Jagdish que había aprendido la lengua putonghua después de cuatro años en la sucursal de la empresa en Pekín. Wong dijo que quería acercarse a Deshpande's para hablar un momento con la viuda de Sekhar.
—Oh, eso no será necesario —dijo Ravi—. Sólo queremos que arregle el despacho para que Jagdish pueda tratar allí con los clientes chinos. Hay que mirar al frente, hacia delante, no hay ninguna necesidad de remover el pasado.
—Es difícil resolver nada sin conocer todo el problema —observó Wong—. Y debe de ser un problema serio. Sekhar murió con sólo cuarenta y dos años.
—Estaba pensando que no habrá tiempo suficiente. Los del departamento técnico llegarán mañana a las nueve para hacer esas dos habitaciones, y los planos tendrán que estar listos —repuso Ravi.
Jagdish intervino:
—¿Por qué tan poco tiempo? ¿Los del departamento técnico no pueden esperar unos días para que estas personas puedan hacer un buen trabajo? No quiero morirme a los cuarenta y dos. Sólo me faltan cuatro años y todavía no he engendrado un hijo varón. Tendré que poner manos a la obra. ¿Está usted disponible, señorita McQuinnie? —preguntó, y soltó una impertinente carcajada.
—Ja, ja. Si me ayuda a comprar un sari, no le negaré nada —replicó ella, y al punto se sonrojó, temiendo haber coqueteado más de la cuenta. Bajó la vista y se miró las manos.
—El personal técnico sólo dispone de dos días libres —dijo Ravi—. Luego tienen varios encargos importantes. Además, quiero resolver esto cuanto antes y pensar en otra cosa. El negocio con Extremo Oriente va muy mal. Tenemos que darle un empujón.
El sij no parecía muy convencido.
—El pobre Sooti murió demasiado joven. Yo creo que si el señor Wong considera oportuno hablar con su viuda para atar cabos sueltos, deberíamos acompañarlo.
El director de relaciones externas desenvolvió lentamente un confite de su envoltorio y se lo llevó a la boca antes de responder:
—De acuerdo. No quiero pasar por tozudo. Puedo hacer que la traigan a mi despacho y allí podrá usted preguntarle cosas. No me importaría hacerle yo también unas preguntas.
—Quiero estar con ella a solas —dijo Wong.
Ravi enarcó las cejas.
Joyce hizo de intérprete:
—Quiere decir que le gustaría... bueno, que prefiere hablar con ella en privado.
—Me temo que no será posible —dijo Ravi—. Estamos en la India. Un hombre no puede reunirse en privado con una viuda joven. No es decente. Tendrá que ser en mi despacho.
—Tengo una idea —dijo Joyce—. Iré a verla yo sola. Dos mujeres charlando no pasa nada, ¿verdad? La señorita Dev ha dicho que trabaja cerca del mercado viejo. De todos modos, quería acercarme para hacer unas compras.
Ravi sonrió.
—Muy bien —dijo—. Sí, no queda lejos. Puede tomar un taxi o incluso ir andando.
Joyce ladeó la cabeza al estilo indio y dijo:
—Iré andando, gracias.
Después de almorzar, Joyce dio un largo y pausado rodeo a través del mercado camino de la Deshpande Handbag Manufactory Company, deteniéndose aquí y allá para hacer fotos. El calor del mediodía la tenía algo mareada, y a un vendedor ambulante le compró un coco fresco. Fue como beber energía líquida. Delhi, al igual que Hong Kong y Singapur, le parecía un lugar vibrante, lleno de gente que iba y venía con prisas. Sin embargo, se respiraba cierta espiritualidad. A menudo veías a personas en actitud de rezo, y por todas partes había dioses, altares e imágenes sagradas, a veces mezcladas con fotos de Elvis y las Spice Girls.
La joven tuvo ciertas dificultades para entrar en las oficinas de la fábrica de bolsos, pero una llamada telefónica a Ravi solucionó el problema: el ejecutivo de Associated Foods tenía un primo en el consejo de administración de Deshpande's. La dejaron entrar enseguida.
Era un sitio oscuro, ruidoso y caótico. McQuinnie se encontró de pronto en un pequeño despacho, perteneciente a un directivo de segundo orden, hablando con la señora Kumari Sekhar, una atractiva mujer de veintinueve años que parecía demasiado joven para tener hijos de once y doce. La occidental quedó fascinada por los enormes ojos de la india, y dudó si preguntarle qué clase de lápiz de ojos usaba, tal vez sonaría muy poco profesional.
Mejor ir al grano. Se aclaró la garganta y explicó a la joven madre que trabajaba para unos accionistas de Extremo Oriente de la empresa de su difunto marido, y que sólo quería saber si ella deseaba comentar algo, aclarar algún punto.
—¿Se refiere a devolver objetos propiedad de la oficina? —preguntó la mujer con un cerrado acento de Delhi—. Él nunca se trajo nada a casa, sólo algún que otro clip; una vez vi que tenía un bolígrafo con el logotipo de la empresa, pero nada más. Puede venir a mi casa y verlo por sí misma. No hay nada.
—No, si no... No me tome por un gran hermano empresarial ni nada de eso. Mire, lamentamos mucho la muerte de su marido y tal. Sólo quería saber si le pasaba algo, si su marido tenía problemas, ya me entiende.
—Ah, eso —dijo la viuda. Pensó un poco y luego se inclinó hacia delante, aunque no con aire conspiratorio sino en gesto de confianza—. Pues nada serio. Pillaba un catarro fuerte una vez al año, y a veces tenía molestias de estómago, pero en general era un hombre sano. Se jactaba de que no iba nunca al médico y tampoco tomaba pastillas. Cuando empezó a derrumbarse, mi hermano, que es médico, lo examinó y le dijo que hiciera ejercicio, que no fuera tanto al bar. Le gustaba ir por ahí con sus amigos antes de volver a casa, sabe.
Sin darse cuenta, Joyce bebió un sorbo de un vaso de algo amarillo rosado que le habían ofrecido. Hizo una mueca y casi escupió al descubrir que era té con leche tibio y asquerosamente azucarado. Procuró transformar el gesto en una sonrisa.
—O sea que iba mucho de copas, ¿no?
—Bueno, no quiero decir que se emborrachara ni nada de eso. Su padre era musulmán. Sooti también era abstemio, pero luego, hace cosa de un año, empezó a tomar un vaso de vino o una Kingfisher en la comida. A veces bebía dos Kingfishers, o incluso tres si era una velada larga. Pero siempre se controlaba. Nunca lo vi borracho, ni siquiera un poco ebrio.
—¿Volvía tarde a menudo?
—No. Solía llegar entre las ocho y media y las nueve.
—¿Jugaba?
—Nunca.
—¿Pedía prestado?
—No.
—Un tío sanote, vaya.
—¿Tiosanote?
—No, quiero decir, un buen marido.
—Sí. Era un hombre muy bueno.
—Habrá sido muy duro para usted, que haya muerto tan joven. ¿Cómo lo lleva? Bueno, quiero decir ¿cómo está?