Read El maestro de Feng Shui Online
Authors: Nury Vittachi
—Y yo: «¿Y cómo quieres que me convierta en maestra feng
shuuiii?»
Y mi padre: «Mi amigo el señor Pun conoce a un auténtico maestro feng
shuuiii,
y podrás trabajar con él tres meses.» Y yo: «¡Uau!»
Wong se quedó boquiabierto.
—Oiga, yo me estaré calladita y tal —añadió ella—. Ni siquiera sabrá que estoy aquí. ¡Ja, ja, ja, ja!
Wong comprendió al instante que aquella chica no podría estarse calladita ni aunque le extirparan la laringe. Su aspecto mismo irradiaba ruido. Era gorda y vestía colores chillones, y era occidental. Como si una jirafa dijera que pasaría desapercibida porque no tiene voz. Hay gente que no encaja en ciertos sitios. ¿Cómo era aquella frase sobre toros que salía en el libro de locuciones inglesas? Sí, era como un toro en medio de China.
Ella rió otra vez, por nada en particular. Wong notó que era una risa nerviosa. Se miraron unos segundos, callados. «Esto no funcionará —se dijo Wong—. Pero piensa en el señor Pun. Tienes que asegurarte de que quede "extremadamente complacido".»
—¿De modo que le gustaría ser maestra de feng shui? —dijo Wong, forzándose a sonreír y pronunciando la expresión china para geomancia con su acento de Guangdong:
foong soi.
Ella soltó una risotada que el geomántico consideró de sorna.
—¿Yo? ¡Qué va! Yo quiero hacerme rica. ¿Dónde pongo mis cosas?
Winnie despejó una mesa para que la señorita McQuinnie la utilizara como escritorio. La intrusa la empujó inmediatamente hacia la ventana.
—Así tengo mejor vista —dijo, sin advertir la grosería implícita en su impulsiva reordenación del mobiliario de un geomántico.
Después de ponerse cómoda —y lanzando con su mesa un torbellino de energía hacia el área de meditación—, le explicó a Wong que sólo quería escribir sobre el feng shui desde un punto de vista académico.
—O sea, ni siquiera sé si me lo creo, todo eso. En general, bueno, soy bastante escéptica sobre cualquier clase de magias y abracadabras; y no es que diga que su trabajo sea abracadabra, eso no, pero lo que me gustaría es destapar la cosa de alguna manera, ya sabe, bajarla del pedestal, porque a mi tutor le gusta la controversia.
Wong no estaba seguro de qué quería decir «abracadabra» o a qué «pedestal» se refería, pero sabía que no se encontraría a gusto en su oficina con aquella criatura. Así lo confirmaron los datos que fue reuniendo a medida que la observaba. Era demasiado extranjera, demasiado joven, demasiado chillona, demasiado gorda, y su curiosidad era también excesiva. No paraba de hacer preguntas. Anotaba todo cuanto él decía. Lo escuchaba con atención cuando hablaba por teléfono. Wong tuvo que recurrir al putonghua, al hakka, al hokkien y al cantonés con interlocutores que entendían dichos dialectos.
Ella bajó luego a una tienda y volvió con una especie de cubo de cartón que ella llamaba
Latte Grande
y que olía a café amargo y leche de vaca, y, de las náuseas que le dio, Wong fue incapaz de terminarse el colon guisado que había comprado a un vendedor ambulante antes de subir. Por si fuera poco, se reía con rebuznos de asno cuando hablaba por teléfono con sus amistades, como sólo los hombres deberían reír. Sus chillidos llegaban incluso a oídos de la persona con quien Wong estaba hablando a su vez, lo que le hizo temer que pensaran que había trasladado su oficina a un matadero.
Aquella tarde, mientras preparaba sus informes la estudió con el rabillo del ojo. La señorita Joyce McQuinnie tenía entre catorce y treinta años (a Wong siempre le costaba adivinar la edad de los occidentales) y era muy sociable. Pasaba mucho tiempo al teléfono organizando un encuentro para celebrar su nuevo «empleo». A primera vista le había parecido tres o cuatro centímetros más alta que él, pero luego, al quitarse los tacones, se había encogido hasta su misma estatura. Tenía una piel muy pálida y salpicada de leves pecas, y un pelo lacio castaño ligeramente rojizo, como de ardilla. Calzaba botas de hombre con gruesas suelas de goma, y vestía unas mallas oscuras, una falda corta y un jersey informe. Llevaba unos pendientes metálicos, cinco en una oreja y siete en la otra. No lucía anillos pero sí grandes pulseras indias que tintineaban cuando se movía, amenazando con volcar su vaso de café.
—¿Es guapa? —le preguntó un amigo por teléfono desde Kuala Lumpur.
—Es una
mat sellah
—susurró Wong.
Pero la chica se esforzaba en demostrar su interés en la materia. Se pasó la mañana hojeando libros sobre feng shui, y la tarde intentando entender el sistema de archivo, cosa nada fácil puesto que Winnie se lo inventaba sobre la marcha, de ahí que fuera irremplazable.
Wong se limitó a suspirar e intentó concentrarse en su trabajo.
Mo baan faat.
Qué remedio.
Pero, a medida que transcurría la tarde, se sorprendió a sí mismo escuchando con interés las conversaciones telefónicas de la joven. Desde luego, su exasperante nueva colaboradora podría serle de alguna utilidad: era una fuente de clases de conversación gratis (en Singapur, las clases de inglés eran escandalosamente caras).
Wong había empezado con el inglés ya de mayor, pues había vivido en Guangdong hasta hacía diez años, cuando se mudó a Hong Kong, de donde fue transferido cinco años después a Singapur. Se enorgullecía de su capacidad para los idiomas (hablaba seis dialectos chinos), pero batallaba hacía tiempo con los modismos del inglés, que casi siempre le parecían desconcertantes y totalmente ilógicos. La señorita McQuinnie, quizá debido a su edad, empleaba muchísimas expresiones de argot. Wong reconoció algunas gracias al libro que había estado estudiando la semana anterior:
¿Qué tal? Inglés coloquial II.
Estaba decidido a escribir su próximo libro en inglés (había escrito ya dos libros sobre feng shui en chino), pero era consciente de que no lo dominaba lo suficiente. Además, creía que un conocimiento amplio de los coloquialismos modernos era la clave para ser considerado un buen escritor.
Le preguntó el significado de varias de las extrañas palabras que ella empleaba, y ella lo observó mientras él lo apuntaba. La joven adoptó inmediatamente el papel de maestra severa, corrigiéndolo a cada momento.
—Es la única manera de aprender —le dijo.
Wong vio disolverse su inicial irritación al comprobar que ella explicaba las cosas bastante bien, lo cual podía permitirle lucirse delante de su profesor y los demás alumnos del English Conversation Club.
Una de las veces en que ella estaba al teléfono con uno de sus amigos, soltó toda una retahíla de palabras que a él se le escaparon por completo. Las anotó y decidió preguntar más tarde.
La señorita McQuinnie decía «guay» todo el tiempo, palabra que él ya conocía, pero también decía cosas como «plasta», «mal rollo», «tío cachas», «pringao», «subidón», «quetecagas», «mega» y «cómo mola», ninguna de las cuales aparecía en sus libros de texto.
El teléfono sonó mientras Wong hojeaba disimuladamente un diccionario buscando la traducción de
«trip hop
cutre», sin tener la menor idea de que lo primero era un subgénero musical específicamente británico. Era Laurence Leong, subdirector de East Trade Industries.
—C. F., le estoy enviando un fax —dijo—. Se trata de que me dé su rápida opinión sobre una finca. Se llama Sun House y está situada en un pueblo cerca de Malaca. El fax ya debe de estar saliendo. —La máquina que Winnie tenía en un lado de la mesa empezó a gruñir casi de inmediato.
Wong estudió aquellos papeles finos y abarquillados unos minutos antes de devolver la llamada.
—No; me parece que no. Es una casa yin. Un gran problema. Muy negativa, aunque pudiéramos limpiarla a fondo. La gente nunca olvida. Muy difícil de revender. Le recomiendo que no compre.
Leong trató de hacerle cambiar de opinión. En primer lugar, sólo había servido de tanatorio durante menos de un año; entre seis y diez meses, dijo. Segundo, sólo había alojado a dos cadáveres. Menos de un mes después de que los arrendatarios (un matrimonio mayor proveniente de Kuala Lumpur, los Wanedi) comprasen la finca, ambos habían caído enfermos.
—Cualquiera diría que la casa tenía mal feng shui ya antes de que se mudaran allí el funerario y su mujer —dijo.
—Eso suele ocurrir —dijo Wong.
Leong le explicó que la mala salud de los Wanedi los había obligado a cerrar el negocio —temporalmente, suponían ellos—. Los vecinos se alegraron, puesto que les disgustaba tener una funeraria tan cerca del pueblo. La mujer, con cuyo dinero habían comprado la casa y el terreno (le había tocado una herencia), se había recuperado, pero no así su marido, que seguía muy enfermo. En otras palabras, eran unos vendedores con problemas, cosa siempre atractiva para la gente que compra propiedades.
—El hombre está a las puertas de la muerte, tanto en sentido
figural
como literal —comentó Wong, satisfecho de poder lucirse con un juego de palabras.
—¿Qué? Oh, ya entiendo. Sí, en efecto —dijo Leong—. Oiga, C. F., me gustaría que fuera allí a echar un vistazo. El señor P. está realmente interesado. El señor Wanedi continúa muy enfermo y la semana pasada ambos tomaron la decisión de vender y trasladarse a Kuala Lumpur. Ahí fue cuando intervino nuestro agente en Malaca. No cuelgue, C. F., tengo otra llamada. ¿Diga...?
Se oyó una versión mecánica de
Greensleeves.
Wong sabía que a la empresa le interesaría más la parcela de terreno que la casa en sí. Sabía también, como geomántico, que cuando estaba en juego un lugar yin —un lugar de muerte—, sus servicios, que por norma se consideraban una opción extra, adquirían una importancia crucial. Se animó. Podía alegar que tenía la agenda llena y añadir un suplemento por estudio de urgencia.
E incluso podía ser divertido. Las casas viejas de Malasia solían ser interesantes desde el punto de vista del feng shui. Quizá era una casa de vecindad peranakan, o una mansión colonial holandesa. Además, tenía a un buen amigo en la región: Jhoti Sagwala, un ex alumno suyo que ahora era jefe de policía cerca de Malaca. Pensó en telefonear para decirle que consiguiera los ingredientes necesarios para el curry de plátano y coco, un plato por el que Sagwala era justamente famoso entre sus amistades.
Greensleeves
se interrumpió bruscamente.
—Wong, ¿sigue ahí? —Laurence Leong parecía muy agitado—. El viejo acaba de estirar la pata. Quiero decir, Wanedi. Era nuestro agente el que me llamaba. La mujer ha accedido a que usted y los peritos vayan a ver la finca, aunque puede ser que el muerto esté todavía allí.
Wong asintió para sí, satisfecho de que el cadáver permaneciera in situ. Ver exactamente dónde y cómo guardaban los cadáveres, y dónde había muerto el viejo, lo ayudaría en su estudio y limpieza de la casa.
—De acuerdo. Iré.
La tarde siguiente, C. F. Wong y Joyce McQuinnie iban en un taxi destartalado que subía resoplando una colina cerca de la ciudad de Malaca. Joyce había insistido en acompañarlo, aduciendo que su padre pagaría los gastos. Aunque sólo distaba un puente de Singapur, Wong tuvo la sensación de estar en otro planeta o, cuando menos, en el mismo planeta pero en un siglo anterior. Miraba por la ventanilla y sentía que los deslumbrantes rascacielos de cristal de Singapur no podían alojar a la misma especie humana que vivía en esa tierra exuberante de un verde castaño, salpicada aquí y allá de viejas y encantadoras casas, un mayor número de chozas medio derruidas, y un número inquietantemente grande de pequeños, feos y nuevos bloques de dos y tres pisos.
El geomántico contempló el desagradable panorama de edificios nuevos y desesperó. Eran todos idénticos y rectangulares, pensados para caber dentro de la pequeña parcela del propietario, levantados rápidamente sin atenerse al feng shui ni a la estética. El desarrollo urbanístico de Malasia era objeto de elogios por su rapidez, pero a Wong le preocupaba que por el camino se estuviera perdiendo para siempre una intangible espiritualidad.
—Cantidad de casas nuevas por todas partes —observó Joyce—. Esto debe de dar trabajo a todos los expertos en feng shui.
—Me temo que estos edificios no tienen arreglo —dijo el geomántico.
Les estaba costando localizar Sun House, la Casa del Sol, pero éste no podía ser más conspicuo.
—Uf, qué bochorno —recordó Wong.
Joyce rió.
—¿De qué se ríe? —preguntó él, envarado—. ¿Es que no lo entiende?
—Claro que sí. Es que... es gracioso oírselo decir a usted.
No pudo explicar por qué era gracioso, y se sumieron en un silencio incómodo. Wong, advirtiendo que ella lo miraba de reojo varias veces, se inclinó hacia un lado girando un poco el cuerpo para poder espiarla por el retrovisor del coche. Bajo una apariencia de confianza relajada y expansiva, había inseguridad, nerviosismo, un palpable estar a disgusto. Lo sabía por el modo en que ella juntaba las cejas al hablar; parecía que comunicarse le costaba lo suyo. Sus ademanes eran ligeramente bruscos, como si sus extremidades fueran dos o tres centímetros más largas de lo que ella esperaba. Dedujo que era más joven que Winnie Lim, pese a ser más alta.
Al coronar la colina vieron un tejado chino entre los árboles, unos cientos de metros carretera adelante; el taxista lanzó un grito triunfal y Wong supo que habían llegado. Al acercarse vio que el recinto estaba rodeado por un muro de piedra y comprobó que Sun House era una residencia bastante imponente. Llegaron a una verja abierta y se detuvieron frente a una casa baja pero señorial, no tanto histórica cuanto de avanzada edad. Mostraba señales de haber sido acondicionada recientemente, varios marcos de ventana parecían nuevos. Suspiró. No pudo evitar pensar que su patrón, como ocurre a menudo en el mundo de los negocios, se aprovechaba de las desgracias ajenas. Debía de haber costado bastante dinero convertir ese edificio (antigua granja venida a menos) en una funeraria, y no dejaba de ser irónico que uno de los pocos cadáveres que la casa había visto fuera el de su dueño.
Recorrió con ojo experto la fachada. Aparentaba seguir modelos europeos, aunque tenía algunos rasgos típicos del estilo de las terrazas peranakan. Había persianas de tablillas, un diseño innovador introducido por los portugueses y adoptado por la generación posterior de constructores locales. La casa tenía
pintu pagar,
una pequeña cancela batiente tradicional de Malasia, delante de una puerta de madera de doble hoja con inscripciones de pareados chinos. El porche delantero se elevaba desde cada extremo de la fachada, los lados revestidos de madera, y la techumbre presentaba una marcada pendiente de tejas rojo oscuro. Las ventanas de la planta superior, de arco muy pronunciado, asomaban por arriba, rompiendo así el chi. Todas las cortinas estaban echadas. Al parecer no había jardinero, pues los escalones del porche estaban cubiertos de hojarasca. Sin embargo, en un lado de la casa había un hombre joven en ropa de faena junto a un cobertizo. Observó a los recién llegados con gesto inexpresivo, ni hostil ni acogedor, y luego se metió en el cobertizo.