Read El maestro de Feng Shui Online
Authors: Nury Vittachi
—Entiendo —dijo Sturmer.
—La pequeña sucursal electrónica de Mosque Street sí que es un problema, yo diría que urgente. Tiene que arreglarlo lo antes posible. El feng shui que hay allí es muy malo, pero deje que se lo explique. El local tiene una forma extraña. Hay puntos de energía
chi
negativa justo en la placa con el nombre del banco. Eso es muy malo. Muy negativo. La posición de los cajeros es correcta, pero no así la de la placa. Hay un espejo ba gua (ya sabe, un espejo feng shui de ocho caras, con trigramas) puesto dentro, de manera que refleja el nombre del banco. Gran error. Es casi como si el nuevo geomántico hubiera querido ponerle las cosas al banco lo peor posible. Y no al revés.
Tan estaba impacientándose.
—C. F. ¿es necesario que hablemos de esto ahora? ¿No podría redactar un informe o...?
Sturmer levantó la mano para interrumpir al policía.
—Un momento, superintendente. Nosotros no tenemos un banco electrónico en Mosque Street. No tenemos ninguna sucursal en Mosque Street.
—Por eso lo digo. Sin embargo, este banco tiene un rótulo con su nombre —dijo Wong.
Sturmer se sentó bruscamente.
—¿Cree usted que...? ¿Está seguro de que es nuestro banco?
—Pone United World Banking Corporation, en letras grandes. Y tiene su logotipo.
—¿Podrían ser los mismos que...? —preguntó el banquero, mirando a Tan.
El superintendente guardó silencio.
—No lo sé —dijo el geomántico—, pero, si mal no recuerdo (es difícil para un viejo de más de cincuenta años, como yo), en ese banco electrónico hay dos cajeros automáticos. Uno con un letrero de «averiado», y el otro, creo, con un letrero que pone «Depósitos rápidos». Me fijé en eso porque el feng shui era muy malo, por nada más. Confiaba en que nadie me echara la culpa a mí. Singapur es una ciudad pequeña. No me ha sido difícil controlar las sucursales de su banco. —Y meneó la cabeza al evocar la mala disposición del sitio.
—Conque por eso sabía lo del cajero con el rótulo especial —dijo Madame Xu—. Nos ha hecho pensar que se trataba de una idea espontánea. Eso es hacer trampa, señor Wong.
—Entonces —dijo Tan—, si tiene el nombre de su banco pero no es su banco, es que se trata de un timo. —Sacó su teléfono móvil—. Rezo para que sea la misma gente, que intenta repetir el truco en otro lugar. Quizá podamos atraparlos. Eureka.
—¿Qué significa eureka? —preguntó Wong.
—No lo sé. Pregunte a su ayudante —dijo Tan, pulsando botones del móvil.
Joyce parpadeó. Su entrecejo se convirtió en una pequeña retícula.
—No sé. Es lo que dice la gente cuando por fin encuentra algo que ha estado buscando con ahínco. «Eureka, lo he conseguido.»
En ese momento el viejo Uberoi surgió entre el vapor de la cocina portando dos platos grandes, uno de
string hoppers
y el otro de
hoppers
con huevo, las dos versiones de esas deliciosas crepes elaboradas con harina de arroz.
—¡Oh, eureka! —exclamó Madame Xu, batiendo palmas.
El Chuang-tzu, chuan 7, dice: «La mente del hombre perfecto es como un espejo: no se mueve con las cosas, no las anticipa. Reacciona a las cosas pero no las retiene.»
La misma idea de distanciamiento se encuentra en otro texto antiguo, el Yi-ch'uan Chi-jang Chi, chuan 14. Aquí leemos las palabras de Shao Yung. Esto fue lo que dijo:
El nombre del Maestro de la Felicidad se desconoce.
Durante treinta años ha vivido en las riberas del Lo.
Sus sentimientos son los del viento y la luna;
Su espíritu está en el río y en el lago.
Para él no hay distinción
entre posición inferior y alto rango,
entre pobreza y riqueza.
No se mueve con las cosas ni las anticipa.
No tiene límites ni tabúes.
Es pobre, pero no está triste.
Bebe, pero jamás se emborracha.
Acumula en su mente la primavera del mundo.
Brizna de Hierba: poquito a poco vas siendo más sabio. Pero recuerda esto: la fortaleza de la mente es la fortaleza de su distanciamiento.
Destellos de sabiduría oriental,
C. F. Wong, parte 131
Con su diario a buen recaudo en el maletín que sujetaba contra el pecho, C. F. Wong caminaba con brío por las agrietadas aceras atestadas de gente, con la cabeza bien alta.
Un viaje a Delhi, pensó, era una buena manera de recordarle a uno que tiene nariz. Demasiado a menudo, cuando se está de visita en una ciudad, los otros sentidos predominan. Uno se extasía con el horizonte urbano de Singapur y Hong Kong; los oídos se ven asaltados por la cacofonía de la construcción en Shanghai y Kuala Lumpur; pero allí, en la vieja Delhi, uno podría guiarse solamente por el olfato. El torrente de polvo y gases de escape indica dónde están las calles, mientras que las zonas peatonales están marcadas por el coriandro, el incienso, las especias, el azúcar, el humo, la orina y el sudor —viejo o reciente—, más ese curioso olor a cosa quemada propio de lo que fue en tiempos la actual capital de la India, aunque Wong no había logrado identificarlo todavía. Inspiró hondo para poner a prueba su teoría, y de inmediato lo lamentó. Los olores eran tan intensos que hacían daño.
Doblaron rápidamente una esquina, y el geomántico tomó repentina conciencia de sus otros sentidos al chocar contra el flanco de un monstruo gris pardo: ¿un elefante? No, un buey. El animal lo miró con ojos infinitamente tristes. A Wong lo repelió la manera extrañamente inorgánica con que la piel áspera y correosa cubría como una capa mal ajustada la angulosa osamenta del animal. Pasó como pudo por el espacio que quedaba entre el buey cubierto de moscas y un polvoriento y asfixiado autobús que avanzaba peligrosamente por una callejuela repleta de humanos y animales.
Por enésima vez, examinó la desconcertante escena que se desplegaba ante ellos y se preguntó si habrían perdido al guía. El muchacho se escurría con tal rapidez por los pequeños claros en la multitud, que pocos observadores habrían pensado que tenía relación alguna con el caballero chino y la joven blanca que lo seguían.
—Jolín. ¿Por qué va tan deprisa? —dijo Joyce, a quien le costaba no rezagarse pues iba sacando fotos de lo que ella llamaba «personajes», gente mayor con la cara curtida por la vida—. ¿Es que olvida que tenemos que seguirlo? —Sus malhumorados comentarios contradecían el hecho de que lo estaba pasando en grande en su primera visita a la India. Lo encontraba todo fascinante, las vistas y los colores, los aromas y los sabores, todo aunado para mantenerla en una especie de estado de trance.
Habían llegado a última hora de la noche anterior, de modo que Joyce no había tenido una primera visión real de la India hasta la mañana siguiente. La desolada tranquilidad de Rose House, la vieja mansión colonial de Uttar Pradesh donde se alojaban, era una delicia de tranquilidad. El agradable calor seco, además, estaba muy lejos de la incómoda humedad de Singapur. Había puesto a secar un top de algodón en el balcón antes de bajar a desayunar, y una hora después, tras comer mangos, huevos de yema clara y yogur casero, la prenda estaba lo bastante seca para ponérsela.
Luego habían ido a la ciudad. La vieja Delhi era igualmente fascinante pero en otro sentido. Allí reinaba un pandemónium de felicidad. Tenía algo de hipnótico estar en medio de aquella muchedumbre hiperactiva, entre sedas multicolores. No fueron sólo las mujeres lo que captó su atención. Muchos hombres parecían ir a la moda, con sus peinados retro estilo años setenta, sus bigotes a lo Burt Reynolds y sus pantalones acampanados. Pero ¿vestían realmente a la moda retro? ¿O acaso el hombre de la calle no había cambiado de estilo en treinta años?
—¡Ya lo he visto! Sígame —dijo Wong, y se lanzó por una pequeña brecha entre dos motocicletas, una de las cuales transportaba a una familia de cuatro, y la otra a una de cinco, además de un mono.
Joyce sacó otra fotografía, esta vez de un vendedor de especias calvo que parecía tener ciento cincuenta años, y se apresuró detrás del geomántico.
Cinco irrespirables minutos después, les alivió ver el edificio comercial que les habían descrito en las notas enviadas por fax a la oficina por Laurence Leong, de East Trade Industries. El Associated Food and Beverages Delhi Manufactory Old Building era un ruinoso edificio gris situado en una esquina bulliciosa. A primera vista parecía inclinado hacia la izquierda, pero el observador atento pronto comprobaba que esta impresión se debía a un curioso diseño arquitectónico, con sus voladizos escalonados. Joyce supo que eso significaba un gran exceso de alguna cosa. Vio que Wong alzaba la vista para localizar el fuerte resplandor del sol tras unos cúmulos.
—Influencias del sudoeste.
Chi
femenino materno —dijo—. Difícil, difícil.
Tras divisar fugazmente al guía entre los guardias de seguridad uniformados —que estaban tomados de la mano, cosa que a Joyce le habían contado era corriente ver en la India, pero aun así seguía sorprendiéndola—, entraron en el edificio. O, mejor dicho, en un túnel del tiempo. Fue como plantarse en la época eduardiana. El mobiliario era de madera vieja, oscura, y algunas piezas parecían de caoba auténtica. Alguien debió de pensar que las paredes revestidas de paneles de madera noble quedarían bien, pero no era así. Había una planta moribunda sobre la mesa de recepción, así como dos antiguos teléfonos negros de baquelita y un cuadro de conexión manual como los que se veían en las primeras películas de Clark Gable.
—Qué guay —dijo Joyce.
—Qué calor —dijo Wong, pasándose el pañuelo por la cara.
Tras una breve espera, los hicieron subir por una vieja escalera hasta una sala rectangular, donde les presentaron a varios directivos de la empresa, todos con bigote idéntico y nombre repletos de sílabas, en la mayoría de las cuales predominaba la letra A. Había un Nadarajah, un Vishwanathan y un Kanagaratnum. Este último añadió, con fuerte acento del norte de la India:
—Pero pueden llamarme Ravi.
Joyce le dio las gracias de corazón.
Hubo muchas, y no disimuladas, miradas a la joven blanca. Un hombre entrado en años y calvo le dijo en voz baja a Wong:
—No parece muy china.
El geomántico miró a su ayudante y asintió como si reparara en ese detalle por primera vez.
—En efecto —dijo—. No parece muy china.
Tras las educadas frases de rigor, la conversación se agotó rápidamente. Wong estaba ansioso por poner manos a la obra.
—¿Dónde están las habitaciones, señor Ravi?
—Señor Ravi, no. Simplemente Ravi. Es mi nombre de pila. Anotaré sus nombres en el diario de visitas y luego iremos. Acompáñenme.
Mientras caminaban, Ravi explicó que era el director de relaciones externas de la compañía, y que se ocuparía de ellos durante su estancia. Los condujo por un pasillo oscuro a una puerta que daba a otro lúgubre corredor. Después del caótico barullo de las calles, Ravi, un hombre barrigudo que se movía como a cámara lenta y tenía las mejillas picadas de viruela, les resultó muy agradable con su cálida sonrisa. Torcieron a la izquierda, luego a la derecha, subieron un breve tramo de escaleras y llegaron finalmente a la habitación del hombre que había muerto.
—Bien, he aquí el sitio —anunció el ejecutivo indio, alisándose el bigote con el índice y el pulgar, como si pensara que no lo llevaba suficientemente pegado—. El antiguo despacho del señor Sooti Sekhar.
Era una habitación grande, mal organizada y nada atractiva. Incluso sin valerse de su brújula
lo pan
para orientarse, Wong vio que la habitación tenía muchos defectos en ese sentido. Había una mesa puesta de lado respecto a la entrada, dejando a su ocupante con la espalda hacia una segunda puerta. Debería haber entrado luz por los ventanales del fondo, pero unos estantes con libros y archivadores la oscurecía. Varios salientes agudos hacían que el
chi
se arremolinara. La estancia apestaba a papel mohoso, por encima de un olor general a humedad y mala ventilación. Ravi pulsó dos interruptores, pero sólo uno de los ventiladores de techo empezó a girar.
Situándose en mitad del despacho, Wong advirtió que tenía forma de L distorsionada.
—Vaya. Esta habitación necesita muchos cambios —dijo. Igual que el resto del edificio, pensó, lo que le hizo preguntarse por qué no le encargaban revisar todo el espacio.
Ravi pareció presentir la pregunta.
—Queremos que haga aquí su trabajo, porque esta parte es la división internacional, y aquí es donde se hace la mayor parte de los negocios con Extremo Oriente. ¿Ve esas carpetas? —Señaló una pared de archivadores y armarios—. Ahí están todos los contratos con Extremo Oriente, incluidos, en ese armario cerrado bajo llave, los documentos que nos vinculan a East Trade Industries. El personal de la División Extremo Oriente trabaja en esa habitación de allí, detrás de la mesa de Sekhar. Ahora mismo sólo tenemos a una persona, la señorita Dev, que es malaya.
Señaló la mesa principal y las sillas que la rodeaban.
—Antes éramos muy importantes en productos animales de Extremo Oriente, marfil, medicamentos de tigre, cosas así. Sekhar se ocupaba de todo ello. Cuando teníamos clientes de Extremo Oriente, Sekhar trataba con ellos en esta misma mesa. Después de su muerte, algunos de ellos dijeron que el feng shui de por aquí era malo. Por eso necesitamos su toque mágico, si no le importa que lo llame así.
—Entiendo. Así que no necesita estudios feng shui para el resto del edificio.
—Correcto. En esa parte todos son hindúes, salvo algunos musulmanes de un departamento. Ellos mismos se encargan, pero no tiene por qué preocuparse en ese sentido. Sólo tiene que arreglar esta habitación y la que está detrás de esa puerta de allí, para que nuestros clientes de Extremo Oriente estén contentos, y por supuesto también nuestros accionistas de Singapur. —Dijo esto último con una ligera inclinación y media sonrisa, reconociendo los vínculos empresariales entre Associated Foods y East Trade.
—Yo creía que estaba prohibido vender marfil y esas cosas —dijo Joyce.
—En efecto, ese ramo ha empeorado en todo el mundo. Vamos a dejar por completo los productos animales para relanzar esta parte del negocio como importación-exportación de electrodomésticos. Es más políticamente correcto.
Se apretó de nuevo el bigote contra el labio superior antes de continuar:
—Otra cosa. El personal técnico de la empresa, que reorganizará el despacho y cambiará la decoración cuando usted haya terminado su trabajo, sólo está disponible mañana y pasado mañana. Eso significa que usted sólo dispone de hoy para hacer sus estudios. Espero que sea tiempo suficiente.