Read El maestro de Feng Shui Online
Authors: Nury Vittachi
—No me parece muy religioso discriminar a una persona por sus tendencias sexuales heterodoxas —dijo.
Wong le dedicó una mirada de reproche antes de responder.
—Recuerde, por favor, que estamos en Asia. Esa clase de personas no tiene derechos de ninguna clase.
Veinte minutos después estaban en la carretera, y una hora de plácido trayecto por las zonas rurales los llevó a las puertas del
vihara
de St. Sanctus, en una pequeña aldea cerca de Tho, al sudeste de Ciudad Ho Chi Minh.
Porntip les dijo que dejaran el equipaje en el coche mientras iba a anunciar su llegada. Wong contestó a varias preguntas de Joyce acerca de la organización. El
vihara
era más un convento que un templo normal, dijo. Estaba cerrado al público y sus miembros vivían en completo aislamiento. Tampoco tenía que ver con el tipo de «reclutamiento» que a veces toma el budismo en el sudeste de Asia, donde hombres jóvenes pasan un par de años de vida monacal como parte de su educación.
Con sólo mirarlo, Joyce se dio cuenta de que se trataba de un templo budista zen de una escuela muy antigua. Era un recinto grande, parecido a un centro penitenciario. Muros altos sin ventanas de un tono rojizo enmarcaban una gruesa puerta de madera con herrajes de hierro forjado. Uno entraba allí para huir del mundo, y algunos monjes, dijo Wong, no salían más que en ataúd después de muertos. Ella se horrorizó.
No hubo necesidad de llamar. Tan pronto se aproximaron, un pequeño ventanuco cuadrado, de unos veinte centímetros de lado, se abrió en la puerta. Un par de ojos oscuros miraron momentáneamente a Wong y luego, de manera intensa y penetrante, a McQuinnie. No fue una mirada de lujuria, sino de temor. El ventanuco se cerró.
Durante un rato no pasó nada. Hacía mucho calor y el aire tenía un tacto pegajoso. Joyce advirtió que el corazón le latía deprisa y que su ropa estaba húmeda. En comparación con la capital, los alrededores eran más que tranquilos. Bin, el muchacho, no dejaba de mirarla. Por alguna razón, a ella no le importó.
Seis minutos y treinta y tres segundos después, oyeron pasos otra vez. El ventanuco se abrió con un ruido metálico. Una voz de hombre habló en vietnamita y Porntip contestó.
Las complejas y acaloradas negociaciones entre Porntip y la cara asomada a la puerta duraron varios minutos. El tailandés y el monje miraron varias veces a Joyce. Evidentemente, Porntip trataba de conseguir autorización para que la joven entrara en el convento con el pretexto de que era la ayudante de Wong. Por la cara que puso al final de la discusión, supuso que no había habido suerte.
—Dice que nosotros y Bin podemos entrar, pero la niña no.
—No se referirá a mí, ¿eh? —dijo Joyce.
—Sí, a usted —dijo Porntip.
—Soy una mujer de casi dieciocho años —le espetó ella, la frente convertida en un mapa de arrugas—. Él sí que es un niño. —Señaló al menudo y desgreñado sobrino del tailandés, que parecía mucho más joven que ella.
—Según la tradición de esta casa, la adolescencia en las mujeres dura hasta los veinticuatro años —dijo Porntip—. Los chicos se hacen adultos a los trece. Lo siento, ella es mujer y es niña. No podrá entrar.
—Menuda tontería —le espetó Joyce.
—¿Por qué no se va de compras? A una hora en coche hay unas tiendas para turistas que están muy bien —propuso Porntip—. Si quiere, mi sobrino puede servirle de guía.
Eso era mala idea por parte de Porntip, pensó Wong.
Si algo detestaba Joyce McQuinnie era que pensaran de ella que tenía adicción a comprar, sobre todo porque era verdad.
—No he venido aquí para ir de compras —mintió.
—Y tampoco hay tiempo. ¿Ha traído el
lo pan
y los libros? —preguntó Wong, tomándola del brazo y señalando a lo lejos—. Yo hago la parte de dentro y usted la de fuera. Veo que aquí hay muchas, muchas influencias. Fíjese en esos árboles. Y en esa cosa puntiaguda. Hay mucho que hacer, Joyce. Va a tener más trabajo incluso que yo. Nos veremos aquí dentro de dos horas. ¿De acuerdo?
—Bueno, de acuerdo —dijo ella, en parte ablandada porque alguien la tomara en serio. Cogió la libreta que Wong le tendió.
—Pídale al señor Porntip que la acompañe.
—No, gracias, prefiero estar sola.
—Bin puede ayudarla. Hasta luego.
Bin ladeó la cabeza y ofreció una risa desdentada a Joyce.
—¿Te gustan los cedés pirata? —dijo—. Todo artistas originales, sólo dos dólares USA. También software. El último Office de Windows.
Tomb Raider III.
Películas.
—¿Dónde? —preguntó Joyce.
—Venga conmigo —dijo Bin.
Wong cruzó la puerta y fue recibido por un hombre corpulento con hábito. El interior del recinto era muy similar a los modernos templos vietnamitas que había visto invadidos de turistas; la única diferencia era que las trampas para turistas parecían más santas. Fluía por ellas más dinero y había más motivación para hacer que se adecuaran visualmente a las expectativas. En contraste, las casas santas cerradas, como ésta, eran limpias, tristes y bastante insulsas.
El hermano Wasuran, su guía, le explicó que Master Tran había tenido que ir a una reunión de una organización budista en Ciudad Ho Chi Minh, y que no volvería hasta la noche o el día siguiente.
—No importa —dijo Wong—. Siempre es un placer estar en una monjería como ésta.
El lugar, aun sin ser atractivo, sí era funcional. Había un gran patio central con los objetos de veneración en una pequeña construcción situada en medio; compartía el espacio con un gran árbol bo, que al parecer había crecido de un esqueje del árbol sagrado al pie del cual se había sentado Siddharta Gautama. Hacia el oeste había un huerto seco y polvoriento, y al este y al norte hileras de edificios bajos donde estaban las celdas de los monjes. Un módulo escuela ocupaba el lado sur, junto a las oficinas y la sala privada de los monjes de mayor rango. Todo era de un rojo desvaído.
—Ya veo algunos problemas —dijo Wong, asomándose a una celda—. Los cuartos de dormir están situados al norte del recinto. Se accede a ellos por una puerta orientada al nordeste, pero las camas apuntan al sur. No es una buena combinación. El norte es bueno para dormitorios de casados. Bueno para el sexo, pero muy malo para monjes sin mujer. Creo que puedo arreglarlo. Habrá que mover las camas, desde luego. Y quizá también la puerta de entrada. Y el color de la pintura no es bueno. Hay que cambiarlo todo.
El geomántico fue hacia el centro del patio y miró de nuevo en derredor. Luego dio unos toquecitos a su
lo pan
y dijo:
—Y ese huerto en el oeste. Creo que antes no estaba allí, ¿verdad?
—Antes había un cobertizo para carretas, pero se derruyó. Hace un par de años limpiamos el terreno y lo convertimos en huerto —dijo el hermano Wasuran, un hombre orondo de unos cuarenta años, voz áspera y frente de neandertal.
—Las plantas son seres vivos, poseen una clase de energía muy especial. Deben colocarse con cuidado. Pueden hacer mucho bien, pero ahora están en el sudoeste, que es la dirección del
chi
tierra. Habrá que hacer algunos cambios también ahí.
Estaba ya atareado escribiendo en su libreta cuando se le ocurrió que no había preguntado si existía un asunto concreto que resolver. En su carta, Master Tran se mostraba preocupado por una «tendencia general a la calandria y la morosidad», palabras éstas que él no comprendió.
—¿Hay algún problema grave que deba solucionar? —preguntó—. ¿Qué quería Master Tran que yo hiciera?
—Hay muchos problemas. No me dio instrucciones concretas para usted. En líneas generales, existe cierta infelicidad entre los hermanos. En dos ocasiones hemos encontrado botellas de licor escondidas en rincones. Una vez hallamos una revista con fotos obscenas y textos sobre... relaciones hombre-mujer y esas cosas. También encontramos una caja con dos mil cigarrillos y una máquina de televisión, o como se llame, ¿una máquina de vídeo? No pudimos averiguar cómo había entrado en el
vihara
, porque los hermanos apenas entran y salen, y siempre tenemos la puerta bien vigilada.
—Entiendo. Muchos problemas.
—Todavía hay más. Ahora tenemos ratas en el templo. No nos dejan dormir. Viven en el tejado y por la noche corretean ruidosamente.
Wong fue tomando nota. Mientras lo hacía, le dijo a Wasuran:
—La armonía es muy importante. Hsun Tzu dijo: «Las estrellas giran; el sol y la luna brillan por turnos; las cuatro estaciones se suceden una tras otra; el yin y el yang tienen sus cambios; viento y lluvia están ampliamente distribuidos; todas las cosas poseen armonía y tienen su propia vida.»
—Es verdad.
—¿Algún otro problema?
—Sí. Creo que Master Tran estaba preocupado porque tres hombres pidieron marcharse. Ya no quieren ser hermanos, dicen que quieren casarse. Creemos que uno de ellos pudo ser el que entró la máquina de vídeo y la revista mala, pero ninguno lo ha confesado.
—¿Nombre?
—¿De esos hermanos?
—No. De la revista.
—Se llamaba
Australian Women's Weekly.
Traía muchas cosas sobre amor y cosas conyugales. Repugnante.
C. F. Wong y Joyce McQuinnie pasaron la tarde trabajando sentados a una mesa de un restaurante cercano. Una vez que Porntip los hubo presentado como asesores del
vihara
, el propietario se alegró de poder atraer buen karma a su establecimiento permitiéndoles utilizar el comedor entre las horas punta del mediodía y la noche.
El encargo estaba resultando ser un bonito desafío. Joyce había comprado unos discos, lo cual la puso de buen humor, y luego había hecho el mapa de la zona que rodeaba el templo, descubriendo elementos importantes que era preciso tener en cuenta: el pozo de un pueblo al sur del templo, un taller de ataúdes al nordeste, y una torre de electricidad que casi miraba a la entrada principal, aunque quedaba lejos.
Wong describió minuciosamente a su ayudante el interior del recinto. Dibujó diagramas para ilustrar la relación de los bloques entre sí, e intentó describir el estado de los edificios.
—No es excesivamente bonito, pero está todo como los churros del oro.
—Los chorros.
—Los chorros, los churros, ¿qué más da? —protestó Wong.
—Buena pregunta. En fin. ¿Qué más?
A Joyce le intrigó especialmente saber que alguien hubiera introducido un vídeo, cigarrillos y una revista en el templo.
—No hay ventanas a las que se pueda llegar desde el suelo, o sea que debieron entrarlo escondido debajo del hábito. Lo de la revista lo entiendo, pero ¿un vídeo? No debe de ser fácil meterse eso en los calzoncillos.
—Los monjes no llevan calzoncillos, me parece.
—Ni idea, y tampoco espero averiguarlo en este viaje.
Wong dibujó grandes e indescifrables mapas mostrando los objetos que él consideraba elementos clave e inamovibles: el pozo, el árbol bo, los muros exteriores y edificios principales del
vihara.
Luego introdujo signos y símbolos valiéndose de su
lo pan.
Sabía que a Joyce le fastidiaba que escribiera en caracteres chinos, pero era más o menos consciente de que su inglés escrito podía incurrir en errores embarazosos. A continuación introdujo los signos de animales correspondientes a cada punto cardinal, separados por treinta grados de la brújula, empezando por el dragón en el norte hasta la serpiente en el noroeste.
Tras consultar sus viejos libros, todos los cuales estaban en chino, y dibujar varios diagramas
lo shu,
Wong empezó a formular un plan. Joyce lo fue traspasando al papel en inglés correcto, para entregarlo a la mañana siguiente a los guardianes del templo.
A las cuatro, la joven reveló que se moría de ganas de ir de compras. Para entonces, se había hecho muy amiga del sobrino de Porntip. Bin estaba anonadado por la presencia de Joyce, cosa que ella explotaba sin la menor vergüenza utilizándolo como guía turístico personal.
—Bin me va a llevar de compras. Volveré dentro de unas horas. ¿Dónde voy a dormir esta noche?
—Aquí, en casa de Porntip —dijo Wong—. Yo vuelvo al templo. Debo verificar nuestros mapas. Y tengo que hablar con el hermano Wasuran. Dormiré allí. Por si regresa Master Tran, volveré por la mañana. Desayunamos juntos.
—¿A qué hora?
—A las siete;
okay?
—¡Las siete! Demasiado temprano. ¿No podría ser a las ocho o a las nueve?
—Los monjes estarán de pie a las cinco. Nuestro avión sale a las once menos diez. Tendríamos que estar en el aeropuerto a las nueve o nueve y media.
—Vale,
okay,
a las siete. ¡Jo! —Volvió toda su atención a Bin, le dedicó una sonrisa cautivadora y le pasó un brazo por los hombros con toda naturalidad—. Necesito un estuche para cedés, de ésos en forma de cesta. Para el discman, ¿sabes? Hay uno donde caben seis compactos, pero mi amiga Melissa me ha dicho que hay otro en el que caben doce cedés y además lleva bolsillo para los auriculares.
Bin, herido de amor, asintió con la cabeza y la llevó hacia el coche.
Eran las ocho, empezaba a anochecer, y el
vihara
de St. Sanctus estaba en silencio, con la salvedad de unos ruiditos que Wong sabía que debían de ser las ratas. Intentó acomodarse en su habitación, tan austera y poco atractiva como un calabozo. La sensación de satisfacción emocional compensaba en parte la incomodidad física. Haciendo ciertos cambios relativamente pequeños, y modificando el uso de varios bloques, Wong estaba convencido de que podría aportar sustanciales mejoras al feng shui del templo. Estaba seguro de que se notarían enseguida, y de que esto le supondría felicidad en el otro mundo, ya que no dinero contante.
Colocó su quinqué encima de la mesita y ladeó un poco la cama, de forma que la cabecera apuntara al norte.
Mientras se instalaba para la noche, meditó sobre su relación de amor-odio con los lugares santos. ¿Cómo no iban a intrigar a un maestro feng shui sitios que habían sido consagrados durante siglos a influencias invisibles? Pero realizar cambios en centros religiosos había sido hasta ahora una tarea ardua. Daría al encargado una lista de cambios necesarios, y ellos efectuarían algunos en el momento y prometerían cambiar el resto cuando él se marchase. Pero probablemente no volverían a invitarlo para que hiciera una inspección y una ceremonia de sal o de clausura. Lo dejarían con la idea de que no desecharían sus instrucciones, de que sus cambios serían puestos en práctica. En el misticismo hay muchas envidias, se dijo. En cuanto uno demuestra su talento para ordenar las influencias invisibles de la vida, otros que afirman tener igual destreza en el mismo campo empiezan rápidamente a hacer gala de los peores celos profesionales. Con todo, Master Tran lo había invitado a venir. ¿Qué se le iba a hacer? Se sentía en paz consigo mismo. Había hecho bien su trabajo. Estaba en una casa de espiritualidad. Y le iba bien estar entre monjes, lejos de influencias negativas tales como empresarios, mujeres y demás.