El maestro de Feng Shui (16 page)

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Authors: Nury Vittachi

BOOK: El maestro de Feng Shui
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Atontada por lo temprano de la hora y el aburrimiento del trayecto, la mayoría de la gente estaba al principio demasiado sonámbula para hablar. Pero, a medida que fue saliendo el sol, la cola empezó a animarse. Wong estaba como dormido de pie, sus ojos abiertos pero sin ver.

Hubo cierto revuelo poco después de que Au-yeung y sus dos asesores feng shui ocuparan su sitio en la cola. Dos grandes coches oscuros pararon en la carretera delante de la oficina de ventas y se apearon hombres de aspecto duro en traje oscuro, avanzando hacia la cabeza de la cola. Pronto se los vio discutir con los guardias apostados delante de la oficina.

—¿Quiénes son? —preguntó Joyce—. ¿Gente que trata de colarse?

—No lo sé —dijo Au-yeung—. Quizá mafiosos. Como ya he dicho, suelen presentarse en las ventas de pisos para tratar de conseguir los mejores, que luego revenden a un precio mucho más elevado. Pero no puedo saberlo con certeza.

La discusión se acaloró paulatinamente, hasta que los guardias de seguridad tuvieron que pedir ayuda por sus radios. Llegaron más hombres uniformados, y entre todos procedieron a echar de allí a los de traje. Hubo forcejeos y gritos, y el incidente acalló a la gente de la cola durante varios minutos.

La inminencia de un peligro hizo que la joven despertara del todo. Notó que Au-yeung llevaba su maletín sujeto a la muñeca.

—Jolín. Eso que lleva ahí debe de ser muy valioso.

—Así es —dijo el hombre de Hong Kong—. Es mi almuerzo. Una vez me robaron mi
cha siu bau
y desde entonces tomo precauciones.

—¿En serio?

—No; es broma —sonrió él—. En Hong Kong hay que hacer un depósito en efectivo para comprar. En este caso es un millón y medio de dólares de Hong Kong, que equivalen a unos doscientos mil dólares americanos.

—¿Lleva doscientos mil dólares americanos en ese maletín? —se asombró Joyce, incrédula.

—No; llevo lo que se llama una «orden de caja» por esa suma. Funciona como dinero en metálico, pero no pesa tanto. Pero algunos traen billetes de verdad. Hay personas en Hong Kong que pagan todo en metálico, no sólo el anticipo sino el precio total.

—Uau. Doscientos mil es mucha pasta para una entrada.

Wong añadió:

—Sí, y eso es sólo una décima parte del total. Peor aún que en Singapur. —Meneó la cabeza.

—Ya —suspiró Au-yeung—. Conseguir un buen sitio sale carísimo, pero es importante. Nosotros utilizaremos este piso como, digamos, rampa de lanzamiento para nuestra familia. Mi mujer está embarazada de seis meses, por eso queremos conseguir el mejor sitio.

—Parto a la vista —dijo Wong, sacando del bolsillo un folleto que mostraba un plano del piso—. Tendrá que aprovechar la influencia del este y aligerar la oscuridad del norte. Y solucionar el elemento agua, para que el bebé crezca sano y fuerte.

Au-yeung sonrió.

—Exacto. Bien, cuando nos llegue el turno, nos enseñarán un plano con los pisos aún disponibles, y ustedes me ayudarán a elegir. Sólo te dejan unos minutos para decidir, por eso los necesito a mi lado.

—Este mapa es muy malo. Trae las medidas de cada habitación, pero no su orientación.

—Sí, la información siempre es insuficiente. Sólo te hacen pasar, cogen el dinero y te despiden.

—A mí me suena a cachondeo —dijo Joyce—. Fíjense en la ilustración del anuncio. No se parece en nada a la realidad.

En vez de los elegantes edificios rodeados de vegetación que aparecían en aquélla, no había más que un gran solar polvoriento lleno de bloques a medio construir, algunos de ellos cubiertos por una malla verde. Tampoco los alrededores de la ilustración —campos verdes y mar azul— coincidían con la realidad. La urbanización parecía rodeada de otros grandes solares polvorientos.

—No veo un solo árbol en esa dirección —dijo Joyce—. De hecho, no veo ninguna planta. ¿Y dónde está el mar? Según esta ilustración, se supone que los bloques están en primera línea de mar.

Au-yeung dijo:

—Es lo que llaman licencias de artista. Y los artistas suelen emplearlas con mucha libertad.

—Menuda tomadura de pelo —dijo Joyce.

—Sí, probablemente lo es. Bueno, ¿cómo le va, Wong-saang?

—¿Está seguro de que lo que se vende hoy es la fase uno?

—Sí.

—Entonces compre en el bloque dos o tres, no en el uno. Debería elegir un piso que esté en el ala este, así que lo mejor sería el piso D o el E. Dice que le gustan las alturas, de modo que decida usted mismo la planta, eso no importa. Creo que el bloque dos es mejor que el tres, pero para estar seguro necesito ver un plano más grande.

—En la oficina suelen tenerlos. Los pediremos cuando lleguemos al principio de la cola. Las plantas superiores son las que se venden antes, así que quizá no sea posible.

—Si no puede comprar en una planta alta, le sugiero la quinta. Buen feng shui. La cuarta también es buena.

—¿La cuarta? Yo creía que el cuatro traía mala suerte.

—No, eso son supersticiones de Hong Kong. En el verdadero feng shui, el histórico, el cuatro suele ser un buen número.

—Puede que lo sea, pero mi familia es muy tradicional, muy de aquí. No creo que me dejen comprar nada en una cuarta planta. ¿Qué me dice de las calles?

—Sí. Estoy tratando de imaginármelo, pero con tan escasa información resulta difícil. Sólo hay una carretera cerca. Va hacia el noroeste, pero luego se desvía al nordeste. Hay una calle detrás. Pero no sabría decirle, no han terminado de construirla.

La cola iba avanzando. Justo donde se encontraban había una brecha en la cerca, y Wong asomó la cabeza y vio a un carpintero, blanco de serrín, cepillando una tabla para tapar el boquete. El hombre le gritó algo a otro trabajador, y Wong se sobresaltó al reconocer un acento familiar.


Wai. Lei haih Guangzhou-dong-yan, hai-mm-hai-ah?
—dijo.


Hai, lei-la
—replicó el hombre con una voz desagradable.


Bai Wan ngoh heung-ha
—dijo el geomántico.

El carpintero sonrió.


Bai Wan ngoh sek. Ngoh sing So. Ngoh dai-lo Bai Wan ju.

Au-yeung le dijo a Joyce:

—Son del mismo
heung ha,
la aldea de los ancestros. Wong es de Bai Wan, al nordeste de la ciudad de Guangzhou. En Hong Kong hay mucha gente de Guangzhou; en Singapur creo que menos.

Wong charló animadamente con el carpintero y al final pasó al otro lado de la cerca y continuó haciéndole preguntas.

La cola se movió y Au-yeung y McQuinnie se alejaron de la brecha, perdiendo de vista a Wong.

—¿No le pasará nada? —preguntó Joyce.

—No. Estará en su elemento. Quiero decir... —Au-yeung sonrió con aire culpable—. No pretendo ser grosero ni nada, pero un hombre de esa edad, con sus rasgos, la ropa arrugada, y con ese acento de Guangzhou, es como la mayoría de los inmigrantes ilegales empleados como obreros de la construcción. Pierda cuidado. Además, así podrá echar un vistazo a fondo. Puede que averigüe algo interesante. Mientras no lo arresten...

El ejecutivo de Hong Kong abrió un termo de agua caliente y un bote de fideos instantáneos. Le ofreció a Joyce. El madrugón la había dejado con el estómago revuelto y decidió no comer nada. Au-yeung comió y luego empezó a hacer llamadas telefónicas por el móvil. Parecía tener una lista interminable de gente con quien hablar.

Joyce se aburría. Ojalá hubiese llevado algo para leer. El periódico de Biltong estaba en chino, y sólo se veían fotos de accidentes y ambulancias. Se entretuvo en mirar a la gente de la cola, tratando de adivinar a qué se dedicaban. Justo detrás de ellos había un hombre alto y bien afeitado que no paraba de asomar la cabeza a los costados de la cola. Joyce lo pilló mirándola de arriba abajo con sus ojillos. Seguramente tenía una ocupación infame, como regentar una tienda de vídeos pirata.

Se quedó quieta para disuadirlo, pero dio un respingo cuando el hombre avanzó hasta llegar a tocarla. Enfadada, cambió de sitio con Au-yeung.

Delante de ellos había dos mujeres jóvenes, ambas con gafas, elegantemente vestidas y con idénticos peinados. Vestían trajes de chaqueta, probablemente caros, que resultaban inapropiados en aquel solar polvoriento. Supuso que se dedicaban a comprar pisos como inversión.

—¿Cuánto nos queda de cola? —preguntó cuando llevaban allí casi una hora.

—Probablemente otra hora. Deje que pregunte. —Había varios jóvenes acicalados paseándose arriba y abajo de la cola. Au-yeung paró a uno y habló brevemente con él en cantonés. Luego le dijo a Joyce—: Dice que unos cuarenta minutos.

—¿Quiénes son esos chicos? El de la izquierda es bastante mono. Bueno, quiero decir si a usted le va eso. —Sonrió, un poco arrepentida de su comentario.

—Son gente contratada por la inmobiliaria para labores de organización y seguridad. Siempre hay algún que otro «hombre de confianza» en estas situaciones. Bueno, en mi modesta opinión, casi juraría que son un grupo rival de la Tríada. Pero tienen alguna relación con el contratista y están ayudando a que todo vaya de la mejor manera.

—¿Por qué pasean de un lado a otro?

—Dan información a la gente. Por ejemplo, éste acaba de decirme que los ocho áticos de ambos bloques ya se han vendido. La mayoría de las plantas superiores también, dice. En la planta doce aún queda un piso, orientado al nordeste. Ése podría servirnos, pero si también se vende, no me importa una planta inferior. La quinta mirando al este, como sugería Wong, no estaría mal. Probablemente no hay muchas personas interesadas por esa planta; aún confío en conseguir algo.

Transcurrieron otros veinte minutos sin novedad. Au-yeung y su acompañante estaban ahora a doce puestos de la puerta de la oficina.

—Ya falta poco —dijo él—. ¿Dónde andará Wong? —Empezaba a inquietarse, y volvía la cabeza para ver si divisaba al geomántico.

Los jóvenes de gafas oscuras contaban a la gente desde la puerta avanzando hacia el fondo de la cola, al tiempo que cruzaban palabras con cada posible comprador. Esta vez las conversaciones eran más animadas, y los interesados más próximos a la puerta parecían alegrarse de lo que oían.

Hablaron un momento con las dos mujeres que los precedían y luego con Biltong Au-yeung. El ejecutivo sonrió de oreja a oreja.

El joven que a Joyce le había parecido atractivo se quitó sus gafas oscuras y la miró. Esbozó una sonrisa mostrando un inesperado diente de oro, más propio de una vieja, en su boca joven.

—Hola. ¿Habla chino? —dijo en un inglés precario.

—No, lo siento. ¿Habla usted inglés? —Joyce le dedicó una sonrisa de me-interesas-pero-no-mucho.

—No. —El joven le preguntó algo a Biltong en cantonés.

Au-yeung respondió en la misma lengua y al joven se le borró la sonrisa. Se puso las gafas otra vez y pasó de largo.

Au-yeung le dijo a Joyce:

—Me preguntó si era usted mi novia, aunque no empleó esa palabra. Le dije que era mi segunda cuñada y que iba a casarse la semana que viene con un rico empresario del sector del interiorismo.

—¿Por qué le dijo eso? ¿Es que le gusto, al chico? No tenía por qué desanimarlo. Es guapete.

—Sí, pero, créame, le he hecho un favor. No le conviene mezclarse con gente así.

Joyce se encogió de hombros.

—No sé. En fin. Siempre he soñado con ser la amante de un bandido o un gángster. Aunque, bien pensado, no habría sido muy romántico sin poder entendernos en algún idioma. Pero a quién se le ocurre decirle que me casaba con un interiorista. Vaya una profesión de locas.

—¿Cómo que de locas?

—Sí, es que todos son gays, o casi. Los decoradores. Los gays están bien, pero no puedes casarte con ellos.

—Ah. Bueno, aquí es diferente. Ciertas profesiones están muy relacionadas con la Tríada. Por ejemplo, el interiorismo. Para ser interiorista en Hong Kong hay que ser un tipo duro. Simplemente le transmití que usted pertenecía a alguien más poderoso, pero del mismo ramo que él.

Joyce reflexionó un momento.

—¿Que en Hong Kong los interioristas son tipos duros? Bromea.

—Pues no.

Joyce meneó la cabeza.

—Qué raro. Entonces le habré parecido la amante de un gángster. Qué guay. Por cierto, ¿qué le han dicho?

—Han dicho que quedan veinte pisos en el bloque dos, ocho de ellos en la cuarta planta; la cuarta es siempre la última en venderse aquí en Hong Kong. Calculando el número de personas que tenemos delante, nosotros deberíamos ser los últimos con posibilidades de comprar un piso del bloque dos que no sea de la cuarta planta. Al parecer, los dos pisos escogidos por Wong aún están disponibles: el E y el D de la quinta planta. La quinta no es muy popular: demasiado baja y demasiado cerca de la funesta cuarta planta. Menos mal que hemos tomado el primer autobús.

Oyeron gruñir al hombre bien afeitado que tenían detrás, después de hablar con aquellos jóvenes.

—Está enfadado —tradujo Au-yeung sin que hiciera falta—. Probablemente tendrá que conformarse con un piso de la cuarta planta, o mirar en el siguiente bloque.

—No lo siento por él —dijo Joyce—. Ha intentado colarse todo el rato. Y no para de mirarme, además. ¿Dónde estará Wong?

Pasaron otros diez minutos hasta que Wong regresó por fin, abriéndose paso con cierta dificultad hasta sus compañeros.

—Me ha costado llegar —dijo—. La gente ha creído que quería saltarme la cola. Vengo del solar. Me han dejado un casco y he podido deambular a mis anchas.

—Colarse está muy mal visto —dijo Au-yeung—. Los británicos nos dejaron un montón de cosas buenas, y algunas malas, y la costumbre de hacer cola ordenadamente es una de las buenas. ¿Ha averiguado algo interesante?

—Sí —dijo Wong—, muchas cosas. Cosas importantes. —Sacó el folleto y lo abrió por el plano del edificio—. Una: este plano está mal hecho. Muy mal hecho. El sur debería estar aquí, no aquí.

—Vaya. ¿Influye esto en sus recomendaciones?

—Sí, mucho.

Repentinamente preocupado, Au-yeung se inclinó para echar una ojeada al mapa.

—Dígamelo pronto, Wong. Estamos casi llegando a la puerta. Sólo tenemos unos minutos para decidir.

—Pero antes, escuche. También he averiguado algunas cosas extrañas. La entrada principal, cuando la terminen, estará situada aquí, mirando al nordeste. Una bonita y amplia verja ornamental. La verja de atrás estará en el sudeste.

—Pero eso ya lo sabíamos, ¿no? —dijo el de Hong Kong.

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