El lobo de mar (6 page)

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Authors: Jack London

BOOK: El lobo de mar
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Tras una noche sin sueño, me levanté débil y dolorido, para renquear otro día por el Ghost. Thomas Mugridge me arrancó de la cama a las cinco y media, de forma muy parecida a la que Bill Sykes debía hacer levantar a su perro, pero la brutalidad que míster Mugridge usara conmigo le fue devuelta en calidad y con creces. El ruido innecesario que hizo (pues yo había estado toda la noche con los ojos abiertos) debió despertar a uno de los cazadores, porque un pesado zapato cruzó zumbando en la semioscuridad, y míster Mugridge, con un agudo alarido de dolor, pidió perdón a todos humildemente. Más tarde, en la cocina noté que tenía una oreja contusa e hinchada, que por cierto ya no recobró jamás la forma natural, y los marineros llamáronla "oreja de coliflor".

El día transcurrió sin que ocurriera nada digno de mención. La noche anterior había recogido yo mis ropas secas de la cocina y lo primero que hice fue cambiarlas por las del cocinero. Busqué mí monedero, que la víspera, recuerdo contenía ciento ochenta y cinco dólares entre oro y papel y algo de calderilla, y debo hacer constar que para estas cosas tengo muy buena memoria. El monedero lo encontré, pero lo de dentro, con excepción de la calderilla, había sido sustraído. Hablé de ello al cocinero cuando subí a cubierta para comenzar mi trabajo en la cocina, y aunque ya suponía la respuesta que había de darme, no esperaba la arenga belicosa que me dirigió.

—Mira, Hump —empezó, con un destello maligno en la mirada y gruñendo—, ¿tienes ganas de que te aporree la nariz? Si creías que yo era un ladrón, haberte guardado tú mismo el dinero. ¡No andas poco equivocado! ¡Y no es gratitud la que demuestras! Llegas aquí como una piltrafa, te admito en la cocina y te trato bien, ¿y así es como me lo pagas? La próxima vez ya podrás ir al infierno y te aseguro que te daré algo para el viajo.

Mientras así hablaba, vino hacia mí con el puño en alto. Me avergüenza decir que rehuí el golpe y salí corriendo por la puerta de la cocina. ¿Qué otra casa podía hacer? En este barco de brutos sólo vencía la fuerza. Lo persuasión moral era una cosa desconocida. Figúrenselo ustedes: un hombre de estatura regular, delgado, de musculatura débil y falto de desarrollo, que había disfrutado una vida plácida y pacífica, y sin estar acostumbrado a ninguna clase de violencias, ¿qué podía hacer un hombre así? No había más razón para hacer frente a estas bestias humanas que pudiese haberla para hacer frente a un toro enfurecido.

Eso pensaba yo entonces, sintiendo la necesidad de Justificarme y de estar en paz con mi conciencia. Esta justificación, sin embargo, no lograba satisfacerme; ni aún hoy consiente mi virilidad que, el pensar en aquellos acontecimientos, me encuentre completamente disculpado. La situación excedía en realidad a las fórmulas racionales de conducta y pedía algo más que las frías conclusiones de la razón. Visto con la luz de la lógica formal, no hay nada de que tengamos que avergonzarnos, y, no obstante, al recordarlo la vergüenza se levanta en mi interior y con el orgullo de mi virilidad siento que ésta ha sido mancillada por todos los medios imaginables.

Mas volvamos a mi narración. La rapidez con que salí de la cocina me produjo un dolor horrible en la rodilla y caí sin fuerzas a la entrada de la toldilla; el cocinero no me había seguido.

—¡Mirad cómo corre! —oíle gritar—. Y eso que tiene inutilizada una pierna. Ven a la cocina pobrecito mío. No te pegaré, ven.

Volví y continué mi trabajo, terminando aquí el episodio por el momento, aunque más adelante debían tener lugar otros sucesos. Puse la mesa para el desayuno en la cabina, y a las siete serví a los cazadores y oficiales. El temporal había amainado evidentemente durante la noche, pero el mar seguía bastante recio y el viento soplaba aún con fuerza. De madrugada se había soltado más lona, de suerte que el Ghost corría con todas las velas, excepto las dos gavias y el foque pequeño. Según deduje de la conversación, estas tres velas se izarían inmediatamente después del desayuno; supe también que Wolf Larsen tenía gran interés en aprovechar el temporal, que le empujaba hacia el Sudoeste en aquella parte del océano, donde esperaba encontrarse con el contraalisio del Nordeste. Cuando él confiaba recorrer la mayor parte de la travesía al Japón fue antes de iniciarse este viento. Pensaba torcer al Sur, en dirección de los trópicos, y al aproximarse a las costas de Asia volver de nuevo hacia el Norte.

Después del desayuno soporté otra experiencia nada envidiable. Cuando terminé de lavar los platos, limpié la estufa de la cabina y llevé la ceniza a cubierta para tirarla. Wolf Larsen y Henderson estaban junto al timón, enfrascados en una conversación profunda. El marinero Johnson gobernaba. Mientras me dirigía a barlovento le vi hacer un gesto rápido con la cabeza, que tomé equivocadamente por un saludo matinal al reconocerme. En realidad, trataba de advertirme que echara las cenizas por el lado de sotavento. Sin darme cuenta de mi desatino, pasé al lado de Wolf Larsen y del cazador y las lancé por barlovento. El viento las rechazó, no sólo encima de mi, sino también encima de Henderson y Wolf Larsen. Un instante después este último me daba un violento puntapié lo mismo que a un perro. Nunca hubiese creído que un puntapié doliera tanto. Me alejé de allí titubeando y me apoyé medio desvanecido contra la cabina. Todo empezó a flotar ante mis ojos y me mareé. Sentí náuseas y como pude me arrastré hacia el costado del barco. Pero Wolf Larsen ya no se preocupó de mí; se sacudió la ceniza de la ropa y reanudó su conversación con Henderson. Johansen, que desde la toldilla lo había presenciado todo, mandó dos marineros a popa para limpiar la suciedad.

Muy entrada ya la mañana, recibí otra sorpresa de especie totalmente distinta. Siguiendo las instrucciones recibidas, había entrado en el camarote de Wolf Larsen para ponerlo en orden y hacer la cama. Junto a la cabecera de la misma, adosado a la pared, había un estante lleno de libros. Eché una ojeada, y no sin asombro leí nombres tales como Tyndall, Proctor y Darwin. Allí tenían su representación la astronomía y la física: La edad de la fábula, de Bullfinch; la Historia de la literatura inglesa y americana, de Shaw; la Historia natural, de Johnson, en dos grandes volúmenes. Había, además, una porción de gramáticas, como las de Metcalf, Reed y Kellog; sonreí al ver un ejemplar de El inglés del Deán.

No podía relacionar aquellos libros con el hombre a quien pertenecían a juzgar por lo que de él había visto, y me maravilló la posibilidad de que pudiera leerlos. Pero cuando fui a hacer la cama encontré entre las mantas un Browning completo de la edición de Cambridge que, al parecer, se le debió escurrir al quedarse dormido. Estaba abierto por "En un balcón", y advertí aquí y allá pasajes subrayados con lápiz. Después, con una sacudida del barco, se me cayó el libro y salió una hoja de papel llena de diagramas y cálculos. Estaba patente que aquel hombre terrible no era un ignorante, como hubiera podido suponerse dadas sus manifestaciones de brutalidad. De pronto se convertía en un enigma. Cada una de las dos partes de su naturaleza era perfectamente comprensible, pero las dos juntas desorientaban. Yo ya había notado que su lenguaje era correcto, aunque desfigurado a veces por algún ligero descuido. Naturalmente, al hablar con los marineros y cazadores lo plagaba con frecuencia de faltas, lo cual se debía al mismo idioma vernacular; en las pocas frases que había cruzado conmigo se había expresado con claridad y corrección.

La visión que acababa de tener de ese otro aspecto suyo debió animarme, porque resolví hablarle acerca del dinero que había perdido.

—Me han robado —le dije un poco más tarde, cuando le encontré paseando solo por la popa.

—Señor —corrigió, no con dureza, pero sí con seriedad.

—Me han robado, señor —enmendé.

—¿Cómo ha sido? —preguntó.

Entonces le enteré de las circunstancias del incidente, cómo me había despojado de la ropa para que se secara en la cocina y cómo después el cocinero casi me pegó al mencionarle el asunto.

—Raterías —concluyó—, raterías del cocinero. ¿Y no crees que tu vida vale este precio? Además, considéralo como una lección; así aprenderás a tener cuidado de tu dinero. Supongo que hasta ahora lo habrá hecho por ti tu abogado o tu agente de negocios.

Sentí todo el desdén de sus palabras, pero pregunté:

—¿Cómo puedo recuperarlo?

—Eso es cosa tuya; ahora no tienes abogado ni agente de negocios, así que habrás de contar contigo nada más. Cuando tengas un dólar, guárdalo bien; un hombre que se deja el dinero en cualquier parte, como tú haces, merece perderlo. Además, has pecado; no tienes derecho a poner la tentación en el camino de tus semejantes, tentaste al cocinero y él cayó. Has puesto, pues, en peligro su alma inmortal. Y a propósito: ¿crees en la inmortalidad del alma?

Los párpados se levantaron perezosamente al hacer la pregunta, y pareció que aquellos abismos se descubrían para mí, para que yo mirara dentro de su alma; pero no fue sino una ilusión. Aunque se crea lo contrario, nadie ha podido penetrar nunca en el alma de Wolf Larsen ni mucho menos ha logrado verla; de esto estoy convencido. Era un alma solitaria, según pude comprender, que jamás se desenmascaraba, aunque en ciertos momentos, muy raros, lo aparentase.

Leo la inmortalidad en sus ojos —respondí, suprimiendo el «señor» y haciendo una prueba que la intimidad de la conversación, según pensé, me autorizaba.

El no se dio por enterado.

Esto quiere decir —repuso— que ves algo que vive, pero que necesariamente no podría vivir siempre.

—Leo más que esto —continué, audazmente.

—Entonces tú lees la conciencia, la conciencia de la vida que vive, pero nada más, no una vida infinita.

¡Con qué claridad discurría y qué bien expresaba sus pensamientos! Después de mirarme con curiosidad, volvió la cabeza hacia barlovento y fijó la vista en el mar color de plomo. Sus ojos se oscurecieron y las líneas de su boca se hicieron más severas y más duras. Evidentemente, estaba de mal humor.

—Entonces, ¿en qué para esto? —preguntó de pronto, volviéndose hacia mí—. Si soy inmortal... ¿por qué? Yo vacilaba. ¿Cómo explicar mi idealismo a este hombre? ¿Cómo expresar con palabras algo sentido, algo parecido a los sonidos que se oyen en sueños, algo que convence aun prescindiendo de las excelencias del lenguaje?

—¿Qué es lo que cree usted, entonces? —dije, llevándole la contraria.

—Creo que la vida es como una espuma, un fermento —respondió prontamente—; una cosa que tiene movimiento y que puede moverse durante un minuto, una hora, un año o cien años, pero que al fin cesará de moverse. El grande se come al pequeño, para poder continuar moviéndose; el fuerte al débil, para conservar la fuerza. El afortunado se come la mayor parte, y se mueve más tiempo, eso es todo. ¿Qué te parecen estas cosas?

Dirigió el brazo con un gesto de impaciencia hacia unos cuantos marineros que maniobraban con unas cuerdas en el centro del barco.

—Esos se mueven para que se mueva la materia, se mueven para comer y para poder seguir moviéndose, ahí lo tienes todo. Viven para el estómago, y el estómago existe para ellos. Es un círculo que no tiene salida. Ellos tampoco. Se detienen al fin, ya no se mueven, están muertos.

—Pero sueñan —interrumpí yo—, tienen sueños radiantes, luminosos...

—De comida —concluyó sentenciosamente.

—Y de otras cosas...

—¡Comer! Sueñan en tener más apetito y más suerte para satisfacerlo —su voz sonaba dura, monótona—. Porque, fíjate, ellos sueñan en hacer viajes productivos que les reporten más dinero, en llegar a ser segundos en los barcos, en encontrar fortunas... en una palabra, en mejorar de posición para comerse a sus semejantes, en tener buena comida todas las noches y que otros carguen con el trabajo despreciable. Tú y yo somos exactamente como ellos. No hay ninguna diferencia entre ellos y nosotros, como no sea aquella que estriba en tener más comida y mejor. Yo les como a ellos ahora y a ti también; pero en otros tiempos tú has comido más que yo, tú has dormido en lechos mullidos, has vestido ropas buenas y comido buenos alimentos. ¿Quién hizo aquellas camas y aquellas ropas y aquellas comidas? Tú no, tú nunca hiciste nada con tu propio sudor. Tú vives de la fortuna que ganó tu padre; tú eres como la conocida palmípeda que se deja caer sobre las bubias para robarles el pez que han cogido; tú formas parte de una multitud de hombres que han hecho lo que ellos llaman un Gobierno, y que dominan a los demás hombres, que se comen los alimentos que otros hombres han obtenido y que les hubiera gustado comerse ellos. Tú llevas las ropas que calientan; ellos las hicieron, pero van tiritando en sus andrajos y te piden a ti, a tu abogado o al agente de negocios que te administra el dinero, que se las compres.

—Eso no tiene nada que ver con la cuestión —exclamé.

—Ya lo creo —ahora hablaba rápidamente y sus ojos relampagueaban—. Esto es un egoísmo y esto es la vida. ¿De qué sirve o qué sentido tiene la inmoralidad del egoísmo? ¿Qué objeto tiene? ¿Qué dices a todo? Tú no has hecho la comida; sin embargo, lo que tú has comido o desperdiciado hubiese salvado la vida de una veintena de infelices que hicieron la comida, pero no la comieron. Considérate a ti mismo a mí. ¿Qué valor tiene tu ponderada inmortalidad, cuando tu vida discurre mezclada con la mía? Tú quisieras volverte a tierra, que es sitio más favorable para tu clase de egoísmo; yo, en cambio, tengo el capricho de tenerte a bordo de este barco, donde puedo abusar de ti; te doblaré o te romperé, podrás morir hoy, esta semana o el mes que viene y aún podría matarte ahora mismo de un puñetazo, porque eres un miserable alfeñique. Ahora bien; si somos inmortales, ¿qué razón hay para ello? El abusar como tú y yo hemos hecho toda la vida no parece que sea precisamente lo que deben hacer los mortales. De nuevo te pregunto: ¿qué dices a todo esto? ¿Por qué te he retenido aquí?

—Porque usted es más fuerte —conseguí articular.

—Pero, ¿por qué soy más fuerte? —continuó, con sus interminables preguntas—. Porque soy una porción mayor del fermento que tú. ¿Lo ves?

—Esto es para desesperarse —protesté.

—Estoy de acuerdo contigo —continuó—. Entonces ¿por qué nos movemos si el movimiento es vida? Sin moverse y ser una parte del fermento no habría desesperación. Pero, (y en esto está el toque) queremos vivir y movernos aunque no tengamos razón para ello, porque sucede que la naturaleza de la vida es vivir y moverse, querer vivir más. Si no fuera por eso, la vida moriría. A causa de esta vida que hay en ti, es por lo que sueñas en tu inmortalidad; la vida que hay en ti vive y quiere seguir viviendo eternamente. ¡Una eternidad de egoísmo!

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