La joven retiró las manos del vendaje y observaba a Kivrin, con aspecto asustado. Kivrin le sonrió, algo temblorosa, y ella le devolvió la sonrisa. Le faltaban dos dientes en la parte derecha de la boca, y el diente situado junto a la abertura era marrón, pero cuando sonrió no pareció mayor que una estudiante de primer año.
Terminó de desatar el vendaje y lo depositó sobre las mantas. Era el mismo lino amarillento de su cofia, pero hecho tiras, y manchado de sangre oscura. Había más sangre de lo que Kivrin había creído en un principio. Por lo visto la herida del señor Gilchrist había empezado a sangrar de nuevo.
La mujer tocó la sien de Kivrin, nerviosa, como si no estuviera segura de qué hacer.
—
Vexeyaw hongroot?
—preguntó, y puso una mano tras el cuello de Kivrin y la ayudó a levantar la cabeza.
Se sintió muy mareada. Debe de ser por mi pelo, pensó Kivrin.
La anciana tendió a la joven un cuenco de madera, y ella lo acercó a los labios de Kivrin, quien sorbió con cuidado, pensando confundida que era el mismo cuenco que contenía la cera. No lo era, ni tampoco la bebida que le habían dado antes. Era una papilla fina y granulosa, menos amarga que la bebida de la noche anterior, pero con un regusto grasiento.
—
Tbasholde nayive gros vitaille towayte
—dijo la anciana, la voz áspera por la impaciencia y el reproche.
Definitivamente, la suegra, pensó Kivrin.
—
Shimote lese hoor fource
—respondió la joven mansamente.
La papilla estaba buena. Kivrin intentó tomársela toda, pero después de unos cuantos sorbos, se sintió agotada.
La mujer joven tendió el cuenco a la otra, que había rodeado la cama, y ayudó a Kivrin a apoyar la cabeza en la almohada. Recogió el vendaje ensangrentado, tocó de nuevo la sien de Kivrin como si estuviera decidiendo si debía poner el vendaje otra vez, y luego lo entregó a la otra mujer, quien lo colocó junto con el cuenco en el cofre que debía de estar al pie de la cama.
—
Lo, liggethsteallouw
—dijo la joven, mostrando su sonrisa mellada, y su tono resultaba inconfundible, aunque Kivrin no comprendía las palabras. La mujer le había dicho que durmiera. Cerró los ojos.
—
Durmidde shoalausbrekkeynow
—dijo la anciana. Las dos se marcharon de la habitación, y cerraron tras ellas la pesada puerta.
Kivrin repitió lentamente las palabras para sí, intentando captar algún sonido familiar. Se suponía que el intérprete ampliaba su habilidad para separar fonemas y reconocer pautas sintácticas, no sólo almacenar vocabulario del inglés medieval, pero para el caso bien podría haber estado escuchando servo-croata.
Y tal vez sea así, pensó. ¿Quién sabe dónde me han traído? Estaba febril. Tal vez el asesino me embarcó y me hizo cruzar el Canal. Sabía que eso no era posible. Recordaba gran parte del viaje nocturno, aunque había una cualidad deslabazada e inconexa en todo aquello. Me caí del caballo, y el pelirrojo me recogió. Y pasamos ante una iglesia.
Frunció el ceño, intentando recordar más sobre la dirección que habían tomado. Se habían internado en el bosque, alejándose del claro, y salieron a un camino, y el camino se bifurcó, y ahí fue donde ella se cayó del caballo. Si pudiera encontrar la bifurcación en la carretera, tal vez sería capaz de localizar el lugar del lanzamiento desde allí. Estaba casi al lado de la torre.
Pero si el lugar del lanzamiento estaba tan cerca, se encontraba en Skendgate y las mujeres hablaban inglés medieval. Y si hablaban inglés medieval, ¿por qué no entendía nada de lo que decían?
Tal vez me di un golpe en la cabeza al caer del caballo, y le ha pasado algo al intérprete, pensó, pero no se había golpeado la cabeza. Se había soltado y se había ido deslizando hasta que quedó sentada en el suelo. Es la fiebre, pensó. Algo impide que el intérprete reconozca las palabras.
Reconoció el latín, pensó, y un nudo de miedo empezó a formarse en su pecho. Reconoció el latín, y no puedo estar enferma. Me pusieron las vacunas. Recordó de repente que la vacuna antiviral le picaba y le formó un bultito bajo el brazo, pero la doctora Ahrens lo comprobó antes de su partida. La doctora aseguró que no importaba. Y ninguna de las otras vacunas le había picado, excepto la vacuna de la peste. No puedo tener la peste, pensó. No tengo ninguno de los síntomas.
Las víctimas de la peste tenían grandes bultos bajo los brazos y en la parte interior de los muslos. Vomitaban sangre, y las venas bajo la piel se rompían y se volvían negras. No era la peste, ¿pero qué era, y cómo lo había contraído? Había sido vacunada contra todas las enfermedades importantes que existían en 1320, y por otra parte, no había estado expuesta a ninguna enfermedad. Había empezado a tener síntomas en cuanto atravesó, antes de encontrarse con nadie. Los gérmenes no gravitaban sin más cerca de un sitio de lanzamiento, esperando a que alguien atravesara. Tenían que propagarse por contacto, o por estornudos, o por las pulgas. La peste había sido extendida por las pulgas.
No es la peste, se dijo firmemente. La gente que tiene la peste no se pregunta si la tiene. Están demasiado ocupados muñéndose.
No era la peste. Las pulgas que la habían propagado vivían en ratas y humanos, no en mitad de un bosque, y la Peste Negra no alcanzó Inglaterra hasta 1348. Debe de ser alguna enfermedad medieval de la que la doctora Ahrens no tenía conocimiento. Había todo tipo de enfermedades extrañas en la Edad Media: el mal del rey y el baile de san Vito y un sinfín de fiebres. Debía de ser una de ellas, y su sistema inmunológico aumentado había tardado en descubrir qué era y en empezar a combatirla. Pero ahora lo había hecho, y su temperatura bajaba y el intérprete empezaría a funcionar. Sólo tenía que descansar y esperar y recuperarse. Reconfortada por este pensamiento, volvió a cerrar los ojos y se durmió.
Alguien la tocaba. Abrió los ojos. Era la suegra. Estaba examinando las manos de Kivrin, volviéndolas una y otra vez en las suyas, frotando su calloso índice por los dorsos, escrutando las uñas. Cuando vio que Kivrin tenía los ojos abiertos soltó las manos, como disgustada, y dijo:
—
Sbeavost ahvheigh parage attelest, baht hoore der wikkonsasshae haswfolletwe?
Nada. Kivrin había esperado que de algún modo, mientras dormía, los ampliadores del intérprete hubieran clasificado y descifrado todo lo que había oído, y que despertaría para descubrir que ya funcionaba. Pero las palabras seguían resultándole ininteligibles. Sonaba un poco a francés, con sus entonaciones y sus delicadas inflexiones, pero Kivrin conocía el francés normando (el señor Dunworthy le había hecho aprenderlo), y no distinguía ninguna de las palabras.
—
Hastow naydepesse?
—dijo la anciana.
Parecía una pregunta, pero todo el francés lo parecía.
La mujer cogió el brazo de Kivrin con una ruda mano y la rodeó con el otro brazo, como para ayudarla a levantarse. Estoy demasiado enferma, pensó Kivrin. ¿Por qué quiere hacerme levantar? ¿Para interrogarme? ¿Para quemarme?
La mujer más joven entró en la habitación, llevando una palangana. La colocó sobre el asiento y se acercó a coger el otro brazo de Kivrin.
—
Hastontee natour yowrese?
—preguntó, mostrando su sonrisa desdentada, y Kivrin pensó que tal vez la llevarían al lavabo, e hizo un esfuerzo por sentarse y pasar las piernas por el lado de la cama.
Se mareó inmediatamente. Se sentó, las piernas desnudas colgando por el lado de la alta cama, esperando a que pasara. Llevaba su muda de lino y nada más. Se preguntó dónde estaría su ropa. Al menos le habían dejado la muda. En la Edad Media, la gente normalmente no llevaba nada al acostarse.
La gente de la Edad Media tampoco tenía agua corriente, pensó, y esperó no tener que salir a un retrete. Los castillos a veces tenían guardarropas cerrados, o esquinas sobre un conducto que tenía que ser limpiado al fondo, pero esto no era un castillo.
La mujer joven colocó una fina manta doblada sobre los hombros de Kivrin, como un chai, y las dos la ayudaron a levantarse de la cama. El suelo de tablas de madera estaba helado. Kivrin dio unos cuantos pasos y se mareó de nuevo. Nunca llegaré al exterior, pensó.
—
Wotan shay wootes nawdaor youse der jordane?
—dijo la mujer mayor bruscamente, y a Kivrin le pareció reconocer la palabra francesa
jardín
, ¿pero por qué iban a discutir de jardines?
—
Thanway maunhollp anhour
—replicó la joven, quien rodeó a Kivrin con el brazo y pasó un brazo de Kivrin por encima de sus hombros. La anciana agarró el otro brazo con ambas manos. Apenas le llegaba a Kivrin al hombro, y la mujer joven no parecía pesar más de cuarenta kilos, pero entre las dos la llevaron al final de la cama.
Kivrin se mareó a cada paso. Nunca llegaré al exterior, pensó, pero se detuvieron al final de la cama. Había un cofre allí, una baja caja de madera con un pájaro o tal vez un ángel toscamente tallado en lo alto. Encima había una bacina de madera llena de agua, el vendaje ensangrentado de la frente de Kivrin, y un cuenco vacío y más pequeño. Kivrin, concentrándose en no caer, no advirtió lo que era hasta que la mujer mayor habló.
—
Swone nawmaydar oupondre yorresette
. —Con las manos hizo gestos de levantar sus pesadas faldas y sentarse.
Un orinal, pensó Kivrin, agradecida. Señor Dunworthy, los orinales existían en las mansiones rurales en 1320. Asintió para demostrar que comprendía y las dejó colocarla encima, aunque estaba tan mareada que tuvo que aferrarse a los pesados postes de la cama para no caer, y el pecho le dolió tanto cuando intentó levantarse de nuevo que se dobló.
—
Maisry!
—gritó la anciana, volviéndose hacia la puerta—.
Maisry, com undtvae holpoon!
La inflexión indicaba claramente que estaba llamando a alguien —¿Marjorie? ¿Mary?—, para que acudiera y ayudara, pero no apareció nadie, así que tal vez Kivrin también se equivocaba en eso.
Se enderezó un poco, tanteando el dolor, y luego trató de levantarse, y el dolor se había reducido un poquito, pero tuvieron que ayudarla a regresar a la cama, y cuando volvió a estar tapada, se encontraba exhausta. Cerró los ojos.
—
Slaeponpon donupaw daton
—dijo la mujer más joven, y tenía que estar diciendo «descansa» o «duerme», pero seguía sin poder descifrarlo. El intérprete está estropeado, pensó, y el pequeño nudo de pánico empezó a formarse de nuevo, peor que el dolor en su pecho.
No puede estar estropeado, se dijo. No es una máquina. Es un ampliador químico sintáctico y memorístico. Sin embargo, sólo podía funcionar con las palabras de su memoria, y el inglés medieval del señor Latimer era inútil.
Whan that Aprille with his shoures
sote
. La pronunciación del señor Latimer era tan diferente que el intérprete no reconocía lo que oía como las mismas palabras; sin embargo eso no significaba que estuviera estropeado. Sólo significaba que tenía que recopilar nuevos datos, y las pocas frases que había oído de momento no bastaban.
Reconoció el latín, pensó, y el pánico volvió a apuñalarla, pero lo resistió. Había podido reconocer el latín porque el rito de la extremaunción era un conjunto establecido. Ella ya sabía qué palabras estarían presentes. Las palabras que pronunciaban las mujeres no eran un conjunto establecido, pero seguían siendo descifrables. Nombres propios, fórmulas de vocativo, sustantivos y adverbios y proposiciones subordinadas aparecerían en posiciones fijas que se repetían una y otra vez. Se separarían entre sí rápidamente, y el intérprete podría usarlas como clave para el resto del código. Ahora lo que necesitaba era recopilar datos, escuchar lo que se decía sin intentar comprender, y dejar que el intérprete trabajara.
—
Thin keowre hoorwoun desmoortale?
—preguntó la mujer joven.
—
Got tallón wottes
—respondió la anciana.
Una campana empezó a sonar. Kivrin abrió los ojos. Las dos mujeres se habían vuelto hacia la ventana, aunque no podían ver nada a través del lino.
—
Bere wichehay gansanon
—dijo la joven.
La anciana no respondió. Miraba la ventana, como si pudiera ver más allá del rígido lino, las manos unidas como en una oración.
—
Aydreddit isterfayve nblaun
—dijo la joven, y a pesar de su decisión, Kivrin trató de convertirlo en «Es hora de vísperas» o «Es la campana de vísperas», pero no era eso. La campana siguió doblando, y ninguna otra campana se le unió. Se preguntó si se trataba de la campana que había oído antes, sonando sola a última hora de la tarde.
La mujer mayor se apartó bruscamente de la ventana.
—
Nay, Elwiss, ithahn diwolffin
. —Recogió el orinal del cofre de madera—.
Gawynha thesspyd
…
Hubo un súbito roce ante la puerta, un sonido de pasos subiendo las escaleras, y una voz infantil gritando:
—
Modder! Eysmertemay!
Una niña pequeña entró en la habitación, las trenzas rubias revoloteando, y estuvo a punto de chocar con la anciana y el orinal. La carita redonda de la niña estaba roja y surcada de lágrimas.
—
Wol yadothoos forshame ahnyous!
—gruñó la anciana, quitando de su alcance el traicionero cuenco—.
Yowe maun naroonso mhus
.
La niña no le prestó atención. Corrió directo hacia la mujer joven, sollozando.
—
Rawzamun hattmay smerte, Modder!
Kivrin abrió la boca.
Modder
. Eso tenía que ser «madre».
La niñita alzó los brazos, y su madre, oh, sí, definitivamente su madre, la cogió. La niña pasó los brazos alrededor del cuello de la mujer y empezó a aullar.
—
Shh, ahnyous, shh
—murmuró la madre. Esa gutural es una G, pensó Kivrin. Una G alemana inspirada. Shh, Agnes.
Todavía abrazándola, la mujer joven se sentó junto a la ventana. Secó las lágrimas con una punta de la cofia.
—
Spekenaw dotbass bifel, Agnes
.
Sí, decididamente Agnes. Y
speken
era «dime». Dime qué ha pasado.
—
Shayoss mayswerte!
—respondió Agnes, señalando a otra niña que acababa de entrar en la habitación. La segunda niña era considerablemente mayor, tendría nueve o diez años al menos. Tenía el cabello largo y castaño que le caía por la espalda y quedaba sujeto por un pañuelo azul.