—Lo siento, es el cansancio el que habla. Esto no es la Edad Media, después de todo. Ni siquiera es el siglo
XX
. Tenemos metabolizadores y adjutores, y si es el virus de Carolina del Sur, también disponemos de un análogo y una vacuna. Pero me alegro de que Colin y Kivrin estén a salvo de todo esto.
—Sí, a salvo en la Edad Media —rezongó Dunworthy.
Mary le sonrió.
—Con los asesinos.
La puerta se abrió de golpe. Un niño alto y rubito con pies grandes y camiseta de rugby entró, goteando agua.
—¡Colin! —exclamó Mary.
—Vaya, así que estabas aquí —dijo el niño—. Te he estado buscando por todas partes.
T
RANSCRIPCIÓN
DEL
L
IBRO
DEL
D
ÍA
DEL
J
UICIO
F
INAL
(000893-000898)
Señor Dunworthy,
ad adjuvandum me festina
*
*Traducción: Dése prisa en ayudarme.
En el frío invierno el viento helado me hizo gemir,
la tierra era dura como el hierro, el agua como una piedra;
había caído nieve, nieve sobre nieve, nieve sobre nieve,
en el frío invierno hace mucho tiempo.
C
HRISTINA
R
OSETTI
El fuego se había apagado. Kivrin aún olía el humo en la habitación, pero sabía que se trataba de un fuego que ardía en un hogar. No le extrañaba, pues las chimeneas no aparecieron en Inglaterra hasta finales del siglo
XIV
, y estaba sólo en 1320. En cuanto formó los pensamientos, fue consciente de todo lo demás: estoy en 1320, y he pasado una enfermedad. He tenido fiebre.
Durante un rato no pensó en nada más. Se sentía bien allí tendida, descansando. Estaba extenuada, como si hubiera realizado un terrible esfuerzo que hubiera requerido todas sus energías. Creí que iban a quemarme en la hoguera, pensó. Recordó haberse debatido contra ellos y las llamas saltando, lamiendo sus manos, quemándole el cabello.
Me cortaron el pelo, pensó, y se preguntó si era un recuerdo o algo que había soñado. Estaba demasiado cansada para llevarse la mano a la cabeza, demasiado cansada incluso para intentar recordar. He estado muy enferma, pensó. Me administraron los últimos sacramentos.
—No hay nada que temer —había dicho el hombre—. Volveréis a casa.
Requiescat in pace
. Y durmió.
Cuando volvió a despertarse, la habitación estaba a oscuras, y una campana repicaba a lo lejos. Kivrin pensó que llevaba soñando mucho rato, igual que tañía la campana solitaria cuando se desmayó, pero un momento después otra campana empezó a sonar, tan cerca que debía de estar ante la ventana, apagando las demás. Maitines, pensó, y le pareció recordar haberlas oído antes, un repique entrecortado y desfasado que seguía el ritmo de los latidos de su corazón, pero eso era imposible.
Debía de haberlo soñado. Había soñado que la quemaban en la hoguera. Había soñado que le cortaban el pelo. Había soñado que los contemporáneos hablaban un idioma que no comprendía.
La campana más cercana se calló, y las otras continuaron durante un rato, como si se alegraran ante la oportunidad de hacerse oír, y Kivrin recordó eso también. ¿Cuánto tiempo llevaba en este sitio? Al principio era de noche, y ahora era de día. Parecía una sola noche, pero entonces recordó los rostros inclinados sobre ella. Cuando la mujer volvió a traerle la taza y de nuevo cuando llegó el sacerdote, y el asesino con él, pudo verlos claramente, sin el fluctuar de la inquieta vela. Y en medio recordaba la oscuridad y la luz brumosa de las lámparas de sebo y las campanas, sonando y callando y sonando otra vez.
Sintió una súbita puñalada de pánico. ¿Cuánto tiempo llevaba allí tendida? ¿Y si había estado enferma semanas y había pasado ya el encuentro? Pero eso era imposible. La gente no deliraba durante semanas, aunque tuviera fiebre tifoidea, y ella no podía tenerla. Le habían puesto las vacunas.
Hacía frío en la habitación, como si el fuego se hubiera apagado durante la noche. Palpó en busca de las mantas, y unas manos surgieron inmediatamente de la oscuridad y las colocaron suavemente sobre sus hombros.
—Gracias —dijo Kivrin, y se durmió.
El frío volvió a despertarla, y tuvo la sensación de que sólo había dormido unos minutos, aunque ahora había un poco de luz en la habitación. Entraba por una estrecha ventana ubicada en la pared de piedra. Alguien había abierto los postigos y por ahí entraba también el frío.
Había una mujer de puntillas en lo alto del asiento de piedra situado bajo la ventana, colocando un paño en la abertura. Llevaba una túnica negra, una saya blanca y una cofia, y por un instante Kivrin pensó que estaba en un convento, pero entonces recordó que las mujeres del siglo
XIV
se cubrían el pelo cuando estaban casadas. Sólo las muchachas solteras llevaban el cabello suelto y sin cubrir.
La mujer no parecía lo bastante mayor para estar casada, ni tampoco para ser una monja. Había una mujer en la habitación cuando Kivrin estuvo enferma, pero era mucho mayor. Cuando Kivrin le aferró las manos en su delirio, las manos eran ásperas y arrugadas, y la voz de la mujer sonaba cascada por la edad, aunque tal vez aquello también formara parte del delirio.
La mujer se asomó a la luz desde la ventana. La cofia blanca era amarillenta y no se trataba de una túnica, sino de una saya como la de Kivrin, con un sobretodo verde oscuro encima. Estaba mal teñida y parecía confeccionada con tela de arpillera, el tejido tan basto que Kivrin lo distinguía fácilmente a pesar de la tenue luz. Debía de ser una criada, entonces, pero las criadas no llevaban tocas de lino ni manojos de llaves como el que colgaba del cinto de la mujer. Tenía que ser una persona de cierta importancia, el ama de llaves, tal vez.
Y éste era un lugar de importancia. Probablemente no se trataba de un castillo, porque la pared contra la que se situaba la cama no era de piedra, sino de madera sin debastar. Sin duda era un caserón de al menos la primera orden de nobleza, un barón menor, o posiblemente un rango más alto. La cama donde yacía era una cama de verdad, con un dosel de madera, colgantes y gruesas sábanas de lino, no un simple jergón, y las mantas eran de piel. El asiento de piedra bajo la ventana tenía cojines bordados.
La mujer ató el paño a las pequeñas proyecciones de piedra situadas a cada lado de la ventanita, bajó del asiento de la ventana y se agachó hacia algo. Kivrin no distinguió qué era porque los colgantes de la cama le impedían verlo. Eran pesados, casi como alfombras, y habían sido retirados y atados con una cuerda.
La mujer se enderezó de nuevo, sosteniendo un cuenco de madera, y entonces, alzando sus faldas con la mano libre, se subió al asiento de la ventana y empezó a frotar el paño con algo denso. Aceite, pensó Kivrin. No, cera. Utilizaban lino frotado con cera en vez de cristal en las ventanas. Se suponía que el cristal era de uso común en las mansiones del siglo
XIV
. Se suponía que la nobleza llevaba los cristales junto con el equipaje y los muebles cuando viajaban de casa en casa.
Debo grabar esto, pensó Kivrin, que algunas mansiones no tenían ventanas de cristal, y levantó las manos y las unió, pero el esfuerzo fue excesivo, y las dejó caer sobre las sábanas.
La mujer miró hacia la cama y luego se volvió hacia la ventana y empezó a pintar la tela con largos brochazos. Debo de estar mejorando, pensó Kivrin. Ella permaneció junto a la cama todo el tiempo que estuve enferma. Se preguntó de nuevo cuánto tiempo había transcurrido. Tendré que averiguarlo, y luego he de encontrar el lugar del lanzamiento.
No podía estar muy lejos. Si ésa era la aldea a la que pretendía ir, el lugar no quedaba a más de dos kilómetros. Intentó recordar cuánto tiempo había durado el viaje a la aldea. Le pareció que duraba mucho rato. El asesino la había subido a su caballo blanco, que tenía campanillas en el arnés. Pero no era un asesino. Era un joven pelirrojo de aspecto agradable.
Tendría que preguntar el nombre de la aldea adonde la habían llevado, y esperaba que se tratara de Skendgate. Pero aunque no lo fuera, gracias al nombre sabría dónde se encontraba en relación con el lugar del lanzamiento. Y, por supuesto, en cuanto se sintiera un poco más fuerte, podrían mostrarle dónde se hallaba.
¿Cuál es el nombre de la aldea a la que me habéis traído? No había podido pensar las palabras la noche anterior, pero eso se debió a la fiebre, por supuesto. Ahora no tenía ningún problema. El señor Latimer había empleado meses en enseñarle la pronunciación. Ciertamente, podrían comprender
In whatte londe am I?
o incluso
Whatte be thisse holding?
, y aunque hubiera alguna variación en el dialecto local, el intérprete lo corregiría automáticamente.
—
Whatte place hast thou brotte me?
—preguntó Kivrin.
La mujer se volvió, sorprendida. Se bajó del asiento, todavía con el cuenco en una mano y el cepillo en la otra, sólo que no era un cepillo, según descubrió Kivrin mientras se acercaba a la cama. Era una especie de cuchara de madera con el cuenco casi plano.
—
Gottehae plaise tthar tleve
—dijo la mujer, uniendo cuchara y cuenco ante ella—.
Beth naught agast
.
Se suponía que el intérprete debía traducir lo que se decía inmediatamente. Tal vez la pronunciación de Kivrin era defectuosa, tanto que la mujer pensaba que hablaba un idioma extranjero e intentaba responderle en su torpe francés o alemán.
—
Whatte place hast thou brotte me?
—dijo lentamente, para que el intérprete tuviera tiempo de traducir lo que decía.
—
Wick londehay yae comen lawdayke awtreen godelae deynorm andoar sic straunguwlondes. Spekefaw eek waenoot awfthy taloorbrede
.
—
Lawyes sharess loostee?
—intervino una voz.
La mujer se volvió a mirar una puerta que Kivrin no podía ver, y entró otra mujer, mucho mayor, de rostro arrugado. Sus manos eran las que Kivrin recordaba de su delirio, ásperas y viejas. Llevaba una cadena de plata y un pequeño cofre de cuero. Se parecía al cofre que Kivrin había llevado consigo, pero era más pequeño y con cierres de hierro en vez de bronce. Colocó el cofre en el asiento de la ventana.
—
Auf spechryit darrnayt?
Kivrin recordaba también la voz, áspera y casi airada. Hablaba a la otra mujer como si fuera una criada. Bueno, tal vez lo era, y ésta era la señora de la casa, aunque su cofia no se veía más blanca, ni su vestido mejor. Pero no llevaba ninguna llave en el cinturón, y ahora Kivrin recordó que no era el ama de gobierno quien llevaba las llaves, sino la señora de la casa.
La señora de la mansión con lino amarillento y arpillera mal teñida, lo cual significaba que el vestido de Kivrin era un error, tanto como la pronunciación de Latimer, como las afirmaciones de la doctora Ahrens de que no contraería ninguna enfermedad medieval.
—Me pusieron todas las vacunas —murmuró, y las dos mujeres se volvieron a mirarla.
—
Ellavih swot wardesdoorfenden iss?
—preguntó bruscamente la mujer mayor. ¿Era la madre de la mujer más joven, o su suegra, o su criada? Kivrin no tenía ni idea. Ninguna de las palabras que había dicho, ni siquiera un nombre propio o una forma de dirigirse, se lo aclararon.
—
Maetinkerr woun dahest wexe hoordoumbe
—contestó la otra mujer, y la más mayor respondió:
—
Nor nayte bawcows derouthe
.
Nada. Se suponía que las frases más cortas eran más fáciles de traducir, pero Kivrin ni siquiera podía discernir si había dicho una palabra o varias.
La mujer joven irguió la barbilla, furiosa.
—
Certessan, shreevadwomn wolde nadae seyvous
—dijo bruscamente.
Kivrin se preguntó si estarían discutiendo sobre qué debían hacer con ella. Tiró de las mantas con sus débiles manos, como para apartarse de ellas, y la joven soltó la cuchara y el cuenco y acudió inmediatamente.
—
Spaegun yovor tongawn glais?
—dijo, y podía ser «Buenos días» o «¿Te encuentras mejor?» o «Te quemaremos al amanecer», por lo que Kivrin sabía. Quizá su enfermedad impedía un correcto funcionamiento del traductor. Tal vez cuando la fiebre bajara, comprendería todo lo que decían.
La mujer mayor se arrodilló junto a la cama, sosteniendo una pequeña caja de plata al final de la cadena entre las manos cruzadas, y empezó a rezar. La joven se inclinó hacia delante para mirar la frente de Kivrin y luego palpó tras su cabeza, haciendo algo que tiró del pelo de Kivrin. Entonces advirtió que debían de haberle vendado la herida de la frente. Se llevó la mano a la tela y luego al cuello, buscando sus rizos, pero no encontró nada. Su cabello terminaba en un mechón irregular justo debajo de las orejas.
—
Vae motten tiyez thynt
—dijo la mujer joven, preocupada—.
Far thotyiwort wount sorr
.
Le estaba dando algún tipo de explicación, pensó Kivrin. Aunque no la entendía, sí comprendía que había estado muy enferma, tanto que pensó que su pelo estaba ardiendo. Recordó a alguien (¿la mujer mayor?) intentando agarrarle las manos y a sí misma debatiéndose salvajemente ante las llamas. No habían tenido ninguna alternativa.
Y Kivrin que odiaba su maraña de pelo y todo el tiempo que tardaba en peinárselo, y lo mucho que se había preocupado por cómo llevaban el cabello las mujeres medievales, si se recogían en trenzas o no, y cómo demonios iba a soportar dos semanas sin lavárselo. Tendría que alegrarse de que se lo hubieran cortado,pero en ese momento sólo pudo pensar en Juana de Arco, que llevaba el cabello corto, y a la que habían quemado en la hoguera.