La mano de Badri se retiró de su frente mientras se derrumbaba, y su codo golpeó la consola e interrumpió su caída durante un segundo, y Dunworthy miró ansiosamente a la pantalla, temiendo que hubiera golpeado alguna tecla e interferido los datos. Badri se desplomó en el suelo.
Latimer y Gilchrist no intentaron sujetarlo tampoco. Latimer ni siquiera pareció advertir que hubiera sucedido nada. Mary se abalanzó hacia Badri de inmediato, pero estaba detrás de los demás y sólo consiguió cogerlo por la manga. Se arrodilló al instante junto a él, lo puso de espaldas y se colocó un auricular en el oído.
Rebuscó en su bolsa, sacó un blíper, y pulsó el botón de llamada durante cinco segundos.
—¿Badri? —dijo en voz alta, y sólo entonces Dunworthy advirtió lo silenciosa que se había quedado la sala. Gilchrist se encontraba de pie en su sitio. Parecía furioso.
Le aseguro que hemos considerado todas las contingencias posibles
. Evidentemente, no había considerado ésta.
Mary dejó de pulsar el botón del blíper y sacudió suavemente los hombros de Badri. No hubo respuesta. Le echó la cabeza atrás y se inclinó sobre su rostro, la oreja prácticamente en su boca abierta y la cabeza vuelta para poder ver su pecho. Badri no había dejado de respirar. Dunworthy comprobó que su pecho subía y bajaba, y Mary también. Ella alzó la cabeza inmediatamente, pulsando el blíper, y colocó dos dedos contra el cuello del hombre, los mantuvo allí durante lo que pareció una eternidad, y entonces se llevó el blíper a la boca.
—Estamos en Brasenose. En el laboratorio de Historia —dijo al aparato—. Cinco-dos. Colapso. Síncope. No hay evidencia de ataque. —Retiró la mano del botón de llamada y levantó el párpado de Badri.
—¿Síncope? —preguntó Gilchrist—. ¿Qué es eso? ¿Qué ha sucedido?
Ella lo miró, irritada.
—Se ha desmayado —dijo—. Dame mi maletín —pidió a Dunworthy—. En la bolsa de las compras.
Ella había derribado la bolsa mientras sacaba el blíper. Yacía de lado. Dunworthy rebuscó entre las cajas y paquetes, encontró una dura caja de plástico que parecía del tamaño adecuado, y la abrió. Estaba llena de petardos sorpresa de Navidad rojos y verdes. Volvió a guardarlos en la bolsa.
—Vamos —urgió Mary, desabrochando la camisa de Badri—. No tengo todo el día.
—Es que no lo encuentro… —empezó a decir Dunworthy.
Ella le arrebató la bolsa y la volcó. Los petardos sorpresa rodaron por todas partes. La caja de la bufanda se abrió, y la prenda cayó al suelo. Mary cogió su bolso, lo abrió, y sacó un gran maletín plano. Lo abrió y sacó un taquiobrazalete. Lo abrochó alrededor de la muñeca de Badri y se volvió a mirar las lecturas de tensión sanguínea en el monitor del maletín.
La forma de la señal no dijo nada a Dunworthy, y por la reacción de Mary no supo lo que pensaba que significaba. Badri no había dejado de respirar, su corazón no había dejado de latir, y no estaba sangrando, por lo que Dunworthy podía ver. Tal vez sólo se había desmayado. Pero la gente no se caía sin más, excepto en los libros y los vids. Debía de estar herido o enfermo. Cuando llegó al pub parecía casi en estado de conmoción. ¿Le habría atropellado una bicicleta como la que había estado a punto de arrollar a Dunworthy, y no haberse dado cuenta al principio de que estaba herido? Eso explicaría su desconcierto, su peculiar agitación.
Pero no el hecho de que hubiera salido sin abrigo, que hubiera dicho: «Necesito que venga», que hubiera dicho: «Algo falla.»
Dunworthy se volvió y miró la pantalla de la consola. Todavía mostraba las matrices que tenía cuando el técnico se desplomó. No sabía interpretarlas, pero parecía un ajuste normal, y Badri había dicho que Kivrin había pasado bien. Algo falla.
Con la palma de las manos, Mary palpaba los brazos de Badri, los lados de su pecho, las piernas. Los párpados de Badri se agitaron, y entonces volvió a cerrar los ojos.
—¿Saben si Badri tenía algún problema de salud?
—Es técnico del señor Dunworthy —acusó Gilchrist—. De Balliol. Nos lo prestó —añadió, haciendo que pareciera como si Dunworthy fuese de algún modo responsable de lo sucedido, como si hubiera preparado el colapso del técnico para sabotear el proyecto.
—No sé nada de problemas de salud —dijo Dunworthy—. Debió de pasar pruebas completas al principio del trimestre.
Mary no pareció satisfecha. Se puso el estetoscopio y escuchó el corazón del técnico durante un largo minuto, volvió a comprobar las lecturas de la tensión sanguínea, le tomó el pulso de nuevo.
—¿Y no sabes nada de un historial de epilepsia? ¿Diabetes?
—No —dijo Dunworthy.
—¿Ha tomado alguna vez drogas o endorfinas ilegales? —No esperó a que él le respondiera. Pulsó de nuevo el botón del blíper—. Aquí Ahrens. Pulso ciento diez. Tensión sanguínea sesenta, cien. Estoy haciendo un análisis. —Rasgó una gasa, clavó una aguja en el brazo donde no estaba el brazalete, abrió otro paquete.
Drogas o endorfinas ilegales. Eso explicaría su agitación, su habla inconexa. Pero si las tomaba, habrían aparecido en la prueba de principios de trimestre y no habría podido elaborar los complicados cálculos de la red. Algo falla.
Mary volvió a pinchar el brazo y deslizó una cánula bajo la piel. Badri abrió los ojos.
—Badri, ¿me oyes? —preguntó Mary. Buscó en el bolsillo de su abrigo y sacó una brillante cápsula roja—. Tengo que darle un temp —dijo, y se la acercó a los labios, pero él no mostró ninguna señal de haber oído.
Ella volvió a guardarse la cápsula y empezó a rebuscar en el maletín.
—Avísame cuando las lecturas aparezcan en esa cánula —le dijo a Dunworthy, lo sacó todo del maletín y luego volvió a guardarlo. Soltó el botiquín y buscó en su bolso—. Creía que tenía un termómetro de piel.
—Las lecturas ya están —informó Dunworthy.
Mary alzó el blíper y empezó a leer los números.
Badri abrió los ojos.
—Tienen que… —dijo, y volvió a cerrarlos—. Tanto frío —murmuró.
Dunworthy se quitó el abrigo, pero estaba demasiado húmedo para ponérselo encima. Miró alrededor, buscando algo con lo que poder cubrirlo. Si esto hubiera sucedido antes de la marcha de Kivrin, podría haber usado aquella especie de capa que ella llevaba. La chaqueta de Badri estaba bajo la consola. Dunworthy se la tendió encima.
—Frío —murmuró Badri, y empezó a tiritar.
Mary, todavía recitando lecturas en el blíper, lo miró bruscamente.
—¿Qué ha dicho?
Badri murmuró algo más y entonces dijo claramente:
—Me duele la cabeza.
—Dolor de cabeza —dijo Mary—. ¿Siente náuseas?
Él movió un poco la cabeza para indicar que no.
—¿Cuándo fue…? —empezó, y la cogió por el brazo.
Ella le cogió el brazo a su vez, frunció el ceño, y le colocó la otra mano en la frente.
—Tiene fiebre —observó.
—Algo falla —murmuró Badri, y cerró los ojos. Le soltó el brazo y su mano cayó al suelo.
Mary la recogió, miró las lecturas y le palpó la frente una vez más.
—¿Dónde está ese maldito termómetro? —exclamó, y empezó a buscar de nuevo en el maletín.
El blíper trinó.
—Ya están aquí —suspiró ella—. Que alguien vaya y les muestre el camino. —Dio una palmadita en el pecho de Badri—. Quédese quieto.
Dos auxiliares del hospital, hombre y mujer, estaban ya en la puerta cuando Dunworthy la abrió. Entraron cargando maletines del tamaño de baúles.
—Transporte inmediato —dijo Mary antes de que pudieran abrir los baúles. Se incorporó—. Trae la camilla —indicó a la doctora—. Y dame un termómetro y una sonda.
—Creía que el personal de Siglo Veinte habría sido investigado en busca de dorfinas y drogas —dijo Gilchrist.
Uno de los enfermeros pasó junto a él con una bomba de aire.
—Medieval nunca permitiría… —Se apartó para dejar paso a la mujer, que traía la camilla.
—¿Es una sobredosis? —preguntó el enfermero, mirando fijamente a Gilchrist.
—No —contestó Mary—. ¿Has traído el termómetro de piel?
—No tenemos —dijo él, insertando el tubo en la ranura—. Sólo un termistor y temps. Tendremos que esperar hasta que lo ingresemos. —Sostuvo la bolsa de plástico por encima de su cabeza durante un momento, hasta que el alimentador de grav puso el motor en marcha, y luego pegó la bolsa en el pecho de Badri.
La doctora le quitó la chaqueta a Badri y lo cubrió con una gran manta gris.
—Frío —musitó Badri—. Tiene que…
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Dunworthy.
—El ajuste…
—Una, dos y tres —contaron los enfermeros al unísono, y lo colocaron sobre la camilla.
—James, señor Gilchrist, tendrán que venir al hospital conmigo para rellenar los impresos de admisión —dijo Mary—. Y necesitaré su historial médico. Uno de ustedes puede venir en la ambulancia; que el otro nos siga.
Dunworthy no esperó a discutir con Gilchrist cuál de los dos viajaría en la ambulancia. Subió detrás de Badri, que respiraba con dificultad, como si el hecho de haber sido transportado a la camilla hubiera sido un esfuerzo demasiado grande.
—Badri —urgió—, dijiste que algo fallaba. ¿Te referías al ajuste?
—Conseguí el ajuste —dijo Badri, con el ceño fruncido.
El enfermero, que conectaba a Badri a un extraño conjunto de pantallas, parecía irritado.
—¿Se equivocó el estudiante con las coordenadas? Es importante, Badri. ¿Cometió un error con las coordenadas remotas?
Mary subió a la ambulancia.
—Como jefe en funciones, yo debería ser quien acompañara al paciente en la ambulancia —oyó Dunworthy decir a Gilchrist.
—Reúnase con nosotros en Admisiones en el hospital —dijo Mary, y cerró las puertas—. ¿Tenéis ya su temperatura? —preguntó al enfermero.
—Sí. Treinta y nueve coma cinco grados. Tensión noventa, cincuenta y cinco; pulso ciento quince.
—¿Hubo un error en las coordenadas? —preguntó Dunworthy a Badri.
—¿Están seguros ahí atrás? —preguntó el conductor a través del interfono.
—Sí —respondió Mary—. Código uno.
—¿Cometió Puhalski un error en las coordenadas de emplazamiento del remoto?
—No —dijo Badri. Agarró la solapa de la chaqueta de Dunworthy.
—¿Es el deslizamiento entonces?
—Debo estar… —murmuró Badri—. Tan preocupado.
Las sirenas ulularon, apagando el resto de sus palabras.
—¿Debes estar qué? —gritó Dunworthy por encima del gemido que subía y bajaba.
—Algo falla —repitió Badri, y volvió a desmayarse.
Algo fallaba. Tenía que ser el deslizamiento. Excepto las coordenadas, era lo único que podía haber ido mal en un lanzamiento ya efectuado, y Badri había dicho que las coordenadas de situación eran correctas. ¿Pero cuánto deslizamiento se había producido, entonces? Badri le había dicho que podía llegar a las dos semanas, y no habría ido corriendo hasta el pub sin el abrigo en medio de la lluvia a menos que fuera mucho más. ¿Cuánto? ¿Un mes? ¿Tres meses? Sin embargo, le había dicho a Gilchrist que los preliminares mostraban un deslizamiento mínimo. Mary se abrió paso y colocó la mano sobre la frente de Badri otra vez.
—Añade tiosalicilato de sodio al gotero —ordenó—. Y empieza un test WBC. James, quítate de enmedio.
Dunworthy se sentó en un banco, al fondo de la ambulancia.
Mary volvió a coger el blíper.
—Preparados para un CBC completo y serotipeo.
—¿Pileonefritis? —dijo el enfermero, viendo cómo las lecturas cambiaban. Tensión noventa y seis, sesenta; pulso ciento veinte, temperatura treinta y nueve coma cinco.
—No lo creo —respondió Mary—. En principio no hay dolores abdominales, pero es evidente que con esta temperatura se trata de una infección de algún tipo.
Las sirenas redujeron bruscamente su frecuencia y se apagaron. El auxiliar empezó a arrancar los cables de los enchufes de la pared.
—Ya estamos aquí, Badri —dijo Mary, dándole de nuevo un golpecito en el pecho—. Pronto le tendremos como una rosa.
Él no dio señal alguna de haberla oído. Mary le subió la manta hasta el cuello y colocó encima el manojo de llaves. El conductor abrió la puerta y sacaron la camilla.
—Quiero un hemograma completo —dijo Mary, agarrándose a la puerta mientras bajaba—. CF, HI e ID antigénica.
Dunworthy bajó tras ella y la siguió al Departamento de Bajas.
—Necesito un historial médico —le estaba diciendo ella a la encargada de registro—. De Badri… ¿cuál es su apellido, James?
—Chaudhuri.
—¿Número de Seguridad Social? —preguntó la encargada.
—No lo sé —dijo Dunworthy—. Trabaja en Balliol.
—¿Sería tan amable de deletrearme el nombre, por favor?
—C-H-A… —dijo él. Mary desaparecía ya hacia el interior de Admisiones. La siguió.
—Lo siento, señor —dijo la encargada, quien salió de detrás del mostrador para bloquearle el paso—. Debe esperar aquí…
—Tengo que hablar con el paciente que acaban de admitir.
—¿Es usted pariente suyo?
—No. Soy su jefe. Es muy importante.
—Ahora mismo está en un cubículo de análisis —explicó ella—. Pediré permiso para que pueda usted verlo en cuanto hayan terminado el examen. —Volvió a sentarse torpemente tras el mostrador, como dispuesta a saltar de nuevo ante el menor movimiento por su parte.
Dunworthy pensó en colarse en la sala, pero no quería arriesgarse a que lo expulsaran del hospital, y en cualquier caso Badri no estaba en condiciones de hablar. Estaba claramente inconsciente cuando lo sacaron de la ambulancia. Inconsciente y con una fiebre de treinta y nueve coma cinco. Algo fallaba.
La encargada lo miraba con recelo.
—¿Le importaría volver a deletrearme el nombre del paciente?
Él le deletreó Chaudhuri y luego le preguntó dónde podría encontrar un teléfono.
—Pasillo abajo. ¿Edad?
—No lo sé. ¿Veinticinco? Lleva cuatro años en Balliol.
Respondió como mejor pudo al resto de las preguntas y luego miró hacia la puerta para ver si Gilchrist había llegado ya, recorrió el pasillo hasta los teléfonos y llamó a Brasenose. Se puso el portero, que decoraba un árbol de Navidad artificial en el mostrador de la portería.
—Póngame con Puhalski —dijo Dunworthy, esperando que ése fuera el nombre del técnico de primer curso.
—No está aquí —contestó el portero, envolviendo una guirnalda plateada sobre las ramas con la mano libre.
—Bien, en cuanto vuelva, dígale por favor que necesito hablar con él. Es muy importante. Necesito que me lea un ajuste. Estoy en… —Dunworthy esperó a que el portero terminara de colocar la guirnalda y escribiera el número de la cabina, cosa que hizo por fin, en la tapa de una caja de adornos—. Si no me localiza en este número, dígale que llame al Departamento de Admisiones del hospital. ¿Cuándo cree que volverá?