Me quedo en silencio, asombrado aún de que esas palabras pudieran haber salido de mis labios.
—¿Qué has dicho? —me reta.
—Eso… no es cierto —repito, estudiando su rostro.
La doctora Manning entrecierra los ojos. Yo miro la ventana por encima de su hombro. Como todas las ventanas en esta casa, no se abre y tiene cristales antibala. Pero en este momento ella parece absolutamente decidida a lanzarme a través de una de ellas. Agitando la carta de Boyle, me pregunta:
—¿Quién te ha informado sobre esto?
—¿Qué?
—¿Acaso fue un periodista? ¿Te pagaron para que escribieras esto?
—Señora, ¿cree realmente que yo…?
—¿O se trata simplemente de una broma pesada para comprobar cuál era mi reacción? Tengo una gran idea —dice con una imitación burlona—. Revivamos el peor momento en la vida de la doctora Manning y luego veamos si podemos machacarla hasta que finalmente se rompa.
—Señora, esto no es una broma…
—O, mejor aún, hagamos que el ayudante de su esposo entre a hurtadillas en su dormitorio…
—Señora…
—…lo coja del escritorio…
—Doctora Manning, lo he visto.
—… y, así, ella comience a sentir pánico y se pregunte, para empezar, si eso era siquiera real.
—He visto a Boyle. En Malasia. Está vivo.
Ella se queda inmóvil y las yemas de sus dedos rozan sus labios. Su cabeza comienza a moverse lentamente. Luego más de prisa. «No… no. Oh, no, no.»
—Era él, señora. Yo lo he visto.
Su cabeza continúa moviéndose mientras los dedos se apartan de sus labios y tocan la barbilla, luego el hombro. Se inclina hacia adelante y se encoge hasta hacerse un ovillo.
—¿Gomo pudo…? ¿Cómo pudieron los dos…? Oh, Dios…
Alza la mirada hacia mí y sus ojos se llenan de lágrimas tan de prisa que no puede eliminarlas con un parpadeo. Hacía apenas unos minutos pensaba que se trataban de lágrimas provocadas por la culpa, que ella quizá estuviese ocultando algo. Pero al verla ahora —la angustia espantada que distorsiona su rostro, la conmoción que hace que continúe negando con la cabeza— sé que esas lágrimas nacen de un profundo dolor.
—Doctora Manning, estoy seguro de que esto es… Sé que parece imposible…
—No es… ¡Dios…! No es que sea una ingenua —insiste—. No soy ingenua. Quiero decir, yo… yo… yo sabía que él me ocultaba cosas, no con intención de engañarme, era simplemente lo que tenía que hacer. Ése es el trabajo de un presidente.
Mientras se atropella con las palabras, me doy cuenta de que ya no está hablando de Boyle. Está hablando de su esposo.
—Hay secretos que él tiene que guardar, Wes. Posiciones de las tropas… sistemas de vigilancia… son secretos necesarios —dice ella—. Pero algo así… Dios mío, yo estuve en el funeral de Ron. ¡Leí un salmo!
—Señora, ¿de qué está…?
—¡Fui a su casa y lloré junto con su esposa y su hija! ¡Estuve de rodillas rezando por su eterno descanso! —grita, su tristeza convertida en cólera—. Y, ahora, descubrir que todo no fue más que una farsa, la huida de un pusilánime de su propia cobardía… —Las lágrimas vuelven a bañar sus mejillas y pierde ligeramente el equilibrio—. Oh, Señor, si lo que dice Ron… es verdad… —Tambaleándose hacia mí, se coge de una esquina de la cómoda estilo Imperio que hay a mi izquierda haciendo un esfuerzo por mantenerse en pie.
—¡Señora!
Ella alza una mano para que no me acerque. Sus ojos recorren la habitación. Al principio creo que está sufriendo un ataque de pánico. Está mirando la mesilla de noche en el lado izquierdo a la cama, la mesilla de noche que hay en el lado de Manning a la derecha de la cama, el escritorio, la cómoda Imperio… todas están cubiertas de marcos —de todos los tamaños y formas— con fotografías de Manning.
—¿C… cómo pudo… cómo pudieron hacer eso? —pregunta, mirándome ahora en busca de una respuesta.
Tengo los ojos como platos. No siento los brazos. Todo está borroso. ¿Acaso está diciendo que Manning sabía…?
—¿Dijo algo Boyle cuando lo viste? ¿Te dio alguna explicación?
—Yo… me tropecé con él —explico, oyendo apenas mis propias palabras—. Se fue antes de que siquiera me diese cuenta de lo que estaba ocurriendo.
La mano de la primera dama comienza a temblar otra vez. Ella está igual que yo después de lo de Malasia. Gracias a la carta, finalmente se está enterando de que su amigo en realidad vive. Y, según lo que Boyle escribió en esa carta, por alguna razón se culpa a sí mismo diciendo que lo hizo para proteger a su familia. Abrumada por la situación, la doctora Manning se sienta en el baúl pintado con la bandera norteamericana que hay a los pies de la cama y mira la carta escrita por Boyle.
—Soy incapaz de…
—Boyle me llamó ayer y me dijo que me mantuviese alejado de todo este asunto —añado sin ninguna razón—. Que no era mi pelea. —Siento un acceso de furia—. Pero es mi pelea.
Ella me mira con expresión ausente como si hubiese olvidado que estoy en la habitación. Su mandíbula se tensa y apoya la mano con fuerza contra su regazo hasta que deja de temblar. Ya es bastante malo que se encuentre emocionalmente devastada. Es incluso peor que todo eso esté pasando en mi presencia. En un abrir y cerrar de ojos, su barbilla y su postura se endurecen, y su instinto político, perfeccionado después de años de mantener en privado los asuntos privados, se impone.
—Él tiene razón —dice abruptamente.
—¿A qué se refiere?
—Escucha a Boyle —dice. Luego, como si se le hubiese olvidado algo, añade—. Por favor.
—Pero, señora…
—Olvida que lo has visto alguna vez, olvida que te ha llamado. —Cuando su voz se quiebra me doy cuenta de que estaba equivocado. No se ha dejado llevar por los sentimientos. Quiere mostrarse protectora. Y no solamente con su esposo. También conmigo—. Wes, si te alejas ahora, al menos ellos no sabrán que tú…
—Ellos ya lo saben. Saben que lo he visto…
—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos? —pregunta, alzando una ceja ansiosa.
—Los Tres —contesto.
Ella me mira cuando pronuncio las dos palabras y sabe de qué estoy hablando. Ellos también estaban relacionados con su amigo; ella, por supuesto, conoce los detalles. Pero eso no significa que desee explicármelos.
—Sé quiénes son —le digo.
—No creo que lo sepas, Wes.
—¿Cómo puede usted…? —Me interrumpo mientras la adrenalina sepulta las náuseas que siento. He permitido que me protegiese durante ocho años. Ya basta—. Sé que Los Tres estaban luchando con el presidente y Boyle. Sé que
Blackbird
, sea lo que fuese, valía un pago de seis millones de dólares a El Romano, quien aparentemente era uno de los confidentes más importantes que tenía el gobierno. Sé que ese pago fue rechazado por el presidente durante una de las reuniones sobre temas de seguridad nacional. Y sé que el hecho de haber perdido esa cantidad de dinero, así como cualquier otra cantidad que hubiesen podido obtener más tarde, tuvo que haberlos enfurecido. Lo único que no puedo entender de todo esto es ¿dónde encaja Boyle y qué hizo que fuese tan terrible como para que Los Tres decidieran apretar el gatillo?
Espero que se sienta aliviada al comprobar que tiene a alguien de su lado, pero parece más asustada que nunca, lo que me recuerda rápidamente que esta carta la ha conmocionado tanto como a mí el hecho de haber visto a Boyle en Malasia. Y aunque yo esté removiendo sus peores secretos familiares, independientemente de lo que hicieran Boyle o su esposo, ella no quiere que yo resulte lastimado por ello.
—¿Cómo te has enterado de la existencia de Los Tres? —pregunta.
Al principio dudo antes de responder.
—Un amigo de un amigo que trabaja en el Departamento de Defensa.
—¿Y quién te dijo que estaban luchando con el presidente?
—Esa parte la he deducido yo.
La doctora Manning, en evidente estado de pánico, me estudia detenidamente, sopesando las distintas opciones. Ella sabe que no soy su enemigo, pero eso no significa que me permita ser su amigo. Aun así, estoy muy cerca de ella. Demasiado cerca para que me diga que siga mi camino.
—Puedo ayudarla —digo.
Ella menea la cabeza, sin estar convencida.
—Señora, ellos saben que he visto a Boyle. Si está tratando de protegerme, ya es demasiado tarde. Sólo dígame qué hizo Boyle y…
—No se trata de lo que Boyle hizo —susurra ella—. Es lo que no hizo.
Ella se interrumpe, arrepentida de haber hablado.
—¿No hizo qué a quién? ¿Al presidente?
—¡No!
Pero eso es todo lo que consigo que diga. Baja la vista y vuelve a encogerse hasta quedar hecha un ovillo.
—¿A quién entonces? ¿A usted? ¿A Albright? Sólo dígame a quién.
Ella permanece en silencio.
—Doctora Manning, por favor, hace ocho años que me conoce. ¿Alguna vez he hecho algo que pudiera causarle daño?
Ella continúa con la mirada fija en el suelo; no me atrevo a culparla. Ella es la ex primera dama de Estados Unidos. No comparte sus temores con un joven ayudante. No me importa, necesito saber.
—¿Eso es todo? ¿Se supone que debo marcharme y ya está?
No responde. No hay duda de que espera que yo me comporte como siempre y me aleje del conflicto. Hace dos días lo hubiese hecho. Hoy no.
—Está bien —le digo mientras me dirijo hacia la puerta—. Tiene todo el derecho a no decir nada, pero es importante que entienda esto: cuando me marche de aquí, no pienso rendirme. Esa bala acabó en mi cara. Y hasta que no haya averiguado qué ocurrió realmente aquel día, seguiré buscando, seguiré cavando, seguiré haciendo preguntas a todas las personas que estuvieron…
—¿No lo entiendes? Fue una oferta.
Me vuelvo, pero no estoy sorprendido. Sea lo que fuese que Boyle haya hecho, si ella me dice la verdad al menos tiene una posibilidad de controlarlo. Y para alguien que ha sufrido las consecuencias de haber estado expuesto al ojo público, el autocontrol lo es todo.
—¿Una oferta para qué? —pregunto, perfectamente consciente de la hermética vitrina en la que vive. Si hay alguna cosa que necesita mantener oculta, no puede arriesgarse a permitir que me marche de aquí armado con preguntas embarazosas.
Pero sigue dudando.
—Lamento que no confíe en mí —digo, acercándome a la puerta.
—Tú mismo lo dijiste, Wes. El Romano comenzó a darnos soplos, era un informador.
—Pero El Romano era en realidad un miembro del Servicio Secreto, ¿no?
—Eso es lo que piensan ahora. Pero entonces nadie lo sabía. En aquella época, las agencias se mostraban encantadas con la información que les proporcionaba El Romano, especialmente después de Irak. Era una información precisa, corroborada, acerca de un campo de entrenamiento en Sudán. Ya has visto cómo funciona la guerra del terror: indicios y advertencias es lo único que tenemos. Si El Romano suministraba información sobre un asesinato al Servicio Secreto, cuando el Servicio lo verificaba con las otras agencias, el FBI lo confirmaba, igual que hacía la CIA… esa verificación era exactamente lo que él necesitaba para que ellos le pagaran.
—De modo que, bajo el disfraz de El Romano, Los Tres proporcionaban información a sus respectivas agencias, y luego procedían a corroborarla entre ellos…
—… haciendo que pareciera que todo el mundo, FBI, CIA y Servicio Secreto, estaba de acuerdo. Es triste decirlo, pero sucede continuamente. El año pasado alguien se inventó una información sobre el Departamento de Estado. La diferencia es que, en la mayoría de los casos, los atrapan porque esa información no coincide con lo que dicen las otras agencias. Pero en este caso… bueno, si no se hubiesen vuelto tan codiciosos, habría sido una manera muy sencilla de aumentar sus salarios de funcionario.
—Pero ¿se volvieron codiciosos?
—Todo el mundo es codicioso, Wes —dice la primera dama, mientras años de ira enterrada surgían a la superficie—. Ellos conocían el sistema. Ellos sabían que unos pequeños soplos acerca de algún campo de entrenamiento oculto sólo les reportaría unos cincuenta mil dólares. Y también sabían que la única manera de conseguir la cantidad de dinero que buscaban consistía en esperar la ocasión y reservar sus energías para aquellos informes de impacto: el Golden Gate como objetivo terrorista, un almacén de zapatos en Pakistán que en realidad es una fábrica química. Una vez que todo el mundo estuviese convencido de que los últimos nueve soplos de El Romano eran correctos, le pagarían cualquier cosa por el décimo y colosal soplo, incluso si el hecho nunca sucedía. Y si el FBI y la CIA y el Servicio Secreto lo corroboraban y convenían en que la amenaza era real… Así es como el informador consigue su paga multimillonaria.
—¿Y cuál era entonces su problema? —pregunto, tratando de que mi voz suene firme. La adrenalina no dura para siempre. Con cada nuevo detalle de nuestras vidas pasadas, la sensación de náusea vuelve a instalarse en mi estómago.
—El problema era que los agentes del FBI y la CIA sólo pueden aprobar pagos de hasta 200.000 dólares. Para acceder al nivel millonario que significaría un retiro dorado para Los Tres, el pago debía ser aprobado por la Casa Blanca.
—Y eso es lo que era
Blackbird
, ¿verdad? Estaban empezando a cobrar una buena pasta con sus soplos, pero el presidente les desmontó el tinglado.
Ella asiente y me mira, impresionada.
—Fue entonces cuando se dieron cuenta de que necesitaban a alguien dentro. A Boyle lo advirtieron de lo que podía ocurrir, que quizá intentasen acercarse a él, especialmente debido a sus antecedentes…
—Espere un momento… ¿de modo que Los Tres?
—Deja de llamarlos así. ¿No lo entiendes? Nada de todo esto sucedió a causa de Los Tres. Ocurrió porque fueron en busca de un nuevo miembro. Los Tres ya no existían. Estamos hablando de Los Cuatro.
—¿Estás seguro de que eso es correcto? —preguntó Rogo leyendo la entrada correspondiente al 27 de mayo en la agenda de Boyle.
La colocó encima de la fotocopia revisada sólo para asegurarse de que ambas entradas coincidían. Debajo de