—¿Dónde estás ahora? —pregunta Rogo.
—No quiero que lo tomes a mal, pero no debería decírtelo. Ya sabes, por si alguien nos está escuchando.
—Wes, estás pringado de mierda. ¿Dónde coño estás? —insiste Rogo.
—En la US-1.
—Estás mintiendo. Has contestado demasiado rápido.
—No estoy mintiendo.
—Demasiado rápido otra vez. Venga, Pinocho, sólo dime dónde estás.
—Tienes que entenderlo, Rogo, él…
—¿Él? ¿Él? El Él mayestático —gruñó, más enfadado que nunca—. Pero, criatura, ¿vas a ver a Manning?
—Me está esperando. El programa dice que debo estar allí a las cuatro.
—¿Programa? Ese hombre te ha estado mintiendo durante ocho años acerca de la mayor tragedia de tu vida. ¿Acaso eso no…? —Rogo baja la voz, obligándose a calmarse—. ¿Eso no te permite por una vez en tu vida mandar el programa a tomar por el culo?
—¿Va a reunirse con Manning? —pregunta Dreidel de fondo.
—Rogo, no lo entiendes…
—Sí que lo entiendo. Lo de Lisbeth te ha afectado… Los Tres te han metido el miedo en el cuerpo. Y, como siempre, corres en busca de tu pacificador presidencial favorito.
—De hecho, estoy tratando de hacer lo único que deberíamos haber hecho en el momento en que vi a Boyle vivo: ir a la fuente y averiguar qué coño ocurrió realmente aquel jodido día.
Rogo se queda en silencio, lo que me confirma que está furioso.
—Wes, deja que te pregunte algo —dice finalmente—. Aquella primera noche que viste a Boyle, ¿por qué no fuiste a ver a Manning y le dijiste la verdad? ¿Porque estabas conmocionado? ¿Porque tuviste la impresión de que, de alguna manera, Boyle había sido invitado a ese hotel por su viejo mejor amigo? ¿O porque, en lo más profundo de tu corazón, sabes que antes de ser un padre, un mentor, o incluso un esposo, Leland E Manning es un político, uno de los mejores políticos del mundo, y sólo por eso es absolutamente capaz de mentirte a la cara durante ocho años sin que tú siquiera te des cuenta?
—Pero eso es precisamente lo que tú no tienes en cuenta, Rogo. ¿Y si no me ha estado mintiendo? ¿Y si desconoce todo este asunto igual que nosotros? Quiero decir, si O'Shea y Micah y quienquiera que sea ese tío que se hace llamar El Romano, si fueron ellos quienes enviaron a Nico para que matase a Boyle, quizá Manning y Boyle no son los malos de esta historia.
—¿Qué, ahora ellos son las víctimas?
—¿Por qué no?
—Por favor, él es… —Conteniéndose porque sabe que no lo escucharé si grita, Rogo añade—: Si Boyle y Manning fuesen unos ángeles, si no tuviesen nada que ocultar y sólo estuviesen haciendo el bien, ¿por qué no llevaron a Boyle al hospital y dejaron que se investigara lo que había pasado? Venga, Wes, esos dos tíos le mintieron a todo el mundo y la única razón por la que la gente miente es porque tiene algo que ocultar. No estoy diciendo que tenga todas las piezas del rompecabezas, pero sólo por esa mentira, es imposible que Manning y Boyle sean unas víctimas indefensas en este asunto.
—Pero no significa que ellos sean el enemigo.
—¿Realmente crees eso?
—Lo que yo creo es que Ron Boyle está vivo. Que Los Tres, con todos sus contactos, ayudaron a Nico a entrar en la pista de carreras aquel día. Que O'Shea, Micah y El Romano, como miembros de Los Tres, obviamente tienen algo grave contra Boyle. Y por esa razón, ahora están haciendo todo lo posible para averiguar dónde está. En cuanto a cómo encaja Manning en todo esto, no tengo la más remota idea.
—¿Entonces por qué corres de regreso a él como una esposa golpeada a los brazos de su maltratador?
—¿Cuáles son mis otras opciones, Rogo? ¿Ir al FBI, donde trabaja O'Shea? ¿O al Servicio Secreto, donde está El Romano? O, mejor aún, puedo presentarme ante las autoridades locales y decirles que vi a un tío muerto andando por la calle. Y diez minutos después, ¿crees que O'Shea y su pequeña cuadrilla armada no se presentarán exhibiendo sus credenciales, me llevarán detenido y me meterán una bala en la cabeza afirmando que intentaba escapar?
—Eso no es…
—¡Es verdad y tú sabes que es verdad, Rogo! Estos tíos fueron capaces de ir a por uno de los hombres más poderosos de la Casa Blanca en un estadio con doscientas mil personas. ¿Crees que no me abrirían el cuello en alguna carretera desierta de Palm Beach?
—Dile que no mencione mi nombre ante Manning —oigo que dice Dreidel.
—Dreidel quiere que tú…
—Ya lo he oído —interrumpo a Rogo, girando a la izquierda en Via Las Brisas. Mientras paso junto a una mediana bien cuidada, la calle se estrecha y los setos se alzan hasta alcanzar los tres metros, impidiendo ver las casas de los multimillonarios que se esconden tras ellos—. Rogo, sé que no estás de acuerdo conmigo, pero durante los dos últimos días la única razón por la que me mantuve alejado de Manning fue porque O'Shea y Micah me convencieron de que era lo mejor para mí. ¿Lo entiendes? Ese hombre ha estado a mi lado durante ocho años y la única razón por la que dudé de él fue porque ellos, dos desconocidos con placas, me dijeron que lo hiciera. No pretendo ofenderte, pero después de todos estos años juntos, creo que Manning se merece algo mejor que eso.
—Eso está muy bien, Wes, pero dejemos una cosa clara: Manning no ha estado a tu lado durante ocho años. Eres tú quien ha estado a su lado.
Meneo la cabeza y detengo el coche frente a la última casa que se alza a mi derecha. Por razones de seguridad no se permite aparcar en el camino particular, de modo que me dirijo hacia el parterre que hay a un lado y aparco directamente detrás de un coche de alquiler azul marino. Los invitados de Manning han llegado temprano. Mientras salgo del coche y atravieso la calle a la carrera, sé que llego tarde.
Antes incluso de que me detenga ante la valla de madera doble de dos metros de alto, el interfono que está escondido entre los arbustos cobra vida.
—¿Puedo ayudarlo? —pregunta una voz grave.
—Hola, Ray —le dijo al agente de guardia—. Soy Wes.
—No tienes que hacerlo —me ruega Rogo a través del teléfono.
Nunca ha estado más equivocado. Esto es exactamente lo que tengo que hacer. No por Manning. Por mí. Necesito saber.
Con un sonido metálico la puerta se abre lentamente.
—Wes, al menos espera hasta que hayamos examinado el archivo personal de Boyle —dice Rogo.
—Hace horas que estáis con eso. Ya es suficiente. Te llamaré cuando haya acabado.
—No seas tan tozudo.
—Adiós, Rogo —digo y cuelgo. Es muy fácil para el que está fuera del cuadrilátero decirle a un boxeador cómo debe pelear. Pero ésta es mi pelea, y hasta ahora no me había dado cuenta de ello.
Mientras recorro el camino en dirección a la casa, no hay ningún número en la puerta principal, tampoco un buzón que identifique a sus ocupantes. Pero los cuatro agentes del Servicio Secreto vestidos con traje y corbata que están delante del garaje son una buena pista. Con Nico en la calle, Manning se ha quedado en casa. Afortunadamente, mientras alzo la cabeza para admirar la casa estilo colonial inglés pintada de azul pálido, yo sé dónde vive el anterior presidente.
—¿Y cómo lo conoció? —preguntó Lisbeth, sosteniendo el móvil con una mano y tomando notas con la otra.
—A través de una amiga común —contestó Violet con voz temblorosa—. Ocurrió hace años. En esa etapa de mi trabajo sólo fueron presentaciones personales.
—¿Presentaciones?
—Tiene que entender una cosa, con un hombre como él, no te acercas simplemente y mueves la cola. En esta ciudad, con todo el dinero, con todas las cosas que esos tíos tienen que perder, lo único que les preocupa es la discreción, ¿comprende? Por eso me enviaron a mí.
—Por supuesto —dijo Lisbeth mientras escribía la palabra «prostituta» en su libreta—. O sea, que usted tenía…
—Tenía veinte años —dijo Violet con determinación. No le gustaba que la juzgasen—. Pero, afortunada de mí, era capaz de guardar un secreto. Así fue cómo conseguí el trabajo. Y con él… En nuestras dos primeras citas, ni siquiera pronuncié su nombre. Eso hizo que volviese a llamarme. Los generales necesitan conquistar, ¿no? —preguntó con una risa superficial.
Lisbeth permaneció en silencio. No había ningún placer en el dolor de otra persona.
—Sé lo que está pensado —añadió Violet—. Pero fue agradable al principio. El era, sinceramente… era un hombre tierno, siempre preguntando si yo estaba bien. Él sabía que mi madre estaba enferma, de modo que me preguntaba también por ella. Lo sé, lo sé, es un político, pero yo sólo tenía veinte años y él… —Su voz se apagó.
Lisbeth no dijo nada. Pero cuando el silencio se prolongó…
—Violet, ¿está usted…?
—Parece algo tan jodidamente estúpido, pero estaba fascinada por el hecho de que yo le gustase —dijo abruptamente, tratando de contener el llanto. Por la forma en que hablaba, el acceso de emoción la sorprendió incluso a ella—. Lo siento… Permítame sólo que… Lo siento…
—No tiene ninguna razón para lamentarlo.
—Lo sé… Es sólo que… Era importante que yo le gustase, que él siguiera viniendo a verme —explicó Violet, reponiéndose—. No lo veía durante algún tiempo, luego sonaba el teléfono y yo empezaba a dar brincos como si me hubiesen invitado al baile de fin de curso. Y siguió así hasta que… hasta que una noche se marchó y no volví a saber nada de él durante casi tres meses. Yo estaba… Para serle sincera, al principio estaba preocupada. Tal vez yo había hecho algo mal. O él estaba enfadado conmigo. Y entonces, cuando supe que estaba en la ciudad, hice algo que nunca debería haber hecho… la cosa más estúpida del mundo, algo que va contra todas las reglas —explicó Violet, su voz convertida en un susurro—. Lo llamé.
En ese momento, Lisbeth dejó de escribir.
—Llegó a mi casa en diez minutos —dijo Violet mientras otro sollozo le atenazaba la garganta—. Cu… cuando abrí la puerta, entró sin decir una sola palabra. Se aseguró de que nadie lo viese… Y entonces… Se lo juro, jamás lo había hecho antes…
—Violet, está bien…
—Ni siquiera vi venir el primer golpe —dijo mientras comenzaba a llorar sin control—. No dejaba de gritarme: «¡Cómo te atreves! ¡Cómo te atreves!» Yo trataba de defenderme… Lo hice… Nunca he sido una mujer débil, pero él me cogió por el pelo y me lanzó contra… Había un espejo encima de la cómoda.
Lisbeth miró su propio reflejo redondo en la pantalla del ordenador y no se movió.
—Lo vi detrás de mí en el espejo… justo cuando me golpeaba contra el cristal… Lo vi detrás de mí… Su rostro… Sus ojos enrojecidos. Era como si se hubiese quitado una máscara y hubiera dejado salir… como si hubiese liberado algo que había debajo —dijo Violet entre sollozos—. Y… y… y cuando se marchó… cuando la puerta se cerró con violencia y la sangre brotaba de mi nariz, yo… Sé que es… ¿Puede creer que aún lo echaba de menos? —preguntó mientras lloraba inconsolablemente—. Qu… quiero decir, ¿es posible llegar a ser más patético?
Lisbeth meneó la cabeza, haciendo un gran esfuerzo para no perder la concentración.
—Violet, sé lo difícil que es todo esto para usted, sé lo que se necesita tener para contar esta historia, pero tengo que… Antes de que hagamos nada, tengo que preguntarle, ¿tiene usted alguna manera de demostrar lo que me ha contado? Cualquier cosa… ¿Cintas de vídeo, alguna prueba física…?
—Usted no me cree —insistió ella.
—No, no, no… Es sólo que, ya sabe con quién está enfrentándose. Sin una manera de verificarlo…
—Tengo una prueba —dijo Violet, claramente molesta mientras recobraba el aliento—. La tengo aquí mismo. Si no me cree, puede venir a buscarla.
—Lo haré, iré ahora mismo. Sólo permítame… espere un segundo… —Apretando el móvil contra el pecho y saltando fuera de su sillón, Lisbeth cogió el papel alisado con las notas sobre el certamen artístico, salió de su cubículo y se fue al de una periodista rubia justo al otro lado del pasillo—. Eve, ¿puedes prestarme tu coche? —preguntó.
—Primero mi teléfono (que aún no me has devuelto) y ahora mi coche…
—¡Eve!
Eve estudió a su amiga, descifrando su expresión.
—La columna está en mi ordenador. Aquí está el último artículo —dijo Lisbeth, entregándole a Eve las notas sobre el premio artístico—. ¿Puedes…?
—Ahora me pongo —dijo Eve mientras Lisbeth se lo agradecía, volvía al pasillo y se llevaba el móvil a la oreja—. Violet, estoy en camino —dijo, tratando de que siguiera hablando. Regla sagrada no. 9: Nunca dejes escapar un pez gordo—. Así que… ¿cuánto tiempo estuvieron juntos?
—Un año y dos meses —contestó Violet; en su voz aún se percibía la ira—. Justo antes del tiroteo.
Lisbeth se detuvo.
—Espere un momento, ¿esto sucedió cuando él aún estaba en la Casa Blanca?
—Por supuesto. Todos los presidentes se marchan a casa durante las vacaciones. Además, él no podía hacer esto en Washington. Pero aquí… Yo recibía la llamada y él podía…
—Violet, basta de mentiras, ¿está tratando de decirme que a pesar de toda la seguridad, a pesar de las docenas de agentes del Servicio Secreto, usted se acostó y fue golpeaba por el presidente de Estados Unidos mientras él ocupaba el cargo?
—¿El presidente? —preguntó Violet—. ¿Usted piensa que yo me acostaba con Manning? No, no, no… La otra persona a quien mencionaba… el candidato al Senado…
—Se refiere a…
—Esa bestia que me molió a palos. Estaba hablando de Dreidel.
—¿Crees que seguirá adelante con su plan? —preguntó Dreidel, ajustándose nuevamente sus gafas de montura metálica mientras leía el archivo personal de Boyle.
—¿Quién? ¿Wes? Es difícil decirlo —contestó Rogo, sentado aún en el suelo y revisando las solicitudes que había presentado Boyle—. Hablaba en serio, pero ya sabes cómo es cuando se trata de Manning.
—Es obvio que nunca has estado cerca de Manning. —Echando un vistazo al archivo, Dreidel añadió—: ¿Sabías que Boyle hablaba hebreo y árabe?
—¿Quién lo dice?
—Lo dice aquí: hebreo, árabe y lenguaje de los signos. Aparentemente su hermana era sorda. Por eso se mudaron a Nueva Jersey; allí había una de las primeras escuelas para personas con problemas de audición. Dios mío, me acuerdo cuando rellené esto —añadió, leyendo el Cuestionario de Seguridad Nacional de Boyle—. De acuerdo con lo que dice aquí, ganó un premio Westinghouse cuando estaba en el instituto, además de una Beca Marshall en Oxford. El tío era jodidamente inteligente, sobre todo cuando se trataba de… Espera un momento —dijo Dreidel—. «¿Ha debido usted dinero durante más de 180 días? Si la respuesta es sí, explique a continuación… —Pasando a la página siguiente, Dreidel leyó la hoja a un espacio que estaba grapada al formulario—… por una deuda total de doscientos treinta mil dólares…»