Igual que había hecho un momento antes, El Romano no perdió los nervios.
—Fui yo quien te llamó, Micah. Por eso estamos hablando en este momento. Y si saberlo hace que te sientas mejor, nadie me está enviando de regreso a ninguna parte. Estoy aquí porque es mi trabajo, que es más de lo que puedo decir acerca de ti y la media docena de personajes que te has inventado. ¿La Agencia te enseña a ser tan estúpido o simplemente te entró pánico de que O'Shea pudiese volverse contra ti si no permanecías a su lado?
—Avisé al cuartel general de que mi padre estaba enfermo. O'Shea dijo que tenía que asistir a la graduación de su sobrina. ¿Crees acaso que no nos cubrimos las espaldas para viajar hasta aquí?
—¿Y eso te hace pensar que os podéis coger de la mano en público como estáis haciendo? ¿Usando vuestros verdaderos nombres, nada menos? De O'Shea puedo entenderlo, en caso de que a Wes se le ocurra llamar al FBI para comprobarlo. ¡¿Pero tú?! ¿Has olvidado cómo hemos podido llegar tan lejos?
—De hecho, no he olvidado absolutamente nada de eso —replicó Micah—. Y ésa es la razón por la que, cuando empecé a oler el fuego, llamé a O'Shea primero. De modo que no olvides tú, so mamón, que, en el FBI, O'Shea se encarga de coordinar los recursos para las investigaciones en el extranjero. Eso significa que está autorizado (¡joder, incluso lo alientan!) a relacionarse con tíos de la agencia como yo. ¡Es su puto trabajo! ¡De modo que no te ofendas pero, mientras sea mi culo el que esté en juego, pienso hacer todo lo posible por conservarlo!
El Romano permaneció en silencio durante un momento.
—Ningún contacto —dijo por fin—. Nunca.
Micah se volvió hacia O'Shea, quien pronunció en silencio la palabra «Cuelga». Después de llevar casi diez años juntos, ambos sabían que no merecía la pena discutir. Cuando El Romano quería algo, siempre lo buscaba personalmente; ellos hacían lo mismo. La iniciativa personal fue lo que los reunió hacía ya un montón de años en la Academia Militar. No fue una coincidencia que cada uno de ellos fuese invitado a asistir a uno de los prestigiosos cursos sobre liderazgo del ejército, donde oficiales superiores y representantes del Departamento de Estado, la CIA, el FBI, la DÍA, Aduanas y el Servicio Secreto pasan dos semanas estudiando defensa nacional e interacciones con las fuerzas armadas. Fue allí donde los instruyeron en tácticas militares. Fue allí donde aprendieron liderazgo estratégico. Y fue allí también donde cada uno de ellos comprendió cuánto le habían entregado a su gobierno y cuan poco les habían devuelto. Fue allí donde nacieron Los Tres.
La iniciativa personal, no había duda, los había llevado al éxito al cabo de los años. Los había ayudado a maniobrar a través del sistema, manteniendo sus trabajos hasta hoy sin que ninguno de sus colegas advirtiese absolutamente nada. Sin embargo, esa misma iniciativa personal, como bien sabían los tres, algún día se convertiría en su ruina. Boyle los había bautizado como «Los Tres», pero incluso en sus mejores épocas, siempre estaban buscando ser los números uno.
—Encontrad a Wes, sigue siendo el único con quien Boyle se ha puesto en contacto, lo que significa que volverá a intentarlo —añadió El Romano—. E incluso con la dirección falsa dada por Wes, deberíais ser capaces de…
Micah cortó.
—Este tío no está bien… —se quejó con O'Shea—. Primero, se mete en la oficina de Manning sin decirnos nada y ahora quiere ser el amo.
—Sólo está nervioso —dijo O'Shea—. Y no le culpo.
—Pero dejar que Nico…
—Por accidente…
—¿Y tú le crees?
—Micah, El Romano es un tío despreciable, pero no es estúpido. Él sabe muy bien que Nico puede perder la chaveta en cualquier momento, por eso necesitaba saber si Boyle se había puesto en contacto con él. Pero permíteme que te diga una cosa: si no encontramos a Wes, y a Boyle, pronto, yo lo dejo. No es broma. Ya está bien.
—¿Quieres, por favor, acabar de una vez con tus ultimátums?
—No es un ultimátum —insistió O'Shea—. El solo hecho de que estemos aquí, husmeando tan cerca y dándole al chico todas las razones para que nos investigue… ¿Tienes idea de lo que estamos arriesgando?
—Estamos siendo astutos.
—No, ser astuto es largarse ahora mismo y dar gracias de haber conseguido un poco de dinero y haber durado tanto tiempo.
—No cuando hay tanta pasta esperándonos. El Romano dijo que el mes que viene en la India hay…
—Por supuesto, la India. Y hace ocho meses fue Argentina, y hace ocho años fue Daytona. Es suficiente, Micah. Sí, vamos pellizcando algo de pasta, ¿pero el caldero lleno de monedas de oro? Nunca llegará.
—Te equivocas.
—No me equivoco.
—¡Te equivocas! —insistió Micah y su pelo finamente peinado se desordenó ligeramente.
O'Shea se detuvo junto al bordillo, consciente de que era inútil seguir con la discusión. De todos modos no tenía ninguna importancia, había tomado su decisión el día antes, en el momento de recibir la llamada: si podían acabar con este asunto rápidamente, fantástico. Si no era así, bueno, por eso había ahorrado el dinero y se había comprado la casa en Río de Janeiro. Miró a Micah y supo que si el asunto fracasaba y se trataba de señalar a alguien, él no tenía ningún problema en romper algunos dedos.
—¿Todo bien? —preguntó Micah.
O'Shea asintió desde el bordillo mientras ambos estudiaban cada una de las casas en la tranquila y estrecha calle. O'Shea comprobaba las ventanas y las puertas, buscando sombras y cortinas que se cerraran súbitamente. Micah vigilaba los porches y los caminos particulares, buscando huellas de pisadas en la fina capa de arena que regularmente cubría las aceras de Key West. Ninguno encontró nada. Hasta que…
—Allí —dijo O'Shea, cruzando la calle en sentido diagonal y encaminándose directamente hacia la casa color melocotón con las persianas blancas y los adornos ostentosos.
—¿Adonde? —preguntó Micah, sin dejar de buscar.
—El coche.
A unos pocos pasos de O'Shea, Micah examinó el viejo Mustang rojo aparcado en el camino de entrada del 324 de William Street. Matrícula de Florida. Pegatinas de ITV en orden. Nada fuera de lo común. Excepto por la desteñida pegatina de los Washington Redskins en el parachoques trasero.
—Adelante Skins —susurró Micah, conteniendo apenas la sonrisa. Apurando el paso siguió a su compañero por el tramo de escalones que llevaba a la puerta principal de la casa, de donde colgaba un cartel fijado con un cangrejo de madera pintado.
—Un segundo —añadió Micah mientras metía la mano dentro de la chaqueta y quitaba el seguro de la pistola. Haciéndole una seña a O'Shea, retrocedió un paso por si tenían necesidad de derribar la puerta.
O'Shea llamó al timbre y comprobó su arma.
—Voy —dijo una voz desde el interior de la casa.
Micah echó un vistazo a la calle detrás de ellos. Nadie a la vista.
El pomo giró con un crujido y la puerta se abrió.
—Hola —saludó O'Shea, sin exhibir su credencial del FBI—. Somos amigos de Wes Holloway y sólo queríamos comprobar que está bien.
—Oh, Wes está muy bien —dijo Kenny, bloqueando deliberadamente la entrada, aunque lo único que se alcanzaba a ver eran la cocina y la sala de estar vacíos—. Pero lamento decirles que ya se ha marchado.
Estirando el cuello para poder mirar por encima del hombro de Kenny, Micah ignoró la cocina y la sala de estar, y se concentró en la pared que se veía en el extremo de la casa, donde una puerta mosquitera verde llevaba al patio trasero.
—Sí, claro —dijo O'Shea—. Pero, aun así, ¿le importaría que entrásemos para hacerle unas preguntas?
—¿De modo que ya había estado antes aquí? —preguntó Kara cuando se abrieron las puertas del ascensor, mostrando un pasillo de cemento con estrechas ventanas a ambos lados y todo el encanto de una prisión.
—Naturalmente —contestó Rogo, manteniendo la voz animada y la cabeza gacha cuando pasaron bajo la primera de las dos cámaras de seguridad fijadas a la pared. Dos pasos delante de él, junto a Kara, Dreidel se ajustó la corbata e hizo lo mismo.
Cuando un presidente hace su biblioteca tiene su oportunidad de volver a escribir la historia. En la biblioteca de Lyndon B. Johnson hay una exhaustiva exposición de por qué Estados Unidos tuvo que ir a Vietnam. En la biblioteca de Manning, la única mención al León Cobarde estaba allí abajo, en las estanterías.
—Quiero que sepa cuánto le agradecemos que haya resuelto este asunto tan de prisa —dijo Dreidel.
—Es nuestro trabajo —contestó Kara mientras se acercaban a una puerta reforzada con acero que era casi tan gruesa como la de un banco.
—Espero que no sufran claustrofobia…
—No, de hecho odiamos la luz del sol —dijo Rogo—. ¡La maldita vitamina D me pone furioso!
Kara lo miró de reojo y se echó a reír. Esta vez Dreidel no se unió.
—Sólo tiene que decirnos dónde están los archivos y nos habremos marchado antes de que se haya dado cuenta —dijo.
Kara introdujo un código de cinco dígitos en un panel que había justo encima del pomo de la puerta.
—Ustedes lo han pedido —dijo ella mientras la pesada puerta de metal se abría de par en par y el olor dulce de una vieja librería llenaba el aire. Delante de ellos, en una habitación del tamaño de una pista de baloncesto, se sucedían las estanterías metálicas de color gris. Pero en lugar de estar colmadas de libros, en ellas se apilaban miles de cajas cuadradas y rectangulares anticorrosión. En el extremo derecho, más allá de las estanterías, una jaula metálica desde el suelo hasta el techo separaba esa parte del recinto de otra donde había alrededor de diez estanterías de metal: un depósito de seguridad para los archivos relacionados con la seguridad nacional. Justo delante de la jaula, un hombre de aspecto hispano con gafas de lectura estaba sentado delante de un ordenador.
—Si tienen algún problema, pregunten a Freddy —explicó Kara, señalando a uno de los cuatro ayudantes de la sala de investigación de la biblioteca.
Freddy saludó con la mano a Rogo y Dreidel, que le devolvieron el saludo. Pero la forma en que Kara miró a Freddy, y Freddy miró a Dreidel… Hasta Rogo se dio cuenta. Kara podía haberse mostrado muy solícita permitiéndoles entrar allí, pero no era tan estúpida como para dejarlos sin vigilancia en el corazón de los archivos de la biblioteca.
—De modo que nuestro material… —preguntó Dreidel.
—… está aquí mismo —dijo Kara, señalando el extremo de una de las estanterías de metal, donde había una pequeña mesa enterrada bajo al menos cuarenta cajas—. Las pequeñas ya han sido procesadas a través de la FOIA —explicó, moviendo la mano abierta hacia la docena aproximadamente de cajas estrechas y verticales que parecían contener un listín telefónico—. Y estas FRC son las que pertenecen al depósito restringido —añadió, señalando la treintena de cajas cuadradas del tamaño de un cajón de cartones de leche.
—¿Esto es todo lo que Boyle tenía? —preguntó Rogo.
—Si regresaran en el tiempo y abriesen los cajones de su escritorio en la Casa Blanca, esto es lo que encontrarían: sus archivos, sus memorándums, sus correos electrónicos. Ustedes solicitaron también su archivo personal y esas 12.000 páginas que fueron solicitadas por su otro investigador…
—Cari Stewart —dijo Rogo, recordando las instrucciones que le había dado Wes. Kara le entregó la lista de todos los archivos que Boyle había pedido bajo su nombre falso.
—Ustedes ya tienen el crucigrama, ¿no? —preguntó Kara.
—Aquí mismo —dijo Rogo, señalando el bolsillo de su camisa.
—Kara, no sabe cuánto agradecemos lo que ha hecho —añadió Dreidel, ansioso por perderla de vista.
Kara captó la indirecta y se alejó hacia la puerta. No obstante, sin olvidar nunca su papel de protectora de los archivos, dijo en voz alta:
—Freddy, gracias por supervisar el trabajo.
Cuando Kara desapareció en la esquina del pasillo, Dreidel le sonrió al ayudante y se volvió hacia Rogo.
—Tú encárgate de los cajones del escritorio de Boyle y yo comenzaré a buscar en la lista de sus solicitudes.
—Tengo una idea mejor —dijo Rogo—. Tú te encargas de los cajones de su escritorio y yo examinaré su lista de solicitudes.
Dreidel permaneció en silencio un instante.
—De acuerdo —dijo finalmente, abriendo la caja más próxima a él. Detrás de él, Rogo hizo lo propio.
Cuando Rogo sacó el primer archivo, se humedeció los dedos y se concentró en la primera página.
—Muy bien, Boyle, escurridizo hijo de puta, ha llegado el momento de ver qué buscabas.
Melbourne, Florida
—No, ella no —dijo Nico, mirando a través del parabrisas de su Pontiac Grand Prix rojo oscuro mientras una pequeña peruana bebía su café y se dirigía hacia su coche.
«¿Por qué? ¿Qué ocurre con ella?»
Nico parecía aturdido.
—Se parece a mi enfermera. Elijamos a otra persona.
«¿Qué te parece él?»
Nico ni siquiera se volvió para mirar al candidato elegido por Edmund. Desde su puesto en una esquina del aparcamiento del Waffle House, seguía con la mirada fija en la mujer que guardaba ese parecido tan asombroso con su enfermera de noche. Hacía casi un día que pensaba en el hospital. Los médicos estaban equivocados. Y también los abogados. Todos equivocados. Sin ayuda de nadie —incluso sin sus medicinas— se sentía bien. Incluso mejor. Con la mente más clara. Clarividente.
«Nico, concéntrate. ¿Qué me dices de él?»
Siguiendo la mirada de Edmund, Nico estudió al tío de barba con ojos muy pequeños y un evidente transplante de pelo.
—No puedo. No, no puedo. Estaba en mis sueños anoche.
«Muy bien, entonces ella, esa madre con los dos chicos…»
—El más pequeño tiene que mear, mira cómo se coge la entrepierna. Ella no quiere detenerse. Me parece que el mayor quiere que le compre una chocolatina. Mira sus labios…
«Nico, no te hagas el loco conmigo.»
Irguiéndose en el asiento, Nico apartó la imaginaria mano de Edmund de su hombro.
—No lo voy a hacer… Soy bueno. Sólo necesito… —Interrumpiéndose, se fijó en una camarera rolliza, de mediana edad, con bellos ojos castaños que había salido del restaurante para fumar un cigarrillo. En el bolso llevaba un botón que decía «Pregúntame por Avon».
—Ahí. Ella. Ella conoce el rechazo —anunció Nico abriendo la puerta y saliendo del Pontiac—. ¡De prisa! —le dijo a Edmund mientras cruzaba el aparcamiento y se acercaba a la camarera.