El libro de los muertos (6 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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—Pero ¡seguro que no se puede perder toda una tumba egipcia! —dijo Wicherly.

McCorkle se rió.

—Sería difícil, hasta para este museo. Lo que quizá tenga su intríngulis es encontrar la entrada. La tapiaron en 1935, al construir el túnel de enlace desde la estación de metro de la calle Ochenta y uno. —Se puso los documentos debajo del brazo y cogió de la mesa un viejo maletín de piel—. ¿Vamos?

—Usted primero —dijo Menzies.

Un pasillo de un repelente color verde los llevó a una serie de salas de mantenimiento y de depósitos, a través de una parte muy concurrida del sótano. McCorkle dio explicaciones durante el trayecto.

—Esto es el taller de metalistería. Esto es la antigua zona de mantenimiento, donde estaban las calderas. Ahora se usa para guardar la colección de esqueletos de ballena. El almacén de dinosaurios del jurásico... Del cretácico... Mamíferos del oligoceno... Mamíferos del pleistoceno... Dugongos y manatíes...

De los depósitos pasaron a los laboratorios, cuyas puertas de brillante acero inoxidable contrastaban con los lúgubres pasillos, iluminados con bombillas en jaulas y recorridos por ruidosas tuberías de calefacción.

Nora vio tantas puertas cerradas que perdió la cuenta. Para algunas —las más viejas— hacían falta llaves, que McCorkle elegía de un manojo muy grande, mientras que otras, integradas en el nuevo sistema de seguridad del museo, se abrían deslizando una tarjeta magnética. Cuanto más se adentraban en el edificio, menos gente había y más silenciosos eran los pasillos.

—Esto, si se me permite el comentario, es tan grande como el Museo Británico —dijo Wicherly.

McCorkle resopló desdeñosamente.

—Más, mucho más.

Llegaron a una doble puerta antigua de metal con remaches, que McCorkle abrió con una gran llave de hierro. Al otro lado todo estaba negro. McCorkle accionó un interruptor que iluminó un pasillo largo y antaño elegante, con frescos negruzcos. Nora los observó atentamente. Eran pinturas de un paisaje de Nuevo México con sus montañas y desiertos, y una ruina india de varios pisos que identificó como Taos Pueblo.

—De Fremont Ellis —dijo Menzies—. Esto era la sala del sudoeste. Está cerrada desde los años cuarenta.

—Son increíbles —dijo Nora.

—En efecto, y muy valiosos.

—No les iría mal una restauración —dijo Wicherly—. Esa mancha de ahí es bastante fea.

—Cuestión de presupuesto —dijo Menzies—. Si no hubiera aparecido nuestro conde con el préstamo, lo más probable es que la tumba de Senef se hubiera quedado otros setenta años durmiendo el sueño de los justos.

Otra puerta abierta por McCorkle les franqueó el acceso al enésimo pasillo en penumbra reconvertido en almacén, con gran cantidad de estanterías llenas de vasijas que destacaban por la calidad de su pintura. En la oscuridad de los armarios, muebles vetustos de roble y puertas de cristal ondulado, se adivinaban abundantes piezas arqueológicas.

—Las colecciones del sudoeste —dijo McCorkle.

—No tenía ni idea —dijo Nora, estupefacta—. Deberían poder estudiarse.

—Como bien ha dicho Adrian, primero haría falta un trabajo de conservación —dijo Menzies—. Cuestión de dinero, una vez más.

—No solo de dinero —añadió McCorkle con una expresión extraña y tensa.

Nora y Wicherly se miraron.

—¿Cómo? —preguntó ella.

Menzies carraspeó.

—Creo que lo que quiere decir Seamus es que los... hum... los primeros asesinatos de la Bestia del Museo se produjeron cerca de la sala del sudoeste.

Se hizo un silencio durante el que Nora tomó nota mentalmente de que tarde o temprano tendría que estudiar aquellas colecciones, preferiblemente en compañía de otras personas. Quizá pudiera presentar una propuesta por escrito para que fueran trasladados a un almacén en condiciones.

Cruzaron la puerta de una sala más pequeña, con tantos cajones negros de metal que no se veía la pared. Detrás de los cajones había carteles antiguos medio escondidos y publicidad de los años veinte y treinta con tipografía art déco, además de estampas de Charles Dana Gibson, con sus típicas jóvenes. En otros tiempos debía de haber sido una especie de antesala. Olía a paradiclorobenceno, pero también a algo peor. Como a cecina pasada, pensó Nora.

Al fondo había otra sala, grande y mal iluminada. Gracias a la luz refleja, Nora vio que las paredes estaban decoradas con frescos de las pirámides de Gizeh y de la Esfinge en su estado original, justo después de ser construidas.

—Nos estamos acercando a las antiguas galerías egipcias —dijo McCorkle.

Entraron en la sala grande. La habían convertido en almacén. En el plástico transparente que tapaba las estanterías había una capa de polvo.

McCorkle desenrolló los planos y los examinó a media luz.

—Si no fallan mis cálculos, la entrada de la tumba estaba al fondo, en lo que ahora es el anexo.

Wicherly se acercó a una estantería y levantó el plástico. Nora vio que al otro lado había estanterías de metal repletas de cerámica, sillas y mesas doradas, reposacabezas, canopes y figurillas de alabastro y cerámica, en algunos casos vidriada.

—¡Madre mía! Es una de las mejores colecciones de ushabtis que he visto nunca. —Wicherly se giró hacia Nora, entusiasmado—. Aquí hay bastante material para llenar dos veces la tumba. —Cogió un ushabti y lo giró con reverencia—. Imperio Antiguo, II dinastía, reinado del faraón Hotepsekhemui.

—Doctor Wicherly, las normas sobre manipulación de objetos... —dijo McCorkle en tono de advertencia.

—No pasa nada —dijo Menzies—. El doctor Wicherly es egiptólogo. Me responsabilizo.

—Ah, bien —dijo McCorkle, un poco molesto.

Nora tuvo la sensación de que McCorkle se sentía parcialmente dueño de aquellas viejas colecciones, y en cierto modo, puesto que era una de las pocas personas que las habían visto, lo entendía.

Wicherly, que casi babeaba, cambió de estantería.

—Pero ¡si tienen hasta una colección neolítica del Alto Nilo! ¡Madre mía! ¿Han visto este
thatof
ceremonial?

Levantó un cuchillo de más de un palmo, tallado en sílex gris.

McCorkle miró a Wicherly con el ceño fruncido. El arqueólogo dejó el cuchillo en su sitio con todas las precauciones y dejó caer el plástico.

Llegaron a otra puerta forrada de metal que presentó ciertas dificultades a McCorkle. Le costó varios intentos encontrar la llave correcta, pero al final la puerta rechinó y desprendió nubes de polvo por las bisagras.

Al otro lado había una salita llena de sarcófagos de madera y cartonaje pintados. Algunos no tenían tapa. Nora vio que contenían momias enteras. Algunas de ellas estaban envueltas; otras no.

—La sala de las momias —dijo McCorkle.

Wicherly se puso rápidamente en cabeza.

—¡Dios santo! ¡Hay casi cien! —Apartó un plástico, dejando a la vista un sarcófago de madera—. ¡Fíjense en esto!

Nora se acercó a mirar la momia. Le habían arrancado los vendajes de la cara y del pecho. Tenía la boca abierta, con los labios, negros y resecos, contraídos como si elevara una protesta por aquella violación. En el pecho había un agujero; el esternón y las costillas estaban rotos.

Wicherly se giró hacia Nora con los ojos brillantes.

—¿Lo ve? —dijo con un susurro casi de veneración—. Esta momia fue saqueada. Le arrancaron la tela para llevarse los valiosos amuletos que escondía el vendaje. Aquí, donde está el agujero, es donde le habían puesto un escarabajo de jade y oro, el símbolo del renacimiento. El oro se consideraba la carne de los dioses, por su carácter imperecedero. Abrieron la momia para quedárselo.

—Podría ser la momia expuesta en la tumba —dijo Menzies—. La intención de Nora es mostrar la tumba tal como estaba durante el saqueo.

—¡Qué gran idea! —dijo Wicherly, lanzando a Nora una sonrisa luminosa.

—Yo creo —los interrumpió McCorkle— que la entrada de la tumba estaba en aquella pared.

Dejó caer la bolsa al suelo para apartar el plástico de las estanterías de la pared del fondo; aparecieron vasijas, cuencos y cestas que en todos los casos contenían objetos negros y arrugados.

—¿Qué hay en el interior? —preguntó Nora.

Wicherly se acercó, y después de examinarlos en silencio se volvió a incorporar.

—Comida. Para la otra vida. Pan, carne de antílope, fruta y verdura, dátiles... Todo conservado para el viaje del faraón al otro mundo.

Un ruido sordo hizo vibrar las paredes. A continuación se oyó un chirrido amortiguado de metal, que dejó paso al silencio.

—El metro de Central Park West —explicó McCorkle—. La estación de la calle Ochenta y uno está muy cerca.

—Tendremos que encontrar alguna manera de atenuarlo —dijo Menzies—. Estropea el ambiente.

McCorkle gruñó. Después sacó un aparato electrónico de la bolsa y lo enfocó dos veces hacia la pared recién destapada, desde ángulos distintos. Acto seguido cogió un trozo de tiza para hacer una marca en la pared y sacó otro aparato del bolsillo de la camisa para aplicarlo a la pared y moverlo despacio; empezó a leer resultados.

Retrocedió.

—Bingo. Ayúdenme a mover estas estanterías.

Procedieron a trasladar los objetos a las estanterías de las otras paredes. Cuando la pared estuvo desnuda, McCorkle arrancó los soportes con unos alicates del yeso medio deshecho y los dejó al lado.

—¿Preparados para la hora de la verdad?—preguntó con los ojos brillantes, señal de que había recuperado el buen humor.

—Totalmente —dijo Wicherly.

McCorkle sacó una palanca y un martillo de la bolsa, apoyó la palanca en la pared y dio dos martillazos seguidos. Mientras reverberaban los golpes por toda la sala, empezaron a caer grandes láminas de yeso, dejando hileras de ladrillos al desnudo. McCorkle siguió hincando la palanca, que de repente entró hasta el mango. Entonces la giró y le dio unos cuantos martillazos laterales que soltaron los ladrillos. Unos pocos martillazos bien dados hicieron saltar un trozo de pared que dejó un rectángulo negro. McCorkle se apartó.

En el mismo momento se acercó corriendo Wicherly.

—Perdonen que haga uso de mis privilegios de explorador. —Se giró con su sonrisa más encantadora—. ¿Tienen algo en contra?

—Adelante —dijo Menzies.

McCorkle frunció el entrecejo, pero no dijo nada. Wicherly cogió la linterna y la enfocó por el boquete, asomando la cabeza. Solo el traqueteo de otro convoy del metro alteró el largo silencio.

—¿Qué se ve? —preguntó Menzies después de un rato.

—Animales raros, estatuas y oro. Hay oro por todas partes.

—Pero ¿qué dice? —dijo McCorkle.

Wicherly se giró para mirarlo.

—Era broma. He repetido las palabras de Howard Carter la primera vez que vio el interior de la tumba de Tutankamon.

Los labios de McCorkle se tensaron.

—Hágame el favor de apartarse; abriré esto en un momento.

Volvió a acercarse al agujero y desprendió varias hileras de ladrillo mediante algunos martillazos asestados con pericia. No tardó ni diez minutos en practicar un agujero bastante grande para que pudiera pasar una persona. Después de estar un momento al otro lado, donde no se lo veía, volvió a la sala.

—Lo que suponía. No funciona la instalación eléctrica. Habrá que usar linternas. Tengo que ir yo primero —dijo, mirando de reojo a Wicherly—. Normas del museo. Podría haber algo peligroso.

—Sí, la momia de la Laguna Negra—dijo Wicherly riéndose y lanzando una mirada a Nora.

Entraron con cuidado e hicieron una pausa de reconocimiento. La luz de las linternas permitió ver una gran losa de piedra, el umbral de una escalera tallada en bloques de caliza sin pulir, que bajaba.

Al llegar al primer escalón, McCorkle vaciló y se rió con nerviosismo.

—¿Preparados, señores?

Nueve

Laura Hayward, capitana de Homicidios, contemplaba en silencio el selvático desorden que parecía brotar de su escritorio y de todas las sillas del despacho, y que se derramaba por el suelo: caóticas montañas de papeles, fotos, cuerdas enredadas de distintos colores, cedes, télex amarillentos, etiquetas, sobres... Se dijo que aquel desbarajuste era un reflejo perfecto de su estado interior.

De todas sus pruebas contra el agente especial Pendergast, tan bien encajadas, de toda la parafernalia inculpatoria de hilos de colores y etiquetas, no quedaba nada. Y pensar que todo concordaba... Pruebas sutiles pero rotundas, convincentes, de una coherencia intachable: una mancha de sangre lejos de donde tenía que estar, algunas fibras microscópicas, algunos pelos, un nudo de determinadas características, los sucesivos propietarios del arma del crimen... Las pruebas de ADN no mentían; tampoco los forenses, ni las autopsias, y todos señalaban a Pendergast. Así de sólidas eran las pruebas contra él.

Tal vez demasiado. Ese, en pocas palabras, era el problema.

Llamaron suavemente a la puerta. Hayward se giró y vio a Glen Singleton, el capitán del distrito, en el umbral. Era un hombre de casi cincuenta años, alto, con movimientos elegantes y eficaces de nadador, una cara larga y un perfil aguileño. Llevaba un traje gris marengo demasiado, caro y bien cortado para un capitán de la policía de Nueva York, y se gastaba ciento veinte dólares cada dos semanas en la barbería del vestíbulo del Carlyle para que le hicieran un corte perfecto en su pelo salpicado de canas, pero lo único que delataba todo ello era su obsesión por el aseo, no que fuera un policía corrupto. Por otro lado, a pesar de su prurito indumentario era un policía buenísimo, uno de los más condecorados entre los que seguían en activo.

—¿Puedo pasar, Laura?

Sonrió, dejando a la vista la cara perfección de su dentadura.

—Sí, claro, ¿por qué no?

—Ayer no te vimos en la cena del departamento. ¿Tenías algún conflicto?

—¿Un conflicto? No, qué va, en absoluto.

—Ah, ¿no? Entonces no entiendo que te perdieras la oportunidad de comer, beber y divertirte.

—No sé. Supongo que no estaba para muchas diversiones.

Se hizo un silencio incómodo, en el que Singleton miró a su alrededor en busca de una silla vacía.

—Perdona que esté todo tan desordenado. Es que estaba...

Hayward dejó la frase a medias.

—¿Qué?

Se encogió de hombros.

—Lo que me temía.

Después de un breve titubeo, Singleton pareció decidirse; cerró la puerta y se quedó en el despacho.

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