Read El libro de los muertos Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)
—Por desgracia es el concepto actual de museo; una buena muestra es la nueva biblioteca Abraham Lincoln. No niego que en algunos aspectos puede ser un poco vulgar, pero estamos en el siglo XXI y competimos con la televisión y con los video juegos. Por favor, Nora. Necesito ideas cuanto antes. El director recibirá una avalancha de preguntas, y quiere poder decir algo sobre la exposición.
Nora tragó saliva. Por un lado la horrorizaba la idea de volver a postergar su investigación, trabajar setenta horas por semana y no ver casi nunca a un marido con quien llevaba pocos meses casada. Por el otro, si debía hacerlo —y no parecía haber alternativa— quería hacerlo bien.
—Pero debe ser digno —dijo Nora—. Sin momias saliendo de los sarcófagos. Y que sea educativo.
—Coincidimos en todo.
Nora reflexionó.
—La tumba fue saqueada, ¿verdad?
—Sí, en la antigüedad, como la mayoría de las tumbas egipcias, probablemente por los mismos sacerdotes que sepultaron a Senef, el cual, dicho sea de paso, no era un faraón sino un visir, regente de Tutmosis IV.
Nora asimiló la información. No podía negarse que era un gran honor ser elegida para coordinar una exposición nueva y de máximo relieve. Por no hablar de su visibilidad, excepcio-nalmente alta. Era intrigante. Se sintió atraída a su pesar.
—Si quieren algo teatral —dijo—, ¿por qué no recreamos el momento del saqueo? Podríamos hacer una reconstrucción dramática de los ladrones en plena faena; escenificar el miedo de que los pillaran, el castigo que les habría caído encima... Con una voz en off que narrara los hechos: quién era Senef... Cosas así.
Menzies asintió con la cabeza.
—Excelente, Nora.
Nora sintió que empezaba a entusiasmarse.
—Si estuviera bien hecho, con iluminación informatizada por ejemplo, sería una experiencia inolvidable para los visitantes. Reviviríamos la historia desde el interior de la propia tumba.
—Algún día dirigirás este museo, Nora.
Se ruborizó. No era una idea que le desagradase.
—Yo también he estado dándole vueltas a algún tipo de espectáculo de luz y sonido. Es perfecto. —Con una efusividad impropia en él, Menzies cogió la mano de Nora—. Será la salvación del museo. Y consolidará tu carrera dentro de él. Repito que tendrás todo el dinero y el respaldo necesarios. Por lo que respecta a los efectos informáticos, déjalos en mis manos. Tú céntrate en las piezas y en la manera de exponerlas. Seis semanas será tiempo suficiente para que empiece a hablarse del tema, mandar las invitaciones y trabajarse a la prensa. Si aspiran a estar entre los invitados ya no podrán echársenos encima.
Miró su reloj.
—Tengo que preparar al doctor Collopy para la rueda de prensa. Muchísimas gracias, Nora.
Menzies se fue sin perder tiempo y dejó a Nora sola en el silencio del laboratorio. Tras una mirada compungida a la mesa que tanto le había costado cubrir de trozos de cerámica, Nora empezó a recogerlos uno por uno y los metió otra vez en las bolsas.
El agente especial Spencer Coffey giró por el pasillo y se acercó al despacho del director de la cárcel, satisfecho con el ritmo que el metal de sus tacones marcaba en el suelo de cemento pulido. Lo seguía, a educada distancia, el agente Rabiner, bajo y bigotudo. Coffey se paró frente a la puerta de roble de la institución y la abrió justo después de llamar, sin esperar respuesta.
La secretaria del director, una rubia teñida, delgada, con cicatrices de acné juvenil y una actitud poco ceremoniosa, lo miró de pies a cabeza.
—¿Qué desea?
—Agente Coffey, del FBI. —Coffey mostró su placa—. Estamos citados y tenemos prisa.
—Voy a decirle al director que están aquí —contestó ella con un acento paleto del norte del estado que dio dentera al agente.
Coffey miró a Rabiner con los ojos en blanco. Ya había tenido un encontronazo telefónico con la rubia, que lo dejó colgado, y al verla en persona comprobó que era el prototipo de lo que más odiaba: una pueblerina de clase baja que se había ganado cierta respetabilidad con uñas y dientes.
—¿El agente Coffey y...?
La secretaria miró a Rabiner.
—El agente especial Coffey y el agente especial Rabiner.
Descolgó el auricular del intercomunicador con una lentitud insolente.
—Han llegado los agentes Coffey y Rabiner. Dicen que están citados.
Escuchó un momento, y tras colgar dejó pasar el tiempo justo para que Coffey se diera cuenta de que no compartía en absoluto sus prisas.
—Ya pueden pasar a ver al señor Imhof —dijo finalmente.
Coffey llegó a la altura de su mesa y se paró.
—¿Qué tal todo por la granja?
—Pues parece que los cerdos están en celo —contestó ella rápidamente, sin mirarlo.
Coffey entró en el despacho sin saber qué había querido decir exactamente la muy zorra, ni si había que tomárselo como un insulto.
Cerró la puerta justo cuando Gordon Imhof, el director, se levantaba de detrás de un gran escritorio de fórmica. Coffey, que no lo conocía personalmente, quedó sorprendido por su juventud. Era un hombre bajo, pulcro, con perilla y ojos fríos y azules, impecablemente vestido y peinado con secador. Coffey no supo clasificarlo. Tradicionalmente, los directores de cárceles siempre habían subido progresivamente por el escalafón, pero aquel parecía haberse sacado una licenciatura en dirección de servicios penitenciarios sin saber cómo era el agradable «¡clac!» de una porra al golpear carne humana. Aun así, sus labios finos eran un buen presagio.
Imhof tendió la mano a los agentes.
—Siéntense.
—Gracias.
—¿Cómo ha ido el interrogatorio?
—El caso avanza —dijo Coffey—. Si esto no es una evidente pena de muerte que baje Dios y lo vea. Ahora bien, todavía no está cantado. Hay ciertas complicaciones.
No comentó que en realidad el interrogatorio había salido mal, fatal.
El rostro de Imhof era inescrutable.
—Me gustaría dejar clara una cosa —continuó Coffey—. Una de las víctimas del asesino era colega y amigo mío, el tercer agente más condecorado de la historia del FBI.
Dio tiempo a Imhof para asimilarlo, sin mencionar que la citada víctima, el agente especial Mike Decker, era la persona que lo había humillado hacía unos años bajándolo de categoría a causa de los asesinatos del museo, y que la noticia de su muerte había sido una de las grandes satisfacciones de la vida de Coffey, solo inferior a la de saber quién lo había hecho.
¡Qué gran momento!
—En definitiva, señor Imhof, es un preso muy especial. Se trata de un psicópata asesino en serie extremadamente peligroso, que ha matado como mínimo a tres personas, aunque nuestro interés por él se limita al asesinato del agente federal. Los demás se los dejamos al estado de Nueva York, con la esperanza de que cuando se dicte la sentencia el preso ya esté atado a una camilla con la jeringuilla en el brazo.
Imhof inclinó la cabeza y siguió escuchando.
—Por otro lado, este preso es muy soberbio. Hace unos años trabajamos juntos en un caso y el muy cabrón se cree mejor que los demás. Se considera por encima de las normas. No respeta la autoridad.
La mención al respeto sacó a Imhof de su mutismo.
—Yo, si algo exijo como director de esta institución es respeto. La disciplina bien entendida empieza y acaba con el respeto.
—Exacto —dijo Coffey, resuelto a seguir por esa línea con la esperanza de que Imhof mordiera el anzuelo—. Hablando de respeto, durante el interrogatorio el preso le dedicó algunas perlas a usted.
Vio que el interés de Imhof se avivaba.
—Pero en fin, no vale la pena reproducirlas —prosiguió Coffey—. Tanto usted como yo hemos aprendido a estar por encima de esas bajezas.
Imhof se inclinó.
—Si un preso ha faltado al respeto, y no me refiero a nada personal, sino a una falta de respeto del tipo que sea hacia la institución, tengo que saberlo.
—Eran los habituales insultos. Me resisto a reproducirlos.
—Ya, pero tengo que saberlos.
Holgaba decir que en realidad el preso no había dicho nada. Ese era el problema.
—Se refirió a usted como a un borracho hijo de puta, un nazi, un alemán de mierda... Cosas por el estilo.
Las facciones de Imhof se tensaron un poco. Coffey supo inmediatamente que había puesto el dedo en la llaga.
—¿Algo más? —preguntó serenamente el director.
—Palabras soeces. Algo sobre el tamaño de su... En fin, ya no me acuerdo de los detalles.
El tenso silencio se podía cortar con un cuchillo. La perilla de Imhof tembló un poco.
—Ya se lo he dicho, tonterías, pero revelan algo importante: que el preso no se da cuenta de que le conviene cooperar. ¿Sabe por qué? Pues porque a él le da lo mismo contestar o no a nuestras preguntas, o manifestar respeto hacia la institución o no manifestarlo. Es una situación que tiene que cambiar. Hay que enseñarle que las malas decisiones tienen consecuencias. También es necesario aislarlo completamente. Hay que impedir que transmita cualquier tipo de mensaje al exterior. Se ha dicho que podría estar compinchado con un hermano suyo fugitivo, por lo que nada de llamadas telefónicas. Que no vuelva a reunirse con su abogado. Es necesario cortar de raíz cualquier comunicación con el exterior. No podemos permitir que se produzcan nuevos... daños colaterales por falta de vigilancia. ¿Me entiende?
—Perfectamente.
—Muy bien. Hay que hacerle entender las ventajas de la cooperación. A mí me encantaría trabajármelo con una manguera y una picana, que es lo que merece, pero desgraciadamente no es posible, y lo que menos nos conviene es arriesgarnos a ser acusados de malos tratos en el juicio. Una cosa es que esté loco y otra que sea tonto. A un hombre así no se le puede dar ni una sola oportunidad. Tiene bastante dinero para desenterrar a Johnnie Cochran
[3]
y contratarlo como abogado defensor.
Coffey se calló, porque Imhof acababa de sonreír por primera vez; pero algo en sus ojos azules le puso los pelos de punta.
—Comprendo su problema, agente Coffey. Hay que enseñarle al preso qué es el respeto. Me encargaré personalmente.
La mañana fijada para abrir la tumba sellada de Senef, Nora llegó al gran despacho de Menzies y lo encontró sentado donde siempre, en un sillón de orejas, conversando con un joven. Ambos se levantaron al verla entrar.
—Nora —dijo Menzies—, te presento al doctor Adrian Wicherly, el egiptólogo que te comenté. Adrian, te presento a la doctora Nora Kelly.
Wicherly se giró hacia ella sonriendo. Era un hombre perfectamente vestido y atildado, con un solo toque excéntrico: su abundante y despeinado pelo castaño. Nora registró de un vistazo la discreción de su traje de Savile Row, la calidad de sus zapatos de cordones y el símbolo de un club en su corbata. Al llegar a la cara vio que era de una apostura fuera de lo común: hoyuelos en las mejillas, ojos azules y expresivos y unos dientes blancos y perfectos. Calculó que tendría treinta años como máximo.
—Encantado de conocerla, doctora Kelly —dijo él con elegante acento de Oxbridge, mientras estrechaba suavemente su mano y la obsequiaba con otra sonrisa deslumbrante.
—El gusto es mío. Llámeme Nora, por favor.
—No faltaría más. Nora. Perdone que sea tan formal. Es el lastre de una educación tan estirada como la mía, que desgraciadamente me ha seguido hasta este lado del charco. Solo quiero que sepa que es genial estar aquí y trabajar en el proyecto.
«Genial.» Nora reprimió una sonrisa. Adrian Wicherly era prácticamente una caricatura de ese tipo de británico joven y gallardo que ella creía que solo existía en las novelas de P. G. Wodehouse.
—Adrian trae un currículo bastante impresionante —dijo Menzies—. Doctor en Oxford, director de la excavación de la tumba KV 42 del Valle de los Reyes, profesor universitario de egiptología en Cambridge y autor de la monografía
Faraones de la XX dinastía
.
Nora miró a Wicherly con más respeto. Parecía mentira que un arqueólogo de su nivel pudiera ser tan joven.
—Impresionante.
Wicherly adoptó una expresión de modestia.
—Bueno, solo es palabrería académica.
—No precisamente. —Menzies echó un vistazo a su reloj—. A las diez tenemos una entrevista con alguien del departamento de mantenimiento. Si lo he entendido bien, la situación exacta de la tumba de Senef no la conoce nadie. Lo único seguro es que la tapiaron y que desde entonces no se puede entrar. Habrá que hacer un agujero.
—¡Qué misterioso! —dijo Wicherly—. Me siento un poco como Howard Carter.
Bajaron en un ascensor antiguo, lleno de dorados, que crujió y rechinó durante todo el trayecto hasta el sótano. Al llegar a la sección de mantenimiento dieron varias vueltas por el taller de maquinaria y carpintería hasta encontrar la puerta abierta de un pequeño despacho. En el interior había una mesa en la que un hombre bajo examinaba un grueso fajo de documentos. Se levantó al oír los golpes de Menzies en la puerta.
—Les presento a Seamus McCorkle —dijo Menzies—. Probablemente sabe más sobre la distribución del museo que ninguna otra persona viva.
—Que tampoco es mucho decir —contestó McCorkle.
Era un hombre socarrón de cincuenta y pocos años, con unos rasgos célticos muy atractivos y una voz aguda, sibilante, con fuerte acento escocés.
Una vez hechas las presentaciones, Menzies se giró hacia McCorkle.
—¿Ha encontrado la tumba?
—Creo que sí. —McCorkle señaló el fajo con la cabeza—. En este edificio tan vetusto cuesta bastante encontrar las cosas.
—¿Por qué? —preguntó Wicherly.
McCorkle empezó a enrollar el primer plano.
—El museo está compuesto por treinta y cuatro edificios conectados entre sí. Cubre dos hectáreas y media, con unos doscientos mil metros cuadrados de superficie total y veintinueve kilómetros de pasillos, sin contar los túneles del subsótano, que nunca han sido inspeccionados por nadie y de los que no existen planos. La vez que quise averiguar cuántas salas había en este laberinto renuncié al llegar a mil. Son ciento cuarenta años de historia en los que no se ha dejado de construir o hacer reformas. Los museos son así. Se cambian de sitio las colecciones, se unen salas, se separan otras, se les cambia el nombre... Y muchos de estos cambios se hacen sobre la marcha, sin planos.