Read El libro de los muertos Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)
Espero que hayas dormido bien, querida Constance. El dulce sueño de los inocentes.
Es muy probable que sea la última vez que lo hagas. Claro que si sigues el consejo de esta carta también es posible que el sueño vuelva, y que lo haga muy pronto.
Debo reconocer que en el transcurso de las horas placenteramente pasadas en tu compañía me he preguntado: ¿cómo te has sentido todos estos años viviendo bajo el mismo techo que el tío Antoine, a quien tú llamabas Enoch Leng, el brutal asesino de tu hermana Mary Greene?
¿Lo sabías, Constance? ¿Sabías que Antoine mató y viviseccionó a tu hermana? Seguro que sí. Al principio quizá fuera una simple suposición, una extraña y lúgubre corazonada que debiste de achacar a la perversidad intrínseca de tu modo de pensar, pero el paso del tiempo —ambos tuvisteis tanto...— debió de convertirlo en una posibilidad, y finalmente en una certeza. Ahora bien, no cabe duda de que se trató de un proceso subconsciente, tan soterrado que prácticamente no podía descubrirse. Lo cual no te impedía saberlo. Naturalmente que no.
¡Qué exquisita ironía hay en esta situación! Antoine Pendergast mató a tu propia hermana para prolongar su vida mortal... ¡y en último término también la tuya! ¡Es el hombre a quien todo lo debes! ¿Sabes cuántos niños tuvieron que morir a fin de que él pudiese elaborar su elixir, y tú pudieras gozar de una infancia anómalamente larga? Tú, Constance, naciste normal, pero gracias al tío Antoine te convertiste en un bicho raro. Son las palabras que usaste, ¿verdad? «Bicho raro.»
Y ahora, mi querida y engañada Constance, ya no puedes desechar la idea. Ya no puedes atribuirla a tu imaginación o a un miedo oscuro e irracional propio de noches en que los truenos no te dejan dormir. Así son las cosas. Lo peor ha resultado ser cierto. Fue exactamente lo que sucedió. A tu hermana la mataron para prolongar tu vida. Lo sé porque antes de morir me lo contó el tío Antoine personalmente.
En efecto. El anciano y yo mantuvimos una serie de conversaciones. ¿Cómo no iba a buscar a un miembro de mi amada familia con una trayectoria tan pintoresca y una visión del mundo tan semejante a la mía? La posibilidad de que siguiera vivo después de tantas décadas no hacía más que añadir otro aliciente a mi búsqueda, y así no descansé hasta localizarlo. Él comprendió enseguida mi ser profundo, y como es natural intentó vivamente que tu camino y el mío nunca se cruzasen, pero a cambio de mi promesa de no acercarme a ti no tuvo grandes reparos en explicar su solución, digamos que «única», para este mundo desquiciado. Ni en confirmármelo todo: la existencia del brebaje que alargaba la vida, aunque se abstuvo de entrar en detalles sobre su elaboración. ¡El bueno del tío Antoine! Lamenté su muerte. Con él el mundo era más interesante. Por desgracia, en el momento de su asesinato yo estaba demasiado enfrascado en mis planes para ayudarlo a eludir su destino.
Y ahora vuelvo a preguntártelo. ¿Cómo te has sentido viviendo tantos, tantos años en esta casa y siendo la ayudante del asesino de tu hermana? Ni siquiera cabe en mi imaginación. No me extraña que tu psique sea tan frágil, como no me extraña que mi hermano tema por tu cordura. Los dos solos en la casa... ¿Es posible que llegaras, por decirlo de algún modo, a establecer un trato íntimo con Antoine? No, eso no. De ese tesoro, mi queridísima Constance, soy el único hombre que lo ha poseído. La prueba física era incontrovertible. Ahora bien, lo querías. No cabe duda de que lo querías.
¿Y ahora, mi querida y pobre Constance? ¿Ahora qué te queda, precioso y caído ángel mío? Partícipe de un fratricidio. Consorte del asesino de tu hermana. Incluso el aire que respiras se lo debes a ella, y al resto de las víctimas de Antoine. ¿Mereces que se prolongue una existencia tan perversa? ¿Quién lloraría tu muerte? Mi hermano no, te lo aseguro. Sería quitarse de encima el peso de una culpa. ¿Wren? ¿Proctor? ¡Qué risible! Tampoco yo lamentaré tu pérdida. Has sido un juguete, un misterio de fácil solución, una caja anodina que se abre a la fuerza y resulta estar vacía, un espasmo animal. En consecuencia, si me lo permites, te daré un consejo, lo único —créeme— sincero y altruista que te he dicho jamás.
Haz lo más noble. Pon fin a tu vida antinatural.
Siempre tuyo,
DIÓGENES
P.S.: Quedé sorprendido al comprobar lo infantil que fue tu anterior tentativa de suicidio. Supongo que ahora ya sabrás que no hay que cortarse a ciegas las muñecas en sentido transversal, ya que el cuchillo se ve obstaculizado por los tendones. Si aspiras a un resultado más satisfactorio, corta a lo largo, entre los tendones, y haz un solo corte, pero despacio, con fuerza y sobre todo profundo. En cuanto a mi cicatriz, ¿verdad que parece mentira lo que se puede conseguir con un poco de maquillaje y cera?
Pasó un momento largo, insondable.
La atención de Constance se posó en el regalo. Lo cogió y lo desenvolvió despacio, con mucha precaución, como si fuera una bomba. Dentro había una caja con bisagras, de madera de rosal muy bien pulida.
Abrió la caja con la misma lentitud. El interior, forrado de terciopelo, contenía un escalpelo antiguo. El mango era de marfil amarillento. El pulimento de la cuchilla le daba un brillo intenso. Extendió el índice y acarició el mango del escalpelo. Era frío y liso. Lo sacó con cuidado de la caja y se lo puso en la palma de la mano para ver brillar la luz del fuego en la lustrosa cuchilla, como un diamante.
El apagón pilló a Smithback con una ostra a medio camino de la boca. Tras una fracción de segundo de oscuridad total, en algún lugar se oyó un golpe sordo y se encendieron las luces de emergencia, varias filas de fluorescentes en el techo que lo bañaron todo con una luz horrible, de un blanco verdoso.
Smithback miró a su alrededor. La mayoría de los vips habían entrado en la tumba, pero faltaban los invitados del segundo turno —muchos de ellos buenos bebedores y comedores—, que circulaban por la sala o estaban sentados alrededor de las mesas. Se estaban tomando el apagón con calma.
Se metió la ostra en la boca con un encogimiento de hombros, y después de absorber el molusco viscoso, salobre y todavía vivo y hacer un ruido de satisfacción con los labios, se sirvió otra ostra de la bandeja con la intención de someterla a la misma operación.
Fue entonces cuando oyó los disparos: seis detonaciones que llegaban en sordina del fondo de la sala, de la oscuridad del otro lado, y que correspondían a una pistola de gran calibre disparando a intervalos regulares. Las luces de emergencia se apagaron con un chisporroteo. Smithback supo enseguida que pasaba algo grave, un notición. La única luz que había en la sala era la de los cientos de velas repartidos por las mesas. Entre los invitados que quedaban empezaron a surgir murmullos, junto a una sensación creciente de inquietud.
Smithback miró hacia el origen de los disparos. Recordaba haber visto durante la velada a varios técnicos y empleados del museo entrando y saliendo por una puerta del fondo. Supuso que era la sala de control de la tumba de Senef. Justo entonces salió un conocido: Vincent D’Agosta. Aunque no llevara el uniforme, se notaba a la legua que era policía. Smithback también reconoció a su acompañante: Randall Loftus, el famoso director. Vio que se acercaban al grupo de cámaras de televisión.
Recordó con nerviosismo que Nora, su mujer, estaba dentro de la tumba, probablemente en la oscuridad, aunque seguro que no corría peligro, porque dentro había todo un destacamento de vigilantes y policías. En cualquier caso estaba sucediendo algo, y el deber de reportero de Smithback era descubrir qué era. Vio que D’Agosta cruzaba el salón, rompía el cristal de una boca de incendios y sacaba un hacha.
Sacó la libreta y el lápiz, anotó la hora y empezó a describir lo que veía. D’Agosta se acercó a un cable, levantó el hacha y la bajó con fuerza, lo que provocó un rugido de protesta por parte de Loftus y de los técnicos de la PBS. D’Agosta, como si no existieran, volvió tranquilamente con el hacha en la mano hacia la puertecita del fondo de la sala, que cerró tras él.
La tensión aumentó exponencialmente.
Algo grave pasaba.
Smithback salió rápidamente en persecución de D’Agosta. Al llegar a la puerta de la sala de control puso la mano en el pomo, pero no lo movió. Si entraba, lo más probable era que lo echasen. Era mejor quedarse al otro lado, entre los invitados, esperando que la situación se definiese.
No tuvo que esperar mucho. En cuestión de minutos D’Agosta, que aún llevaba el hacha, y la capitana Hayward cruzaron la sala a paso ligero y salieron por la entrada principal. Poco después quien salió fue Manetti, el director de seguridad, que subió al estrado y dirigió unas palabras en la oscuridad al resto de los invitados.
Smithback volvió a apuntar la hora y empezó a tomar notas.
—¡Señoras y señores! —dijo Manetti, haciéndose oír con dificultad en la sala grande y oscura.
Se hizo el silencio.
—Estamos teniendo problemas de alimentación, problemas técnicos. No hay ningún motivo de alarma, pero nos vemos obligados a despejar la sala. Los vigilantes los acompañarán de vuelta a la rotonda. Sigan sus instrucciones, por favor.
Se oyó un murmullo de decepción. Alguien exclamó:
—¿Y los que están dentro de la tumba?
—Las personas que están en el interior de la tumba serán acompañadas hasta la salida en cuanto abramos las puertas. No hay nada de que preocuparse.
—¿Qué ocurre, no se abren? —gritó Smithback.
—Ahora mismo no.
Crecía el descontento. Se notaba que la gente no quería irse dejando en la tumba a sus amigos o a sus seres queridos.
—¡Diríjanse a la salida, por favor! —se desgañitó Manetti—. Los vigilantes acompañarán a todo el mundo. No hay ningún motivo de alarma.
«Y un cuerno», pensó Smithback. Si no había ningún motivo de alarma, ¿por qué a Manetti le temblaba la voz? Por nada del mundo estaba dispuesto a que lo «acompañasen» a la calle justo cuando acababa de saltar la noticia, y menos con Nora atrapada en la tumba.
Miró a su alrededor y salió de la sala. Las cuerdas de terciopelo seguían por el pasillo del sótano; la única fuente de iluminación eran los indicadores de salida alimentados con baterías. Otro pasillo confluía en ángulo recto con el principal. Estaba oscuro y cerrado con una cuerda. A pesar de las protestas, varios grupos ya estaban siendo acompañados hacia la salida por vigilantes con linternas.
Smithback se acercó rápidamente a la confluencia de pasillos, saltó la cuerda de terciopelo, corrió a oscuras y se metió en un lugar donde ponía «Especímenes conservados en alcohol. Genus Rattus».
Pegó la espalda al fino marco de la puerta y esperó.
Vincent D’Agosta y Laura Hayward corrieron entre las cuerdas de terciopelo, por la escalinata del museo y por Museum Drive. La entrada del metro, situada justo en la esquina con la calle Ochenta y uno, era una estructura precaria de metal con tejadillo de cobre. D’Agosta reconoció la camioneta de la PBS aparcada cerca de la boca del metro, justo al otro lado de la multitud de curiosos, con cables que cruzaban sinuosamente el césped y entraban por una ventana del museo. Encima de la camioneta había una antena parabólica blanca.
—¡Por allá!
Empezó a abrirse camino hacia la camioneta, con el hacha bien sujeta. Hayward iba al lado, enseñando su placa con la mano en alto.
—¡Policía! —exclamaba—. ¡Dejen pasar, por favor!
Como nadie parecía muy dispuesto a apartarse, D’Agosta levantó el hacha por encima de la cabeza y la empezó a mover con las dos manos, arriba y abajo. Se abrió un camino estrecho que llevaba hacia la camioneta.
Llegaron corriendo a la parte trasera. Mientras Hayward contenía a la gente, D’Agosta subió al parachoques y trepó por el vehículo, agarrándose al portaequipajes.
Salió un hombre.
—Pero ¿se puede saber qué hacéis? —exclamó—. ¡Estamos retransmitiendo en directo!
—Policía. Homicidios —dijo Hayward, interponiéndose entre él y el parachoques.
D’Agosta abrió las piernas, plantó los pies en el techo de la camioneta y volvió a levantar el hacha por encima de la cabeza.
—¡Eh, no puede hacer eso!
—Ya lo creo que puedo.
Asestó un tremendo hachazo que partió los soportes metálicos de la antena parabólica e hizo saltar los tornillos. Acto seguido estampó la parte cuadrada del hacha en la antena. Un golpe, dos golpes... La parabólica se inclinó con un chirrido metálico y cayó a la calle desde el techo de la camioneta.
—¿Se ha vuelto lo...? —empezó a decir el técnico.
D’Agosta saltó al suelo sin hacerle ni caso, tiró el hacha y se fue con Hayward hacia la boca del metro, abriéndose camino por el borde de la multitud.
Se daba cuenta, aunque vagamente, de que iba al lado de Laura Hayward, su Laura, la que lo había echado de su despacho hacía unos días; aquella a quien creía haber perdido irremisiblemente, pero que acababa de acudir en su búsqueda.
Ella, en su búsqueda. Daba gusto pensarlo. Se dijo que si sobrevivía al resto de la noche sería un placer volver a pensar en ello.
Al llegar a la boca del metro bajaron volando por la escalera y corrieron hacia la taquilla. Hayward mostró su placa a la taquillera.
—Capitana Hayward, de Homicidios. Hay un problema en el museo. Tenemos que evacuar la estación. Llame a la central y que informen de que se anula la parada hasta nuevo aviso. No quiero que se detenga ni un solo tren. ¿Me entiende?
—Sí.
Saltaron por encima del torno y corrieron por el pasillo hasta llegar a la estación propiamente dicha. Aún era temprano: menos de las nueve. En el andén había unas decenas de personas esperando. Hayward fue hacia el fondo, seguida por D’Agosta. Al final había un pasillo con un letrero grande de azulejos que decía:
MUSEO DE HISTORIA NATURAL DE NUEVA YORK
PASILLO DE ACCESO A LA ENTRADA
CERRADO FUERA DEL HORARIO DE APERTURA
El pasillo estaba cerrado con una reja metálica de acordeón, vieja y oxidada, con un candado muy grande.
—Más vale que les digas algo —murmuró Hayward, mientras sacaba la pistola y apuntaba hacia el candado.
D’Agosta asintió con la cabeza y volvió por el andén enseñando la placa.
—¡Policía! ¡Despejen la estación! ¡Todos fuera!
La gente lo miró sin interés.
—¡Fuera! ¡Policía! ¡Despejen la estación!