El libro de Los muertos (27 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El libro de Los muertos
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Se limpia los dedos en los bermudas.

—Igual encontramos el cadáver de un gato mordisqueado en alguna parte. —Ashley detesta los gatos—. Vamos a seguir paseando. Tenemos clase de tenis a las dos y antes tengo que almorzar un poco. ¿Queda algo de jamón glaseado?

Ella vuelve la mirada: el basset está sentado en la arena y los mira sin dejar de jadear.

—Sé que guardas una llave de reserva en esa cajita que tienes enterrada en el jardín bajo un montón de ladrillos detrás de los arbustos —dice Rose.

—Tiene una resaca de cuidado y no quiero que se suba a la moto con una maldita pistola del calibre cuarenta metida en el pantalón —le explica Scarpetta.

—Bueno, ¿y cómo es que fue a parar a tu casa? Y, ya que estamos, ¿cómo es que se quedó allí a dormir?

—No quiero hablar de él. Quiero hablar de ti.

—Por qué no te levantas del sofá y traes una silla. Me resulta difícil hablar cuando te tengo prácticamente sentada encima —dice Rose.

Scarpetta acerca una silla del comedor y dice:

—Tu medicación.

—No he estado sisando pastillas de la morgue, si eso crees. Todos esos cadáveres que llegan con docenas de frascos que les han recetado, ¿y por qué? Pues porque no se las toman. Las pastillas no arreglan nada, maldita sea. Si lo hicieran, toda esa gente no acabaría en el depósito.

—Tu frasco lleva escrito tu nombre y el de tu médico. Ahora bien, puedo buscarlo yo misma o puedes decirme qué clase de médico es y por qué lo visitas.

—Es oncólogo.

Para Scarpetta equivale a una patada en el pecho.

—Por favor. No me lo pongas más difícil —dice Rose—. Confiaba en que no te enteraras hasta que fuera el momento de elegir una urna aceptable para mis cenizas. Ya sé que no debería haberlo hecho. —Intenta recobrar el aliento—. Me encontraba en tal estado, me sentía tan mal... y me dolía todo el cuerpo.

Scarpetta le coge la mano.

—Es curioso las emboscadas que nos tienden nuestros sentimientos. Te has mostrado estoica. ¿O debería decir «obstinada»? Hoy tienes que reconocerlo.

—Voy a morirme. Me sabe fatal hacerle esto a todo el mundo.

—¿Qué clase de cáncer? —No le suelta la mano.

—De pulmón. Antes de que pienses que se debe a todo el humo que inhalé en aquellos tiempos en que tú fumabas sin parar en tu despacho, he de decirte que... —empieza Rose.

—Ojalá no hubiera fumado. No sabes cuánto desearía no haberlo hecho.

—Lo que me está matando no tiene nada que ver contigo —dice Rose—. Te lo aseguro. Lo digo con toda sinceridad.

—¿Es de células no pequeñas o de células pequeñas?

—No pequeñas.

—¿Adenocarcinoma escamoso?

—Adenocarcinoma. Lo mismo de lo que murió mi tía. Al igual que yo, no fumó en su vida. Su abuelo murió de cáncer escamoso, y él sí fumaba. Ni por asomo pensé que tendría cáncer de pulmón, y tampoco se me había ocurrido que moriría. ¿No es ridículo? —Lanza un suspiro. El color va volviendo lentamente a su cara, la luz a sus ojos—. Vemos la muerte todos los días y aun así seguimos negándola. Tienes razón, doctora Scarpetta. Supongo que hoy me ha cogido por sorpresa. No la vi venir.

—Quizá va siendo hora de que me llames Kay.

Ella niega con la cabeza.

—¿Por qué no? ¿Es que no somos amigas?

—Siempre hemos creído en los límites —dice Rose—, y nos han resultado de provecho. Trabajo para una persona que me enorgullece conocer. Se llama doctora Scarpetta, o jefa. —Sonríe—. Sería incapaz de llamarte Kay.

—Así que ahora me despersonalizas. A menos que estés hablando de otra persona.

—Sí, es otra persona. Una mujer a quien tú no conoces de veras. Creo que la tienes en mucha menor estima que yo. Sobre todo de un tiempo a esta parte.

—Lo siento, no soy esa mujer heroica que acabas de describir, pero déjame ayudar lo poco que pueda, ingresándote en el mejor centro del país, el Centro Oncológico Stanford, el mismo al que va Lucy. Yo misma te llevaré. Seguirás cualquier tratamiento que...

—No, no. —Rose vuelve a negar con la cabeza lentamente—. Ahora calla y escúchame. He consultado a toda clase de especialistas. ¿Recuerdas que el verano pasado me fui a hacer un crucero de tres semanas? Era mentira. El único crucero que hice fue de un especialista a otro, y luego Lucy me llevó a Stanford, que es donde encontré médico. El diagnóstico es el mismo. La única opción era quimio y radio, y me negué.

—Deberíamos probar todo lo que esté a nuestro alcance.

—Ya estoy en la fase tres B.

—¿Se ha extendido a los nódulos linfáticos?

—A los nódulos linfáticos y al hueso. Ya va camino de la fase cuatro. No hay posibilidad de operar.

—La quimioterapia y la radioterapia, o incluso la terapia de radiación por sí sola. Tenemos que intentarlo. No podemos darnos por vencidas así.

—En primer lugar, no se trata de nosotras. Se trata de mí. Y no, no pienso pasar por eso. Prefiero morir a soportar que se me caiga el pelo y estar triste y hecha polvo cuando me consta que esta enfermedad va a matarme, y no tardará mucho. Lucy llegó a decirme que me facilitaría marihuana para que la quimio fuera más llevadera. Imagínate, yo fumando porros.

—Así que ella lo sabe desde que tú lo averiguaste.

Rose asiente.

—Deberías habérmelo dicho.

—Se lo dije a Lucy, y ella es una maestra en lo que a secretos se refiere, tiene tantos que no creo que ninguno sepamos qué es cierto en realidad. Lo que quería evitar era precisamente esto: que te sintieras mal.

—Dime qué puedo hacer. —Mientras la tristeza se apodera de ella.

—Cambia lo que puedas. No pienses nunca que está fuera de tu alcance.

—Dímelo. Haré todo lo que quieras —insiste Scarpetta. De pronto acuden a su mente imágenes de la noche pasada, y por un instante huele y siente a Marino, y se esfuerza por no dejar ver hasta qué punto está destrozada.

—¿De qué se trata? —Rose le aprieta la mano.

—¿Cómo no voy a sentirme fatal?

—Estabas pensando en algo, y no era en mí —dice Rose—. Marino. Tiene un aspecto horrible y se comporta de una manera rara.

—Porque se puso como una puta cuba —dice Scarpetta, y la ira se trasluce en su voz.

—«Puta cuba.» Ésa expresión no te la había oído. Pero también es verdad que yo ando bastante vulgar de un tiempo a esta parte. A decir verdad, he utilizado la palabra «putilla» esta mañana cuando hablaba con Lucy por teléfono, refiriéndome a la última novia de Marino, con la que Lucy se ha cruzado casualmente en tu vecindario a eso de las ocho, cuando la moto de él seguía aparcada delante de tu casa.

—Te he traído una caja con comida. Está en el vestíbulo. Voy a guardarlo todo.

Un acceso de tos, y cuando Rose retira el pañuelo de la boca, está moteado de sangre.

—Déjame que vuelva a llevarte a Stanford —le ruega Scarpetta.

—Cuéntame qué ocurrió anoche.

—Hablamos. —Scarpetta se nota enrojecer—. Hasta que se puso más borracho de la cuenta.

—Me parece que nunca te había visto sonrojarte.

—Un golpe de calor.

—Sí, claro, y yo tengo la gripe.

—Dime qué puedo hacer por ti.

—Deja que me las apañe como siempre. No quiero que me resuciten. No quiero morir en un hospital.

—¿Por qué no vienes a vivir conmigo?

—Eso no sería apañármelas como siempre —señala Rose.

—¿Me permitirás al menos hablar con tu médico?

—No hay nada que no sepas ya. Me has preguntado qué quiero, y te lo estoy diciendo. No quiero someterme a ningún tratamiento curativo, sólo atención paliativa.

—Tengo una habitación de invitados en mi casa, aunque es bastante pequeña. Igual debería mudarme a una casa más grande —comenta Scarpetta.

—No seas tan generosa, porque eso te convierte en egoísta. Y sería egoísta si me hicieras sentirme enteramente culpable y horrenda por estar haciendo daño a los que me rodean.

Scarpetta vacila, y luego dice:

—¿Puedo contárselo a Benton?

—A él sí, pero no a Marino. No quiero que se lo digas. —Se incorpora y apoya los pies en el suelo para luego cogerle ambas manos a Scarpetta—. No soy patóloga forense, ¿pero cómo es que tienes magulladuras recientes en las muñecas?

El basset sigue ahí mismo, donde lo han dejado, sentado en la arena al lado del cartel de «Prohibido el paso».

—Bueno, esto no es normal —exclama Madelisa—. Lleva ahí sentado más de una hora, esperando a que volvamos. Ven,
Tristón.
Qué bonito eres.

—Cariño, no se llama así. No empieces a ponerle nombres. Fíjate en la chapa —señala Ashley—. Mira cómo se llama de verdad y dónde vive.

Madelisa se agacha y el chucho se le acerca bamboleante, se apoya en ella, le lame las manos. Ella entorna los ojos para mirarle la chapa, pero no lleva las gafas de leer. Ashley tampoco lleva las suyas.

—No lo veo —dice—. Por lo poco que distingo... no, me parece que no hay número de teléfono. De todas maneras, no he traído el móvil.

—Yo tampoco.

—Vaya, qué tontería. ¿Y si me hago un esguince o algo por el estilo? Alguien está preparando una barbacoa —comenta, y husmea el aire, mira alrededor y ve una voluta de humo que sale de la parte trasera de la enorme casa blanca con balcones y tejado rojo, una de las pocas que ha visto con un cartel de «Prohibido el paso»—. Venga, ¿por qué no vas a ver qué están preparando? —le dice al basset, al tiempo que le acaricia las orejas lacias—. Igual podríamos salir a comprarnos una de esas parrillitas para cocinar esta noche al aire libre.

Intenta leer la chapa del perro de nuevo, pero es inútil sin las gafas, y se imagina gente rica, imagina a algún millonario preparando una parrillada en el patio de esa inmensa casa blanca detrás de la duna, parcialmente oculta tras unos altos pinos.

—Saluda a tu hermana la solterona —dice Ashley, que sigue filmando—. Dile lo lujosa que es nuestra residencia aquí en la urbanización de los millonarios en Hilton Head. Dile que la próxima vez que vengamos vamos a alojarnos en una mansión como esa donde están preparando la barbacoa.

Madelisa mira playa adelante en dirección a su propia residencia, incapaz de verla a través de la espesura. Vuelve a centrar la atención en el perro y dice:

—Seguro que vive en esa casa de ahí. —Señala la mansión blanca de aspecto europeo donde preparan la barbacoa—. Voy a acercarme a preguntar.

—Muy bien. Yo voy a pasear un poco para seguir filmando. He visto unas marsopas hace un momento.

—Venga,
Tristón.
Vamos a buscar a tu familia —le dice Madelisa al perro.

El chucho permanece sentado en la arena. Ella le tira del collar, pero no quiere moverse.

—Bueno, bueno —le dice—. Tú quédate aquí y ya voy yo a ver si esa casa tan grande es la tuya. Igual te has escapado y no se han dado cuenta. ¡Pero lo que está claro es que alguien te echa de menos un montón!

Lo abraza y le da un beso. Luego se va por la arena dura, llega a la arena blanca, atraviesa la zona de avena de mar, a pesar de que tiene entendido que es ilegal pasear por las dunas. Vacila ante el cartel de «Prohibido el paso», se encarama valientemente al entablado del paseo marítimo, camino de la inmensa casa blanca donde algún rico, quizás un famoso, cocina a la parrilla. El almuerzo, supone, mientras vuelve la mirada una y otra vez, con la esperanza de que el basset no se escape. No puede verlo al otro lado de la duna. Tampoco lo ve en la playa, sólo a Ashley, una figurita, filmando unos delfines que hacen acrobacias en el agua, escindiendo las olas con las aletas para luego volver a sumergirse. Al final del paseo hay una puerta de madera y le sorprende no ver el pestillo pasado. No está cerrada del todo.

Atraviesa el jardín trasero, mirando hacia todas partes mientras grita: «¡Hola!» Nunca ha visto una piscina tan grande, lo que llaman una piscina de fondo negro, revestida de elegantes baldosas que parecen importadas de Italia, España u otro lugar exótico y lejano. Mira alrededor, vuelve a gritar «¡Hola!» y se detiene curiosa ante la parrilla de gas encendida donde hay un trozo de carne mal cortado: carbonizado por un lado y crudo y sangriento por el otro. Le pasa por la cabeza que la carne es rara, no parece ternera ni cerdo, y desde luego no es pollo.

—¡Hola! —dice en voz bien alta—. ¿Hay alguien en casa?

Llama con los nudillos a la puerta de la solana, pero no obtiene respuesta. Rodea la casa por un lado, dando por sentado que quien cocina debe de estar allí, pero el jardín lateral está vacío y cubierto de malas hierbas. Mira por una ranura entre la persiana y el borde de un gran ventanal y ve una cociña vacía, toda de piedra y acero inoxidable. Nunca había visto una cocina así salvo en las revistas. Ve dos boles de perro grandes encima de una estera cerca de la tabla de madera para cortar la carne.

—¡Hola! —insiste—. ¡Creo que tengo su perro! ¡Hola! —Avanza por el lateral de la casa, anunciando su presencia. Sube los peldaños hasta una puerta al lado de una ventana a la que le falta un vidrio. Hay otro vidrio roto. Piensa en volver corriendo a la playa, pero en el lavadero hay una jaula de perro de gran tamaño, vacía.

—¡Hola! —El corazón le late con fuerza. Está entrando en propiedad privada, pero ha encontrado la casa del basset y tiene que ayudarle. ¿Cómo se hubiera sentido ella si se tratara de
Frisbee
y alguien no lo llevara de vuelta a su hogar?

—¡Hola! —Prueba con la puerta, que se abre.

Capítulo 12

El agua gotea de los robles.

En las profundas sombras de los tejos y olivos, Scarpetta dispone trozos quebrados de cerámica en el fondo de las macetas para facilitar el drenaje de manera que las plantas no se pudran. El aire cálido está húmedo tras la intensa lluvia que ha empezado de repente y ha escampado también de súbito.

Bull lleva una escalera hasta un roble que extiende su dosel por encima de la mayor parte del jardín de Scarpetta. Ella empieza a aplastar la tierra en las macetas y planta petunias, luego perejil, eneldo e hinojo, porque atrae a las mariposas. Dispone los rizados oídos de cordero de color plateado y las artemisas en sitios mejores, donde les dé el sol.

El aroma a tierra húmeda y margosa se entrevera con la acritud del ladrillo viejo y el moho mientras ella se desplaza con cierta rigidez —debido a los años de implacables suelos de baldosa en el depósito de cadáveres— hasta una columna de ladrillo recubierta de helechos. Se pone a diagnosticar el problema.

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