El libro de Los muertos (42 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El libro de Los muertos
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Marino se queda cerca de la puerta, goteando agua sobre el suelo surcado de rozaduras, y se pregunta qué hacer mientras sus heridas interiores se reabren y el corazón le late desbocado, como si le galoparan caballos en el cuello. Shandy y el tipo del pañuelo beben cerveza y chupitos de tequila y pican nachos con chile y queso, lo mismo que piden ella y Marino siempre que van allí. Bueno, pedían, en tiempos que ya han quedado atrás. Esta mañana no se ha puesto el gel hormonal. Lo ha tirado a regañadientes mientras la vil criatura en su interior le susurraba burlas. No puede creer que Shandy tenga el descaro de estar allí con ese tipo, y el sentido que adquiere todo es evidente. Ella lo indujo a amenazar a la doctora. Con todo lo mala que es Shandy, con todo lo malo que es ese tipo, con todo lo malos que son juntos, Marino es peor.

Lo que intentaron hacerle a la doctora no es nada en comparación con lo que le hizo él.

Se acerca a la barra sin mirar en dirección a ellos, finge no verlos y se pregunta cómo es que no ha visto el BMW de Shandy. Probablemente lo tiene aparcado en una bocacalle, siempre preocupada por que alguien le abolle alguna puerta. Se pregunta dónde estará la
chopper
del tipo del pañuelo y recuerda lo que le dijo Lucy, que la moto le parecía peligrosa y que había hecho algo al respecto. Lo más probable es que a continuación le haga algo a la moto de Marino.

—¿Qué vas a tomar, guapo? ¿Dónde has estado metido? —La camarera aparenta unos quince años, más o menos el aspecto que tienen todos los jóvenes para Marino de un tiempo a esta parte.

Está tan deprimido y distraído que no recuerda su nombre, le parece que es Shelly, pero teme decirlo. Tal vez sea Kelly.

—Una Bud Lite. —Se inclina hacia ella—. No mires, pero ese tipo de ahí con Shandy... ¿lo ves?

—Sí, ya habían estado aquí.

—¿Desde cuándo? —pregunta Marino mientras ella le desliza una cerveza de barril sobre la barra y él hace lo propio con un billete de cinco dólares.

—Dos por el precio de una, guapo, así que tienes otra esperando. Bueno, cielos, de vez en cuando desde que yo estoyaquí, guapo. El año pasado, supongo. No me cae bien ninguno de los dos, y eso que quede entre tú y yo. No me preguntes cómo se llama él, no lo sé. No es el único con el que viene ésa por aquí. Creo que está casada.

—No jodas.

—Espero que tú y ella os estéis tomando un descanso, de una vez por todas, guapo.

—He terminado con ella —asegura Marino, y echa un trago de cerveza—. No era nada serio.

—Eran problemas, diría yo —replica Shelly o Kelly.

Marino nota que Shandy le mira. Ha dejado de hablar con el tipo del pañuelo, y ahora Marino no puede por menos de preguntarse si habrá estado acostándose con él todo este tiempo. Y se pregunta por las monedas robadas y de dónde saca ella la pasta. Quizá su papaíto no le dejó nada y se sintió con derecho a robar. Marino se pregunta un montón de cosas y piensa que ojalá se las hubiera preguntado antes. Shandy lo observa mientras él levanta la jarra de cerveza y echa un trago. Su mirada feroz tiene algo de demente. Le pasa por la cabeza llegarse hasta donde está Shandy, pero no logra decidirse.

Sabe que no van a decirle nada. Seguro que se ríen de él. Shandy le da un codazo al tipo del pañuelo, que mira a Marino y sonríe satisfecho, debe de parecerle de lo más divertido estar ahí sentado sobando a Shandy, consciente de que en ningún momento ha sido la mujer de Marino. ¿Con quién coño más se acuesta?

Marino se arranca el colgante del dólar de plata y lo deja caer dentro de la cerveza. La moneda emite un leve chapoteo y se hunde hasta el fondo. Lanza la jarra deslizándola sobre la barra de manera que se detenga cerca de ellos, y sale a la calle, con la esperanza de que le sigan. La lluvia ha amainado y la calzada se ve humeante bajo las farolas. Marino se monta en el asiento húmedo de la moto y espera a que salgan. Observa la puerta de la Taberna de Poe, expectante. Igual puede provocar una pelea. Igual puede acabarla. Ojalá no le latiera tan aprisa el corazón y dejara de dolerle el pecho. Igual está a punto de tener un infarto. Su propio corazón debería atacarlo, teniendo en cuenta lo malo que es. Sigue con la mirada fija en la puerta, viendo a la gente al otro lado de las ventanas, todo el mundo contento menos él. Aguarda y enciende un pitillo, sentado en la moto húmeda con la ropa de lluvia mojada; fuma y espera.

No es más que un don nadie, ya ni siquiera es capaz de cabrear a la gente. No consigue que nadie pelee con él. Es un don nadie, ahí sentado en la oscuridad lluviosa, fumando y mirando la puerta con la esperanza de que Shandy o el tipo del pañuelo, o los dos, salgan y le hagan sentir que aún conserva algo que vale la pena. Pero la puerta no se abre. Les trae sin cuidado. No están asustados. Creen que Marino es un pringado. Él espera y fuma. Quita el candado de la horquilla delantera y pone en marcha el motor.

Acelera, hace chirriar las llantas y se marcha a toda velocidad. Deja la moto debajo de la cabaña de pescador, con la llave puesta porque ya no la necesitará. Allí adónde se dirige no conducirá ninguna moto. Va aprisa pero no tanto como el latir de su corazón, y en la oscuridad sube las escaleras hasta el embarcadero y piensa en Shandy riéndose de su viejo y desvencijado embarcadero, comentando que es largo y escuchimizado, retorcido como un «insecto palo». A él le pareció que era graciosa y se le daban bien los juegos de palabras cuando lo dijo la primera vez que la llevó allí, e hicieron el amor toda la noche. De eso hace diez días. Eso fue todo. No puede por menos de plantearse que Shandy le tendió una trampa, que no es una coincidencia que flirteara con él la misma noche del día en que fue encontrado el niño muerto. Igual quería servirse de Marino para obtener información. Él se lo permitió. Todo por culpa de una alianza. La doctora llegó con una alianza y Marino perdió la cabeza. Sus botazas resuenan en el embarcadero y la madera envejecida tiembla bajo su peso; ahora que ha amainado la lluvia, los mosquitos revolotean en torno a él como una criatura salida de unos dibujos animados.

Al cabo del embarcadero se detiene, sin resuello, comidovivo por lo que parece un millón de dientes invisibles mientras las lágrimas le inundan los ojos y el pecho le palpita rápidamente, tal como ha visto palpitar el pecho de un hombre nada más recibir la inyección letal, justo antes de que la cara se le ponga azul oscuro y fallezca. Está tan oscuro y nublado que el agua y el cielo son uno y lo mismo, y a sus pies topetean las boyas y el agua lame suavemente los pilares.

Grita algo que no parece provenir de su interior, al tiempo que lanza el móvil y el auricular inalámbrico con todas sus fuerzas. Los tira tan lejos que no alcanza a oírlos caer.

Capítulo 19

Complejo de Seguridad Nacional Y—12.

Scarpetta detiene el coche de alquiler ante un control de seguridad en medio de barreras de hormigón antiexplosivos y verjas coronadas de alambre de espino.

Baja la ventanilla por segunda vez en los últimos cinco minutos y enseña su identificación. El guardia vuelve a meterse en la garita para hacer una llamada. Otro guardia registra el maletero del Dodge Stratus rojo que Scarpetta se ha llevado el chasco de encontrar esperándola en Hertz al aterrizar en Knoxville una hora antes. Había pedido un todoterreno, y ni siquiera le gusta vestirse de rojo. Los guardias parecen más alerta que en otras ocasiones, como si el coche les hiciera recelar, y ya están bastante recelosos. El Y—12 tiene las mayores reservas de uranio enriquecido de todo el país. La seguridad es inflexible y Scarpetta nunca molesta a los científicos a menos que le surja una necesidad especial que haya alcanzado, en sus propias palabras, «nivel de masa crítica».

En la parte trasera del coche lleva la ventana envuelta en papel marrón del lavadero de Lydia Webster y una cajita que contiene la moneda de oro con la huella del niño asesinado. Al otro extremo del complejo hay un edificio de laboratorios de ladrillo rojo que tiene el mismo aspecto que los demás, aunque en su interior está el microscopio de barrido electrónico más grande del planeta.

—Puede aparcar ahí mismo. —El guardia señala—. Él vendrá hasta aquí. Luego puede seguirle al interior.

Avanza y aparca, a la espera del Tahoe negro conducido por el doctor Franz, el director del laboratorio de ciencia de los materiales. Siempre tiene que seguirle, da igual cuántas veces haya estado allí. Ella no sólo no podría encontrar el camino, sino que ni siquiera se atrevería a intentarlo: perderse en unas instalaciones donde se fabrican armas nucleares no es una opción. El Tahoe se acerca lentamente y gira, y el doctor Franz saca el brazo por la ventanilla para saludar e indicarle que continúe. Scarpetta lo sigue por delante de edificios corrientes con nombres corrientes. Luego el terreno sufre un cambio drástico dejando paso a bosques y campos abiertos, y, por fin, a los laboratorios de una sola planta conocidos como Tecnología 2020. El paisaje es engañosamente bucólico. Scarpetta y el doctor Franz se apean de sus vehículos y ella recoge la ventana envuelta en papel marrón de la parte trasera, donde iba sujeta con un cinturón de seguridad.

—Qué cosas tan curiosas nos trae —comenta él—. La última vez fue una puerta entera.

—Y encontramos una huella de bota, ¿verdad?, aunque nadie creía que hubiera nada ahí.

—Siempre hay algo. —Ése es el lema del doctor Franz.

Más o menos de la edad de Scarpetta, vestido con un polo y vaqueros holgados, no es lo que a uno le viene a la cabeza cuando se imagina a un ingeniero metalúrgico nuclear al que le fascina pasar el rato ampliando imágenes de un trozo de herramienta molido o un pezón hilador de araña, o trozos y piezas de una lanzadera espacial o un submarino. Le sigue al interior de lo que podría parecer un laboratorio normal, si no fuera por la inmensa cámara de metal sostenida por cuatro columnas de amortiguación del diámetro de árboles. La Gran Cámara VisiTech del Microscopio de Barrido Electrónico —GC-MBE— pesa diez toneladas, e hizo falta una carretilla elevadora de cuarenta toneladas para instalarlo. Hablando claro, es el microscopio más grande de la Tierra, y el fin para elque fue creado no es la ciencia forense, sino el análisis de fallo de materiales como los metales utilizados en las armas. Pero la tecnología es la tecnología, por lo que a Scarpetta respecta, y a estas alturas el Y—12 se utiliza en respuesta a sus desvergonzadas súplicas.

El doctor Franz desenvuelve la ventana. La coloca junto a la moneda encima de una placa giratoria de acero de siete centímetros y medio de grosor y empieza a ajustar un cañón de electrones del tamaño de un misil pequeño, así como los detectores que acechan detrás de aquél, ubicándolos tan cerca como puede de las áreas sospechosas donde se aprecia arena, pegamento y vidrio roto. Con un control a distancia del eje, desliza y ladea, provoca zumbidos y chasquidos, se detiene en los extremos —o cambia de dirección— para evitar que las preciadas piezas del mecanismo golpeen las muestras, colisionen entre sí o se pasen de la raya. Cierra la puerta para crear en la cámara una presión subatmosférica de diez a menos seis, le explica. Luego volverá a llenar el resto hasta diez a menos dos, añade, y no se podría abrir la puerta por mucho que uno lo intentara, dice, al tiempo que se lo demuestra. Básicamente, lo que se obtiene son las mismas condiciones que en el espacio exterior, le explica: nada de humedad ni oxígeno, sólo las moléculas de un crimen.

Se oye el sonido de las bombas de succión y se aprecia un olor eléctrico, y la pulcra sala empieza a calentarse. Scarpetta y el doctor Franz salen y cierran una puerta exterior de regreso al laboratorio. Una columna de luces rojas, amarillas, verdes y blancas les recuerda que no hay ningún ser humano dentro de la cámara, porque eso supondría una muerte casi instantánea. Sería como pasearse por el espacio sin traje, dice el doctor Franz.

Toma asiento ante una consola de ordenador con múltiples pantallas de vídeo planas de gran tamaño y le dice a Scarpetta:

—Vamos a ver. ¿Qué aumento? Podemos llegar a doscientos mil X. —Podrían, pero se está haciendo el gracioso.

—Y un grano de arena tendría el aspecto de un planeta, y tal vez hasta descubriríamos gente en miniatura viviendo en él —bromea ella.

—Exactamente. —Se abre paso a golpe de ratón a través de diversos estratos de menús.

Ella está sentada a su lado, y las roncas y enormes bombas de vacío recuerdan a Scarpetta a un escáner por resonancia magnética, y luego entra en funcionamiento la turbobomba, seguida por un silencio interrumpido a intervalos cuando el secador de aire emite un inmenso y sentido suspiro que suena como una ballena. Esperan un rato, y al encenderse una luz verde, empiezan a mirar lo que ve el instrumento cuando el haz de electrones alcanza una zona del vidrio de la ventana.

—Arena —comenta el doctor.

Mezcladas con los granos de arena de diferentes formas y tamaños con aspecto de fragmentos y lascas de piedra hay esferas con cráteres que parecen lunas y meteoritos microscópicos. Un análisis elemental confirma la presencia de bario, antimonio y plomo además del silicio de la arena.

—¿Hubo un tiroteo en este caso?

—No que yo sepa —responde Scarpetta, y añade—: es como lo de Roma.

—Podrían ser partículas de carácter ambiental u ocupacional —conjetura—. El pico más elevado, naturalmente, es silicio, además de restos de potasio, sodio, calcio y, no sé por qué, pero también un rastro de aluminio. Voy a sustraer el fondo, que es el vidrio. —Ahora habla consigo mismo.

—Esto es similar, muy similar, a lo que encontraron en Roma. La arena en las cuencas de los ojos de Drew Martin. Lo mismo, y me repito porque apenas puedo creerlo. Desde luego, no lo entiendo: parecen residuos de un disparo. ¿Y estas zonas intensamente sombreadas de aquí? —Las señala—. ¿Son estratos?

—Pegamento —responde él—. Yo me atrevería a decir que la arena no es de allí, de Roma o sus inmediaciones. ¿Qué se sabe de la arena en el caso de Drew Martin? Puesto que no habíabasalto, nada indica actividad volcánica, como cabría esperar en esa zona. ¿Así que se llevó su propia arena a Roma?

—Soy consciente de que nunca se ha dado por sentado que la arena fuera de allí. Al menos no de las playas cercanas de Ostia. No sé lo que hizo. Tal vez la arena sea simbólica, tenga un significado, pero he visto arena aumentada, he visto tierra aumentada, y nunca había visto nada parecido a esto.

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