El libro de Los muertos (24 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El libro de Los muertos
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—No hace falta que lo haga, ya te has encargado tú de eso.

—No sigamos.

—Sigamos. —Tiene la lengua pastosa y se mece un poco en la butaca con un brillo en los ojos que resulta desconcertante—. No sé cuántos días me quedan. ¿Quién coño sabe lo que va a ocurrir? Así que no intentes que malgaste el tiempo en un lugar que detesto, trabajando para alguien que no me trata con el respeto que merezco. Como si fueras mejor que yo. Pues no lo eres.

—¿A qué te refieres con «cuántos días me quedan»? ¿Me estás diciendo que estás enfermo?

—Lo que estoy es harto. A eso me refiero.

Nunca le ha visto tan borracho. Se tambalea al ponerse en pie, escancia más bourbon y lo derrama. Ella siente el impulso de arrebatarle la botella, pero la mirada que reluce en sus ojos la detiene.

—Vives sola y eso no es seguro —le advierte—. No es seguro que vivas aquí, en esta casita vieja, sola.

—Siempre he vivido sola, más o menos.

—Sí. ¿Qué hostias es eso que dicen sobre Benton? Espero que os vaya bien la vida.

Nunca ha visto a Marino tan borracho y odioso, y no sabe qué hacer.

—Me encuentro en una situación en la que debo tomar decisiones, así que ahora voy a decirte la verdad. —Escupe al hablar, el vaso de bourbon peligrosamente ladeado en la mano—. Me aburre de la hostia trabajar para ti.

—Si te sientes así, me alegra que me lo digas. —Pero cuanto más intenta ella aplacarlo, más se enciende él.

—Benton, ese esnob forrado, el «doctor» Wesley. De manera que, puesto que no soy médico, abogado o jefe indio, no soy lo bastante bueno para ti. Voy a decirte algo, joder: soy lo bastante bueno para Shandy, y desde luego ella no es lo que piensas. Es de mejor familia que tú. No se crió en la pobreza en Miami con un tendero de tres al cuarto recién llegado como inmigrante.

—Estás muy borracho. Puedes dormir en la habitación de invitados.

—Tu familia no es mejor que la mía. Italianos recién llegados al país sin otra cosa que comer que macarrones baratos y salsa de tomate cinco noches a la semana —le espeta.

—Voy a pedirte un taxi.

Deja el vaso en la mesita de centro con un golpe.

—A mí me parece buena idea largarme a lomos de mi montura. —Se agarra a la silla para mantener el equilibrio.

—No vas a acercarte a esa moto —le advierte ella.

Marino echa a andar y se golpea con el marco de la puerta al mismo tiempo que ella lo coge del brazo. Casi la arrastra hacia la puerta principal cuando intenta detenerlo y le implora que no se marche. Él hurga en el bolsillo en busca de la llave de la moto y Scarpetta se la arrebata de la mano.

—Dame la llave. Te lo pido con educación.

Scarpetta la aferra en su puño a la espalda, en el pequeño vestíbulo ante la puerta delantera.

—No vas a subirte a la moto. Apenas si puedes andar. Ocoges un taxi o te quedas a pasar la noche aquí. No voy a dejar que te mates o mates a alguien. Haz el favor de escucharme.

—Dámela.

La mira con fijeza y rotundidad, y es un tipo enorme al que ya no reconoce, un desconocido que podría atacarla.

—Dámela.

Alarga la mano detrás de ella y Scarpetta se espanta cuando la coge por la muñeca.

—Marino, déjame. —Forcejea para que le suelte el brazo, pero es como si lo tuviera en un torno—. Me haces daño.

Él le pasa la otra mano por detrás y le coge la muñeca libre, y el miedo se convierte en terror cuando se inclina sobre ella, aplastándola contra la pared con su corpachón. Le invaden la mente pensamientos desesperados acerca de cómo detenerlo antes de que siga adelante.

—Marino, suéltame, me estás haciendo daño. Volvamos a sentarnos en la sala. —Intenta mostrarse impávida, pero tiene los brazos dolorosamente inmovilizados tras la espalda y el cuerpo de Marino la oprime con fuerza—. Ya está bien. No tienes intención de hacer esto. Estás muy borracho.

Él la besa y abraza, y ella aparta la cabeza, intenta retirarle las manos, forcejea y le dice que no. La llave de la moto repiquetea al caer al suelo mientras Marino sigue besándola y ella se resiste e intenta que escuche. Él le desgarra la blusa al abrírsela. Ella le dice que pare, intenta detenerlo mientras él le rasga la ropa, intenta apartarle las manos y repite que le está haciendo daño, y luego ya no forcejea con él porque es otra persona. No es Marino, sino un desconocido que arremete contra ella en su propia casa. Ve la pistola en la parte de atrás de sus vaqueros cuando él se deja caer de rodillas, haciéndole daño con las manos y la boca.

—¿Marino? ¿Es esto lo que quieres? ¿Violarme, Marino? —Suena tan tranquila e impávida que su voz parece proceder de otra parte—. ¿Marino? ¿Quieres esto? ¿Violarme? Ya sé que no quieres hacerlo. Ya lo sé.

De pronto, él se detiene, la suelta; el aire se mueve y ella lonota fresco sobre la piel, húmeda de la saliva de Marino e irritada y escocida de resultas de su violencia y su barba. Él se tapa la cara con las manos y se encorva hacia delante arrodillado, le abraza las piernas y se echa a llorar como un crío. Ella le saca suavemente la pistola del cinturón mientras él solloza.

—Suelta. —Intenta apartarse de él—. Suéltame.

Aún de rodillas, Marino vuelve a cubrirse la cara con las manos. Scarpetta saca el cargador de la pistola y desliza la guía para asegurarse de que no queda una bala en la recámara, mete el arma en el cajón de una mesa junto a la puerta y recoge la llave de la moto, que esconde junto al cargador dentro del paragüero. Ayuda a Marino a ponerse en pie y lo lleva hasta el dormitorio de invitados, al lado de la cocina. La cama es pequeña, y él parece llenarla hasta el último centímetro cuando lo hace acostar. Luego le quita las botas y lo arropa con una colcha.

—Ahora mismo vuelvo —le dice, y deja la luz encendida.

En el cuarto de baño de invitados, llena un vaso de agua y agita un frasco de Advil para hacer caer cuatro comprimidos analgésicos. Se pone el albornoz; tiene las muñecas doloridas, la piel escocida, y el recuerdo de las manos, la boca y la lengua de Marino le resulta repugnante. Se inclina sobre la taza del váter y le sobrevienen arcadas. Se apoya en el borde del lavabo y respira hondo mientras se mira en el espejo el rostro enrojecido con la sensación de que le resulta tan desconocido como el de Marino. Se echa agua fría a la cara, se enjuaga la boca, lava hasta el último rastro de Marino de todos los lugares donde la ha tocado. Se enjuga las lágrimas y le lleva unos minutos recuperar el control. Luego regresa a la habitación de invitados, donde él ya ronca.

—Marino, despierta, siéntate. —Le ayuda ahuecando los almohadones a su espalda—. Venga, tómate éstas y bébete el vaso de agua. Tienes que beber mucha agua. Vas a sentirte fatal por la mañana pero esto te ayudará.

Él bebe el agua y se toma los comprimidos, luego vuelve la cara hacia la pared cuando Scarpetta le trae otro vaso.

—Apaga la luz —le dice a la pared.

—Necesito que estés despierto.

Marino no responde.

—No hace falta que me mires, pero tienes que permanecer despierto.

No la mira. Apesta a whisky, tabaco y sudor, y el olor le recuerda a ella lo ocurrido y se nota dolorida, nota dónde la ha tocado y vuelve a sentir náuseas.

—No te preocupes —dice él con lengua espesa—. Te dejaré en paz y no tendrás que volver a verme. Me largaré de una vez por todas.

—Estás muy, pero que muy borracho y no sabes lo que haces —le dice—. Pero quiero que lo recuerdes. Tienes que permanecer despierto el tiempo suficiente para que lo recuerdes mañana, de manera que podamos superarlo.

—No sé qué me ocurre. He estado a punto de pegarle un tiro a ese tipo. Lo deseaba con todas mis fuerzas. No sé qué me ocurre.

—¿A quién has estado a punto de pegarle un tiro?

—En el bar —farfulla como un borracho—. No sé qué me pasa.

—Cuéntame lo ocurrido en el bar.

Se hace el silencio mientras él mira fijamente la pared, otra vez sin resuello.

—¿A quién has estado a punto de pegarle un tiro? —repite ella, en voz más alta.

—Me ha dicho que lo habían enviado.

—¿Enviado?

—Ha lanzado amenazas contra ti. Casi le pego un tiro. Luego vengo aquí y me comporto igual que él. Debería pegarme un tiro.

—No vas a pegarte un tiro.

—Debería.

—Eso sería peor que lo que acabas de hacer. ¿Me entiendes?

No responde. No la mira.

—Si te matas, no me compadeceré de ti ni te perdonaré-le asegura—. Matarse es un acto egoísta y ninguno te perdonaríamos.

—No soy lo bastante bueno para ti. Nunca lo seré. Venga, dilo y acaba con el asunto de una vez —dice con lengua de trapo.

Suena el teléfono en la mesilla de noche y Scarpetta contesta.

—Soy yo —saluda Benton—. ¿Has visto lo que te he enviado? ¿Qué tal estás?

—Sí, ¿y tú?

—¿Kay? ¿Estás bien?... Joder. ¿Estás con alguien? —dice, alarmado.

—Todo va bien.

—¿Estás con alguien?

—Ya hablaremos mañana. He decidido quedarme en casa, cuidar del jardín, pedirle a Bull que venga a echarme una mano.

—¿Estás segura? ¿Seguro que estarás bien con ése?

—Ahora sí —responde.

Las cuatro en punto de la mañana, Hilton Head. Las olas esparcen espuma blanca al romper contra la playa, como si el mar echara espumarajos por la boca.

Will Rambo recorre en silencio los peldaños de madera, sigue el paseo marítimo y trepa la verja cerrada. La villa de falso estilo renacentista italiano es de estuco con múltiples chimeneas y arcos, y tiene un tejado rojo de teja árabe en pendiente muy pronunciada. En la parte de atrás hay lámparas de cobre y una mesa de piedra cubierta de ceniceros sucios y vasos vacíos, y no hace mucho, las llaves de su coche. Desde entonces, ella ha usado las de reserva, aunque rara vez conduce. No suele ir a ninguna parte, y Will guarda silencio mientras deambula, rodeado de palmeras y pinos que se agitan al viento.

Los árboles se mecían cual varitas mágicas, lanzando su
h
echizo sobre Roma, y los pétalos de las flores revoloteaban cual copos de nieve por la via D'Monte Tarpeo. Las amapolas eran rojo sangre y la vistaria que trepaba por los antiguos muros de ladrillo tenía el mismo tono púrpura que las magulladuras. Las palomas correteaban de aquí para allá por las escaleras y las mujeres daban de comer a los gatos silvestres Whiskas y huevos en platos de plástico entre las ruinas.

Era un día estupendo para pasear, no había demasiados turistas y ella estaba un poco borracha pero a gusto con él, feliz con él, como bien sabía él que lo estaría.


Me gustaría presentarte a mi padre

le dijo él mientras se sentaba en un múrete y contemplaban los gatos silvestres.

Ella señaló una y otra vez que eran lastimosos gatos callejeros, engendrados por endogamia y deformes, y que alguien debería salvarlos.


No son callejeros sino silvestres, hay diferencia. Estos gatos silvestres quieren estar aquí y te harían pedazos si intentaras rescatarlos. No son animales abandonados o heridos sin otra esperanza que hurgar en la basura y esconderse hasta que alguien los atrape y sacrifique.


¿Por qué habrían de sacrificarlos?

preguntó ella.


Porque sí. Es lo que ocurre cuando los sacan de su habitat y acaban en algún lugar expuesto donde los atropellan los coches y los persiguen los perros, corren peligros constantes y sufren heridas irrecuperables. A diferencia de estos gatos. Fíjate en ellos, solos por completo, y nadie se atreve a acercárseles a menos que se lo permitan. Quieren estar exactamente donde están, ahí abajo entre las ruinas.


Qué raro eres —dijo ella, y le dio un codazo
—.
Ya me había parecido al conocernos, pero eres una monada.


Venga

repuso él, y la ayudó a levantarse.


Tengo calor

se quejó ella, porque él le había echado su largo abrigo negro sobre los hombros y le había hecho ponerse una gorra y sus gafas de sol, a pesar de que no hacía frío ni mucho sol.


Eres famosísima y la gente se va a quedar embobada
m
irándote

le recordó él
—.
Ya lo sabes, y no nos conviene que la gente nos moleste.


Tengo que encontrar a mis amigas antes de que piensen que me han raptado.


Venga. Tienes que ver el apartamento, es espectacular. Te llevo en coche, porque veo que estás cansada. Puedes llamar a tus amigas e invitarlas a que vengan, si te apetece. Tomaremos un vino riquísimo y quesos.

Luego la oscuridad, como si una luz se le hubiera fundido en la cabeza, y despertó para encontrarse con escenas en brillantes fragmentos quebrados, como los brillantes fragmentos quebrados de un vitral de colores que una vez relatara una historia o una verdad.

Las escaleras en la fachada norte de la casa están sin barrer, y la puerta que da al lavadero lleva sin abrirse desde la última vez que pasó por allí la asistenta, casi dos meses atrás. Al otro lado de las escaleras hay hibiscos, y detrás, del otro lado de una vidriera, alcanza a ver el cuadro de la alarma y su piloto rojo. Abre la caja de aparejos y saca el cortavidrios con estribo en el mango y punta de carburo. Corta un cristal y lo deja sobre la tierra arenosa detrás de los arbustos mientras el cachorro dentro de su jaula empieza a ladrar. Will vacila, sin perder la calma. Mete la mano y abre el cerrojo de seguridad. Entra y la alarma se dispara, pero al punto introduce el código para silenciarla.

Está en el interior de la casa que lleva meses vigilando. Lo ha imaginado y planeado con tal detalle que al fin el acto de llevarlo a cabo resulta sencillo y tal vez un tanto decepcionante. Se acuclilla y pasa los dedos arenosos por la jaula de alambre, mientras le susurra al basset:

—No pasa nada. Todo va a ir bien.

El basset ceja en sus aullidos y Will le permite que le lama el dorso de la mano, donde no hay pegamento ni arena especial.

—Buen chico —le susurra—. No te preocupes.

Los pies arenosos le llevan del lavadero hacia el sonido dela película que se proyecta de nuevo en la enorme sala. Siempre que ella sale a fumar, tiene la mala costumbre de dejar la puerta abierta de par en par mientras permanece sentada en las escaleras y contempla fijamente la piscina de fondo negro que parece una herida abierta, y parte del humo entra flotando mientras sigue ahí sentada y fuma y contempla la piscina. El humo ha impregnado todo aquello que toca y Will huele el hedor rancio que da un sesgo silíceo al aire, un acabado duro y gris mate, como el aura de la mujer. Resulta empalagoso: un aura casi de muerte.

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