El libro de Los muertos (26 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El libro de Los muertos
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—Si como cualquier cosa, voy a vomitar.

—¿Recuerdas anoche?

Él asegura que no recuerda nada después de haber llegado en moto a su casa, pero su actitud da a entender que lo recuerda todo. Sigue quejándose de que se encuentra fatal.

—Ojalá no llevaras comida ahí atrás —dice ahora—. No es buen momento para que huela comida.

—Es una pena. Rose tiene gripe.

Se detiene en el aparcamiento junto al edificio de Rose.

—Pues yo no quiero pillar la gripe, joder —dice él.

—Entonces quédate en el coche.

—Quiero saber qué hiciste con mi pistola. —También lo ha preguntado en varias ocasiones.

—Como te he dicho, está en lugar seguro.

Aparca. En el asiento de atrás hay una caja llena de platos tapados. Ha estado despierta toda la noche cocinando. Ha preparado suficientes
tagliolini
con salsa
fortuna
, lasaña boloñesa y sopa de verduras para alimentar a veinte personas.

—Anoche no estabas en condiciones de llevar una pistola cargada —añade.

—Quiero saber dónde está. ¿Qué has hecho con ella?

Camina un poco por delante de ella, sin ofrecerse a llevar la caja.

—Voy a decírtelo de nuevo. Te la cogí anoche. Te cogí la llave de la moto. ¿Recuerdas que te quité la llave porque insistías en irte en moto cuando apenas eras capaz de tenerte en pie?

—Ese bourbon que tienes —dice mientras caminan hacia el edificio encalado bajo la lluvia—. Booker's. —Como si la culpa la tuviera ella—. No puedo permitirme un bourbon así. Entra tan suave que se me olvida la graduación que tiene.

—Así que la culpa la tengo yo.

—No sé por qué tienes algo tan fuerte en casa.

—Porque lo trajiste tú en Nochevieja.

—Es como si alguien me hubiera pegado en la cabeza con una palanqueta —dice mientras suben la escalera y el portero les franquea la entrada.

—Buenos días, Ed —dice Scarpetta, que alcanza a oír una tele en su habitáculo junto al vestíbulo. Le llega el sonido de las noticias, más cobertura del asesinato de Drew Martin.

Ed mira hacia su oficina, niega con la cabeza y dice:

—Es terrible. Era una chica estupenda, una chica estupenda de veras. La vi aquí mismo antes de ser asesinada, me daba veinte dólares de propina cada vez que cruzaba la puerta. Es terrible. Una chica tan simpática. Se comportaba como una persona de lo más normal, ¿sabe?

—¿Se alojaba aquí? —indaga Scarpetta—. Creía que siempre se quedaba en el hotel Charleston Place. Al menos eso han dicho en las noticias sobre sus estancias aquí.

—Su entrenador tiene un apartamento aquí, apenas si llega a pisarlo, pero lo tiene —informa Ed.

Scarpetta se pregunta cómo no se había enterado. Ahora no es momento de interpelar. Le preocupa Rose. Ed llama el ascensor y luego aprieta el botón del piso de Rose.

Se cierra la puerta. Las gafas de sol de Marino miran fijas al frente.

—Creo que tengo migraña —dice—. ¿Tienes algo para la migraña?

—Ya has tomado ochocientos miligramos de ibuprofeno. No vas a tomar nada al menos durante cinco horas.

—Eso no surte efecto contra la migraña. Ojalá no hubieras tenido ese bourbon en casa. Es como si alguien me hubiera metido algo en el vaso, como si me hubieran drogado.

—La única persona que te metió algo fuiste tú mismo.

—No puedo creer que llamaras a Bull. ¿Y si es peligroso?

A Scarpetta le resulta increíble que haga semejante comentario después de lo de anoche.

—Desde luego, espero que no le pidas que te ayude en la consulta, joder —dice—. ¿Qué coño sabe hacer? No hará más que causar molestias.

—Ahora mismo no puedo pensar en eso. Estoy pensando en Rose. Y quizá sería un buen momento para que te preocuparas por alguien aparte de ti mismo. —Scarpetta empieza a notarse furiosa y camina aprisa por el pasillo de viejo enlucido blanco y moqueta azul desgastada.

Llama al timbre de Rose, pero no hay respuesta, no se oye otro sonido en el interior que la televisión. Deja la caja en el suelo y llama otra vez, y luego otra. La llama al móvil y al teléfono fijo. Los oye sonar dentro de la casa, y luego el buzón de voz.

—¡Rose! —Scarpetta golpea la puerta con el puño—. ¡Rose!

—A la mierda. —Marino propina un patadón a la puerta.

La madera se hace astillas y salta la cadena de seguridad, cuyos eslabones tintinean al caer al suelo mientras la puerta se abre de súbito y golpea la pared.

En el interior, Rose está en el sofá, inmóvil, con los ojos cerrados, la cara pálida, mechones de largo cabello canoso desprendidos del peinado.

—¡Llama a urgencias! —Scarpetta le pone unos cojines detrás de la espalda para recostarla mientras Marino pide una ambulancia.

Le toma el pulso: 61.

—Vienen de camino —anuncia Marino.

—Ve al coche. Tengo el maletín en el maletero.

Sale a la carrera del apartamento y entonces ella ve la copa de vino y el frasco de pastillas en el suelo, casi oculto bajo el faldón del sofá. Le asombra ver que Rose ha estado tomando Roxicodona, marca comercial del hidrocloruro de oxicodona, un analgésico opioide famoso por crear adicción. La receta de cien comprimidos tiene fecha de hace diez días. Quita el tapón al frasco y cuenta las pastillas verdes de quince miligramos: quedan diecisiete.

—¡Rose! —La sacude. Está caliente y sudorosa—. ¡Rose, despierta! ¿Me oyes? ¡Rose!

Corre al cuarto de baño y regresa con un paño húmedo, se lo pone en la frente y le coge la mano, hablándole para despertarla. Entonces regresa Marino, que parece frenético y asustado al entregarle el maletín.

—Ha cambiado de sitio el sofá. Tenía que haberlo hecho yo —dice mientras mira fijamente el mueble con las gafas de sol.

Rose se mueve justo cuando a lo lejos suena una sirena. Scarpetta saca el tensiómetro y el estetoscopio del maletín.

—Le prometí que vendría a ayudarla —insiste Marino—. Lo ha cambiado de sitio ella sola. Estaba ahí. —Sus gafas de sol miran un espacio vacío cerca de la ventana.

Scarpetta le levanta la manga a Rose, le pone el estetoscopio en el brazo, le envuelve el manguito por encima del codo, lo bastante ajustado para detener la presión sanguínea.

La sirena es estruendosa.

Aprieta el dispositivo, infla el manguito y luego abre la válvula para dejar escapar el aire lentamente mientras escucha el latido de la sangre en su discurrir por la arteria. El aire lanza un quedo siseo conforme el manguito se va desinflando.

La sirena calla: la ambulancia ha llegado.

Presión sistólica: 86; diastólica: 58. Desplaza el diafragma al pecho y luego a la espalda. Tiene la respiración deprimida y está hipotensa.

Rose se mueve y vuelve la cabeza.

—¿Rose? —dice Scarpetta, bien alto—. ¿Me oyes?

La otra pestañea y abre los ojos.

—Voy a tomarte la temperatura. —Le pone debajo de la lengua el termómetro digital, que lanza un pitido en cuestión de segundos. Treinta y siete y medio. Le enseña el frasco de pastillas—. ¿Cuántas has tomado? ¿Cuánto vino has bebido?

—No es más que la gripe.

—¿Has movido el sofá tú sola? —le pregunta Marino, como si tuviera importancia.

Ella asiente.

—Me he pasado. Eso es todo.

Pasos rápidos, el jaleo de los paramédicos y una camilla de ruedas en el pasillo.

—No —protesta—. Diles que se vayan.

Entran dos hombretoñes de mono azul y empujan hasta el interior una camilla con desfibrilador y demás.

Rose dice «No» y menea la cabeza.

—No; estoy bien. No pienso ir al hospital.

En el vano de la puerta aparece Ed con cara de preocupación y echa un vistazo al interior.

—¿Qué ocurre, señora? —Uno de los sanitarios, rubio y de ojos azul claro, se acerca al sofá y observa a Rose con atención. Luego mira a Scarpetta.

—No. —Rose se muestra inflexible y con un gesto de la mano les indica que se retiren—. ¡Lo digo en serio! Hagan el favor de irse. Me he desmayado. Eso es todo.

—No, eso no es todo —replica Marino, pero sus gafas de sol miran al técnico rubio—. He tenido que abrir la maldita puerta de una patada.

—Y más vale que la arregles antes de irte —masculla Rose.

Scarpetta se presenta y explica que, por lo visto, Rose ha mezclado alcohol con oxicodona, y estaba inconsciente cuando han llegado.

—¿Señora? —El sanitario rubio se acerca un poco más a Rose—. ¿Cuánto alcohol y oxicodona ha tomado, y cuándo?

—Una más de lo habitual. Tres pastillas. Y un poquito de vino, nada más. Media copa.

—Señora, es muy importante que sea sincera conmigo.

Scarpetta le entrega el frasco de pastillas y le dice a Rose:

—Un comprimido cada cuatro o seis horas. Has tomado más. Y ya te han prescrito una dosis elevada. Quiero que vayas al hospital para asegurarnos de que todo va bien.

—Ni hablar.

—¿Las has desmenuzado, las has masticado o te las has tomado enteras? —pregunta Scarpetta, porque cuando las pastillas están desmenuzadas, se disuelven más aprisa y la oxicodona se absorbe con mayor rapidez.

—Las he tragado enteras, como siempre. Me dolían muchísimo las rodillas. —Mira a Marino—. No debería haber cambiado de sitio el sofá.

—Si no te vas con estos sanitarios tan simpáticos, pienso llevarte yo misma —le dice Scarpetta, consciente de que el rubio la está mirando.

—Olvídalo. —Rose niega tozuda con la cabeza.

Marino ve que el sanitario rubio no quita ojo a Scarpetta, pero no se acerca a ella con ademán protector como hubiera hecho antes. Ella no plantea la pregunta más inquietante: por qué Rose toma Roxicodona.

—No pienso ir al hospital —dice Rose—. No pienso ir. Lo digo en serio.

—Me da la impresión de que no van a hacernos falta —dice Scarpetta a los sanitarios—. Gracias de todos modos.

—Asistí a su conferencia hace unos meses —le dice el rubio—. La sesión sobre muertes infantiles en la Academia Forense Nacional. La conferencia que usted dio.

En su placa de identificación pone «T. Turkington». Scarpetta no lo recuerda en absoluto.

—¿Qué demonios hacía allí? —le pregunta Marino—. La AFN es para polis.

—Soy investigador del departamento del sheriff del condado de Beaufort. Me enviaron a la AFN. Me he licenciado.

—Vaya, qué curioso —comenta Marino—. Entonces ¿qué coño hace aquí en Charleston, paseándose en ambulancia?

—En los días libres trabajo como técnico de emergencias.

—Esto no es el condado de Beaufort.

—No me viene mal el dinero extra. La asistencia médica de emergencia constituye una buena preparación suplementaria para mi trabajo de verdad. Tengo novia aquí, o la tenía. —Se muestra relajado al respecto, y le dice a Scarpetta—: Si está segura de que todo anda bien por aquí, vamos a marcharnos.

—Gracias. La tendré vigilada —responde ella.

—Me alegra verla de nuevo, por cierto. —La mira fijamente con sus ojos azules, y luego su compañero y él se marchan.

Scarpetta le dice a Rose:

—Voy a llevarte al hospital para asegurarme de que no ocurre nada más.

—No me vas a llevar a ninguna parte —replica ella—. ¿Quieres hacer el favor de hacer que me pongan una puerta nueva? —le suelta a Marino—. O una cerradura nueva, o lo que haga falta para arreglar el estropicio que has montado.

—Puedes usar mi coche —le dice Scarpetta, y le lanza las llaves—. Yo volveré a casa andando.

—Tengo que pasar un momento por tu casa.

—Eso tendrá que esperar hasta más tarde —responde ella.

El sol aparece y desaparece tras nubes brumosas, y el mar arremete contra la orilla.

Ashley Dooley, un tipo de Carolina de Sur de pura cepa, se ha quitado la cazadora y se la ha atado por las mangas debajo de su abultado vientre. Dirige la videocámara recién comprada hacia su mujer Madelisa, y luego deja de filmar cuando aparece un basset blanco y negro entre las matas de avena de mar. El perro se llega al trote hasta Madelisa arrastrando las orejas mustias por la arena y se apoya en sus piernas, jadeante.

—¡Ay, mira, Ashley! —Se acuclilla y lo acaricia—. Pobrecillo, está temblando. ¿Qué ocurre, bonito? No tengas miedo. No es más que un cachorrillo.

Los perros la adoran y la buscan. Nunca se ha encontrado con un perro que le ladre o tenga otro comportamiento con ella que quererla. El año pasado tuvieron que sacrificar a
Frisbee
cuando se le detectó un tumor. Madelisa no lo ha superado; no perdona a Ashley que rechazara el tratamiento por lo caro que salía.

—Vete hacia ahí —le indica Ashley—. El perro puede salir en la película si quieres. También voy a filmar todas esas casas tan elegantes al fondo. Joder, fíjate en ésa: parece traída de Europa. ¿A quién cono le hace falta algo tan grande?

—Ojalá pudiéramos ir a Europa.

—Esta cámara es lo más, te lo aseguro.

Madelisa no soporta oírle hablar de ello. Por alguna razón, ha podido permitirse gastar mil trescientos dólares en una cámara cuando no pudo gastar ni un céntimo en
Frisbee.

—Fíjate, todos esos balcones y el tejado rojo —dice—. Imagina vivir en un sitio así.

«Si viviéramos en un sitio así —piensa ella—, no me importaría que compraras videocámaras caras y una tele con pantalla de plasma, y podríamos habernos permitido pagar el veterinario de
Frisbee.»

—No puedo ni imaginármelo —dice mientras posa delante de la duna. El basset se ha sentado a sus pies, resollando.

—Tengo entendido que hay una de treinta millones de dólares por ahí. —Señala—. Sonríe. Eso no es una sonrisa. Una sonrisa bien grande. Me parece que es propiedad de algún famoso, igual del tipo que puso en marcha Wal-Mart. ¿Por qué jadea tanto ese perro? No hace tanto calor. Y también está temblando. Igual está enfermo, podría tener la rabia.

—No, cariño mío, tiembla porque está asustado. Quizá tiene sed. Ya te he dicho que trajeras una botella de agua. Y el tipo que puso en marcha Wal-Mart ya murió —añade, mientras acaricia al chucho y escudriña la playa. No ve a nadie cerca, sólo alguna que otra persona en la lejanía, pescando—. Me parece que se ha perdido —dice—. No veo a nadie por aquí que pueda ser su dueño.

—Lo buscaremos, filmaremos un poco.

—¿Buscar, qué? —pregunta ella, con el perro pegado a las piernas, venga jadear y temblar. Le echa un buen vistazo y repara en que le hace falta un baño y también que le recorten las garras. Luego se fija en algo más—: Ay, Dios mío, me parece que está herido. —Le toca la cerviz, se mira los dedos ensangrentados y empieza a removerle el pelaje en busca de una herida, pero no la encuentra—. Vaya, qué raro. ¿Cómo se habrá manchado de sangre? Tiene más por aquí, pero no parece estar herido. Qué asco.

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