Las respuestas estaban en el libro, los motivos estaban en el libro, los orígenes de la idea que conducía a aquel momento estaban en el libro. Me senté frente al escritorio de Alma. El manuscrito estaba a la izquierda del ordenador:
una enorme pila de hojas con una piedra encima para impedir que se volaran. Quité la piedra y, debajo, leí lo siguiente: Alma Grund, La otra vida de Hector Mann. Pasé la hoja y lo primero que me encontré, el epígrafe, fue una cita de Luis Buñuel. Era un pasaje de Mi último suspiro, el mismo libro que había visto por la mañana en el estudio de Hector.
Poco después, empezaba la cita, sugerí que quemáramos el negativo en la Place du Tertre, en Montmartre, cosa que habría hecho sin vacilar si el grupo hubiera estado de acuerdo. En realidad, hoy también lo haría; me imagino una enorme pira en mi jardincito, en cuyas llamas se consumirían todos los negativos y las copias de todas mis películas. Me daría exactamente igual. (Por curioso que parezca, los surrealistas vetaron mi propuesta. )
En cierto modo, eso rompió el encanto. Había visto algunas películas de Buñuel en los años sesenta y setenta, pero no conocía su autobiografía, y tardé unos momentos en asimilar lo que acababa de leer. Alcé la vista, y al desviar la atención del manuscrito de Alma —por brevemente que fuese— me dio tiempo a pensarlo mejor, a detenerme antes de seguir adelante. Volví a poner la primera página en su sitio, y luego tapé el título con la piedra. AI hacerlo, me incliné hacia delante en la silla, cambiando de postura lo suficiente para ver algo en lo que no me había fijado antes: un pequeño cuaderno verde que había sobre el escritorio, a medio camino entre el manuscrito y la pared.
Era del tamaño de los que utilizan en los colegios, y por el estropeado aspecto de la cubierta y las muescas y desgarrones del lomo de tela, supuse que era muy viejo. Lo suficiente para ser uno de los diarios de Hector, dije para mis adentros; y precisamente eso resultó ser.
Pasé las cuatro horas siguientes en el cuarto de estar, sentado en un antiguo butacón con el cuaderno sobre las piernas, leyéndolo dos veces de principio a fin. Constaba de noventa y seis páginas en total, abarcaba más o menos año y medio —desde el otoño de 1930 a la primavera de 1932—, empezaba con una entrada que describía una de las clases de inglés de Hector con Nora y terminaba con un pasaje sobre un paseo nocturno en Sandusky unos días después de confesar su culpa a Frieda. Si hubiese albergado la menor duda sobre la historia que Alma me había contado, se habría disipado con la lectura de aquel diario.
En sus propias palabras, Hector era el mismo hombre del que Alma había hablado en el avión, el mismo personaje torturado que había huido del noroeste, había estado a punto de suicidarse en Montana, Chicago y Cleveland, había sucumbido al envilecimiento de una asociación de seis meses con Sylvia Meers, había recibido un balazo en un banco de Sandusky y había sobrevivido. Escribía con letra menuda y apretada, a veces tachando frases y escribiendo a lápiz encima, con faltas de ortografía, borrones de tinta, y como utilizaba ambas caras de la hoja, no siempre resultaba fácil de leer. Pero me las arreglé. Poco a poco, fui entendiéndolo todo, y cada vez que descifraba otro párrafo, los hechos cuadraban con los del relato de Alma, los detalles coincidían. Cogí el cuaderno que Alma me había dado y copié algunas entradas importantes, transcribiéndolas al pie de la letra para tener un registro de las palabras exactas de Hector. Entre ellas estaba su última conversación con O'Fallon el Pelirrojo en el Bluebell Inn, el funesto enfrentamiento con Meers en el asiento trasero de la limusina, y ésta, de la temporada que pasó en Sandusky (viviendo en casa de los Spelling después de que le dieran de alta en el hospital), con la que se cerraba el cuaderno:
31/3/32. Esta noche, paseo con el perro de F. Un inquieto bicho negro llamado Arp, en honor del artista. Un dada .
La calle estaba desierta. Niebla por todas partes, casi imposible ver dónde estaba. También llovía, aunque las gotas eran tan finas que parecían vapor. Sensación de no pisar el suelo, de caminar entre nubes. Nos acercamos a una farola y de pronto todo empieza a temblar, a espejear en la oscuridad. Un mundo de puntos, cien millones de puntos de luz refractada. Muy extraño, muy bonito: estatuas de niebla iluminada. Arp tiraba de la correa, olfateando. Seguimos andando, llegamos al final de la manzana, dimos la vuelta a la esquina. Otra farola, y entonces, tras pararme un momento mientras Arp alzaba la pata, algo me llamó la atención. Un destello en la acera, un estallido de luz parpadeando en la oscuridad. Tenía un tono azulado, un azul intenso, el azul de los ojos de F. Me agaché para verlo mejor y vi que era una piedra, quizá una joya de alguna especie. Un ópalo, pensé, o zafiro, o a lo mejor sólo una esquirla de cristal de roca.
Bastante pequeño para un anillo o, si no, un colgante que se hubiera caído de un collar o un brazalete, o un pendiente perdido. Lo primero que pensé fue dárselo a la sobrina de F., Dorothea, la hija de Fred. La pequeña Dotty, de cuatro años.
Viene con frecuencia de visita. Adora a su abuela, le encanta jugar con Arp, quiere mucho a F. Un diablillo encantador, loca por las chucherías y los adornos, siempre disfrazándose con los atuendos más extravagantes. De modo que me dispuse a coger la piedra, pero en el momento en que mis dedos iban a entrar en contacto con ella, descubrí que no era lo que yo pensaba. Era blanda, y se rompió al tocarla, desintegrándose, en un húmedo y pegajoso fluido. Lo que yo había tomado por una piedra preciosa era un escupitajo humano. Alguien que pasaba por allí había escupido en la acera, y la saliva había terminado concentrándose en una bola llena de burbujas, en una esfera lisa de múltiples facetas. Con la luz brillando a su través, y con los reflejos luminosos dándole aquel lustroso matiz azulado, había tenido el aspecto de un objeto duro y sólido. En cuanto me di cuenta del error, retiré bruscamente la mano, como si me hubiera quemado. Me dio asco, sentí una repugnancia incontenible. Tenía los dedos cubiertos de saliva.
Quizá no sea tan horrible si se trata de la propia, pero es nauseabundo cuando viene de la garganta de un extraño.
Saqué el pañuelo y me limpié los dedos lo mejor que pude.
Cuando terminé, no me atreví a volver a guardarme el pañuelo en el bolsillo. Llevándolo con el brazo extendido, fui hasta el final de la calle y lo solté en el primer cubo de basura que vi.
Tres meses después de escritas esas palabras, Hector y Frieda se casaban en el salón de la casa de la señora Spelling. Se fueron de luna de miel a Nuevo México, compraron unas tierras y decidieron instalarse allí. Ahora comprendí por qué habían dado al rancho el nombre de Piedra Azul. Hector ya había visto esa piedra, y sabía que no existía, que la vida que iban a crear para ellos se basaba en una ilusión.
La quema terminó sobre las seis de la tarde, pero Alma no volvió a casa hasta casi las siete. Aún era de día, pero el sol empezaba a declinar, y recuerdo que la casa se llenó de luz un poco antes de que ella llegara: inmensos haces luminosos entraban a raudales por las ventanas, una inundación de brillantes dorados y púrpuras que se extendían por todos los rincones de la estancia. Sólo era el segundo atardecer que pasaba en el desierto, y no estaba preparado para tan refulgente invasión. Me trasladé al sofá, volviéndome en la otra dirección para no deslumbrarme, pero unos minutos después oí que el pestillo de la puerta se abría detrás de mí. Más luz irrumpió en el cuarto: torrentes de sol rojo, licuado, una marea de luminosidad. Di la vuelta en redondo, protegiéndome los ojos con la mano, y allí estaba Alma, casi invisible en la puerta abierta, una silueta espectral con la luz atravesándole la punta de los cabellos, un ser en llamas.
Luego cerró la puerta y pude verle la cara, mirarla a los ojos mientras avanzaba por el cuarto de estar y venía hacia el sofá. No sé lo que esperaba de ella en aquel momento. Lágrimas, quizá, o rabia, o alguna muestra excesiva de emoción, pero Alma parecía sorprendentemente tranquila, no ya desconcertada sino exhausta, sin energías. Se acercó al sofá por la derecha, indiferente al hecho de que me mostraba la mejilla izquierda, el lado del antojo, y me di cuenta de que era la primera vez que hacía eso. No estaba seguro, sin embargo, de si considerarlo como un progreso o más bien como una falta de atención, un síntoma de fatiga. Se sentó a mi lado sin decir palabra, apoyando luego la cabeza en mi hombro. Tenía las manos sucias; la camiseta, manchada de hollín. La rodeé con los brazos, apretándola durante un tiempo contra mí, no queriendo abrumarla con preguntas, obligarla a hablar cuando no quería. Finalmente, le pregunté si se encontraba bien, y cuando me contestó: Sí, estoy bien, vi que no tenía deseo alguno de hablar de ello. Lamentaba haber tardado tanto, afirmó, pero aparte de dar algunas explicaciones por el retraso (que fue como me enteré de los bidones de petróleo, las carretillas y demás), apenas tocamos el tema durante el resto de la noche. Cuando todo terminó, siguió diciendo, acompañó a Frieda a la casa grande. Hablaron de los planes para el día siguiente, y luego metió a Frieda en la cama después de haberle dado una pastilla para dormir. Debería haber vuelto en aquel momento, pero el teléfono de su casa no funcionaba bien (unas veces funcionaba, y otras no), y en lugar de correr el riesgo había llamado desde la casa grande para reservarme un billete en el vuelo de la mañana con destino a Boston. El avión salía de Albuquerque a las ocho cuarenta y siete. Se tardaban dos horas y media en llegar al aeropuerto, y como a Frieda le sería imposible madrugar lo suficiente para llevarnos allí a tiempo, la única solución había sido pedir que viniera una furgoneta a recogerme. Ella habría querido llevarme, ir a despedirme, pero Frieda y ella tenían que estar en la funeraria a las once, y ¿cómo podría hacer dos viajes a Albuquerque antes de las once? Aritméticamente era imposible. Aunque saliera conmigo a las cinco de la mañana, no podría volver y salir otra vez en menos de siete horas y media.
¿Cómo hacer lo que no se puede hacer?, se preguntó. No se trataba de una pregunta retórica. Era una observación sobre sí misma, la proclamación de su desdicha.
¿Cómo coño puedo hacer lo que no puedo hacer? Y entonces, hundiendo el rostro en mi pecho, rompió de pronto a llorar.
La metí en la bañera, y estuve media hora sentado en el suelo a su lado, lavándole la espalda, los brazos y las piernas, los pechos y la cara, las manos, el pelo. Tardó un tiempo en dejar de llorar, pero poco a poco pareció que el tratamiento iba surtiendo efecto. Cierra los ojos, le decía, no te muevas, no digas nada, sólo húndete en el agua y déjate llevar. Me impresionó la buena voluntad con que se plegaba a mis órdenes, lo poco incómoda que se sentía por su propia desnudez. Era la primera vez que veía su cuerpo a plena luz, pero Alma se comportaba como si ya me perteneciera, como si hubiéramos superado la etapa en que hay que pensar en esas cosas. Se abandonó en mis brazos, cediendo al calor del agua, rindiéndose incondicionalmente a la idea de que era yo quien me ocupaba de ella. No había nadie más. Había vivido sola en aquella pequeña casa durante los últimos siete años, y ambos sabíamos que ya era hora de que se marchara. Vas a venir a Vermont, le dije. Vivirás allí conmigo hasta que acabes el libro, y te bañaré todos los días. Yo trabajaré en mi Chateaubriand y tú en tu biografía, y cuando no estemos trabajando, nos pondremos a follar. Joderemos en todos los rincones de la casa. Celebraremos maratones de folleteo en el jardín y en el bosque. Follaremos hasta que no podamos más. Y luego volveremos a la tarea, y cuando terminemos el trabajo, nos marcharemos de Vermont a vivir a otra parte. Adonde tú digas, Alma. Estoy dispuesto a considerar todas las posibilidades. No descarto nada.
Era precipitado decir una cosa así dadas las circunstancias, una proposición sumamente vulgar e indignante, pero el tiempo apremiaba, y no quería marcharme de Nuevo México sin saber el terreno que pisaba. De modo que corrí el riesgo y decidí forzar las cosas, presentando mi argumentación en los términos más crudos y gráficos que se me ocurrieron. Pero Alma ni se estremeció, hay que decirlo en su favor. Tenía los ojos cerrados cuando empecé, y así los mantuvo hasta el final de mi discurso, pero en cierto momento observé que una sonrisa le tiraba de la comisura de los labios (creo que fue cuando empleé la palabra follar por primera vez), y a medida que seguía hablando, más amplia se iba haciendo. Cuando terminé, sin embargo, no dijo nada y siguió con los ojos cerrados.
Bueno, dije yo. ¿Qué te parece? Lo que me parece, respondió lentamente, es que si abro los ojos ahora, a lo mejor no estás ahí.
Sí, repuse, entiendo lo que quieres decir. Por otro lado, si no los abres, nunca sabrás si estoy aquí o no, ¿verdad?
Me parece que no tengo valor suficiente.
Pues claro que lo tienes. Y además, te olvidas de que tengo las manos metidas en la bañera. Te estoy tocando la espina dorsal y la rabadilla. Si no estuviera aquí, no podría hacer eso, ¿o sí?
Todo es posible. Podrías ser otra persona, alguien que pretende ser David. Un impostor.
¿Y qué estaría haciendo un impostor contigo en este cuarto de baño?
Llenarme la cabeza de fantasías perversas, hacerme creer que puedo tener lo que deseo. No es frecuente que alguien diga exactamente lo que quieres oír. A lo mejor he sido yo quien ha dicho esas palabras.
Puede. O quizá es que alguien las ha dicho porque lo que quiere es lo mismo que tú quieres.
Pero no exactamente. Nunca es exactamente, ¿verdad?
¿Cómo puede ese alguien decir exactamente las mismas palabras que yo había pensado?
Con su boca. De ahí es de donde salen las palabras.
De la boca de alguien.
¿Dónde está esa boca, entonces? Déjame sentirla.
Apriete esa boca contra la mía, señor. Si la siento como debo sentirla, sabré que es tu boca y no mi boca. Entonces quizá empiece a creerte.
Con los ojos aún cerrados, Alma alzó los brazos en el aire, tendiéndolos hacia mí, como hacen los niños pequeños —pidiendo que los abracen, que los cojan— y yo me incliné hacia ella y la bese, apretando mi boca contra la suya y abriéndole los labios con la lengua. Yo estaba de rodillas —los brazos en el agua, las manos en su espalda, los codos inmovilizados contra la pared de la bañera— y mientras Alma me ponía la mano en la nuca atrayéndome hacia sí, perdí el equilibrio y caí sobre ella. Nuestras cabezas se sumergieron un momento, y cuando volvimos a la superficie Alma había abierto los ojos. El agua rebosaba por el borde de la bañera, ambos estábamos sin aliento, pero sin detenernos a aspirar más de una bocanada de aire, volvimos a tomar posiciones y nos dimos un beso en serio. Fue el primero de varios besos, el primero de innumerables besos. No puedo dar cuenta de las manipulaciones que siguieron, las complejas maniobras que me permitieron sacar a Alma de la bañera sin despegar mis labios de los suyos y arreglándomelas para no perder el contacto con su lengua, pero llegó un momento en que estaba fuera del agua y yo la secaba con una toalla. Eso lo recuerdo.