El lenguaje de los muertos (46 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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—Entonces, ya es mío —dijo Manolis mostrándole la pistola a Darcy—. Porque ésta es también letal. —Extendió la mano y empujó apenas la puerta, que se abrió silenciosamente—. Sígame —le dijo a Darcy, y entró de costado, en posición de combate.

Todos los instintos de Darcy —cada fibra de su ser— le gritaban «¡Huye!»…, pero siguió a Manolis al interior de la casa. Esta vez no dejaría que le convirtieran en un cobarde. Tenía dos muertos en la conciencia, y eran demasiados. ¡Ya era hora de que le mostrara a esa maldita cosa quién mandaba!

Manolis encendió la luz.

El salón principal estaba vacío, e igual a como lo había dejado Darcy. Manolis miró a su compañero, hizo un gesto de interrogación, y formó con los labios la palabra «¿dónde?».

Darcy examinó el salón, las camas agrupadas en el centro, el tapiz en la pared, un par de decorativas lámparas de aceite sobre un anaquel; una maleta de Harry bajo la cama que no había utilizado. Y las puertas, cerradas, que daban a los dormitorios, que tampoco habían sido utilizados. Hasta ahora…

Darcy volvió a mirar luego la maleta de Harry, entrecerrando los ojos.

—¿Y bien? —volvió a formar con los labios Manolis.

Darcy le indicó con un gesto que callara, fue hacia las camas y movió la maleta de Harry hasta dejarla completamente a la vista. La abrió, cogió la ballesta, la cargó, y se puso de pie. Manolis hizo un gesto de aprobación.

Darcy se dirigió hacia las puertas del dormitorio y alargó la mano hasta tocar la primera. Lo único que le dijeron las yemas de sus temblorosos dedos fue que estaba mortalmente asustado. Ordenó a sus pies que le llevaran hasta la segunda puerta, e intentó alargar la mano. Pero no, su talento ya no le permitía hacer un solo movimiento más hacia adelante. Algo le gritó ¡NO! ¡POR EL AMOR DE DIOS, NO!

Se le puso la piel de gallina cuando se dio la vuelta para decirle a Manolis «¡aquí!», pero no llegó a pronunciar la palabra.

La puerta se abrió de un golpe, tirando a Darcy al suelo, y apareció Seth Armstrong. Su extraña naturaleza era evidente sólo con mirar su cuerpo simiesco, amenazador, estaba claro que era menos, o quizá más, que humano. En la débil luz de la habitación, su ojo izquierdo era amarillo, enorme, dilatado en la órbita, y un parche negro le tapaba el ojo derecho.

—¡Quédese donde está! ¡No se mueva! —gritó Manolis, pero Armstrong sonrió torvamente y se acercó con largos pasos.

—¡Dispare! —gritó Darcy—. ¡Por Dios, dispare!

Manolis no podía hacer otra cosa porque Armstrong estaba prácticamente encima de él, y había abierto la boca, exhibiendo unos colmillos y unas mandíbulas que el griego jamás hubiera podido imaginar. Manolis disparó dos veces, casi a quemarropa; el primer tiro dio en el hombro de Armstrong, e hizo que el americano se irguiera en toda su estatura; el segundo le dio en el vientre, e hizo que se encorvara, y retrocediera un paso. Pero eso fue todo. Después continuó su avance, cogió a Manolis del hombro y lo arrojó contra la pared. Y Manolis recordó dónde había experimentado una fuerza tan descomunal, pero este conocimiento ahora no le servía de nada. Su arma había volado por el aire, y Armstrong —con sus aterradores colmillos— se lanzaba de nuevo a por él.

—¡Eh, tú! —gritó Darcy—. ¡Jodido vampiro!

Armstrong, que tenía sujeto a Manolis, e iba acercando su horrible rostro al del griego, se volvió para mirar a Darcy. Y el inglés apuntó con la ballesta al corazón del vampiro y disparó.

Y consiguió su objetivo. Cuando el dardo penetró en el pecho del americano, la fuerza del proyectil le aplastó contra la pared y soltó a Manolis. Tosiendo y ahogándose, Armstrong intentó arrancarse el cuadrillo, pero no pudo. Estaba demasiado cerca de su corazón, el más vital de sus órganos. El corazón bombeaba su sangre de vampiro, que a su vez le proporcionaba su horrible fuerza. El vampiro se tambaleó hacia adelante y hacia atrás y escupió sangre. ¡Y su ojo izquierdo brillaba como una burbuja de sulfuro que hubieran arrojado sobre su cara!

Manolis estaba de nuevo en pie. Mientras Darcy intentaba desesperadamente volver a cargar la ballesta, el griego probó por segunda vez su suerte y tras apuntar cuidadosamente disparó cuatro tiros sobre el vampiro. Las balas tuvieron ahora más efecto que la vez anterior. Armstrong se estremeció espasmódicamente con cada una, y la última le lanzó contra la ventana, que se rompió bajo su peso. Armstrong cayó al jardín.

Darcy ya había cargado la ballesta y salió al jardín. Manolis le siguió. Armstrong yacía de espaldas entre los restos de la ventana, y agitaba los brazos e intentaba arrancarse el cuadrillo de dura madera que le atravesaba el pecho. ¡Pero vio a Darcy que se aproximaba y consiguió sentarse!

Darcy no quiso correr ningún riesgo; desde una distancia de poco más de un metro disparó un segundo dardo derecho al corazón del vampiro, y esta vez no sólo lo tendió plano contra el suelo sino que lo sujetó como un alfiler a una mariposa.

Manolis, boquiabierto, se acercó.

—¿Está…, está muerto? —preguntó.

—Mírelo —respondió Darcy, que aún respiraba agitadamente—, ¿le parece que hemos acabado con él? Puede que usted crea en los vampiros, Manolis, pero no les conoce tan bien como yo. ¡Todavía no está muerto!

Armstrong estaba quieto, pero sus dedos se estremecían, sus mandíbulas mordían el vacío y su ojo amarillo seguía todos los movimientos de los dos hombres. El parche que le cubría el otro ojo se había movido, mostrando una cuenca vacía, que parecía un negro agujero.

—¡Vigílelo! —dijo Darcy, y entró a la casa.

Un momento más tarde volvió con una enorme y afilada cuchilla de carnicero, que había sacado de la maleta de Harry.

Manolis vio el resplandor plateado de la hoja y preguntó, nervioso:

—¿Qué va a hacer?

—La estaca, la espada y el fuego —respondió Darcy.

—¿Decapitación?

—Y sin perder un instante. Su vampiro ya está cicatrizando sus heridas. Mire, ya no pierde sangre. En un hombre común, sus balas hubieran causado una hemorragia que le hubiera matado, y eso sin contar las heridas. Pero él ha recibido seis, y ni siquiera sangra. Tiene dos dardos en el cuerpo, uno que le atraviesa el corazón, y sus manos todavía funcionan. ¡Y también sus ojos, y sus oídos!

Estaba en lo cierto: Armstrong había oído su conversación, y su horrible ojo izquierdo había girado para mirar la cuchilla que empuñaba Darcy. Comenzó a gorgotear otra vez; su cuerpo vibraba contra el suelo, y el talón de su pie derecho martilleaba con movimientos mecánicos la tierra reseca del jardín.

Darcy se agachó junto al vampiro, y Armstrong intentó cogerlo con su espasmódica mano derecha. Pero no pudo alcanzarlo, pues sus miembros no funcionaban normalmente. Espuma, flema y sangre se amontonaban en la garganta del vampiro. Su mano derecha avanzó apenas hacia Darcy, como una araña, pero no pudo arrastrar con ella al brazo, demasiado pesado. Lo intentó una vez más, y luego, con un movimiento brusco, Armstrong cayó hacia atrás y permaneció inmóvil.

Darcy apretó los dientes, alzó la cuchilla y… la membrana al fondo de la cuenca vacía de Armstrong se inflamó y se abrió, y un dedo, de un gris azulado, serpenteó por la mejilla del vampiro.

—¡Jesús!

Darcy cayó hacia atrás, medio desvanecido, y Manolis ocupó su lugar. Disparó a la cara de Armstrong hasta que el dedo de pesadilla y el rostro del que había surgido no fueron más que una masa sanguinolenta. Y cuando vació el cargador de la pistola, Manolis cogió la cuchilla de entre los rígidos dedos de Darcy y decapitó a Armstrong.

Darcy se había dado la vuelta y vomitaba, pero entre arcada y arcada susurró:

—¡Ahora…, ahora tenemos que quemar… al maldito… bastardo!

También Manolis se hizo cargo de eso. Las lámparas de la villa no eran sólo de adorno. Contenían aceite, y también había una lata de combustible en la cocina. Cuando Darcy finalmente pudo controlar a su perturbado estómago, los restos de Armstrong ya estaban ardiendo. Manolis estaba junto a la hoguera, mirando, y Darcy lo cogió del brazo y lo llevó a una distancia prudente.

—Con los vampiros nunca se sabe —dijo, limpiándose la boca con un pañuelo—. Podríamos tener alguna otra sorpresa, además de ese espantoso dedo.

Pero no la hubo…

—Espero que no se hayan ido dejándole así —dijo Harry—. Sólo con combustible no puede haberse quemado del todo.

—Manolis tenía una bolsa para cadáveres —explicó Darcy—. Lo llevamos a una planta incineradora en la zona industrial de la ciudad. Dijimos que era un perro vagabundo que había entrado a morir en el jardín.

—Las altas temperaturas del incinerador deben de haber convertido sus huesos en ceniza —añadió Manolis.

—Así pues, hemos derramado la segunda sangre —gruñó Harry, pero con una ferocidad tan rara en él que los otros lo miraron sorprendidos; él notó sus miradas y dio vuelta a la cara, pero no sin que Darcy observara que sus ojos parecían más tristes que nunca. Y, claro está, él sabía por qué.

—Harry, con respecto a Sandra… —Darcy intentó explicárselo una vez más, pero Harry lo interrumpió.

—No fue por tu culpa —dijo—. En todo caso, la culpa es mía. Debería haberme ocupado personalmente de que ella quedara fuera de este asunto. Pero ahora no podemos pensar en Sandra. No debo hacerlo, o no podré pensar en nada más. Manolis, ¿llegó la información que estaba esperando?

—Sí, he recibido una gran cantidad de información —respondió el griego—. Todo lo que necesitábamos saber, salvo lo más importante.

Manolis conducía su coche, y Darcy y Harry ocupaban el asiento trasero. Se acercaban al centro de Rodas, en la ciudad nueva. Todavía no eran las seis de la tarde, pero ya se veían algunos turistas en trajes de etiqueta.

—Mírenlos —dijo Harry con tono helado—. Son felices; se ríen y se han vestido de fiesta; han disfrutado todo el día del cielo azul y del mar, y el mundo les parece espléndido. No saben que son hilos escarlatas en medio del azul. Y si alguien se lo dijera, no le creerían —y dirigiéndose a Manolis, con brusquedad—: Dígame todo lo que sepa.

—Lazarides es un arqueólogo de renombre —comenzó Manolis—. Se dio a conocer hace cuatro años, con varios hallazgos importantes en Creta, Lesbos y Skiros. Antes de eso…, no se sabe mucho de él. Pero tiene la nacionalidad griega, y la rumana. Esto es muy extraño, por no decir excepcional. Las autoridades de Atenas están investigando este aspecto, pero —y aquí Manolis se encogió de hombros— esto es Grecia, y todo lleva su tiempo. Y Lazarides tiene amigos en puestos importantes. Puede que haya comprado su nacionalidad. Si son ciertos los rumores que corren, le sobra dinero para hacerlo. ¿Rumores? ¡A montones! Se dice que se guarda (o vende a coleccionistas sin escrúpulos) la mitad de los tesoros que encuentra; y también que es (¿cómo lo dirían ustedes?) el rey Midas. Todo lo que toca se convierte en oro. No tiene más que mirar una isla para saber si allí hay algún tesoro escondido. Ahora mismo sus hombres están cavando en un antiguo castillo de los cruzados, en Halki.

—Sé a qué se debe todo eso, y más tarde se lo explicaré. Ahora siga —dijo Harry.

Manolis giró a la izquierda y dejó atrás una calle transitada para entrar en un callejón; otro giro a la izquierda y llegaron al pequeño aparcamiento detrás del hotel donde se alojaba.

—Hablaremos adentro —dijo el griego.

Manolis tenía dos grandes habitaciones; al parecer, el dueño del hotel le debía algunos favores a la policía local y Manolis se los estaba cobrando. Mientras hablaba, sirvió bebidas frías con muy poco alcohol. A pesar de ser griego y estar acostumbrado al clima, Manolis estaba sudando copiosamente. Darcy lo comentó, y Manolis se encogió de hombros.

—He cometido un delito —explicó—. Soy un asesino, y me preocupa…

—¿Por matar a Armstrong? —intervino Harry—. ¡En su vida había hecho un servicio tan grande a la humanidad!

—Sí, pero le he asesinado; además, estoy ocultando que lo hice, y me preocupa.

—¡Olvídelo! —insistió Harry—. Quizá deba matar a otros, y antes de lo que se imagina. Y ahora, cuénteme más cosas de Lazarides.

—Está comprando una isla. Bueno, una roca en realidad, en el Dodecaneso, cerca de Sirna. ¡Asombroso! No es más que un saliente rocoso que emerge del mar y tiene una pequeña playa. Pero piensa construir allí una casa, en la roca. En otros tiempos hubo allí un faro, una torre de los cruzados. Qué hará allí Lazarides, sólo él lo sabe. No hay agua; deberán llevar todo por barco. ¡Estará muy solo en su isla!

—Será una madriguera, o lo más parecido a ella. Lazarides aún quiere ser wamphyri.

—¿Qué dice?

—No tiene importancia. Continúe, por favor.

—Tiene un pequeño avión, un Skyvan, en Karpathos. Allí hay una pista de aterrizaje. Utiliza el avión para sus viajes a Atenas, a Creta, a todas partes. Puede que incluso a Rumania. Eso significa que en ocasiones su barco está cerca de Karpathos. No se preocupe, uno de mis hombres ya se ocupa de eso. Todos los días los turistas vuelan de Rodas a Karpathos. Ellos también lo hacen en un Skyvan. El piloto buscará el barco de Lazarides. Espero su llamada en cualquier momento.

—¿Algo más? —Harry aún parecía muy distante y pálido; como si el sol nunca le hubiera tocado.

—En cuanto a Armstrong —continuó informando Manolis—, hace cinco años y medio, él y algunos amigos americanos emprendieron un viaje a Europa…; eso es todo lo que sé con respecto a su destino, algún país europeo. Hubo un accidente, una caída en las montañas, o algo por el estilo, y algunos miembros del grupo murieron. Armstrong sobrevivió pero no regresó a América sino que acabó en Grecia, y solicitó la ciudadanía griega. Y poco tiempo después ya estaba trabajando para Lazarides.

—¿Eso es todo? —preguntó Harry, cuyo rostro extrañamente inexpresivo no había cambiado en toda la conversación.

—Sí, eso es todo —respondió Manolis—. ¡Ah, sí, algo más! Tengo autorización para perseguir a ese maldito vrykoulakas hasta el infierno, ¡si es que puedo encontrarle!

Darcy hizo un gesto de asentimiento.

—Anoche casi no dormimos —observó—. Manolis pasó horas llamando a Atenas. Hemos insistido en que se trata de un asunto de drogas, de manera que ahora podemos utilizar a la policía, si es necesario, para detener a Lazarides y a sus hombres, y registrar sus propiedades.

—Si podemos encontrarlos —dijo Harry.

—Bueno, podemos encontrar a dos o tres de sus hombres, eso es seguro —dijo el griego—. En Halki, donde están excavando en las ruinas.

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