El lenguaje de los muertos (42 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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No vestían uniforme, pero Harry conocía a los de su calaña. Ya los había encontrado antes. No a esos dos en particular, pero sí a otros exactamente iguales. Con sus trajes gris oscuro y sus sombreros de fieltro, que parecían salidos de una película de gángsters de los años treinta, eran el equivalente rumano de la KGB soviética, agentes de la Securitatea. Uno era pequeño, delgado, con cara de hurón; el otro alto, fuerte y desmañado. Sus rostros eran inexpresivos, y medio velados por el ala de los sombreros.

—Su documento de identidad —gruñó el más pequeño, y tendió la mano haciendo chasquear los dedos.

—Permiso de trabajo —dijo el otro, más lentamente—. Documentos, autorizaciones.

Ambos hablaban en inglés, pero Harry estaba tan sorprendido que cayó derecho en la trampa que le tendían.

—Yo…, yo sólo tengo mi pasaporte —respondió, también en inglés, y se llevó la mano al interior de la chaqueta para dárselo.

Pero antes de que pudiera sacar su falso pasaporte griego, el agente más pequeño le apuntó con una fea pistola automática.

—Con cuidado, señor Keogh —dijo. Y cuando Harry sacó lentamente la mano, el hombre le arrancó el documento y se lo pasó al agente más corpulento.

Después, mientras el pequeño le cacheaba, el corpulento abrió el pasaporte y lo estudió. Después de un instante, lo sostuvo para que su compañero pudiera mirarlo sin apartar la vista de Harry; ambos sonrieron fríamente y sin humor, y Harry pensó que imitaban muy bien a un par de tiburones. Pero sabía que le habían cogido, y que por el momento no podía hacer nada.

La última vez que le había sucedido algo parecido fue cuando hablaba con Möbius en el cementerio de Leipzig. En esa ocasión había escapado por medio del continuo de Möbius. Y también había hecho uso de su conocimiento de las artes marciales, aprendidas de varios maestros difuntos. Bien, todavía era un experto en esto, con varios años de práctica, pero en aquella ocasión era mucho más joven, menos experimentado y más propenso al pánico. Ahora estaba mucho más tranquilo, y con causa: en los años que mediaban entre Leipzig y el día de hoy, se había enfrentado a horrores que esos matones rumanos ni siquiera imaginaban que pudieran existir.

—De modo que nos hemos confundido —dijo el agente más robusto; su dominio del inglés era excelente, a pesar de su acento gutural, tan bueno que incluso le permitía mostrarse sarcástico—. Usted no es Harry Keogh, sino un caballero griego llamado… Hari Kiokis. ¡Un anticuario, ya veo! ¡Pero qué extraño, un griego que sólo habla inglés!

El agente de la cara de hurón fue más directo.

—¿Dónde pasó la noche, Harry? —y apretó la punta de la pistola contra las costillas de Harry—. ¿Qué traidor le dio alojamiento, señor espía?

—Yo…, yo no estuve con nadie —respondió Harry, lo que no era enteramente cierto, y señaló su mochila—. Dormí a la intemperie. Aquí está mi saco de dormir.

El agente más alto cogió la mochila, la abrió y extrajo el saco de dormir. Estaba manchado por el barro y las hierbas. El agente dejó que una expresión de sorpresa asomara a su cara de piedra.

—¡Ah, ya veo! —dijo luego—. Su contacto no apareció, y tuvo que arreglárselas como mejor pudo. Muy bien, ¿nos dirá entonces con quién tenía que encontrarse?

—Con nadie —respondió Harry, y una idea comenzó a tomar forma en su mente—. Es más barato dormir así, y disfruto con el aire fresco. En todo caso, eso no es asunto suyo. Ya han visto mi pasaporte, y saben quién soy. ¿Pero quiénes son ustedes? Si son policías, me gustaría que se identificaran.

Y mientras los policías se miraban el uno al otro, y lo miraban a él, un tanto perplejos, Harry habló mentalmente en la lengua muerta a sus nuevos amigos del cementerio cercano. Habló (pero en silencio) con Ion y Alexandru Zaharia, y su mensaje fue simple y sin rodeos.

Me amenazan dos hombres. Me temo que dos compatriotas vuestros de la Securitatea. ¡Estoy perdido si no recibo ayuda!

Esto fue lo que Harry alcanzó a decir antes de que el agente más pequeño le diera un puntapié en la ingle. Harry lo vio venir y se las arregló para eludir en parte el impacto, pero aun así se desplomó, fingiendo un dolor insoportable.

—¿Ve lo que sucede? —dijo el agente de la cara de piedra, con voz monótona e inexpresiva—. ¡Ha enfadado a Corneliu! Harry Keogh, tiene que tratar de ser más amable con nosotros, de cooperar un poco más. Nuestra paciencia no es infinita, ni mucho menos.

El agente fue hasta el maletero del coche, lo abrió y metió dentro las cosas de Harry, pero guardó el pasaporte falso en el bolsillo.

¿Qué podemos hacer, Harry?
—le llegó la voz ansiosa de Ion Zaharia mientras se retorcía intentando ganar tiempo—.
Podemos tratar de…; pero no, estás demasiado lejos. No llegaríamos a tiempo
.

No
—respondió Harry—.
Permaneced donde estáis. Pero salid del suelo, eso es todo. Vosotros y todos los que…, bueno, que estén todavía en buena forma y quieran ayudar. Pero no desperdiciéis vuestras fuerzas intentando venir hasta donde yo estoy, porque se me ocurre que se cómo llevar a estos bastardos hasta el cementerio
.

—¡La chaqueta! —le ordenó Corneliu, el más pequeño—. ¡Deprisa!

Harry se sentó y se quitó la chaqueta antes de que se la arrancaran del cuerpo.

—Estoy muy decepcionado, en verdad —dijo el agente, y la expresión de su rostro ahora, antes que de indiferencia, era de desdén, de superioridad—. ¡Estábamos seguros de que tendríamos que dispararle! ¡Nos habían contado tales cosas de usted! ¡Les había causado tamaños problemas a nuestros colegas del otro lado de la frontera! Pero… usted no parece estar muy desesperado, Harry Keogh. ¿Quizá no merece la reputación que tiene?

Harry había desistido de intentar engañarlos. Los agentes sabían muy bien quién era, aunque ignoraran qué era.

—Eso fue hace mucho tiempo —respondió—, cuando yo era joven. Ahora no soy tan insensato. Sé muy bien cuando el juego ha terminado.

Un camión se acercó por la carretera, rumbo a Bucarest. En la parte de atrás, y sentados en dos hileras de bancos enfrentadas, iba un grupo de hombres y de mujeres, en su mayoría campesinos de edad. En sus ojos se veía una mirada sin esperanza; apenas si miraron a Harry, que estaba arrodillado en tierra con un matón a cada lado. Los campesinos tenían sus propios problemas. Eran los indigentes, los sin hogar, y sus vidas habían sido arruinadas por la ciega y destructora política agrícola e industrial de Ceausescu.

—Bien, el juego está realmente terminado para usted, amigo —continuó el agente más alto—. Como sabrá, le buscan por espionaje, sabotaje y… asesinato. ¡Sí, unos cuantos asesinatos! —el agente sacó un par de esposas—. Tantos que, por si acaso, tomaremos nuestras precauciones. No está mal ser precavido. Usted parece inofensivo, y está desarmado, pero…

El hombre esposó a Harry.

—Billete de vuelta a Rodas —el hurón estaba huroneando en los bolsillos de Harry—, cigarrillos y cerillas, y un montón de dólares americanos. Eso es todo. —Y dirigiéndose a Harry, le ordenó—: ¡Póngase de pie!

Lo hicieron subir a la parte trasera del coche, con el agente más pequeño a su lado apuntándole todo el tiempo con la pistola. El más alto se sentó tras el volante.

—De modo que se dirigía al aeropuerto —dijo este último—. Bien, lo llevaremos nosotros. Tenemos allí un saloncillo donde podremos esperar hasta que salga el vuelo a Moscú. Una vez que le entreguemos a los rusos, usted ya no será responsabilidad nuestra. —El agente puso en marcha el coche y salieron en dirección a Bucarest.

—No lo entiendo —dijo Harry, verdaderamente perplejo—¿Desde cuándo son tan amigas la Securitatea y la KGB? Yo creía que la
glasnost
y la
perestroika
eran exactamente lo contrario de lo que hace Ceausescu. ¿O será que ustedes dos son agentes dobles? ¿Es así? ¿Están trabajando para dos amos?

—¡Cállese! —el hurón apretó la punta de la pistola contra las costillas de Harry.

—Déjalo hablar —intervino el conductor—. Me divierte descubrir lo mal informados que están en Occidente —dijo, y se dio la vuelta y miró por sobre el hombro—. Y cuánto de lo que saben es mera suposición. Puede llamarme Eugen, señor Keogh, aunque nuestra relación será muy breve. ¿De modo que le sorprende que Rusia tenga amigos en Rumania, a pesar de ser vecinos, y de que nuestro país haya sido durante tanto tiempo un satélite de la URSS? ¡Vaya, si luego me dirá que no hay agentes rusos en Inglaterra, Francia o los Estados Unidos! No, no puedo creer que sea tan ingenuo.

—¿Usted es… de la KGB? —preguntó Harry con el entrecejo fruncido.

—No, somos de la Securitatea… cuando nos conviene. Pero usted debe comprender; comparado con el lei, el rublo es una moneda mucho más fuerte y estable, y todos debemos pensar en el futuro, ¿no? Tarde o temprano, tendremos que retirarnos —miró hacia atrás, le sonrió a Harry, y luego se puso serio—: En su caso, será temprano.

Así que esos dos estaban en la nómina de la KGB, que a su vez tenía una sección que trabajaba con los viejos «amigos» de Harry, la Organización E soviética. Se trataba otra vez de los agentes PES soviéticos; recordaban muy bien Bronnitsy, y querían vengarse de Harry. ¡Sí, pero también le tenían un miedo tremendo! Primero la demente conspiración de Wellesley en Bonnyrig, y ahora esto. Le iban a sacar en secreto de Rumania para llevarle a la URSS y entregarle a la Organización E soviética que le haría desaparecer sin mucho ruido. Eso era lo que habían planeado…

Pero Harry leyó mucho entre líneas. Si le iban a sacar clandestinamente de Rumania, era evidente que las autoridades rumanas no sabían nada de él. Para ellos, él era la persona que figuraba en el pasaporte: Hari Kiokis, un hombre de negocios que venía de Grecia. Eso tenía sentido. La KGB (o la Organización E) se había puesto en contacto con sus hombres en Rumania, hombres en los que se podía confiar para un trabajo rápido, porque intentar otro tipo de extradición podía llevar mucho tiempo, y ser muy frustrante. De manera que tal vez había que decir algo a favor de Ceausescu, después de todo.

—Eugen, me parece que su misión era capturarme, ¿podría decirme por qué no lo hizo ayer en el aeropuerto? —preguntó Harry—. ¿Tal vez porque tenía que evitar toda publicidad?

—Ésa era una de las razones —respondió el agente más alto mirándolo por sobre el hombro—. Pero también pensamos que podíais matar dos pájaros de un solo tiro, seguirle a usted y descubrir quién era su contacto. Después de todo, usted debe de haber venido a Rumania a ver a alguien. De manera que seguimos su taxi. Pero tuvimos un pinchazo; esas cosas suceden. Más tarde interrogamos al conductor de su taxi y él nos mostró dónde le había dejado. Y también nos dijo que usted pensaba volver por la mañana a la ciudad en autobús. ¡Eso sí que fue frustrante! Estuvimos yendo y viniendo desde muy temprano, esperando que usted apareciera. Como último recurso, hubiéramos vuelto a Bucarest, y le habríamos cogido en el aeropuerto. Hoy hay un solo vuelo a Atenas. Pero tal como ocurrieron las cosas, no fue necesario.

—¡Pero yo no tenía ningún contacto! —exclamó de repente Harry—. Sólo tenía que…, tenía que dejar instrucciones, y recoger información.

Harry actuaba dando por supuesto que ellos no sabían casi nada de él; sólo que tenían que detenerlo y entregarlo a sus jefes rusos. Además, ya le quedaba poco tiempo. Sus amigos del cementerio ya debían estar preparados.

Eugen apretó el freno y detuvo el coche.

—¿Usted dejó instrucciones? ¿Entonces allí donde estuvo hay un escondrijo para la correspondencia secreta?

—Sí —mintió Harry.

—¿Y la información que debía recoger? ¿Dónde está?

—No estaba allí. Por eso esperé toda la noche, para recogerla por la mañana. Pero hoy tampoco estaba en el escondrijo.

Eugen se volvió y miró fijamente a Harry con los ojos entrecerrados.

—Usted está hablando mucho, amigo. Supongo que todo esto tiene que ver con nuestros quintacolumnistas campesinos, ¿no?

Harry se esforzó por parecer asustado, cosa nada difícil. No sabía nada de los campesinos quintacolumnistas, pero comprendía la psicología de aquellos matones.

—Sí, algo por el estilo —respondió—. Usted dijo que tienen un saloncillo en el aeropuerto. Bueno, prefiero contárselo todo ahora antes de que el camarada Corneliu me lo saque a golpes en privado más tarde.

—Una pena, en verdad —gruñó Corneliu—. Pero puede que igual le dé algunos golpes.

—¿Nos llevará hasta el escondrijo de las cartas?

—Sí, si eso me pone las cosas más fáciles.

—¡Ja! —se mofó Corneliu—. ¿Conque éste era un tipo duro? —Y dirigiéndose a Harry—: ¿Todos los espías ingleses son unas señoritas?

Harry se encogió de hombros. En verdad, él sabía muy poco de los espías británicos corrientes; sólo conocía agentes PES, espías mentales.

Eugene dio la vuelta con el coche y comenzó a desandar el camino que habían hecho. No dijeron nada más hasta que llegaron a la entrada del cementerio, donde Harry les indicó que se detuvieran.

—Es aquí —dijo—. Éste es el sitio del escondrijo.

Bajaron del coche y Corneliu hizo marchar a Harry a punta de pistola. Y Harry, mientras caminaba, hablaba en la lengua muerta:

Ya estamos aquí. Uno de los agentes tiene una pistola… ¡y me está apuntando! Cuando os vea se distraerá y aprovecharé para desarmarlo. ¿Todo va bien?

Sí, Harry, aquí estamos todos bien
—respondieron de inmediato los Zaharias—.
Y se nos han unido unos cuantos. No sabemos si servirán de mucho, pero… la unión hace la fuerza, ¿no es verdad?

No os veo
—dijo Harry muy preocupado—.
¿Estáis escondidos?

Los otros están bajo el suelo, pero apenas
—respondió Ion Zaharia—.
Y nosotros hemos salido de nuestros féretros, y estamos bajo la tapa de nuestro sarcófago
.

Y Harry entonces se acordó de que los Zaharias estaban enterrados juntos en un gran sarcófago de mármol que se alzaba por encima de las demás tumbas. A ellos no les había importado que él se sentara encima mientras les hablaba. De manera que estaban esperando bajo la cubierta…; eso estaba muy bien.

—¡Muévete, Keogh! —gruñó Corneliu, empujándolo por un corredor entre hileras de lápidas—. ¿Dónde diablos está ese escondrijo?

—Allí mismo —respondió Harry, y señaló adelante. Fue hasta la gran tumba y se quedó mirando la pesada cubierta del sarcófago—. Yo tuve que deslizarla hacia un lado, pero entre los dos podremos moverla con facilidad.

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