El lenguaje de los muertos (21 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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Wellesley se sintió un poco más contento. Por una vez, había conseguido que Clarke se pusiera de su lado. Y, pensando en los planes que tenía, eso era precisamente lo que necesitaba, tenerlo de aliado.

—¿Y qué me dice del transporte por telepatía? Ésa era una de las facultades de Keogh, ¿no?

—El teletransporte, sí, así le llamamos, pero lo de Keogh era otra cosa. Él simplemente utilizaba puertas que nadie más conocía. Salía por una puerta aquí… y aparecía en otro lugar. En cualquier lugar del universo. Fui a verlo a Edimburgo porque quería reclutarlo para el asunto de Perchorsk. Me respondió que sí, que se arriesgaría si yo también lo hacía. Es decir, que si él debía combatir contra lo desconocido, quería que yo también probara un poco de ese elemento. Y me trajo aquí por medio de algo que él llama el continuo de Möbius. Fue algo grande, pero no me gustaría repetir la experiencia.

Wellesley suspiró una vez más y dijo:

—Creo que tiene razón. Si él recuperara sus dones, yo debería ofrecerle mi puesto. Y a usted eso le gustaría, ¿verdad?

Clarke se encogió de hombros.

—No sea tímido, Clarke —continuó Wellesley—, me doy muy bien cuenta de lo que siente. Antes que a mí, preferiría tener a Keogh (o a cualquier otro) como jefe. Pero lo que usted no advierte es que yo estoy de acuerdo con usted. No le comprendo a usted, ni a las otras personas que trabajan en este lugar, y creo que nunca las comprenderé. Quiero irme, pero sé que el ministro responsable de la Organización no me lo permitirá hasta que no encuentre alguien para sustituirme. ¿Usted tal vez? No, porque entonces parecería que habían cometido un error al ponerme en su lugar. Pero Harry Keogh…

—Hemos hecho todo lo posible para ayudar a Harry —dijo Clarke—. Le hemos hipnotizado, psicoanalizado, y por poco le lavamos el cerebro. Pero no sirvió de nada. Ha perdido su don. ¿Qué piensa usted que podría hacer por él?

—No se trata de que nosotros hagamos algo, Darcy.

—Continúe.

—Anoche tuve una larga conversación con esa chica Markham, de Edimburgo…

—¡Si hay algo en todo esto que me parece detestable, es que le hiciéramos esa jugada a Harry! —le interrumpió con vehemencia Clarke.

—… y me aconsejó que hablara con David Bettley —continuó inmutable Wellesley—, porque ella está preocupada por Keogh. ¿Puede usted entenderlo? Ella le quiere de verdad. Puede que sólo sea un trabajo, pero Keogh le importa realmente. ¿Usted acaso cree que él estaría mejor solo? Bien; de todos modos, ella satisface dos necesidades: la de Keogh y la nuestra. Nuestra necesidad de saber qué piensa él.

—¡El tierno arte del espionaje mental!

—De modo que seguí su consejo y hablé con Bettley. Ya estaba acostado cuando lo llamé por teléfono. De todas maneras, me habría puesto en contacto con él para recabar más información sobre las últimas sesiones grabadas que nos ha enviado, porque tengo motivos para creer que Keogh, o bien está a punto de desarrollar un nuevo y extraño talento, o se encuentra al borde del derrumbe. En el curso de nuestra conversación, Bettley comentó cómo había llegado a descubrir Keogh esa…, esa cosa de Möbius.

—El continuo de Möbius.

—Correcto. Al parecer, había estado al borde, pero necesitaba un impulso. Y ese impulso al parecer se produjo cuando la GREPO de Alemania Oriental le descubrió hablando con Möbius en la tumba de éste, en Leipzig. Ése fue el empujón que necesitaba su genio matemático. Keogh se teletransportó (o utilizó el continuo) para escapar de los agentes alemanes. Por eso tengo aquí su expediente: quería verificar si ese episodio estaba bien registrado. Y por eso estoy verificándolo también con usted.

—Explíquese.

—Yo lo veo de esta manera —continuó Wellesley—: Keogh es como un ordenador que ha sufrido un fallo: ya no tiene acceso a la información que necesita (y que la Organización E quiere utilizar). Seguramente está en algún lugar de su disco duro, o de su memoria, pero algo impide el acceso. Y hasta ahora no hemos podido eliminar ese obstáculo.

—¿Y qué propone usted que hagamos?

—Bueno, todavía lo estoy pensando. Pero creo que, si aplicáramos el estímulo adecuado…, con un poco de suerte se podría reproducir la situación de Leipzig. En los últimos tiempos, Keogh ha tenido sueños terroríficos, y si lo que usted dice de él es cierto (yo no lo dudo, pero por si acaso utilicemos el condicional), para que un sueño le atemorice debe de ser realmente terrorífico. Pero quizá debería serlo aún más…

—¿Usted quiere que se muera de miedo?

—¡Que muera, no…, pero que esté muy cerca de la muerte! Lo bastante como para que escape al continuo de Möbius.

Clarke permaneció inmóvil y silencioso durante unos instantes, hasta que finalmente Wellesley se inclinó hacia adelante y le preguntó.

—Bien, ¿qué le parece?

—¿Quiere que le dé mi sincera opinión?

—Claro.

—Apesta. Además, pienso que si usted proyecta engañar a Keogh, será mejor que se haga un seguro de vida extra. Y por último, creo que será mejor que el plan funcione; porque, si no es así, yo estaré acabado. Y cuando todo esto se termine, y sin que dependa del resultado, no podré seguir trabajando con usted.

Wellesley sonrió apenas.

—Pero usted quiere que me vaya, ¿no es verdad? Y no… no me pondrá obstáculos.

—No. Y además insisto en participar en el asunto. Así me aseguraré de que Harry pueda aprovechar cualquier oportunidad que se le presente.

Wellesley continuó sonriendo.

«Tendrá sus oportunidades, ya lo creo que las tendrá», pensó. «¡Oportunidades de pasar a mejor vida!»

Y Wellesley era uno de los pocos hombres en el mundo entero que podían pensar algo así —especialmente aquí, en la sede de la Organización E—, y tener la seguridad de que nadie se enteraría…

Capítulo seis

Sandra

Sandra Markham tenía veintisiete años, un hermoso tipo y una no menos hermosa cara, y era una telépata neófita. Por el momento, tenía muy poco control sobre su don, y éste iba y venía. Pero en lo que concernía a Harry Keogh, era mejor así. En ocasiones había leído cosas en su mente que ella estaba segura de que no deberían haber estado allí… ¡ni en ninguna mente sana!

Había hecho el amor con Harry hacía apenas una hora y él después se había quedado dormido. Sandra había llegado a conocer bien los hábitos de Harry: dormiría tres o cuatro horas, que para él eran el equivalente de una noche de sueño completa. En cuanto a Sandra, mañana compensaría las escasas horas de sueño de esta noche durmiendo en su piso de Edimburgo.

Cuando contempló el pálido y tranquilo rostro de Harry, casi infantil en reposo, no vio signos de los rápidos movimientos oculares que señalarían que estaba soñando. Por ahora ella también podía descansar. Lo que interesaban eran los sueños de Harry, o al menos era lo que Sandra se decía a sí misma.

La joven trabajaba para la Organización E. A veces deseaba que no fuera así, pero la realidad era ésa. Se ganaba así el pan de todos los días (y unas cuantas cosas más), de modo que no debería quejarse. Y en verdad, hasta que apareció Harry, no había tenido muchos motivos para quejarse. Al principio, aquél había sido un trabajo más —un amigo nuevo al que tenía que conocer, e intentar comprender—, pero luego las cosas se habían complicado y ella se había implicado profundamente. Había sucedido, simplemente, y después ella había deseado que sucediera una y otra vez más. Y al poco tiempo, Harry ya no era un trabajo más sino un modo de vida, no sólo «en su mente», sino también bajo su piel. Y al cabo de algún tiempo, Sandra había comenzado a pensar, y aún lo pensaba, que estaba enamorada de Harry Keogh.

Trabajar en el caso de Harry (odiaba pensar en él como un «caso», pero ésa era la realidad, por más que intentara maquillarla) era más interesante que ser un instrumento humano de adivinación para resolver casos que desconcertaban a la policía. La Organización E la utilizaba habitualmente para espiar en las mentes de delincuentes —las mentes de prisioneros demasiado endurecidos como para que la ley pudiera con ellos—, buscando pistas que métodos más ortodoxos no podían descubrir. Trabajo que, por cierto, habría sido satisfactorio si ella no hubiera tenido que
entrar
realmente allí. Porque mentes de esa calaña eran a menudo como cloacas, y ella no podía olvidar fácilmente su hedor. Y en ocasiones, si se trataba de un brutal asesinato o de una violación, el hedor podía permanecer un largo, larguísimo tiempo.

Ésta era, probablemente, la razón por la que Sandra se había enamorado de Harry Keogh. Porque su mente era como un jardín… durante casi todo el tiempo. De hecho, él tenía la mente más amable que ella había encontrado en muchos años: no débil, nada de eso. Ni siquiera ingenua, aunque había en él un toque de ingenuidad, sino amable, benévola. A Harry no le gustaba hacer daño a nadie, ni a nada.

Con la belleza de Sandra, habría sido raro que no hubiera hombres en su vida. Hubo algunos. Pero ella no podía apagar y encender su talento a voluntad. En verdad, ése era su gran defecto, que aparecía y desaparecía azarosamente. Podía suceder que saliera a cenar con un hombre, que él la acompañara a casa y se despidiera en la puerta besándole la mano y preguntándole cuándo podían verse otra vez, y en ese preciso instante su mente se abría como un libro y Sandra veía en ella la figura de un sátiro despiadado, y se veía junto a él. No con todos los hombres pasaba eso, pero sí con muchos.

Esto, sin embargo, no era todo. Estaba también el engaño, el hecho de que la gente miente. Como la vecina del piso de al lado, que sonríe y dice «¡Buenos días!» cuando nos cruzamos en la escalera, y en realidad está pensando: «¡Muérete, maldita bruja!». O el peluquero, que charla mientras nos peina, y de repente se le oye pensar: «¡Dios, y pensar que me pagan cinco libras la hora por hacer estos horrores! Esta estúpida debe tener más dinero que sentido común».

Sí, hubo algunos hombres. Los guapos a quienes sólo les preocupaba su propio aspecto. Y los no tan guapos cuyas mentes hervían de celos si algún otro hombre te sonreía. Y otra ocasión, en que después de una semana entera de veladas con un compañero «perfecto», estaban acostados juntos y él se preguntaba si tendría tiempo de hacer una vez más el amor antes de coger el último autobús para regresar a su casa.

La vida era así, Sandra lo sabía y había aprendido a vivir así desde que era una adolescente y su don comenzara a desarrollarse. Pero en semejante existencia no había mucho espacio para el amor. O no lo había hasta que apareció Harry.

Él era tan… anómalo.

Sandra, además de su mente, había leído también su expediente. Harry había matado a un buen número de personas. Eso era lo que decía su expediente. Pero no decía que él recordaba y se lamentaba de casi todas esas muertes, o que en ocasiones sentía la necesidad de hablar con ellos, y decirles que lo sentía, pero que no había podido hacer otra cosa. Tampoco decía que aún tenía pesadillas relacionadas con algunas de las cosas que había visto y hecho. Y, de todos modos, Sandra no creía ni la mitad de las cosas que se le atribuían. Su propio talento era paranormal, sí, pero lo que Harry podía hacer —o pudo hacer en otra época— era supranatural. Y él había utilizado sus poderes de la mejor manera posible. Había matado a muchos hombres con ellos, pero nunca había asesinado.

Sandra sabía cómo piensan los asesinos, y Harry Keogh no se parecía en nada a ellos. Sus pensamientos eran profundos y oscuros como el vino tinto, pero sacudidos por olas semejantes a las de un mar embravecido, y llenos de remolinos y bajíos, mientras que los pensamientos de Harry eran como el agua clara de un arroyo que corre sobre un lecho de piedras. Su mente podía ser también aguda, claro que sí, llena de dagas, si se le daba motivos para desenfundarlas, pero eran claramente visibles, nunca estaban ocultas. No, en la mente de Harry no había esquinas sombrías o callejuelas sórdidas. O si las había, no eran lugares en los que él intentara permanecer mucho tiempo.

Y en ese instante, acostada junto a Harry, Sandra supo cómo lo definiría. Él sólo podía ser dos cosas: completamente amoral, o naturalmente inocente. Y puesto que ella sabía que no carecía de moralidad, era un inocente. Un inocente maldito, pero inocente al fin. Un niño con sangre en las manos y en la conciencia y en sus pesadillas. Pesadillas que había decidido no comunicar a nadie hasta que se hacían insoportables, y entonces acudía a Bettley. Bien, ella no estaba segura de quién era Bettley —¿un Judas Iscariote? ¿Un padre confesor que no respetaba los secretos del confesionario?—, pero no se sentía feliz con su propio papel en aquella historia. Y lo más terrible de todo, pensaba que Harry sospechaba algo, y por eso nunca se sentía completamente cómodo ni con Bettley ni con ella, ni tampoco gozaba con ella como Sandra quería que gozara, o como ella gozaba con él. ¡Jesús, encontrar un hombre como Harry sólo para descubrir que era probablemente el único hombre que ella nunca podría tener! O por lo menos no tal como ella lo deseaba.

Repentinamente, furiosa consigo misma —deseaba arrojar a un lado las mantas y saltar de la cama, pero no quería molestar a Harry—, Sandra apartó suavemente el brazo de Harry, que la rodeaba, bajó de la cama y se dirigió desnuda al lavabo.

No tenía frío, o calor, ni tampoco estaba sedienta, pero sentía que tenía que hacer algo. Algo ordinario, algo que la cambiara físicamente. Y de esa manera quizá cambiaría su humor. Si fuera de día, sería muy simple: caminaría hasta el parque y miraría jugar a los niños, y sabría que algo de su mundo de cuento de hadas se abriría paso muy pronto hasta su propia y mucho menos paradisíaca existencia. Y cuando se le ocurrió esta idea, Sandra supo con certeza que sus sentimientos eran en este instante extremadamente negativos. ¡Era terrible que necesitara la inocencia de otros para equilibrar el peso de su propia culpa!

Bebió un vaso de agua, se lavó las axilas y bajo los pechos, los lugares donde había sudado al hacer el amor, se secó con una toalla y se examinó con ojo crítico en el espejo.

A diferencia de Harry, Sandra no era nada ingenua. Es muy difícil que alguien pueda ser ingenuo o inocente si las mentes de los demás son para él como un libro abierto, y no puede desviar la vista, sino que está obligado a leerlo todo. Los otros telépatas de la Organización E —Trevor Jordan, por ejemplo— habían tenido mejor suerte con sus dones: debían esforzarse, concentrarse para poder hacer uso de ellos, no era algo que les sobreviniera sin que pudieran controlarlo, como una radio mal sintonizada.

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