El lenguaje de los muertos (12 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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Jordan se encontraba un poco mejor, y también había mejorado su aspecto; las gafas de sol le habían venido muy bien. Llegó el café recién hecho, y Layard lo sirvió. Jordan contempló sus movimientos desenvueltos y pensó: «Igual que un hermano mayor. Me cuida como si yo fuera un chiquillo. Y siempre ha sido así, ¡gracias a Dios!».

Layard era un localizador, un adivino sin bola de cristal. No la necesitaba; le bastaba con un mapa, o simplemente con un mínimo indicio de la situación de su presa. Era un año mayor que Jordan, medía algo más de un metro ochenta, era robusto, moreno, de cara cuadrada y expresiva. Su frente, marcada por arrugas horizontales, indicaba años de concentración, sus ojos eran penetrantes y de un marrón tan oscuro que era casi negro.

Mientras Jordan estudiaba a Layard, con la impunidad que le daban las gafas oscuras, sus pensamientos retrocedieron doce años atrás, a la casa Harkley, en Devon, Inglaterra. En esa ocasión, ambos habían trabajado por primera vez en equipo. Ya eran miembros de la Organización E, el más secreto de los servicios secretos, cuyo trabajo sólo era conocido por un puñado de gente de las más altas esferas. En aquella ocasión —a diferencia del día de hoy—, su trabajo no había sido para nada mundano. En verdad, el asunto de Yulian Bodescu no había tenido absolutamente nada de mundano o de frívolo.

Los recuerdos, deliberadamente reprimidos durante más de una década, reaparecieron con fantástica intensidad en la mente de Jordan, dotada de percepción extrasensorial. Una vez más sostuvo la ballesta en sus manos, y apuntó hacia adelante, mientras escuchaba el ruido del agua que corría, y la voz de una joven dejaba oír una desafinada melodía a través de la puerta cerrada. Jordan se preguntó si se trataba de una trampa. Luego…

Abrió de una patada la puerta de la ducha… ¡Y se quedó estupefacto! Helen Lake, la prima de Yulian Bodescu, estaba desnuda y era hermosísima. Su cuerpo, de perfil, relucía bajo el agua. La joven volvió la cabeza para mirar a Jordan, los ojos muy abiertos en una expresión de terror, y se apoyó contra la pared del cubículo. Las rodillas comenzaron a temblarle y sus párpados aletearon
.

«¡Pero si sólo es una chica asustada!», se dijo Jordan un instante antes de que los pensamientos de ella penetraran en su propia mente telepática
.

«Vamos, cariño», pensaba ella, «cógeme, abrázame, acércate, cariño, acércate»
.

Y entonces, retirándose bruscamente hacia atrás, Jordan vio el gran cuchillo de carnicero que ella tenía en la mano y el brillo demencial de sus ojos demoníacos. Y cuando ella le atrajo hacia sí y levantó el cuchillo, él apretó el gatillo de la ballesta. Fue algo automático, su vida o la de ella
.

¡Dios! El cuadrillo de la ballesta la clavó a la pared revestida de azulejos; ella gritó como el alma condenada que era y sacudiéndose consiguió desprenderse del muro entre fragmentos de mampostería y trozos de azulejos, tambaleándose en el cubículo de la ducha. Pero la joven aún tenía el cuchillo y Jordan sólo podía rezar, paralizado en el sitio, mientras ella avanzaba otra vez en su dirección…

… Hasta que Ken Layard lo empujó a un lado —Layard, con su lanzallamas—, cuya punta metió directamente en la ducha para convertirla en una ardiente olla exprés
.

—¡Que Dios nos ayude! —exclamó Jordan ahora, tal como había exclamado entonces. Reprimió los insoportables recuerdos, y regresó al presente. Su resaca, tras el conflicto mental, o crisis, le parecía doblemente insoportable. Respiró hondo y se masajeó con la punta de los dedos la cabeza, que le dolía como si se la hubieran partido, y se preguntó en voz alta:

—Jesús, ¿por qué me habré acordado de esa historia?

Layard abrió mucho los ojos, se inclinó sobre la mesa y cogió a Jordan por el brazo.

—¿Tú también? —preguntó.

Jordan quebró una regla implícita entre los agentes de la Organización E: echó una mirada a la mente de Layard. Percibió de inmediato los ecos de recuerdos similares e interrumpió de inmediato el contacto.

—Sí, yo también —respondió.

—Lo percibí en tu cara —le dijo Layard—. No había visto en ella una expresión semejante desde…, desde aquella época. ¿Será porque estamos trabajando juntos otra vez?

—Lo hemos hecho en varias ocasiones —respondió Jordan, y se acomodó exhausto en su silla—. No, creo que se trata de algo que estaba metido allí y tenía que salir a la luz. Le llevó su tiempo, pero ahora ya ha desaparecido para siempre. O al menos eso espero.

—También yo confío en que así sea —se mostró de acuerdo Layard—. Pero lo curioso es que nos haya sucedido a los dos al mismo tiempo. Aunque, ¿por qué no? Jamás habíamos estado tan lejos, en el tiempo y en el espacio, de la casa Harkley.

Jordan suspiró y levantó la taza de café. La mano le temblaba levemente.

—Tal vez lo cogimos el uno del otro, y lo agrandamos. ¿Sabes lo que se dice sobre las mentes poderosas que piensan del mismo modo?

Layard, un poco más tranquilo, asintió.

—Sí, sobre todo cuando se trata de mentes como las nuestras, ¿no? —hizo otra vez un gesto de asentimiento, aunque todavía se le veía un tanto perplejo— Sí, quizá tengas razón…

A las nueve y cuarenta y cinco los dos hombres estaban en el malecón norte del puerto, sentados en un banco de madera desde el que tenían una espléndida vista de los bajos de Mandraki y el puerto hasta el fuerte de San Nicolás. A la izquierda se veía el Banco de Grecia, construido sobre un promontorio. Sus paredes blancas y sus ventanas azules se reflejaban en las tranquilas aguas. A la derecha, y hasta el final del paseo, se extendía la ciudad nueva de Rodas. Mandraki, un amarradero de aguas poco profundas, no era el puerto comercial: éste se encontraba a medio kilómetro al sur, en la bahía de la histórica y pintoresca ciudad antigua, un poco más allá de la gran mole en cuya cima se alza la fortaleza. Pero la información que tenían los dos agentes era de que los traficantes de drogas atracarían en Mandraki, donde cargarían agua y provisiones antes de seguir rumbo a Creta, Italia, Cerdeña y España.

Aquí iban a descargar un poco de resina de cannabis —de noche, y probablemente la llevaría a nado uno de los marineros—, y lo mismo harían en diversos puertos a lo largo del trayecto. Pero el destino del cargamento principal —que era cocaína— era Valencia, en España. Y desde allí, gran parte de la droga iría a Inglaterra.

Ésta había sido la ruta y el destino de cargamentos anteriores. Y ahora los agentes de la Organización E tenían que averiguar qué cantidad de cocaína había a bordo; y, si la cantidad era pequeña, decidir si era conveniente proceder, ya que una acción prematura podría servir simplemente para poner sobre aviso a los señores de la droga. Y también debían averiguar en qué lugar del barco se hallaba la droga.

Pocos meses antes habían registrado minuciosamente un barco —prácticamente lo habían desmontado— en Larnaka, y no encontraron nada. Claro está que esta operación fue llevada a cabo por la policía grecochipriota, que probablemente carecía de ese pequeño extra que poseían los servicios británicos. En esta ocasión se trataba de una operación coordinada, que concluiría en Valencia antes de que la droga fuese descargada. Y en esta ocasión, también iban a registrar y desmontar el barco, un antiguo carguero griego llamado
Samothraki
. Entretanto, Jordan y Layard lo seguirían a lo largo de toda la ruta.

Vestidos como los típicos turistas americanos, gorros deportivos con anchas viseras protectoras, camisas de colores brillantes, cuellos abiertos y mangas cortas, pantalones veraniegos y sandalias de cuero, y equipados con prismáticos, los agentes esperaban la llegada de su presa. Puesto que su misión era secreta y debían pasar inadvertidos, su manera de vestir podría ser considerada excesivamente llamativa, pero era conservadora si se la comparaba con la de los demás turistas que visitaban el lugar.

Estaban en silencio desde hacía un rato; ninguno de los dos parecía de muy buen humor. Jordan le echaba la culpa al Metaxas y Layard lo atribuía a la indigestión que le producía una comida excesivamente grasa. Fuera lo que fuese, estorbaba un tanto sus poderes de percepción extrasensorial.

—Está nublado —se quejó Jordan, frunciendo el entrecejo. Después se encogió de hombros—. Pero no entiendes lo que quiero decir, ¿verdad? —preguntó.

—Sí que lo entiendo —respondió Layard—. En los viejos tiempos le llamábamos «niebla mental», ¿te acuerdas? Es como un estado de torpor psíquico, que distorsiona o bloquea las imágenes. O que las oscurece como…, bueno, como una húmeda y maloliente neblina. Cuando proyecto mi mente y busco el
Samothraki
, percibo una densa niebla. Una oscuridad húmeda y brumosa. Y eso no tiene explicación en un lugar como éste. Es extraño. Y no viene exclusivamente del barco… ¡Viene de todas partes!

Jordan lo miró.

—¿Cuánto tiempo hace que no nos encontramos con otros PES?

—¿Quieres decir en nuestro trabajo? Bueno, supongo que eso sucede cada vez que tenemos una misión en una embajada. ¿Por qué lo preguntas?

—¿No se te ha ocurrido que en este trabajo puede haber otros agentes PES? Rusos, o tal vez franceses…

—Es posible —esta vez le tocó a Layard fruncir el entrecejo—. En la Unión Soviética el problema de las drogas se hace cada día más serio, y en Francia es terrible desde hace años. Pero ¿y si están en el bando contrario? Quiero decir, ¿y si son los traficantes los que están utilizando PES? De hecho, tienen medios suficientes como para montarse su propio grupo de agentes PES.

Jordan miró a través de sus prismáticos, luego volvió la cabeza y recorrió con la mirada la costa desde el fuerte en la cima del promontorio hasta el centro de la ciudad antigua, rodeado de murallas.

—¿Has intentado localizar de dónde proviene la interferencia? —preguntó—. Tú eres el localizador. Y yo tengo la sensación de que la fuente está muy cerca de aquí.

Los agudos ojos de Layard siguieron la trayectoria de los prismáticos de Jordan. Un gran crucero blanco, de aspecto lujoso, se balanceaba anclado en el estrecho canal de aguas profundas de Mandraki; más allá, un puñado de caiques estaban amarrados muy cerca de la orilla, o iban y venían transportando turistas. A medio kilómetro de allí, los mercados y las callejuelas de la ciudad antigua parecían una colmena, y allí donde la colina se hacía más elevada, parecía que un zumbido de abejas se elevaba de la masa de iglesias y casas blancas y amarillas, iluminadas por el sol de la mañana. Si no hubiera sido porque todo estaba en movimiento, la escena habría parecido una perfecta tarjeta postal.

Layard se quedó con la vista clavada en el paisaje durante unos instantes, luego chasqueó los dedos, se reclinó en su asiento y sonrió satisfecho.

—¡Aquí está! —dijo por fin—. Tú lo percibiste primero. Claro que debe de ser peor para ti que para mí. Yo sólo puedo localizar cosas, no leo mentes.

—¿Quieres explicarte mejor?

—No hay nada que explicar. Tu mapa de la ciudad antigua es igual al mío. Claro que tú, probablemente no lo has mirado. Bien, te lo aclararé. En la colina hay un manicomio.

Jordan, perplejo, bajó los prismáticos. Después se dio una palmada en la rodilla.

—¡Claro, de eso se trata! —exclamó—. Estamos recibiendo los ecos de los pobres desgraciados encerrados en ese lugar.

—Sí, eso parece —asintió Layard—. Y ahora que sabemos de qué se trata, deberíamos tratar de anularlo y concentrarnos en el trabajo que tenemos entre manos. —Miró en dirección al mar, más allá de la entrada del puerto, y su expresión se tornó más seria—. Sobre todo si tenemos en cuenta que el
Samothraki
se ha adelantado un poco.

—¿Está cerca? —preguntó Jordan, alerta.

—Estará aquí en cinco o diez minutos —respondió Layard—. Y apostaría a que echará el ancla aproximadamente un cuarto después de la hora.

Los dos hombres se dedicaron a vigilar la entrada del puerto, y no advirtieron un repentino aumento de la actividad en el lujoso crucero privado. Un caique entoldado transportó a un pequeño grupo de gente desde los escalones del embarcadero; dos hombres subieron a bordo del elegante barco blanco, que muy pronto levó anclas. Se oyó el zumbar de los poderosos motores cuando el crucero giró sobre su eje y marchó por el canal reservado para los barcos de mayor calado. La cubierta del crucero estaba sombreada por elegantes toldos negros, y una figura también vestida de negro descansaba en una de las tumbonas. Un hombre alto y vestido de blanco miraba desde la borda en dirección a la entrada del puerto. Un parche negro le cubría el ojo derecho.

La blanca nave de recreo ocupaba ahora un lugar destacado en la escena, pero aun así permaneció en la periferia de la visión de los PES. Los dos agentes miraban a través de prismáticos. Jordan se había puesto de pie y se apoyaba contra el muro del malecón cuando el
Samothraki
dio la vuelta al promontorio y entró en su campo de visión.

—¡Aquí llega! —susurró el agente—, ¡justo entre las piernas del viejo muchacho!

Jordan lanzó su mente telepática a través del agua en busca de los pensamientos del capitán y de la tripulación. Quería averiguar dónde escondían la cocaína…, quizás alguno de ellos estuviera en ese instante pensando en eso… o en el destino último de la droga…

—¿Las piernas de quién? —la voz de Layard llegaba como si estuviera muy lejos, aunque estaba junto a Jordan. La concentración de este último era tan grande que prácticamente se había cerrado al mundo consciente.

—El coloso —musitó Jordan—. Helios. Una de las siete maravillas del mundo antiguo. Se alzaba precisamente allí, a la entrada del puerto, hasta aproximadamente el año doscientos veinte antes de Cristo.

—Así que, después de todo, has mirado los mapas —observó Layard.

El viejo
Samothraki
entraba en el puerto; el elegante crucero blanco salía. El primer barco fue oscurecido por el segundo cuando se pusieron a la par…, y ambos echaron el ancla.

—¡Mierda! —se enfureció Jordan—. Otra vez la neblina mental. ¡No puedo ver absolutamente nada!

—Sí, yo siento lo mismo —respondió Layard.

Jordan barrió con sus prismáticos la elegante silueta del blanco crucero y leyó el nombre pintado en el casco:
Lazarus
.

—Es un barco muy hermoso —comenzó a decir, y se interrumpió bruscamente. En el centro del campo visual se hallaba el hombre vestido de negro, que se había erguido en su asiento de la cubierta. Jordan veía la parte de atrás de su cabeza, pues el hombre estaba mirando al
Samothraki
. Pero cuando Jordan lo enfocó con sus prismáticos, aquella cabeza de extrañas proporciones se dio la vuelta y su desconocido dueño fijó su mirada en el agente PES que lo contemplaba desde la orilla, a más de cien metros de distancia… Y a pesar de la distancia, y de que los dos llevaban gafas oscuras, fue como si estuvieran frente a frente.

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