El lenguaje de los muertos (10 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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Laverne, con movimientos más seguros y apretando los dientes, se dirigió de nuevo a la chimenea. Se metió adentro y vio los escalones en la parte de atrás del cañón. Oyó ruidos que venían de lo alto: una tos contenida, el raspar de unos zapatos contra la piedra. Y pensó: «Todo lo que sube tiene que bajar». Quizá lo mejor era esperar ahí mismo a que el idiota descendiera. Pero en ese instante oyó gritar a Vulpe.

Laverne no había oído nunca un grito semejante. Fue seguido casi de inmediato por un sonido que crispaba los nervios, como dos grandes superficies de piedra que resbalaran la una sobre la otra, y se alzó luego hasta alcanzar un vibrante falsete antes de cesar de repente. Y cuando sus ecos se desvanecieron, fueron seguidos por un gorgoteo de la glotis y un jadeo. El sonido que hacía Vulpe era algo así como un aj… aj… aj… aj…, como si se ahogara. Una especie de estertor de agonizante. Laverne, con los pelos de punta, no sabía en verdad cómo era un estertor de agonía, pero pensó en que si los intervalos entre los aj… aj… se hacían más breves, eso significaría que su amigo estaba exhalando el último suspiro.

—¡Dios mío! —exclamó y comenzó a trepar lo más rápido que pudo por los escalones del cañón de la chimenea, que poco después describía un giro de noventa grados y se convertía en un pasadizo. Laverne vio que la antorcha de Vulpe, unos veinte o veinticinco pasos más adelante, aún llameaba débilmente y emitía un humo negro, apoyada sobre el borde de una zanja excavada en el suelo de piedra, en el lado derecho del pasadizo.

Pero Vulpe continuaba invisible. Sólo se oían los sonidos de agonía, que parecían venir del fondo de la zanja.

Laverne siguió hacia adelante, llamando a su amigo, pero se detuvo bruscamente. Más allá del foso, en la oscuridad que no podía disipar la antorcha de Vulpe ni su propia linterna, flotaban unos ojos triangulares de mirada fija, desconcertante.

Laverne no era un hombre especialmente valiente, pero tampoco era un cobarde. Era seguro que a la criatura que había allí delante —ya fuese un lobo, un zorro o un perro salvaje— no le gustaba el fuego. El americano se inclinó, cogió la antorcha humeante y la agitó para que ardiera con más intensidad. Un repentino resurgir de la llama premió sus esfuerzos, y las sombras retrocedieron. También lo hizo la criatura del pasadizo; Laverne vislumbró algo gris, ágil, de aspecto canino, antes de que la oscuridad se la tragara. Y también vislumbró algo en la zanja… que hizo que retrocediera hasta dar contra la pared como si un puño gigantesco le hubiera golpeado.

Horrorizado, sintiendo que la sangre se le helaba en las venas, Laverne sostuvo en alto la antorcha para iluminar la zanja. Sus ojos incrédulos vieron la cama de púas, y encima de ellas, empalado, el cuerpo de su amigo George Vulpe que se retorcía, mientras la sangre manaba de sus innumerables heridas, coloreaba los hierros herrumbrados y corría en arroyuelos que se unían en una sola corriente en el canalón y manaban desde allí hacia el pitorro de piedra.

—¡Virgen santísima! —gritó Laverne.

—Aj… aj… aj… —emitió Vulpe, los estertores estallando en burbujas sanguinolentas sobre sus pálidos labios.

Y en el pasadizo, el grande y viejo Gris gruñó, y, caminando lentamente, con rígidas patas, se dejó ver una vez más.

Vulpe estaba acabado, eso era evidente. Un ejército de enfermeras con una tonelada de vendas no podrían haber impedido que se desangrara. Laverne no podía salvarlo ni de la cama de púas ni del lobo. El americano retrocedió con piernas temblorosas, de costado como un cangrejo, por el corredor, hacia los escalones que conducían al cañón de la falsa chimenea. Todo había terminado para George, y Laverne ahora sólo debía pensar en sí mismo. Y cuando la sangre de Vulpe comenzó a penetrar gorgoteando en la urna desde el canalón excavado en la roca, el regordete americano se dio aún más prisa…

… Y se detuvo bruscamente, temblando como gelatina, en el estrecho corredor.

Al frente estaba el lobo, el rostro semejante a una máscara feroz a la luz de la antorcha; a un costado, el hombre moribundo en su lecho de tortura, y ahora…, ¡ahora había algo detrás, a sus espaldas!

Laverne, que apenas si se atrevía a respirar, giró la cabeza muy lentamente. Lo que veía le resultaba incomprensible. Todos los bordes parecían indefinidos y extrañamente móviles. Era como si el techo hubiera descendido, el pasadizo se hubiera estrechado y el suelo estuviera cubierto con una cosa…, con una cosa peluda que crujía y ondulaba.

Los ojos de Laverne parecieron saltársele de las órbitas cuando dirigió la luz de su linterna en esa dirección, y los abrió aún más cuando varios trozos de la extraña sustancia peluda se desprendieron de los móviles muros y se dirigieron ondulando hacia él. ¡Murciélagos! ¡Una colonia de murciélagos! Laverne observó con un gesto de asco que los animalitos se apelotonaban sobre las paredes, el suelo e incluso el techo.

Miró hacia otro lado. El lobo se había detenido; sus orejas apuntaban hacia el foso, y toda su atención estaba puesta en la urna. Laverne, frío como un muerto, tembloroso y jadeante, miró hacia donde miraba la bestia. Vio lo mismo que ella, y se dio cuenta de que estaba a punto de desmayarse. ¡Pero también supo que
no podía
permitírselo! No en ese momento, ni en ese lugar de pesadilla.

¡La urna estaba eructando! De su obscena boca salían nubecillas de vapor, como pequeños anillos de humo. Un fango negro, que burbujeaba en el interior del recipiente, formaba ampollas en el frío borde como brea que se solidificara. A medida que se consumía la sangre de Vulpe, algo se formaba y se dilataba en el interior de la urna. ¡La sangre actuaba como catalizador y transformaba lo que había dentro!

Laverne, hipnotizado por el horror, no podía apartar los ojos. Un tentáculo gris azulado de limo, veteado por venas purpúreas, subió desde la boca de la urna por el canalón de piedra. Se alargaba y se deslizaba por la huella de sangre hasta el lugar donde Vulpe yacía traspasado por las púas. Se enroscó alrededor de la rígida pierna del hombre, a la altura de la rodilla, avanzó a lo largo del muslo y se deslizó por el vientre, trepando por el pecho palpitante. Vulpe continuaba con su estertor…, «aj… aj… argh», pero la agonía le había insensibilizado, le había sumido en una suerte de limbo mental, y la pérdida de su sangre vital estaba acabando rápidamente con él.

Pero a pesar de todo, y utilizando la última brizna de energía que le quedaba, Vulpe consiguió desprender su rostro del hierro que le atravesaba la mejilla derecha y la parte inferior de la mandíbula y, consciente por un instante, vio lo que se arrastraba por su pecho y formaba ahora una ondulante, plana y ciega cabeza de cobra.

La ensangrentada boca de Vulpe se abrió durante un instante —quizás en un grito, aunque ningún sonido salió de sus labios— y la criatura viscosa se metió por la abertura y se deslizó garganta abajo. Vulpe se estremeció en un movimiento convulsivo; sus labios se rasgaron en las comisuras y sus mandíbulas se desencajaron, muy abiertas, cuando la masa palpitante y ondulante penetró en él.

Ahora la urna estaba vacía, humeando y llena de baba allí donde la sanguijuela había desprendido su «cola». Mientras la horrorosa criatura penetraba en su interior, Vulpe se ahogaba, se retorcía y sangraba por la nariz. Su cuello estaba más grueso por el pasaje del monstruo; los ojos parecían saltársele de las órbitas; sus manos —que sólo tenían tres dedos—, se soltaron de las púas y se aferraron al monstruo que violaba su garganta, intentando desprenderlo. Pero todo era inútil.

Un instante después la criatura había penetrado completamente en Vulpe pero él todavía se agitaba clavado a las púas, movía la cabeza de un lado a otro, salpicando moco y sangre a su alrededor.

—¡Dios mío! ¡Por el amor del cielo! —gimió Laverne—. ¡Muere, por Dios! —le suplicó a Vulpe—. ¡Déjate ir! ¡No te muevas!

Y fue como si George Vulpe le hubiera escuchado. Se dejó ir y…, de repente…, se quedó… inmóvil…

Toda la escena permaneció congelada en un tiempo sin tiempo. El gran lobo, una estatua bloqueando el camino hacia adelante; los murciélagos, obturando casi por completo la única vía de escape de Laverne; el cuerpo de su amigo, vaciado de sus fluidos vitales y lleno ahora por el horror, inmóvil en el lecho de púas. Sólo la parpadeante antorcha que llevaba Laverne en la mano parecía tener un poco de vida, pero también ella estaba muriendo.

Randy Laverne, que llevaba en una mano la antorcha y en la otra la linterna, no habría sabido qué responder si alguien le hubiera preguntado cómo había hecho para no soltar ninguna de las dos. Pero ahora, gruñendo de furia y terror, se volvió hacia el muro de murciélagos y los atacó con la antorcha humeante. Los animales no retrocedieron, sino que, apiñándose sobre la llama, la apagaron con sus cuerpos. Una docena de murciélagos moribundos cayeron al suelo del pasadizo, y fueron cubiertos de inmediato por cientos de miembros de su misma especie que se lanzaron hacia adelante.

Laverne en ese instante se volvió un poco loco. Comenzó a aullar con voz bronca, respiró trabajosamente, y entre jadeo y jadeo volvió a gritar; agitó los brazos sin ton ni son, apuntando aquí y allá con el haz de luz de su linterna, pero sin tomarse el tiempo necesario para ver algo.

Y no vio a George Vulpe que se erguía, soltándose de las púas que le atravesaran. Tampoco vio que sus heridas habían dejado de sangrar y estaban cerrándose rápidamente. No le vio salir de la zanja y acariciar sonriendo las orejas del viejo lobo. Laverne, sobre todo, no vio esa sonrisa. No; que el americano soltara la linterna y cayera medio desvanecido al suelo del pasadizo no fue provocado por ninguna de estas cosas sino por la repentina aparición de Vulpe ante él. Por esto, y por sus brillantes ojos rojizos, y su extrañísima voz, casi ahogada por la flema, que le decía:

—Amigo mío, has venido a este lugar por tu propia voluntad. Y me parece que estás… sangrando. —Las fosas nasales de Vulpe se dilataron, olfateó y sus ojos se convirtieron en dos hendiduras feroces en su anormalmente pálido rostro—. Sí, estoy seguro de que estás sangrando. Y pienso que alguien debería curarte esa herida antes de que cojas algo…

Cuando Emil Gogosu despertó, advirtió que había alguien arrodillado junto a él. Era el joven Gheorghe, que con una mano le sacudía para despertarle y con la otra hacía un gesto para indicarle que no hablara.

—Shhhh —susurró Vulpe.

—¿Qué pasa? —preguntó Gogosu, que despertó de inmediato, mirando hacia la oscuridad. La hoguera aún ardía, y el rojo de las llamas se reflejaba en los ojos de Vulpe—. ¿Ya está amaneciendo? ¡No puede ser!

—No, todavía no amanece —respondió el otro, también en un susurro, aunque su voz era áspera y había en ella una nota de urgencia—. Es otra cosa. Vamos, coja su arma.

Gogosu se despojó de la manta, cogió el rifle y se puso ágilmente de pie. El viejo cazador se sentía orgulloso de su buena condición física.

—Vamos —repitió Gogosu, caminando con cautela para no despertar a Armstrong.

Cuando se alejaban del campamento y de las ruinas, y la oscuridad se hacía más intensa, el cazador cogió a Vulpe del hombro.

—¿Qué es eso que tiene en la cara? ¿Sangre? —preguntó—, ¿qué ha sucedido, Gheorghe? Yo no he oído nada.

—Sí, es sangre —respondió Vulpe—. Estaba de guardia cuando oí que algo se movía entre los árboles, y fui a ver. No sé si era un perro, un zorro o un lobo, pero me atacó. Luché con la bestia y me parece que me ha mordido en la cara. Todavía anda por aquí. Me iba siguiendo cuando volví al campamento a buscarlo a usted.

—¿De modo que todavía merodea por aquí? —dijo Gogosu, y miró hacia todos lados. La luna estaba un poco baja, y su luz llegaba filtrada por las nubes. El cazador no vio nada, pero dejó que el joven americano le guiara.

—Se me ocurrió que usted podría matarlo —dijo Vulpe—. Usted dijo que hace tiempo intentó matar un lobo en estos lugares.

—Así es —respondió Gogosu, y apretó el paso para mantenerse a la par del otro—. Y creo que le di, porque le oí aullar y vi el rastro de sangre.

—Bueno, ahora tiene una segunda oportunidad.

El cazador se sentía perplejo. Aquí pasaba algo que no era normal. Intentó ver mejor a su compañero a la luz de la luna.

—¿Qué le sucede a su voz, Gheorghe? Parece como si se hubiera tragado una rana. Todavía está asustado, ¿no?

—Sí —respondió Vulpe con voz todavía más profunda—. Fue algo horrible…

Gogosu se detuvo. Allí pasaba algo malo, estaba seguro.

—¡No veo ningún lobo! —dijo con voz acusadora—. ¡Ni tampoco ningún zorro! ¡No veo nada de nada!

—¿Sí? Entonces, ¿qué es eso? —dijo Vulpe, y señaló algo que se movía en silencio, pegado al suelo.

Fue visto y no visto, pero suficiente para el cazador. Y un instante después, como una confirmación, llegó hasta ellos un aullido surgido de la oscuridad de la noche.

—¡Maldito sea! —musitó Gogosu—. ¡Es un Gris!

El cazador se adelantó a Vulpe y corrió agachado hasta cobijarse bajo los árboles. Vulpe le alcanzó y, describiendo un arco con el brazo, señaló:

—¡Allá va! ¡Allá va!

—¿Dónde? ¿Dónde? ¡Por Dios, usted tiene vista de lobo!

—¡Por allí! ¡Vamos!

Salieron de entre los árboles y llegaron a una ladera cubierta de guijarros, al pie de los imponentes riscos. El hombre más joven respiraba sin dificultad, pero Gogosu jadeaba.

—Señor —dijo hablando con dificultad—. Mis piernas no son tan jóvenes como las suyas.

—¿Cómo? —dijo Vulpe, volviéndose para mirarlo—. ¡No diga eso, Emil! Puedo asegurarle que sus piernas son mucho más jóvenes que las mías. De hecho, son unos cuantos siglos más jóvenes.

—¿Qué?

—¡Allí! —señaló Vulpe con un gesto enérgico—. ¡Bajo ese árbol!

El cazador miró hacia allí —y se llevó el rifle al hombro—, pero no vio nada.

—¿Bajo el árbol? —preguntó—. Pero si allí no hay nada. Yo…

—Déme eso —le interrumpió Vulpe. Y antes de que el otro pudiera reaccionar, ya se había apoderado del rifle. Sin apuntar hacia ningún sitio en particular, dijo—: Emil, ¿está seguro de que aquella vez le disparó a un lobo?

—¡Pero qué dice! —respondió ofendido Gogosu—. ¿Cuántas veces necesita que se lo cuente? ¡Ya lo creo que era un lobo! ¡Y estuve muy cerca de cazarlo! Puede apostar que la bestia tiene una cicatriz que lo prueba.

—Tranquilícese, Gogosu —dijo Vulpe, con una voz oscura como la noche—. No hay ninguna necesidad de apostar, Emil, porque he visto con mis propios ojos la marca en su flanco, donde su bala le quemó la piel. Sí, y él se acuerda de usted tanto como usted de él.

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