El lenguaje de los muertos (4 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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No ha venido
—repitió la voz de Janos Ferenczy—,
aún no ha venido
.

Pero… la actitud de la invisible presencia era cambiante; en un instante había olvidado su decepción y la sustituyó por un sentimiento de resignación.

Y yo que le espero desde hace años. Pero, al fin y al cabo, ¿qué es el tiempo para los wamphyri?

Dumitru no respondió. Al examinar las pinturas murales había llegado a una zona de la pared donde se veían escenas horripilantes. Los frescos eran como un tapiz, contaban una historia en imágenes, pero éstas parecían salidas de una pesadilla. En la primera, cuatro hombres sostenían a otro por sus extremidades, y un quinto torturador, ataviado con bombachos turcos, se inclinaba sobre el prisionero enarbolando una cimitarra, mientras el sexto hombre estaba arrodillado muy cerca, con un mazo y una aguda estaca de madera en las manos. En la escena siguiente, la víctima había sido decapitada y le habían clavado la estaca, que le mantenía sujeto al suelo, pero de su cuello salía algo que parecía una babosa gigante, o una serpiente, y los hombres aparecían echados hacia atrás y con una mueca de horror en los rostros. En el tercer fresco, los hombres habían rodeado a la extraña criatura con un círculo de antorchas y la estaban quemando, y también ardían en un pira la cabeza y el cuerpo del que había albergado a la criatura. En la cuarta y penúltima escena un sacerdote balanceaba su incensario con una mano, y con la otra echaba las cenizas del vampiro en una urna. Se trataba, según cabe presumir, de un ritual de exorcismo, de purificación. Pero si lo era, era un error, no servía de nada.

En la última escena se veía la misma urna, y sobre ella volaba un negro murciélago, que se alzaba como el ave fénix de las cenizas. ¡El signo cabalístico de Ferenczy!


—dijo Janos en la cabeza de Dumitru—,
pero esto no sucederá hasta el advenimiento del hombre de los cuatro dedos, el verdadero hijo de mis hijos. Porque sólo entonces podré escapar de un recipiente hacia el otro. Porque hay recipientes y recipientes, Dumiitruuu, y, algunos son de piedra…

La mente del joven comenzaba una vez más a salir de la confusión. Vio de repente que la antorcha, que había puesto en un soporte de metal en la pared, estaba casi extinguida. La quitó y con movimientos temblorosos encendió otra, moviéndola un poco para que cogiera la llama. Y pasándose la lengua por los labios resecos, miró las interminables hileras de urnas y se preguntó en cuál de ellas estaría su torturador. ¡Qué fácil sería romperla, aventar las cenizas, y arrojar su antorcha contra los restos para ver si ardían por segunda vez! Janos no demoró en advertir la reaparición de la voluntad del cíngaro, ni en leer la amenaza en la mente que dominaba. Rió silenciosamente y dijo:

¡Aquí no, Dumiitruuu, aquí no! ¿Quieres verme yacer entre la escoria? ¿Es que estas ideas de traición que escucho son tuyas? Claro que no llevarías nuestra sangre si no se te ocurrieran semejantes cosas —y
el demonio volvió a reír—.
Pero hiciste bien en encender otra antorcha; es mejor no dejar que la llama se apague, porque este lugar es terriblemente oscuro, Dumiitruuu. Además, aún hay una o dos cosas que quiero mostrarte, y necesitamos la luz. Mira a tu derecha, hijo mío, y verás una habitación. Cruza la arcada, y descubrirás mi verdadera madriguera
.

Si Dumitru hubiese intentado luchar consigo mismo, habría sido inútil; el dominio del vampiro sobre su mente era más vigoroso que nunca. Hizo lo que le decía, cruzó la arcada y entró en una habitación muy similar a las otras, excepto en los objetos que contenía. Aquí no había estantes llenos de ánforas ni frescos en las paredes; esto era más un lugar de estar que un depósito; en las paredes colgaban tapices, y el suelo estaba revestido de brillantes baldosas de cerámica verdes. En el centro, un mosaico realizado con baldosas mucho más pequeñas exhibía el profético blasón de los Ferenczy, y a un lado, cerca de la gran chimenea, se hallaba una antigua mesa de cedro negro.

Los tapices que colgaban de las paredes estaban en jirones, y con tanto polvo como en el resto de la cripta, pero había un detalle que no cuadraba. Sobre la mesa había papeles, libros, sobres, sellos diversos y lacre, plumas y tinta: objetos modernos si se los comparaba con todo lo que Dumitru había visto hasta ahora. ¿Eran las cosas de Ferenczy? El joven había supuesto que el Viejo estaba muerto —o no muerto—, pero todo esto parecía indicar lo contrario.

No
—le contradijo la viscosa voz mental del barón—,
no son mías sino propiedad de un… llamémosle discípulo. Estudió mis hazañas, y quizás hasta se hubiera atrevido a estudiarme a mí. Conocía muy bien las palabras para llamarme, pero no sabía dónde encontrarme, ni siquiera sabía que yo estaba aquí. Pero ¡ay!, creo que ya no existe. Lo más probable es que sus huesos estén en algún lugar arriba, entre las ruinas. Me gustaría muchísimo encontrarlo algún día, y hacer por él lo que él hubiera podido hacer por mí
.

Mientras la voz de Janos Ferenczy recordaba el pasado, Dumitru había ido hasta la mesa. En ella había cartas, pero no estaban escritas en una lengua que él pudiera leer. No obstante, pudo descifrar las fechas. Habían sido escritas hacía unos cincuenta años, y dirigidas a un tal M. Raynaud, de París, a Josef Nadek, de Praga, a Colin Grieve, de Edimburgo, y a Joseph Curwen, de Providence; sí, y a muchos otros en pueblos y ciudades de diferentes países. Como lo atestiguaba la letra en los envejecidos papeles, todos esos nombres y direcciones habían sido escritos por la misma persona, un tal Mr. Hutchinson, o «Edw. H.», como firmaba con frecuencia.

En cuanto a los libros, no significaban nada para Dumitru. Era un campesino, por mucho que hubiera viajado y que conociera varias lenguas y dialectos. De modo que títulos como
Turba Philosophorum
, o
Thesaurus Chemicus
, de Bacon, o
De Lapide Philosophico
para él no querían decir nada.

Pero en el libro que todavía estaba abierto, y a pesar del espeso polvo que cubría sus páginas, Dumitru vio imágenes que sí tenían sentido, y éste era horripilante. Porque allí se mostraban hasta en sus menores detalles las torturas más terribles, más brutales. Los dibujos hicieron que Dumitru, a pesar de estar medio hipnotizado, retrocediera estremecido, intentando poner distancia entre él y las páginas. Un instante después, no obstante, los demás objetos de la habitación, que hasta ese momento no le habían llamado la atención, le atrajeron con fuerza irresistible; esto es, los grillos y las esposas que colgaban de gruesas cadenas de las paredes, algunos instrumentos atacados por la corrosión, tirados desordenadamente en un rincón, y varios braseros de hierro que aún guardaban las cenizas de antiguos fuegos.

Pero antes de que pudiera estudiar más detenidamente aquellos objetos —suponiendo que ésta hubiera sido su intención—, la viscosa voz burbujeó en su cabeza:

Dime, Dumitru, ¿has tenido alguna vez sed, sed de verdad? ¿Has errado por un desierto, sin ver agua, ni la más remota señal de que la hubiera, y has sentido que tu garganta se convertía en una úlcera palpitante, que apenas dejaba pasar el aire que respirabas? Bien, es posible que vivieras una ocasión en la que te sentías seco como la sal, y quizá su recuerdo te ayude a comprender, aunque sólo parcialmente, cómo me siento yo ahora. Sólo en parte, porque tú nunca has sido como la sal. ¡Ah, hijo mío, si tan sólo pudiera describir mi sed!

Pero hablemos de otra cosa. Ahora estoy seguro de que comprendes en parte mis obras, lo que yo significo, mi poder y mi destino, y también que las necesidades de Alguien como yo tienen una importancia que está por muy por encima de la vida vulgar, de las vidas. Y ha llegado el momento de darte a conocer el misterio final, en donde ambos conoceremos el más exquisito éxtasis. Dumitru, entra en la gran chimenea
.

¿Entrar en una chimenea, en un hogar? Dumitru la miró y sintió el impulso de retroceder, pero no pudo. Enorme y ennegrecido por el fuego, el cañón de la chimenea tenía un metro veinte centímetros de ancho por un metro y medio de alto y estaba construido en forma de arcada; Dumitru tuvo que inclinarse apenas para entrar. Pero antes encendió otra antorcha; una pausa que Janos Ferenczy interpretó como un signo de duda.

Rápido, Dumitru
—le urgió la horrible voz—,
mi necesidad es tal que ya no puedo soportarla, no puedes hacerme esperar
.

Dumitru entró en el hogar y sostuvo en alto la antorcha para iluminar el lugar. El cañón de la chimenea, amplio y ennegrecido por el fuego, se abría encima de su cabeza, levemente torcido. El joven miró hacia arriba, esperando ver una luz, pero no había más que oscuridad. Esto no era extraño: el cañón de la chimenea tenía seguramente varias desviaciones antes de llegar a la superficie, y en la zona superior, además, debía de estar obstruido por las ruinas.

Dumitru inspeccionó el lugar con la antorcha, y vio unos peldaños de hierro en la parte de atrás del conducto. En sus días de gloria, las chimeneas del castillo necesitaban una limpieza de cuando en cuando. Con todo, no había la acumulación de hollín que era de esperar; aparte de unas quemaduras superficiales, la chimenea no parecía haber sido muy utilizada.

Sí, sí que ha sido usada, hijo mío
—dijo con una risa obscena la incorpórea voz de Janos Ferenczy—,
ya lo verás, ya lo verás. Pero ante todo, apártate un poco hacia el costado. Antes de que tú asciendas, hay otros que deben descender. Mis pequeñas mascotas, mis pequeños amigos…

Dumitru se aplastó contra el muro lateral y se oyó un ruido de alas, aumentado por el cañón de la chimenea hasta parecer un rugido, y una colonia de pequeños murciélagos, cuyos cuerpos formaban una columna casi sólida, descendió por el conducto y se dispersó por las criptas subterráneas. Durante unos momentos, que a Dumitru le parecieron muy largos, no dejaron de salir murciélagos, y el joven empezó a pensar que aquello no acabaría nunca, pero por fin el rugido se hizo más y más débil, salieron unos pocos animales rezagados y después volvió el silencio.

Sube ahora
—dijo Ferenczy, y se aferró con más fuerza a la mente de su esclavo.

Los peldaños eran anchos y poco profundos, había unos treinta centímetros de distancia entra cada uno de ellos y el siguiente, y estaban firmemente embutidos en el enlucido que unía las piedras. Dumitru descubrió que podía sostenerse para subir con una sola mano, y con la otra llevar la antorcha. Después de nueve o diez peldaños, la chimenea se hizo mucho más estrecha, y unos diez escalones más adelante describió una curva de unos cuarenta y cinco grados y se convirtió en poco más que un estrecho cañón ascendente. Poco más adelante, desaparecieron los peldaños de hierro y fueron reemplazados por estrechos escalones de piedra. Poco después, el «suelo» se volvió completamente horizontal y el techo gradualmente alcanzó una altura de alrededor de tres metros y medio.

Dumitru se encontró ahora en un estrecho corredor de no más de noventa centímetros de ancho y un largo imposible de determinar. Una sensación de horror se apoderó de él, y le hizo que se detuviera. Temblando, bañado en un sudor helado, el corazón latiendo en su pecho como un pájaro atrapado, el joven alzó su antorcha. Adelante, entre las sombras que no alcanzaba a despejar la débil luz, un par de ojos triangulares —feroces ojos de lobo—, parecían flotar cerca del suelo, y relampaguearon reflejando la luz temblorosa de la antorcha. Los ojos estaban fijos en Dumitru.

Es un viejo amigo mío, Dumiitruuu
—la voz de Janos Ferenczy se deslizó en la mente del joven como un lodo incorpóreo—.
Igual que los cíngaros, él, sus descendientes y todos los de su raza me han guardado durante muchos años. Si no fuera por estos lobos, más de un curioso se atrevería a invadir mi morada. ¿Te ha asustado? ¿Creíste que él estaba más arriba, y a tus espaldas, y te sorprendió encontrártelo delante? ¿Pero no te das cuenta de que éste es mi refugio? Y muy malo sería si en él sólo se pudiera entrar o salir por una sola vía. Si sigues este pasadizo, verás que acaba en una cueva en la ladera de la montaña. Claro que no tendrás que ir tan lejos…

La voz no se molestó en disimular la amenaza. Ferenczy ahora obtendría lo que le era debido. Su garra se cerró implacable sobre la mente y la voluntad del joven, y el barón ordenó con voz helada:

Sigue
.

Más allá del joven, el gran lobo se dio la vuelta y continuó con largos pasos hasta que su sombra gris se fundió en la oscuridad. Dumitru le siguió con pasos inseguros; el corazón le latía tan fuerte que el joven pensó que oía el zumbido de su sangre en las venas como se oye el mar en el hueco de una caracola. Y él no era el único que lo oía…

¡Ah, hijo mío, hijo mío!
—la voz era un gorgoteo de monstruosa esperanza, de deseo sin límites—.
Tu corazón salta en el pecho como un ciervo herido por un rayo. ¡Cuánto vigor, cuánta juventud! Pero ten la seguridad de que lo que te da tanto miedo está a punto de concluir, Dumiitruuu…

El pasadizo se ensanchó; a la izquierda de Dumitru el muro continuaba como antes, pero a la derecha una depresión, una especie de trinchera corría paralela, cavada en la sólida roca, y se hacía más profunda a cada paso que daba el joven. Dumitru alzó la antorcha sobre el borde y miró hacia abajo, y en lo más profundo del foso vio… la boca y el estrecho cuello de una urna negra, medio enterrada en la oscura tierra.

La abertura de la urna —como una boca de labios salientes, que parecían expandirse y contraerse en una mueca horrible a la luz temblorosa de la antorcha— estaba a poco más de un metro por debajo del sendero donde se encontraba Dumitru. Atrás de la urna, el suelo de roca de la trinchera había sido excavado en forma de V, y descendía suavemente como un canalón hasta la boca del recipiente, donde se estrechaba hasta adquirir la forma de un pitorro que penetraba en los labios; en la dirección contraria, el gran canalón en forma de V ascendía suavemente y se perdía en las sombras. Parecía una de esas tuberías que juntan el agua de la lluvia y la vierten dentro de un tonel, y, tal como una tubería, estaba manchado por el líquido que había corrido en él…

Dumitru permaneció de pie y tembloroso durante unos instantes, sin comprender del todo lo que veía, pero sabiendo intuitivamente qué era, sabiendo que aquel artilugio era la verdadera encarnación del mal. Y mientras exudaba un helado y viscoso sudor, y sentía que su cuerpo temblaba sin cesar, la voz de su torturador resonó una vez más en su mente confusa.

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