El ladrón de cuerpos (56 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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Pero ni siquiera con esos ojos míos pude ver en semejante penumbra. ¿De dónde venía la luz de este lugar? Ella acababa de apagar la lamparita del fondo; recorrió la sala entera, fue dejando atrás cama tras cama, con andar rápido y la cabeza agachada. El médico hizo un gesto de cansancio y se alejó.

No le mires las patillas desteñidas, los anteojitos ni la giba de su espalda redondeada. Ya le viste el cartelito plástico con el nombre. ¡No es un fantasma!

La puerta con tela metálica golpeó suavemente detrás del hombre, cuando él ya se alejaba.

Gretchen se hallaba parada en la leve penumbra. Qué hermoso el pelo ondulado, que llevaba hacia atrás de la tersa frente, y sus grandes ojos de mirada firme. Me vio los zapatos antes de verme a mí. De pronto, tomó conciencia del extraño, de su silueta blanquecina, callada —no dejé escapar ni un suspiro— en la quietud total de la noche, en un lugar al que no pertenecía.

El médico se había esfumado. Parecían habérselo tragado las sombras, pero sin duda andaba por ahí afuera, en las tinieblas.

Yo estaba parado contra la luz que venía de la oficina. Me abrumaba el olor femenino, en el que se mezclaba la sangre con el perfume limpio de un ser vivo. Dios mío, verla con esa visión, ver la belleza resplandeciente de sus mejillas. Pero yo tapaba la luz, ¿verdad?, porque la puerta era muy pequeña. ¿Veía ella mis facciones con suficiente nitidez? ¿Notaba el color fantasmal de mis ojos?

— ¿Quién es usted? —Fue un susurro bajo, cauteloso. Estaba lejos de mí, desamparada, contemplándome con expresión recelosa.

—Gretchen, soy Lestat. Vine a verte, como te prometí.

Nada se agitó en el pabellón largo y angosto. Las camitas parecían congeladas tras el tul de los mosquiteros. Empero, la luz se movía en las rutilantes bolsitas de líquido, a la manera de infinitas lamparitas plateadas cuando brillan en la penumbra opaca. Alcancé a oír la respiración leve, regular, de los cuerpos dormidos. Y un sonido ahogado, rítmico, como el de un niño que juega a golpetear una y otra vez la pata de una silla con el taco del zapato.

Gretchen alzó lentamente su mano derecha y con instintivo aire protector la apoyó sobre su pecho, bajo el cuello. Se le aceleró el pulso. Noté que sus dedos se cerraban como aferrando un relicario, y luego vi la luz que se reflejaba en la delgada cadenita de oro.

— ¿Qué es eso que llevas al cuello?

— ¿Quién es usted? —volvió a preguntar con labios temblorosos. Su murmullo puede decirse que tocó fondo. La luz tenue de la oficina, a mis espaldas, resaltaba en sus ojos. Me miró la cara, las manos.

—Soy yo, Gretchen. No te haré daño. Ni se me ocurriría hacer te el menor daño. Vine porque te lo había prometido.

—No... no le creo. —Retrocedió unos pasos; sus suelas de goma apenas rasparon el piso de madera.

—No me tengas miedo, Gretchen. Quería que supieras que es verdad todo lo que te dije. —Hablaba yo con suma suavidad. ¿Ella me estaría oyendo?

Me di cuenta de que trataba de aclarar su vista, como segundos antes yo también había tenido que hacerlo. El corazón le latía con fuerza, los senos se le movían delicadamente bajo la rígida tela de algodón mientras la exquisita sangre subía de pronto a su rostro.

—Estoy aquí, Gretchen. Vine a darte las gracias. Toma, esto es para la misión.

Como un estúpido metí la mano en el bolsillo, saqué un montón de billetes del Ladrón de Cuerpos y se los tendí. Mis dedos temblaban; los de ella también. El dinero parecía sucio y absurdo, como una pila de basura.

—Tómalo, Gretchen; servirá para los niños. —Me di vuelta y otra vez vi la vela... ¡la misma vela! ¿Por qué ésa? Dejé el dinero a su lado y oí crujir las maderas del piso bajo mi peso cuando me adelanté hasta la mesita.

Cuando me volví para mirarla, ella se me acercó, temerosa, con los ojos muy abiertos.

— ¿Quién es usted? —murmuró por tercera vez. Qué grandes su ojos, qué oscuras sus pupilas cuando recorrieron mi figura como dedos que se retiran de algo que los puede quemar. — ¡Le pido que me diga la verdad!

—Lestat, a quien curaste en tu propia casa, Gretchen. He podido recuperar mi forma verdadera, y vine porque te lo había prometido.

Ya me estaba resultando arduo soportar el resurgimiento de mi vieja ira, a medida que en ella se intensificaba el miedo, que sus hombros se ponían rígidos, que sus brazos se juntaban y la mano que aferraba la cadenita del cuello comenzaba a temblar.

—No le creo —me espetó con el mismo susurro estrangulado, echándose atrás con todo el cuerpo aunque, en realidad, no se había movido ni un paso.

—No, Gretchen. No me mires con desprecio. ¿Qué te hice para que me mires así? Conoces mi voz. Sabes lo que hiciste por mí. Vine a darte las gracias.

— ¡Mentiroso!

—Eso no es cierto. Vine porque... porque quería verte de nuevo.

Dios santo, ¿se me estaban escapando unas lágrimas? ¿Eran ahora mis emociones tan volátiles como mi poder? Y ella vería surcar por mi rostro las lágrimas de sangre, lo cual la atemorizaría más aún. No me atreví a mirarla a los ojos.

Me di vuelta y contemplé la velita. Dirigí mi voluntad al pabilo y comprobé que la llama, una lengüita amarilla, aumentaba de tamaño. Mon Dieu, el mismo juego de sombras en la pared. Ella contuvo el aliento al mirarla; luego me miró de nuevo a mí, al tiempo que aumentaba la iluminación que nos rodeaba, y por vez primera pudo ver clara e inconfundiblemente los ojos que estaban fijos sobre ella, el marco de pelo del rostro que la miraba, las uñas brillosas de mis manos, los dientes blancos, visibles apenas, quizá, entre mis labios entreabiertos.

—Gretchen, no me tengas miedo. En nombre de la verdad, mírame. Me hiciste prometer que iba a venir. No te mentí, Gretchen. Tú me salvaste.

Estoy aquí, y no existe Dios, me dijiste. Viniendo de cualquier otra persona no me habría importado, pero tú misma lo dijiste.

Se llevó las manos a los labios, en el mismo instante retrocedió, y a la luz de la vela pude ver entonces que lo que colgaba de la cadenita era una cruz de oro. ¡Oh, Dios, gracias por ser una cruz y no un relicario! Retrocedió de nuevo, al parecer sin poder evitar un movimiento impulsivo.

Sus palabras fueron un susurro vacilante.

— ¡Aléjate de mí, espíritu maligno! ¡Sal de esta casa de Dios!

— ¡No te voy a hacer daño!

— ¡Aléjate de estos pequeños!

—Gretchen, no voy a hacer ningún mal a los niños.

—En nombre de Dios, aléjate de mí... Vete. —Con la mano derecha volvió a aferrar la cruz y la levantó en dirección a mí, con el rostro encendido, los labios húmedos, flojos y temblorosos en su histeria, sus ojos privados de razón cuando volvió a hablar. Advertí que se trataba de un crucifijo con el diminuto cuerpo retorcido del Cristo muerto.

—Sal de esta casa, que está protegida por Dios. El vela por estos niños.

Vete.

—En nombre de la verdad, Gretchen —respondí en voz baja como la de ella, preñada de sentimiento como era la suya también. — ¡Me acosté contigo! Y vine.

— ¡Mentiroso! —sentenció—. ¡Mentiroso! —Su cuerpo se estremecía con tanto ímpetu, que parecía a punto de perder el equilibrio y caer.

—No, es verdad, totalmente verdad. Gretchen, no voy a hacer nada de malo a los niños. No te haré daño a ti.

Un instante más y seguramente iba a perder la razón por completo, lanzaría alaridos de impotencia, y la noche toda la oiría. Todos los habitantes del complejo saldrían a atenderla, aunándose tal vez en el mismo grito.

Pero permaneció ahí, temblando con todo el cuerpo, y de su boca abierta sólo escapó un llanto seco.

—Me voy, Gretchen. Te dejo, si eso es lo que quieres. ¡Pero he cumplido mi promesa! ¿Hay algo más que pueda hacer?

De una de las camitas partió un rezongo, luego, un quejido de la otra, y ella miró ansiosa hacia uno y otro lado.

Echó a correr y atravesó la pequeña oficina, mientras a su paso salieron volando unos papeles del escritorio. Cuando se internó en la noche, la puerta de tela metálica golpeó tras ella.

Oí sus sollozos lejanos y, aturdido, giré en redondo.

Vi caer la lluvia en callada llovizna. Vi que, del otro lado del claro, Gretchen corría hacia las puertas de la capilla.

Te dije que le ibas a hacer daño.

Di media vuelta y recorrí todo el pabellón con la mirada.

—No estás aquí. ¡Ya he terminado contigo! —musité.

A la luz de la vela vi con toda claridad a la niña pese a que permanecía en el otro extremo de la sala. Seguía zarandeando la pierna, golpeando con el taco la pata de la silla.

—Vete —dije lo más suavemente que pude—. Todo ha terminado.

En efecto, me caían lágrimas, lágrimas de sangre por la cara. ¿Las habría visto Gretchen?

—Vete —repetí—. Todo acabó, y yo también me voy.

Me pareció que sonreía, pero no sonreía. Su rostro se convirtió en la imagen de la inocencia, la cara del relicario del sueño. Y en la quietud, mientras yo me quedaba paralizado mirándola, toda la imagen se mantuvo en su totalidad, pero dejó de moverse. Luego se disolvió.

Y sólo vi una silla vacía.

Muy despacio, me volví hacia la puerta. Una vez más me enjugué las lágrimas, con desagrado, y guardé el pañuelo.

Las moscas zumbaban contra la tela metálica de la puerta. Qué clara era la lluvia, que seguía cayendo, persistente. Luego llegó el suave ruido del chaparrón más intenso, como si el cielo hubiera abierto lentamente la boca para suspirar. De algo me olvidaba. ¿Qué era? Ah, la vela; de apagar la vela, no fuera que provocara un incendio e hiciera daño a esos chiquitos.

Y fíjate allá en el fondo, la niñita rubia bajo la carpa de oxígeno, la envoltura de plástico crujiente lanzando destellos como si estuviera hecha con trocitos de luz. ¿Cómo pudiste ser tan tonto y encender una llama en esa habitación?

Apagué la luz haciendo chasquear los dedos. Saqué todo lo que tenía en los bolsillos y dejé ahí los billetes arrugados y sucios, cientos y más cientos de dólares, e incluso algunas monedas.

Después me marché, pasé muy despacio ante las puertas abiertas de la capilla. En medio de la lluvia que arreciaba oí sus rezos, sus murmullos rápidos, la vi arrodillada ante el altar; y tras sus brazos extendidos en cruz, divisé el fuego enrojecido de una vela que titilaba.

Sentí deseos de irme. En lo más profundo de mi alma herida, me dio la sensación de que era eso lo que quería. Pero, una vez más, algo me retuvo. Había percibido el inconfundible aroma de la sangre.

Provenía de la capilla, y no era la sangre que corría por las venas de Gretchen, sino sangre que manaba de una nueva herida.

Me acerqué más, tratando de no hacer ni el menor ruido, hasta que quedé junto a la puerta del templo. El olor se volvió más intenso. Entonces vi la sangre que le goteaba de sus manos extendidas. La vi en el piso, corriendo en delgados hilos que partían de sus pies.

—Líbrame del mal, oh Dios, llévame contigo, Sagrado Corazón de Jesús, estréchame en tus brazos...

No me vio ni oyó aproximarme. Un suave brillo afluyó a sus mejillas, brillo hecho de la luz palpitante de la vela y el resplandor que provenía de su interior, el gran arrobamiento que en ese instan te la embargaba, separándola de todo el entorno, incluso de la silueta oscura que había a su lado.

Miré el altar. Vi en lo alto el enorme crucifijo y, debajo, el brillante sagrario y la vela encendida en su vasito rojo, lo cual indicaba que allí estaba el Santísimo Sacramento. Una ráfaga de aire entró por las puertas abiertas, llegó hasta la campanilla y le arrancó un leve tañido, apenas audible por sobre el sonido de la brisa misma.

Volví a mirar a Gretchen, su rostro erguido, los ojos entrecerrados, la boca muy laxa pese a que aún desgranaba palabras.

—Jesucristo, mi amado Jesucristo, tómame en tus brazos. Y en medio de la bruma de mis lágrimas, vi la sangre roja, espesa, que fluía copiosa de sus palmas abiertas.

En el complejo se oyeron voces sosegadas. Puertas que se abrían y cerraban. Ruido de gente que corría sobre la tierra. Cuando giré, vi siluetas oscuras reunidas en la entrada, un racimo de ansiosas figuras femeninas. Oí una palabra susurrada en francés, que quería decir "desconocido". Y luego un grito ahogado:

— ¡El demonio!

Por el pasillo central enfilé hacia ellos, obligándolos quizás a dispersar se, por más que en ningún momento los toqué ni los miré; pasé rápidamente a su lado y salí a la lluvia.

Luego me detuve y giré en redondo. Ella seguía de rodillas y los demás la rodeaban. Hubo exclamaciones reverentes de "¡Milagro!" y "¡Estigma!".

Todos se hacían la señal de la cruz y caían de hinojos mientras, como en trance, Gretchen continuaba articulando monótonas plegarias.

—Y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios, y el Verbo se hizo carne.

—Adiós, Gretchen —murmuré.

Después ingresé, libre y solo, en el tibio abrazo de la noche salvaje.

25

Debí haberme ido a Miami esa misma noche. David podía necesitarme... Y por supuesto, no tenía ni idea de dónde podría estar James.

Pero no fui capaz —estaba demasiado conmovido—, y antes de la mañana me encontré a gran distancia de la pequeña Guyana Francesa, aunque todavía en la jungla voraz, sediento y sin posibilidades de saciarme.

Una hora antes del amanecer llegué a un antiguo templo —un gran rectángulo de piedra gastada— tan cubierto de enredaderas y otros retorcidos follajes, que quizá resultara invisible hasta para los mortales que acertaran a pasar a escasos centímetros de añí. Pero como no había camino, ni siquiera una senda que atravesara ese sector de la jungla, supuse que hacía siglos que no era transitado por nadie. Ese lugar era mi secreto.

Con excepción de los monos, claro, que se habían despertado con la luz del alba. Una verdadera tribu de ellos había sitiado el tosco edificio en medio de chillidos, reunidos en enjambres por todo el techo plano y los costados en declive. Con desgano y un esbozo de sonrisa en mi rostro los observé retozar. En toda la selva se había iniciado un renacimiento. El coro de los pájaros tenía mucho más volumen que en las horas de penumbra total y, a medida que aclaraba, fui percibiendo en derredor innumerables tonalidades de verde. Anonadado, tomé conciencia de que no iba a ver el sol.

Mi estupidez en cuanto a ese tema me sorprendió un poco. Cuan cierto es que somos hijos de la costumbre. Ah, ¿pero no era suficiente esa luz temprana? Qué placer volver a estar en mi viejo cuerpo... ...salvo si recordaba la expresión de asco total que puso Gretchen.

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