Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
—No puedo explicarlo —murmuré—. Todo ha sido tan rápido, tan repentino, y justo cuando ya creía que tú no lo deseabas. Tengo miedo por ti, miedo de que cometas un error.
—Yo quiero hacerlo —reconoció, pero qué forzada su voz, qué carente de su habitual matiz lírico—. Lo quiero más de lo que imaginas. Hazlo ahora, por favor. No prolongues mi agonía. Ven a mí. ¿Qué puedo hacer para invitarte, para que estés seguro? He tenido más tiempo que tú para meditarlo. Recuerda cuánto hace que conozco tus secretos, sin excepción.
Qué extraño me pareció su rostro, qué dura su mirada, qué agrio el rictus de su boca.
—David, algo anda mal. Lo sé. Escúchame. Debemos hablarlo. Quizá sea la conversación más importante que tengamos jamás. ¿Qué sucedió como para que tuvieras deseos de hacerlo? ¿Qué fue? ¿El tiempo que estuvimos juntos en la isla? Dímelo, porque tengo que comprenderlo.
—Estás perdiendo tiempo, Lestat.
—Oh, para esto hay que tomarse todo el que sea necesario. Será la última vez que el tiempo importe.
Me acerqué deliberadamente a él para impregnarme de su aroma, para que despertara en mí ese deseo que no reparaba en quién era él ni qué era yo, el apetito voraz que sólo podía saciarse con su muerte.
Retrocedió unos pasos y vi miedo en sus ojos.
—No, no te asustes. ¿Crees que te haría daño? ¡Jamás podría haber derrotado a ese estúpido Ladrón de Cuerpos, de no haber sido por ti! Su rostro se puso tieso, los ojos quedaron más pequeños, la boca formó una especie de mueca. Qué horrible lo vi, qué distinto a lo que era siempre. Dios santo, ¿qué es lo que cruzaba por su mente. ¡Esa decisión, ese momento, estaba saliendo todo mal! No había aleguna, intimidad. Así no debía ser.
—¡Ábrete a mí! —clamé.
Hizo gestos de negación, y sus ojos volvieron a entrecerrarse.
—¿No se va a producir cuando fluya la sangre? —Qué frágil su voz. — ¡Dame una imagen para guardar en mi mente, Lestat! Una imagen que me proteja del miedo.
Yo estaba desconcertado. No sabía qué quería decir.
—¿Te parece que piense en ti, en lo bello que eres —propuso con ternura —, en que vamos a ser compañeros para siempre?
—Piensa en la India. Piensa en el bosque de mangos, en la época en que más feliz has sido...
Quise decir más, quise decir no, en eso no, pero no sabía por qué. Y dentro de mí surgió el hambre, mezclada con una ardiente soledad, y una vez más vi a Gretchen, vi su expresión de horror. Me acerqué más. David,
David por fin... ¡Hazlo! y deja ya de hablar, qué importan las imágenes, ¡hazlo! ¿Qué te pasa? ¿Acaso tienes miedo?
Esta vez lo abracé con fuerza.
De nuevo vi miedo en él, fue algo súbito, y por un instante saboreé la exuberante intimidad física, el cuerpo alto y majestuoso entre mis brazos.
Mis labios recorrieron su pelo gris oscuro, aspira ron la conocida fragancia, mis dedos sostuvieron su cabeza, la acunaron. Luego, mis dientes quebraron la superficie de su piel incluso antes de que me propusiera hacerlo, y la sangre caliente, salada, fluyó sobre mi lengua, me llenó la boca.
David, David por fin.
Las imágenes me vinieron como una avalancha, los grandes bosques de la India, los elefantes grises que pasaban, las rodillas levantadas torpemente, las gigantescas cabezas que se movían, las orejas muy pequeñas golpeteando como hojas sueltas. La luz del sol que caía sobre el bosque. ¿Dónde está el tigre? Oh, Dios, ¡Lestat, el tigre eres tú! ¡Finalmente se lo hiciste! ¡Con razón no querías que pensara en eso! Tuve una visión fugaz de él observándome en el claro del bosque, el David de años atrás, espléndido, juvenil, sonriente, y de golpe, durante una fracción de segundo, apareció otra figura, la imagen superpuesta de otro hombre, o bien surgiendo desde adentro como una flor que se abre. Era un ser delgado, demacrado, canoso, de ojos sagaces. Y antes de que se esfumara una vez más dentro de la imagen inerte de David, ¡supe que había sido James!
¡El hombre que tenía en mis brazos era James!
Lo eché hacia atrás, y con la mano me limpié la sangre que me chorreaba de los labios.
—¡James! —grité.
Cayó contra el costado de la cama, aturdido, con gotas de sangre en el cuello de la camisa y una mano en alto.
— ¡No seas atropellado! —clamó, con la vieja entonación propia, sudoroso su rostro.
— ¡Que te pudras en el infierno! —vociferé, mirando esos ojos frenéticos que habitaban en la cara de David.
Me abalancé sobre él, que en la desesperación dejó escapar risas de loco y más palabras, presurosas, farfulladas.
— ¡Idiota! ¡Es el cuerpo de Talbot! ¡Cómo vas a hacerle daño al cuerpo de Talbot!
Lamentablemente, fue demasiado tarde. Traté de contenerme, pero lo aferré del cuello y lo arrojé contra la pared.
Horrorizado, vi que se estrellaba contra el yeso. Vi que le salía sangre de la nuca, oí el crujido espantoso de la pared rota y, cuando me estiré para abarajarlo, cayó directamente en mis brazos. Me miró con ojos bovinos, al tiempo que su boca luchaba con frenesí tratan do de articular alguna palabra.
—Mira lo que hiciste, imbécil. Mira... lo que...
— ¡Quédate dentro de ese cuerpo, monstruo! —dije, apretando los dientes —. ¡Mantenlo con vida!
Boqueaba. Un hilillo de sangre le salía de la nariz y entraba en su boca. Se le dieron vuelta los ojos. Lo sostuve, pero le colgaban los pies, como si estuviera paralítico.
—Idiota, llama a mi madre, llámala... mamá, mamá... Raglán te necesita...
No llames a Sarah. No se lo digas a Sarah. Llama a mi madre... —Luego perdió el conocimiento, la cabeza le cayó hacia un lado, y entonces lo tendí sobre la cama.
Me puse frenético. ¡Qué iba a hacer! ¿Podía curarle las heridas con mi sangre? No, el daño era interno, dentro de la cabeza, ¡del cerebro! ¡Dios mío! ¡El cerebro de David!
Manoteé el teléfono, tartamudeé el número de la habitación diciendo que era una emergencia. Había un hombre muy malherido producto de una caída. ¡Había tenido un accidente cerebral! Debían llamar de inmediato una ambulancia.
Corté y volví a donde él estaba. ¡El cuerpo y el rostro de David seguían ahí, inertes! Pestañeó, abrió y cerró la mano izquierda.
—Mamá... —murmuró—. Avísale a mamá. Dile que Raglán la necesita... Mamá.
—Ya viene. ¡Tienes que esperarla! —Suavemente le hice girar la cabeza a un lado. Pero, en verdad, ¿qué importaba? ¡Que saliera de allí si podía!
¡Ese cuerpo no se iba a curar! ¡Ese cuerpo nunca más sería apto para albergar a David! '
¿Y dónde diablos estaba David?
La sangre se desparramaba por toda la sobrecama. Me mordí la muñeca.
Dejé caer las gotitas en las mordeduras de su cuello. A lo mejor venía bien ponerle además otras gotitas en los labios. ¡Pero qué podía hacer por el cerebro! Dios mío, por qué lo hice...
—¡Idiota! —murmuró—. Mamá.
Su mano izquierda comenzó a agitarse de lado a lado sobre la cama.
Luego vi que todo el brazo se sacudía y, más aún, que también el costado izquierdo de la boca se le iba a un lado una y otra vez. Los ojos miraban hacia arriba con fijeza, y las pupilas dejaron de moverse. Siguió saliéndole sangre de la nariz, entrándole en la boca, ensuciándole los blancos dientes.
—Oh, David, no quise hacerte esto. ¡Dios mío, se 'va a morir!
Creo que él articuló una vez más la palabra "mamá". Pero ya se oían las
sirenas por el bulevar Ocean. Alguien golpeaba la puerta. Me coloqué a un costado cuando la abrieron, de modo que pude huir sin que me vieran.
Otros mortales subían presurosos por la escalera. Cuando pasé al lado de ellos, no vieron más que una sombra fugaz.' Me detuve un instante en el hall y, aturdido, miré a los empleados que corrían por doquier. El espantoso ulular de la sirena se oía cada vez más fuerte. Giré sobre mis talones y salí a la calle a los tumbos.
—Dios mío, David, ¿qué he hecho?
Una bocina de auto me sobresaltó; luego otra me sacó de mi estupor.
Estaba parado en medio del tráfico. Retrocedí y me alejé en dirección a la arena.
De repente se detuvo frente al hotel una ambulancia de grandes dimensiones. Un muchacho robusto bajó- del asiento delantero e ingresó en el hall, mientras el otro iba a abrir las puertas de atrás. Alguien gritó algo en el interior del edificio. Vi una silueta arriba, en la ventana de mi habitación.
Me alejé más aún. Las piernas me temblaban como si yo fuera mortal; con las manos me aferraba tontamente la cabeza, mientras contemplaba la tremenda escena a través de los anteojos ahumados, mientras veía congregarse la inevitable multitud, mientras muchos se levantaban de las mesas de restaurantes próximos para dirigirse a la entrada del hotel.
Ya no podía ver nada de manera normal, pero de todos modos reconstruí el espectáculo sacando imágenes de las mentes humanas: la camilla que cruzaba por el hall llevando atado el cuerpo inerte de David, los ayudantes apartando a los curiosos.
Se cerraron las puertas de la ambulancia y la sirena reinició su amenazante ulular. Y partió a toda velocidad, portando el cuerpo dé David quién sabe adonde.
Tenía que hacer algo, pero, ¿qué? ¡Entrar en el hospital y realizar el cambio con ese cuerpo! ¿Qué otra cosa lo puede salvar? ¿Y después tener a James dentro de él? ¿Dónde está David? Dios mío, ayúdame. Pero, ¿por qué habrías de hacerlo?
Por último, entré en acción. Corrí velozmente por la calle aprovechando que los mortales casi no podían verme, encontré una cabina telefónica de vidrio, me metí en ella y cerré la puerta.
Le indiqué a la operadora que quería hablar con Londres, al número de la Talamasca, "con cobro revertido. ¿Por qué demoraba tanto? Impaciente, golpeé el vidrio con el puño, sin quitar el auricular de la oreja. Por fin, una de las gentiles voces de la Talamasca aceptó el llamado.
—Escúcheme —dije, deletreando primero mi nombre completo—. Esto quizá le resulte raro, pero es muy importante. El cuerpo de David Talbot acaba de ser llevado de urgencia a un hospital de la ciudad de Miami. ¡Ni siquiera sé a cuál! Pero sé que ese cuerpo está muy malherido y puede morir. Le pido que comprenda que David no se halla dentro de ese cuerpo... ¿Me escucha? Está en otra par te...
Dejé de hablar.
Una silueta oscura había aparecido frente a mí, del otro lado del vidrio.
Mis ojos la miraron sin interés, dispuestos a ignorarla —después de todo, ¿qué me importaba que un mortal pretendiera apurarme para cortar?—, pero entonces vi que et que estaba ahí era mi ex cuerpo humano, joven y moreno, el mismo en el cual había habitado el tiempo suficiente como para conocerlo al dedillo. ¡Estaba contemplando la misma cara que apenas dos días antes había visto al mirarme en el espejo! Sólo que ahora era unos cinco centímetros más alto que yo. Estaba contemplando esos ojos tan conocidos.
El cuerpo vestía el mismo traje que le había puesto yo la última vez. Es más, incluso la misma remera blanca. Y una de esas manos se levantó en un gesto, sereno como la expresión del rostro, para darme la orden inconfundible de que cortara.
Dejé el tubo en su soporte.
Con un fluido movimiento, el cuerpo dio la vuelta hasta el frente de la cabina y abrió la puerta. La mano izquierda aferró mi brazo y. con mi total colaboración, me sacó a la acera, al viento suave.
—David —dije—, ¿sabes lo que he hecho?
—Creo que sí —repuso, enarcando las cejas. De la boca joven salía el conocido acento británico. —Vi la ambulancia en el hotel.
—¡Fue un error, David! ¡Un error horrible, espantoso!
—Vamos, vamonos de aquí. —Esa sí, era la voz que yo recordaba, tranquilizadora en extremo, gentil, convincente.
—Pero, David, no entiendes. Tu cuerpo...
—Ven, ya me contarás todo.
—Se está muriendo, David.
—Entonces no es mucho lo que podemos hacer.
Y ante mi total asombro, me rodeó con su brazo, se inclinó hacia mí con su consabido estilo perentorio, y me urgió para que fuera con él hasta la esquina a buscar un taxi.
—No sé en qué hospital —confesé. Seguía temblando como una hoja. No podía aquietar mis manos. Y el hecho de que me mirara con tanto aplomo me conmovió sobremanera, sobre todo cuando de ese rostro bronceado partió la misma voz de siempre.
—No vamos al hospital —dijo, como se intentara calmar a un niño histérico. Le hizo una seña a un taxi. —Vamos, sube.
Se sentó a mi lado y dio al chofer la dirección del hotel Grand Bay, de Coconut Grove.
Me hallaba todavía en un estado de shock como el que sufren los mortales, cuando entramos al amplio hall de pisos de mármol. En medio de una especie de bruma reparé en el mobiliario suntuoso, en los inmensos jarrones con flores, en los turistas de atuendo elegante que circulaban por allí. Con toda paciencia, el hombre alto de piel morena que antes había albergado a mi antiguo yo me condujo al ascensor, y juntos subimos en silencio hasta el piso alto.
No podía apartar mis ojos de él, pero el corazón seguía latiéndome con fuerza debido a lo sucedido un rato antes. ¡Si hasta sentía aún en la boca el gusto a la sangre del cuerpo herido!
Entramos en una suite amplia, decorada en tonos apagados, con amplios ventanales del piso al techo que daban a la noche, a las iluminadas torres de la apacible Biscayne Bay.
—No entiendes lo que he estado tratando de decirte —sostuve, contento por fin de estar a solas con él. Lo miré ubicarse frente a mí, ante la mesita redonda de madera. —Lo lastimé mucho, David.
Presa de furia, lo herí. Lo... aplasté contra la pared.
—Siempre el mismo temperamento, ¿eh, Lestat? —dijo, pero con la voz que uno usa para tranquilizar a un niño sobreexcitado.
Una sonrisa cariñosa encendió el rostro de finas líneas, bellamente cincelado, y la boca ancha, serena: la inconfundible sonrisa de David.
No pude reaccionar. Lentamente bajé los ojos, los aparté de su cara radiante para posarlos en sus hombros recios que en ese momento se apoyaban contra el respaldo de la silla, en toda su figura distendida.
— ¡Me hizo creer que eras tú! —clamé, tratando de volver a concentrarme
—. Se hizo pasar por ti. Y yo le conté todas mis desventuras. Me prestó atención, me tiró de la lengua. Después pidió el Don Misterioso. Dijo que había cambiado de opinión. ¡Hasta me engatusó para que subiera a las habitaciones y se lo diera! ¡Fue espeluznante, David! Era lo que siempre quise y, sin embargo, ¡había algo raro! Algo de siniestro que él tenía. Hubo ciertos indicios, sí, pero no los vi. Qué tonto he sido.