El ladrón de cuerpos (52 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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—Dios mío, ¿te das cuenta de que voy a dejarte solo con ese monstruo,

David? ¿Por qué no lo atacamos juntos apenas se ponga el sol?

—De ninguna manera. ¡Eso implicaría una lucha sin cuartel! Y él puede aferrarse denodadamente al cuerpo, salir volando y dejarnos a bordo de este barco, que estará navegando la noche entera. Ya lo tengo todo pensado, Lestat. Cada parte del plan es fundamental. Tenemos que encararlo en su momento más débil, poco antes del amanecer, y aprovechar cuando el buque esté por atracar, porque él va a estar muy contento de poder desembarcar. Confía en que voy a poder ocuparme de él. ¡No sabes cuánto lo odio! Si lo supieras, tal vez no te preocuparías

tanto. ; —Ten por seguro que cuando lo encuentre, lo mato.

—Razón de más para que prefiera bajar a tierra. Va a querer sacarte ventaja y yo, además, le aconsejaré que huya de prisa.

—La caza mayor. Me va a encantar. Lo encontraré aunque se oculte en otro cuerpo. Qué hermoso juego va a ser.

David permaneció un momento en silencio.

—Lestat, existe otra posibilidad, por supuesto...

—¿Cuál? No te entiendo.

Desvió la mirada como tratando de elegir las palabras más adecuadas.

Luego me miró a los ojos.

—Podríamos destruir a ese ser, ya lo sabes.

—David, ¿estás loco...?

—Entre los dos podríamos hacerlo. Hay formas. Antes de ponerse el sol podríamos aniquilarlo, y tú quedarías...

—¡No sigas! —me irrité. Pero al ver su semblante triste, su inquietud, su evidente confusión moral, lancé un suspiro y proseguí en un tono más calmo. —David, soy el vampiro Lestat. Ese cuerpo al que te refieres es el mío, y vamos a recuperarlo.

No me respondió de inmediato. Luego asintió con energía y musitó:

—Sí, correcto.

Hicimos una pausa, que yo aproveché para repasar cada paso del plan.

Cuando volví a mirarlo, lo noté tan pensativo como antes; más aún, muy absorto.

—Creo que todo va a salir bien —sostuvo—, máxime cuando recuerdo las descripciones que me diste de él en ese cuerpo. Dijiste que se sentía incómodo, torpe. Y, por supuesto, no debemos olvidarnos de la clase de ser humano que es: su verdadera edad, su antiguo modus operandi, por así decirlo. Hmmm. No me va a quitar el revólver. Sí, pienso que todo saldrá como lo planeamos.

—Lo mismo digo.

—Y tomando en cuenta todos los factores —agregó—, ¡es la única oportunidad que tenemos!

22

Durante las dos horas siguientes seguimos explorando el barco. Era de capital importancia que pudiéramos escondemos dentro de él por la noche, hora en que James andaría paseando por las diferentes cubiertas.

Teníamos que recorrerlo por ese motivo, aunque debo confesar que, de todos modos, el barco me inspiraba una enorme curiosidad.

Salimos del estrecho Bar de la Reina y regresamos al cuerpo principal del buque, para lo cual tuvimos que pasar frente a numerosas puertas de camarotes antes de llegar al entrepiso circular con su ciudadela de elegantes boutiques. Luego bajamos por una escalera de caracol, cruzamos una amplia pista de baile y arribamos a otros bares y salones, todos alfombrados y con atronadora música electrónica; pasamos por una piscina cubierta alrededor de la cual almorzaban centenares de personas en grandes mesas redondas; salimos a otra piscina, esta vez al aire libre, donde un sinnúmero de viajeros tomaban sol en reposeras, dormitaban o bien leían el diario 0 pequeños libros encuadernados en rústica.

Pasamos frente a una pequeña biblioteca, llena de silenciosos lectores, y un casino que no iba a abrir mientras el buque no zarpara. Había allí máquinas tragamonedas, apagadas y sombrías, y mesas para jugar al blackjack y a la ruleta.

A continuación, un salón y otro más, uno con ventanas, el otro en la penumbra total, y un hermoso restaurante para pasajeros de mediana categoría al que se accedía por escaleras de caracol. Un tercer salón — también muy atractivo— estaba destinado a viajeros de las cubiertas inferiores. Hacia abajo fuimos, dejando atrás el camarote que era mi escondite secreto. Descubrimos también no uno, sino dos centros de estética corporal, con sus máquinas para sacar músculos y salas para limpiar los poros con chorros de vapor.

Encontramos un pequeño hospital, con enfermeras de blanco y minúsculas habitaciones muy iluminadas; en una esquina, un amplio recinto sin ventanas y, en su interior, varias personas trabajan do ante computadoras. Había una peluquería y salón de belleza para mujeres, y otro local similar para hombres. También vimos una oficina de turismo y, en otro momento, algo que parecía ser un banco.

Y siempre caminábamos por pasillos angostos que daban la impresión de no tener fin. Nos rodeaban eternamente paredes y techos de un aburrido tono beige. A continuación de una alfombra aparecía otra de distinto color, tan horrible como aquélla; los chillones diseños modernos se juntaban en los lugares de acceso con tanta violencia que daban ganas de reírse. Perdí la cuenta de las numerosas escaleras de peldaños poco profundos y alfombrados. Me costaba distinguir entre un grupo de ascensores y otro. Donde quiera que posaba los ojos veía puertas numeradas de camarotes. Los cuadros de adorno eran insulsos e imposibles de distinguir uno de otro. A cada rato tenía que consultar los diagramas para saber a ciencia cierta dónde había estado y hacia dónde me dirigía, o bien para salir de algún camino circular por el que pasaba por cuarta o quinta vez.

A David todo eso le resultaba sumamente divertido, sobre todo cuando en cada recodo nos encontrábamos con otros pasajeros perdidos. Por lo menos en seis oportunidades ayudamos a personas de mucha edad a encontrar determinado sitio. Y después volvíamos a Perdemos otra vez.

Por último, no sé por qué milagro pudimos orientamos, cruzamos el angosto Bar de la Reina, subimos la secreta Cubierta Insigne y llegamos a nuestros camarotes. Faltaba apenas una hora para el crepúsculo, y las gigantescas máquinas ya se habían puesto en funcionamiento.

No bien me hube cambiado para la noche —con remera blanca y traje de verano—, me encaminé a la terraza para ver salir el humo de la enorme chimenea. Todo el barco había comenzado a vibrar por la potencia de las máquinas. Y la tenue luz caribeña se apagaba tras las sierras lejanas.

Un miedo atroz me atenaceó, como si la vibración de los moto res me hubiera apresado las entrañas. Pero no tenía nada que ver con eso.

Simplemente pensaba que nunca más iba a volver a ver esa intensa luz natural. En el futuro vería la luz de escasos momentos —el atardecer—, pero nunca un manchón de sol sobre el agua, nunca ese brillo áureo en ventanas distantes ni el cielo azul tan límpido en su última hora, tras las nubes movedizas.

Quise aferrarme al instante, saborear cada cambio leve, sutil. Y al mismo tiempo no lo quería. Siglos atrás, no había habido un adiós a las horas del día. Aquel último día fatídico, el sol se estaba poniendo, y hasta este momento no se me había ocurrido pensar que no lo vería nunca más. ¡Ni se me había pasado por la mente!

Era lo más lógico que quisiera quedarme ahí, sintiendo su dulce tibieza, disfrutando esos preciados instantes de luz cabal.

Pero en realidad no lo quería. No me importaba. Había visto la luz en momentos más prodigiosos. Aquello iba a terminar, ¿no? Pronto volvería a ser Lestat, el vampiro.

Entré y crucé lentamente el camarote. Me miré en el espejo grande. Ah, ésta iba a ser la noche más larga de mi existencia, pensé; más larga incluso que aquella terrible noche de frío y enfermedad pasada en Georgetown. ¡Ni quería imaginar qué pasaría si algo salía mal!

David me esperaba en el pasillo con traje de hilo blanco, característico en él. Dijo que debíamos salir de ahí antes de que el sol se ocultara bajo las olas. Yo no estaba tan ansioso, porque no me parecía que ese ser chapucero fuera a saltar del baúl y se internara en el ardiente crepúsculo, como tanto me gustaba hacer a mí. Por el contrario, seguro que, por miedo, aguardaría un rato dentro del baúl antes de salir.

¿Qué haría después? ¿Descorrer las cortinas de su terraza, bajar del buque por esa vía para ir a robarle a alguna pobre familia de la costa lejana? Pero como ya había robado en Grenada, a lo mejor tenía pensado descansar.

Imposible saberlo.

Bajamos de nuevo al Bar de la Reina y salimos a la ventosa cubierta.

Muchos pasajeros estaban afuera para ver cuando el barco se alejara del puerto. La tripulación se aprontaba. Una gruesa columna de humo gris brotaba de la chimenea, mezclándose con la luz menguante del cielo.

Apoyé los brazos en la borda y dirigí la mirada hacia la curva de tierra.

Las olas, siempre cambiantes, captaban y retenían la luz con mil diferentes matices y grados de opacidad. ¡Pero cuánto más variada y translúcida me parecería mañana por la noche! Sin embargo, al contemplarla ahora, se me borró toda idea de futuro. Me abandoné a la majestad pura del mar, a la luz de un rojo ígneo que bañaba y alteraba el azul del cielo infinito.

A mi alrededor, los mortales parecían aplacados. Se conversaba poco. La gente se reunía en la ventosa popa para rendir homenaje a ese instante.

La brisa allí era sedosa, fragante. El sol naranja oscuro, simple ojo que parecía espiarnos desde el horizonte, de pronto se hundió, no se lo vio más. Una gloriosa explosión de luz amarilla tiñó el borde inferior de las cuantiosas nubes, mientras un resplandor rosado subía y subía, internándose en los cielos infinitos y brillantes. Y a través de esa sublime niebla de color aparecieron los primeros parpadeos de las estrellas.

El agua se tornó oscura; las olas chocaban con fuerza contra el casco. Me di cuenta de que la nave ya se movía. Y de improviso dejó escapar un potente silbido, un grito que arrancó miedo y excitación de mis entrañas.

Tan lento y uniforme era su movimiento, que me vi obligado a no apartar los ojos de la costa para medirlo. Estábamos girando hacia el oeste, internándonos en la luz que moría.

David tenía la mirada vidriosa. Su mano derecha aferraba la baranda.

Contemplaba el horizonte, las nubes y, más allá, el rosa intenso del cielo.

Quise decirle algo, algo importante que le transmitiera el profundo amor que me embargaba. De pronto tuve la sensación de que el corazón se me partía, me volví lentamente hacia él y apoyé mi mano izquierda sobre su derecha, apoyada en el parapeto.

—Lo sé —dijo en susurros—. Créeme que lo sé. Pero ahora tienes que ser inteligente. Guárdatelo en tu interior.

Oh, sí, bajar el velo, convertirme en uno de los tantos centenares que están aislados, en silencio. Quedarme solo. Y ése, mi último día de mortal, había tocado a su fin.

Otra vez sonó la vibrante sirena. El barco casi había terminado de dar la media vuelta y avanzaba hacia mar abierto. El cielo se oscurecía de prisa, se acercaba la hora de bajar a alguna de las cubiertas inferiores y de buscar un rinconcito en algún salón ruidoso donde nadie reparara en nosotros.

Eché una última mirada al cielo, noté que había desaparecido toda la luz, total e irremediablemente, y me entró frío en el corazón. Pero yo no podía lamentar la falta de luz; no podía. Lo único que mi alma monstruosa anhelaba era recuperar mis facultades vampíricas. No obstante, la tierra misma parecía exigirme algo mejor: que llorara por aquello a lo que había renunciado.

No pude hacerlo. Sentía tristeza, y me pesaba el fracaso aplastante de mi aventura humana mientras seguía ahí parado sintiendo la brisa tibia.

La mano de David me tironeó suavemente del brazo.

—Sí, entremos —acepté, y le di la espalda al delicado cielo del Caribe. Ya había caído la noche. Y mis pensamientos se hallaban con James, sólo con él.

Oh, cómo deseaba poder verlo levantarse de su escondite de seda. Pero sería demasiado peligroso. No existía ningún sitio desde donde pudiéramos observarlo sin correr riesgos. Lo único que podíamos hacer era ocultarnos.

Con la llegada de la noche, el barco mismo cambió.

Vimos al pasar, en las pequeñas tiendas rutilantes del entrepiso, una actividad ruidosa y febril. Abajo, hombres y mujeres ataviados con telas refulgentes ya iban ocupando sus lugares en el teatro.

En el casino, las máquinas tragamonedas habían cobrado vida con luces centelleantes, y un gentío se agolpaba entorno a la ruleta. Las parejas de ancianos bailaban al ritmo de una música suave y lenta interpretada por una orquesta en el umbrío salón de la Reina.

Una vez que encontramos un rinconcito apropiado en el lóbrego Club Lido, y que pedimos algo de beber, David me ordenó que me quedara ahí mientras él se iba solo a la Cubierta Insigne.

—¿Por qué? ¿Qué es eso de que me quede solo? —reaccioné indignado.

—Si él te llega a ver, te reconoce en el acto —dijo, como restándole importancia, con la actitud de quien le habla a un niño. Luego, calzándose un par de anteojos negros, agregó: —En mí no va a reparar.

—Está bien, jefe —acepté con fastidio. ¡Me molestaba tener que esperar ahí mientras él salía de aventura.

Me volví a echar hacia atrás en el sillón, bebí otro antiséptico sorbo de mi gin tonic y me esforcé por ver en medio de la molesta oscuridad a las parejas jóvenes que se movían contra las luces titilantes de la pista iluminada eléctricamente. El elevado volumen de la música me resultaba insoportable. Pero la vibración sutil del gigantesco paquebote, deliciosa.

Ya estábamos avanzando. En realidad, cuando miré más allá de ese pozo de sombras artificiales, a través de una de las numerosas puertas de vidrio, alcancé a ver que el cielo lleno de nubes, luminoso aún por el resplandor del atardecer, pasaba raudo junto a la nave.

Un barco extraordinario, pensé; eso debía admitirlo. A pesar de sus lucecitas chillonas y sus horribles alfombras, no obstante sus techos bajos, opresivos, y los numerosos y aburridos salones, seguía siendo un barco maravilloso.

Me hallaba cavilando al respecto, tratando de no enloquecer de impaciencia —más aún, de verlo todo desde la óptica de James—, cuando me distrajo a lo lejos la aparición de un muchacho rubio, hermosamente bronceado. Llevaba ropa de etiqueta, salvo un incongruente par de anteojos de color violeta. Me quedé un rato contemplando con deleite su apariencia cuando de pronto, horrorizado, caí en la cuenta de que ¡me estaba mirando a mí mismo!

Era James, con su traje negro de etiqueta y camisa almidonada, que escudriñaba el lugar tras unas modernas gafas y lentamente se encaminaba al salón donde yo me encontraba.

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