El ladrón de cuerpos (51 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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Parecía que la batalla estaba ganada, ya que David estaba usan do su poder de persuasión casi hipnótico. Sin embargo, el diálogo prosiguió con tonterías tales como que el señor Hamilton estaba muy enfermo, que el doctor Stoker había sido enviado por la familia para que lo cuidara, y que era de suma importancia que pudiera mirarle la piel. Ah, sí, la piel. El camarero entonces debió pensar que se trataba de alguna enfermedad que ponía en peligro la vida y por último confesó que sus compañeros estaban almorzando, que él era el único que quedaba en esa cubierta y que, de acuerdo, aceptaría mirar para otro lado si el doctor le daba la seguridad de que...

—Mi estimado amigo, yo me hago responsable de todo. Ah, y tome esto por las molestias que le he causado. Vaya a cenar en algún lugar lindo...

No, no proteste. Ahora deje todo en mis manos.

A los pocos segundos el pasillo había quedado vacío. Con una sonrisa triunfal, David me hizo señas de que fuera a reunirme con él. Me mostró la llave de la suite Reina Victoria, luego cruzamos el corredor y él la puso en la cerradura.

La suite era inmensa, en dos niveles separados por unos cuatro o cinco peldaños alfombrados. La cama se hallaba en el nivel inferior y se la veía muy desordenada; había almohadas metidas entre las sábanas para dar la impresión de que alguien dormía con la cabeza tapada por las mantas.

En el nivel superior estaban los sillones y las puertas que daban a la terraza. Las gruesas cortinas estaban corridas, de modo que casi no había luz. Entramos en silencio, encendimos la luz de arriba y cerramos la puerta.

Las almohadas dentro de la cama eran un ardid excelente para cualquiera que espiara desde el pasillo, pero si uno se acercaba advertía que no había tal truco sino sólo una cama revuelta.

¿Y dónde se hallaba el demonio? ¿Dónde estaba el baúl?

—Ah, ahí, en el extremo de la cama —dije. Lo había confundido con una especie de mesa pues estaba totalmente cubierto con una tela decorativa.

Vi entonces que se trataba de un ropero negro de metal con bordes de bronce, de tamaño suficiente como para albergar a un hombre tendido de lado, con las piernas flexionadas. La gruesa tela que lo envolvía sin duda se mantenía firme sobre la tapa con un poquito de adhesivo. Yo mismo había usado el mismo sistema en él viejo siglo.

Todo lo demás estaba inmaculado, aunque los armarios rebosaban literalmente de ropa fina. Revisé rápidamente los cajones de la cómoda pero no encontré documentos importantes. Era evidente que los pocos papeles que necesitaba los llevaba sobre su persona, persona que en esos instantes estaba oculta dentro del baúl. No había joyas ni alhajas escondidos que pudiéramos encontrar. Lo que sí hallamos fue una cantidad de sobres gruesos y grandes, ya franqueados, que el pérfido utilizaba para desprenderse de los tesoros robados.

—Cinco casillas de correo —dije, mientras los revisaba. David anotó todos los números en su libretita con tapas de cuero; luego volvió a guardársela en el bolsillo y miró el baúl.

Le advertí en susurros que tuviera cuidado, porque aun dormido él podía presentir el peligro. Que ni se le ocurriera tocar la cerradura.

David asintió. Se arrodilló en silencio junto al baúl, apoyó suavemente la oreja contra la tapa, y enseguida la retiró con una expresión feroz en el rostro.

—Está ahí adentro con seguridad —declaró, sin quitar los ojos del baúl.

—¿Qué oíste?

—Los latidos de su corazón. Ve y escúchalos tú mismo. Es tu corazón.

—Quiero verlo —dije—. Ponte de este lado, para no estorbar.

—Creo que no deberías.

—Quiero hacerlo. Además, tengo que conocer esa cerradura por si acaso.

—Me aproximé al baúl, y no bien vi la cerradura me di cuenta de que nunca había sido usada. O no la podía cerrar telepáticamente o bien nunca se había tomado la molestia. Me paré a un costado, me agaché, tomé la tapa sujetándola por su borde de bronce y la levanté hasta apoyarla contra la pared.

Al golpear contra el panel produjo un sonido ahogado, se mantuvo abierta, y yo me di cuenta de que estaba contemplando una suave tela negra plegada de manera tal de ocultar lo que había debajo. Nada se movió bajo la tela.

¡No saltó ninguna mano blanca para agarrarme del cuello!

Me paré lo más lejos posible, estiré el brazo, manoteé la tela y la retiré produciendo un gran revoloteo de brillosa seda negra. Mi corazón mortal latía desordenadamente y casi pierdo el equilibrio cuando puse un trecho de distancia entre el baúl y yo. Pero el cuerpo que allí yacía, totalmente visible, con las piernas encogidas tal como había imaginado y los brazos plegados alrededor de las rodillas, no se movió.

En realidad, el rostro bronceado parecía el de un maniquí, con los ojos cerrados y el conocido perfil destacado contra el mortuorio acolchado de seda blanca. Mi perfil, mis ojos, mi cuerpo vestido con traje negro de etiqueta —negro vampiro, si se quiere—, con pechera dura y lustrosa corbata negra. Mi pelo, suelto, abundante, dorado bajo la tenue luz.

¡Mi cuerpo!

Y yo, de pie ahí dentro del físico mortal y tembloroso, con ese rollo de seda negra que me colgaba de la mano cual capa de torero.

—¡De prisa! —murmuró David.

En el mismo instante en que esas palabras se formaban en sus labios, advertí que, dentro del baúl, comenzaba a moverse el brazo doblado. El codo se puso rígido. La mano estaba soltando la rodilla que tenía aferrada. De inmediato volví a arrojar la tela sobre el cuerpo y vi que caía de la misma manera informe que antes. Y con un rápido movimiento de mi mano izquierda solté la tapa apoyada en la pared, de modo que se cerró produciendo un ruido sordo.

Gracias a Dios, la tela que recubría el baúl no se enganchó sino que quedó bien colocada, cubriendo la cerradura intacta. Me alejé, casi descompuesto de miedo y asombro, pero fue un alivio sentir que David me apretaba el brazo.

Largo rato nos quedamos ahí en silencio, hasta que tuvimos la certeza de que el cuerpo preternatural descansaba otra vez.

Yo ya había conseguido dominarme y pude echar un último vistazo en derredor. Todavía estaba temblando, aunque muy motivado por las tareas que aún faltaban.

Pese a los gruesos revestimientos de materiales sintéticos, esos aposentos eran desde todo punto de vista suntuosos y representaban el tipo de lujo y privilegio a los que muy pocos mortales podían acceder. Y él, cómo debía haberlo disfrutado. Tanta ropa fina, de etiqueta... Hasta se había dado el gusto de tener sacos de vestir de pana negra, otros del estilo que es más conocido, e incluso una capa de teatro. Había cantidad de lustrosos zapatos en el piso del placard, y una gran variedad de costosos vinos y licores en el mueble - bar.

¿Invitaba a las mujeres allí, a tomar una copa, mientras él bebía su "traguito"?

Miré la amplia pared de vidrio, que llamaba la atención a causa de la franja de luz que se filtraba por los bordes superior e inferior del cortinado. Sólo en ese momento me di cuenta de que ese cuarto miraba al sudeste.

/ David me apretó el brazo. Quería saber si no podíamos marcharnos ya sin peligro.

Abandonamos de inmediato la Cubierta Insigne sin toparnos de nuevo con el camarero. David llevaba la llave en el bolsillo.

Bajamos a la Cinco, que era la última cubierta de camarotes, aunque no del barco propiamente dicho, y encontramos la pequeña cabina del inexistente Eric Sampson, donde aguardaba otro baúl destinado al cuerpo de arriba cuando volviera a pertenecerme.

Se trataba de un ambiente reducido, sin ventanas. Desde luego, tenía el cerrojo habitual pero, ¿y los otros, los que le habíamos pedido a Jake que trajera? Eran demasiado ostensibles para nuestros fines; sin embargo, noté que la puerta quedaría infranqueable con sólo apoyar el baúl contra ella. Eso bastaría para impedir la entrada de algún camarero fastidioso, o de James si se las ingeniaba para andar por ahí luego de realizarse la transformación. De ninguna manera podría empujar la puerta. Es más, si yo calzaba el baúl entre la puerta y el extremo de la litera, nadie podría moverla. Excelente. Esa parte del plan ya estaba lista.

Faltaba organizar el regreso desde la suite Reina Victoria hasta esa cubierta, lo cual no sería difícil puesto que en todos los salones, grandes y pequeños, había diagramas del barco.

Rápidamente advertí que el mejor camino interno lo brindaba la escalera A, quizá la única que iba desde la cubierta inferior a la nuestra hasta la Cinco sin interrupción. No bien llegamos al pie de esa escalera comprobé que no me costaría nada lanzarme desde el punto más alto utilizando las barandas, continuas y redondeadas. Subí luego a la Cubierta de Deportes para ver cómo llegar a ella desde la nuestra.

—Oh, tú puedes ir caminando, mi joven amigo —dijo David—. Yo, los ocho pisos los subo por el ascensor.

Cuando volvimos a encontrarnos en la serena luz natural del Bar de la Reina, yo ya tenía calculado el plan completo. Pedimos dos gin tonics — bebida que me resultaba tolerable— y repasamos el proyecto hasta el último detalle.

Por la noche nos ocultaríamos hasta la hora en que James decidiera retirarse a pasar el día. Si venía temprano, aguardaríamos hasta el momento crucial antes de abrir el baúl y encararlo.

David lo estaría apuntando con el Smith & Wesson mientras ambos intentábamos desalojar su espíritu del cuerpo, momento que yo aprovecharía para meterme adentro. El cálculo del tiempo era fundamental. El ya estaría sintiendo el peligro de la luz solar; ya sabría que no tenía posibilidades de permanecer dentro del cuerpo vampírico.

Pero no debíamos darle la oportunidad de causarnos daño.

En caso de que el primer ataque fracasara, le mostraríamos lo insegura que era su posición. Si trataba de eliminar a cualquiera de los dos, bastarían nuestros alaridos para que de inmediato alguien acudiera en nuestra ayuda. Y si quedaba un cadáver, se lo dejaría en el camarote de James. Además, con el tiempo tan contado, ¿adonde podría ir el propio James? Probablemente no supiera cuánto tiempo podía permanecer consciente, puesto que ya estaría saliendo el sol. Me atrevería a afirmar que nunca se había extendido hasta la hora límite, como más de una vez lo hice yo.

Dada su confusión un segundo ataque daría resultado con toda seguridad. Y mientras David siguiera apuntándole al cuerpo mortal de James con el revólver grande, yo cruzaría —con velocidad sobrenatural— el pasillo de la Cubierta Insigne, bajaría por la escalera interna hasta la cubierta de abajo, la recorrería entera, atravesaría el pasillito y saldría a uno más ancho que hay detrás del Bar de la Reina; allí encontraría el inicio de la escalera A y me lanzaría ocho Pisos abajo hasta la Cubierta Cinco. Al llegar, correría por el pasillo, entraría en el camarote pequeño y atrancaría la puerta. El próximo paso sería empujar el baúl hasta calzarlo entre la cama y la puerta, meterme adentro y bajar la tapa.

Aun cuando me topara con una horda de mortales que me obstaculizaran el camino no demoraría más que unos segundos, y la mayor parte de ese tiempo me hallaría a salvo en el interior del barco, aislado de la luz del sol.

James —de nuevo dentro de este físico, y sin duda furioso— no tendría la menor idea de mi paradero. Por más que redujera a David, no podría localizar mi camarote sin practicar una búsqueda minuciosa, cosa que no estaría en condiciones de realizar. Además, David dirigiría a los guardias de seguridad contra él, acusándolo de todo tipo de sórdidos crímenes.

Por supuesto, mi amigo no tenía intenciones de dejarse reducir. Seguiría apuntando a James con el Smith & Wesson hasta que el barco atracara en Barbados, momento en el cual lo acompañaría hasta la planchada y lo invitaría a bajar a tierra. Luego controlaría que no se le ocurriera regresar.

Al atardecer yo me levantaría del baúl para reunirme con David, y juntos disfrutaríamos del viaje hasta el puerto siguiente.

David se echó hacia atrás en su sillón, al tiempo que apuraba el resto de su gin tonic. Era evidente que estaba analizando el plan.

—Te darás cuenta, por supuesto, de que no puedo matar a ese individuo —dijo—. Tenga yo un revólver o no.

—Bueno, claro, no puedes hacerlo a bordo —respondí— porque se oiría el disparo.

—¿Y si él se da cuenta y trata de desarmarme?

—Se hallaría en la misma situación. Supongo que será inteligente y lo sabrá.

—Estoy dispuesto a dispararle si no me queda más remedio. Ese será el pensamiento que me leerá con sus dones parapsicológicos. Si tengo que hacerlo, lo voy a hacer y después formularía las debidas acusaciones, como por ejemplo que lo encontré robando en tu camarote, que yo estaba ahí esperándote cuando él entró.

—¿Y si hiciéramos la transmutación antes del amanecer, así me queda tiempo para arrojarlo al mar?

—No conviene. Hay pasajeros y oficiales por todas partes. Seguramente alguien lo vería, gritaría "Hombre al agua" y se armaría un gran revuelo.

—También puedo partirle el cráneo.

—Entonces yo tendría que esconder el cadáver. No; esperemos que el monstruo se dé cuenta de su buena suerte y baje a tierra de buena gana.

No quiero verme obligado a... No me atrae la idea de...

—Lo sé, lo sé, pero podrías limitarte a meterlo en el baúl. Total, nadie lo encontraría.

—Lestat, no quiero asustar te, ¡pero hay razones de peso para que no intentemos darle muerte! El mismo te las explicó, ¿recuerdas? Amenázalo, y saldrá de ese cuerpo para atacarte de nuevo. De hecho, no le estaríamos dejando otra salida, y por otra parte, prolongaríamos la batalla parapsicológica en el peor momento. No es inconcebible pensar que pudiera seguirte a la Cubierta Cinco y pro curara volver a entrar en el cuerpo. Desde luego, sería una tontería que lo hiciera si no tiene un lugar donde ocultarse... pero supongamos que cuenta con un escondite sustituto. Piénsalo.

—En eso quizá tengas razón.

—Tampoco conocemos el alcance de sus poderes paranormales. Y no olvides que su especialidad es precisamente ésa: ¡cambio de cuerpos y posesión! No, no intentes ahogarlo ni matarlo a golpes. Déjalo que vuelva a entrar en ese cuerpo mortal, y yo lo mantendré encañonado hasta que hayas tenido tiempo de desaparecer del panorama. Luego él y yo vamos a conversar sobre el futuro.

—Entiendo lo que quieres decir.

—Después, si no tengo más remedio que matarlo de un tiro, lo mato.

Luego lo meto en el baúl y confío en que nadie oiga el disparo. Quién te dice... A lo mejor no lo oyen.

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