El ladrón de cuerpos (48 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
11.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sin lugar a dudas, haber efectuado la transformación en el frío espantoso de Georgetown había tenido algo de penitencia. No obstante, si rememoraba la experiencia, la bellísima nieve blanca, la tibieza de la casa de Gretchen, no me podía quejar. Pero esa isla del Caribe me parecía el mundo verdadero, el mundo para los que realmente estaban vivos. Y me maravillé, como siempre me ocurría en esas islas, de que pudieran ser tan hermosas, tan cálidas, tan extremadamente pobres.

La pobreza se veía por doquier, en las casuchas de madera construidas sobre pilotes, en los peatones a los costados del camino, en los autos viejos y herrumbrados, en la carencia total del menor signo de riqueza, todo lo cual contribuía a crear una impresión extraña para el visitante y era señal de una existencia dura para los nativos, que nunca habían podido reunir dinero como para salir de ese lugar ni siquiera por un solo día.

El cielo de la noche era de un azul intenso, como suele serlo en esa parte del mundo, incandescente como lo es a veces el de Miami, mientras en el lejano borde del mar fulgurante las nubecitas blancas dan al panorama el mismo aspecto puro y espectacular. Fascinante, y eso no era más que una mínima partícula del gran Caribe. ¿Cómo se me pudo ocurrir nunca habitar en otros climas?

El hotel era apenas una polvorienta casa de huéspedes de estuco blanco con oxidados techos metálicos. Lo conocían sólo unos pocos británicos, era muy tranquilo y contaba con un ala de anticuadas habitaciones que daban a las arenas de la playa Grand Anse. Disculpándose porque los acondicionadores de aire estuvieran des compuestos, y por el escaso

tamaño de las habitaciones —deberíamos compartir un cuarto con camas gemelas (casi me da un ataque de risa, mientras David levantaba los ojos al cielo como quejándose de su suerte)—, el propietario nos mostró que el ruidoso ventilador de techo levantaba una hermosa brisa. En las ventanas, viejos postigos con persianitas. Los muebles eran de mimbre blanco, y el piso, de viejas cerámicas.

A mí me pareció simpático, pero sobre todo por el calor dulce del aire que nos rodeaba, por el trozo de jungla que crecía alrededor de la edificación, con sus inevitables hojas de bananero y coronas de novias. Ah, qué bella enredadera. Yo debería tener por norma no 'vivir en ninguna parte del mundo donde no creciese esa enredadera.

En el acto empezamos a cambiarnos la ropa. Me quité las prendas de lana y me puse la camisa y el pantalón finos que antes de partir había comprado en Nueva Orleáns. Me puse también un par de zapatillas blancas y decidí no perpetrar un atentado sexual en la persona de David, que se cambiaba dándome la espalda. Luego salí, me interné bajo los cocoteros arqueados y bajé a la playa.

La noche era sumamente plácida. Me volvió todo el amor por el Caribe y recuperé también recuerdos alegres y dolorosos. Pero ansiaba ver esa noche con mis viejos ojos, ver más allá de la penumbra cada vez más densa y el manto de sombra que cubría las colinas. Deseaba fervientemente contar con mi sentido preternatural de la audición y captar las suaves canciones de la selva, pasear con velocidad vampírica por lo alto de las montañas para hallar las pequeñas cascadas y valles secretos cómo sólo podía hacerlo el vampiro Lestat.

Experimenté una tristeza abrumadora. Y quizá por primera vez comprendí que todo lo que había soñado sobre la vida mortal había sido mentira. No era que la vida no fuese mágica, que la creación no fuese un milagro, que el mundo no fuese fundamentalmente bueno. El problema era que siempre tomé con tanta naturalidad mis pode res misteriosos, que no me di cuenta del privilegio que significaban. No evalué mis facultades en su justa importancia. Y ahora las quería recuperar.

Había fracasado, ¿no es así? ¡La vida mortal tendría que haber sido suficiente! Alcé la mirada y contemplé las estrellitas, tan crueles como indignas guardianas, y oré a los dioses enigmáticos que no existen para comprender.

Pensé en Gretchen. ¿Habría llegado ya a las selvas y estaría con todos los enfermos que añoraban el consuelo de sus caricias? Qué pena no saber dónde se encontraba.

A lo mejor ya estaba trabajando en el dispensario, con brillantes frasquitos de medicamentos, o bien desplazándose a aldeas vecinas cargada de milagros en su mochila. Recordé la felicidad con que me describió la misión. Evoqué el ardor de esos abrazos, la soñolienta sensación de dulzura, el consuelo que me brindó esa pequeña habitación.

Una vez más vi caer la nieve tras los vidrios de las ventanas. Vi los ojazos castaños posados en mí, oí el ritmo pausado de las palabras femeninas.

Y de nuevo reparé en el azul intenso del cielo nocturno sobre mi cabeza.

Sentí la brisa que avanzaba sobre mí lo mismo que sobre el agua, y pensé en David; en David que estaba ahí, conmigo.

Lloraba cuando me tocó el brazo.

Por un instante no pude distinguir sus facciones. La playa estaba a oscuras y era tan imponente el ruido de las olas, que nada parecía funcionarme como debía. Después me di cuenta de que era David el que me miraba. Vestido con camisa blanca de algodón, pantalones veraniegos y sandalias, conseguía estar siempre elegante aun con ese atuendo.

Amablemente me pidió que volviera a la habitación.

—Llegó Jake —dijo—, nuestro hombre de México. Creo que deberías regresar.

El ventilador de techo producía ruido al funcionar, y el aire atravesaba los postigos cuando entramos en el deslucido cuartito. Los cocoteros dejaban escapar un golpeteo agradable, sonido que subía y bajaba con la brisa.

Jake estaba sentado en una de las angostas y vencidas camitas. Se trataba de un individuo alto, delgado, de pantalones cortos color caqui y remera blanca, que fumaba un oloroso cigarro. Tenía la piel muy bronceada, y una mata informe de tupido pelo rubio entrecano. Su pose era totalmente relajada pero, tras esa fachada, se advertía un ser sumamente atento y desconfiado. Su boca formaba una perfecta línea recta.

Nos dimos la mano y él apenas disimuló el hecho de que me estaba mirando de arriba abajo. Ojos rápidos, sigilosos, parecidos a los de David aunque más pequeños. Sólo Dios sabe lo que vio.

—Bueno, las armas no serán problema —declaró con evidente acento australiano—. En los puertos como éste no hay detectores de metal. Yo me embarcaré a eso de las diez de la mañana; les dejo el baúl y las armas en su camarote de la cubierta cinco y me reúno con ustedes en el Café Centaur, de St. George. Espero que sepas lo que estás haciendo, David, con esto de hacer entrar armas de fuego al Queen Elizabeth II.

—Por supuesto que lo sé —respondió David cortésmente, con una sonrisita divertida—. Bien, ¿qué averiguaste sobre nuestro hombre?

—Ah, sí, Jason Hamilton. Uno ochenta de estatura, tez oscura, pelo rubio más bien largo, ojos azules, penetrantes. Un tipo misterioso. Muy británico, muy gentil. Se corren muchos rumores sobre su verdadera identidad. Deja cuantiosas propinas, duerme de día y al parecer no baja del barco cuando éste toca puerto. Todas las mañanas entrega al camarero unos paquetitos para que envíe por correo. Eso lo hace muy temprano y después ya desaparece por todo el día. No hemos podido averiguar a qué casilla de correo los remite, pero pronto lo sabremos.

Hasta ahora nunca apareció a comer por el restaurante del barco. Se comenta que está gravemente enfermo, pero de qué, no se sabe. Por otra parte, es la imagen de la salud, lo cual sólo contribuye a ahondar el misterio. Es un hombre de buena planta, y usa ropa muy llamativa, al parecer. Juega fuerte a la ruleta y baila durante horas con las mujeres.

Más concretamente, parecen gustarle las viejas. Por ese sólo dato podría despertar sospechas, si no fuera tan rico. Pasa mucho tiempo recorriendo el barco y nada más.

—Excelente. Es justo lo que me interesaba saber —acotó David—. Tienes nuestros boletos, ¿no?

El hombre señaló un sobre de cuero negro sobre la cómoda de mimbre.

David revisó su contenido e hizo luego un gesto de asentimiento.

—¿Muertes que haya habido hasta ahora en el barco? —quiso saber.

—Ah, eso es sugestivo. Se han producido seis desde que partió de Nueva York, lo que es un poco más de lo habitual. Todas mujeres mayores y, al parecer, de insuficiencia cardíaca. ¿Es éste el tipo de datos que querías?

—Por cierto —contestó David.

El "traguito", pensé yo.

—Ahora tendrías que echar un vistazo a estas armas —prosiguió Jake— y saber manejarlas. —Tomó un gastado bolso de lona que había en el piso, el tipo de bolso en el que uno guardaría armas caras, supuse. Sacó de él un revólver grande Smith & Wesson y una pistolita automática del tamaño de la palma de mi mano.

—Sí, a éste lo conozco —aseguró David, tomando el revólver y apuntando al suelo—. Ningún problema. —Le sacó el cargador y luego volvió a ponérselo. —Pero ruega que no tenga que usarlo. Haría un ruido infernal.

Luego me lo pasó.

—Pálpalo, Lestat —dijo—. Lamentablemente no habrá tiempo para practicar. Yo pedí uno que tuviera gatillo sensible.

—Y éste lo tiene —afirmó Jake, mirándome sin simpatía—, así que tengan cuidado.

—Qué objeto inhumano —comenté. Era muy pesado. Un objeto de destructividad. Hice girar el tambor. Seis balas. Le noté un olor raro.

—Ambos son calibre treinta y ocho —explicó el hombre con cierto desdén. Luego me mostró una cajita de cartón.— Aquí tienen munición suficiente para lo que sea que vayan a hacer en este barco.

—No te aflijas, Jake —manifestó David en tono firme—. Las cosas saldrán a la perfección. Y gracias por tu habitual eficiencia. Ahora ve y pasa una velada agradable en la isla. Te veo en el Café Centaur antes del mediodía.

El tipo me dirigió una mirada de desconfianza, asintió con un gesto, recogió las armas y las municiones —que volvió a guardar en el bolso— y nos dio la mano, primero a mí y luego a David. Acto seguido se marchó.

Aguardé hasta que se hubiera cerrado la puerta.

—Creo que no le caigo bien —dije—. Me culpa de que te haya involucrado en una especie de crimen sórdido.

David dejó escapar una breve risa.

—He estado en situaciones mucho más comprometidas que ésta — expresó—. Y si me preocupara por lo que piensan de nosotros nuestros detectives, hace muchísimo que me habría jubilado. Ahora bien ¿qué conclusiones podemos sacar de esta información?

—Bueno, que se está alimentando con las ancianas, y robándolas también.

Envía el botín en encomiendas pequeñas para no despertar sospechas. Lo que hace con los objetos de más tamaño nunca lo sabremos. A lo mejor los arroja al mar. Yo supongo que debe tener más de una casilla de correo, pero eso no nos concierne.

—Correcto. Ahora echa llave a la puerta, que ya es hora de practicar algo de brujería. Después vendrá una regia cena. Tengo que enseñar te a ocultar tus pensamientos. Jake pudo leerte con toda facilidad. Lo mismo puedo yo. Si no, el Ladrón de Cuerpos advertirá tu presencia aunque esté doscientas millas mar adentro.

—Yo lo hacía mediante un acto de voluntad cuando era Lestat —aduje—.

Ahora no tengo ni la más mínima idea de cómo se hace.

—De la misma forma. Vamos a practicar hasta que ya no pueda leerte ni una sola imagen o palabra. Después nos dedicaremos al tema de viajar fuera del cuerpo. —Miró la hora, gesto que de pronto me hizo recordar a James en aquella cocina. —Pon el cerrojo. No quiero que después aparezca ninguna camarera.

Le obedecí. Tomé asiento en la cama frente a David, que había adoptado una actitud serena aunque dominante. Se arremangó los puños de la camisa almidonada y pude verle el vello oscuro de los brazos. Por el cuello desprendido de la camisa también le asomaba vello oscuro, matizado apenas por algo de gris, como ocurría con su barba. Me resultó imposible creer que tuviera setenta y cuatro años.

—Eso te lo pesqué —comentó, enarcando las cejas—. Te adivino demasiado. Bueno, escucha lo que te digo. Hazte a la idea de que tus pensamientos no deben salir de ti, que no intentarás comunicarte con otros seres por medio de gestos faciales, ni lenguaje del cuerpo de tipo alguno. Créate la imagen de tu mente cerrada, si es preciso. Sí, así está bien. Has puesto la mente totalmente en blanco. Hasta te cambió un tanto la expresión de los ojos. Perfecto. Ahora voy a tratar de leerte. Sigue igual.

Al cabo de cuarenta y cinco minutos ya dominaba bastante bien la técnica, pero no podía leer en absoluto los pensamientos de David por más que él tratara de proyectármelos. Dentro de este cuerpo, yo no tenía las facultades parapsicológicas de antes. Pero al menos había logrado ocultar los míos, y eso era vital. Seguimos practicando la noche entera.

—Ahora estamos listos para empezar con el viaje incorpóreo —anunció luego.

—Eso va a ser un infierno. No creo que pueda salir de este cuerpo. Como ves, no tengo tus dones.

—Pamplinas. —Se distendió un poco, cruzó los tobillos y se puso más cómodo en el sillón. Pero de alguna manera, con independencia de lo que hiciera, nunca perdía el tono de maestro, de autoridad, de sacerdote.

Estaba implícito en su gesticulación, pero sobre todo en su voz. —Acuéstate en la cama, cierra los ojos y escucha bien lo que te digo.

Hice lo que me indicaba. Y de inmediato me sentí adormilado. Su voz, pese a la suavidad, adquirió un tono más perentorio, como la de un hipnotizador que me instaba a relajarme, a visualizar un doble espiritual de esta forma humana.

—¿Debo representarme la imagen de mí mismo dentro de este cuerpo?

—No; no hace falta. Lo que importa es que tú, tu mente, tu alma, tu yo se vinculen con la forma que visualizas. Ahora imagínala acorde con tu cuerpo, y luego imagina que deseas sacarla de tu cuerpo, ¡que tú quieres elevarte!

Durante treinta minutos continuó con sus pausadas instrucciones, reiterando en su propio estilo las lecciones que durante milenios han enseñado los sacerdotes a los iniciados. Yo conocía la vieja fórmula, pero también conocía la total vulnerabilidad mortal, una aplastante conciencia de mis propias limitaciones y un miedo paralizante.

Llevábamos quizá cuarenta y cinco minutos practicando, cuan do por fin alcancé el sutil estado vibratorio en la cúspide del sueño. De hecho, tuve la sensación de que mi cuerpo entero se convertía en ese estado vibratorio ¡y nada más! Y justo cuando me daba cuenta de ello, cuando podría haber hecho algún comentario, sentí de pronto que me desprendía

y comenzaba a elevarme.

Other books

Pony Surprise by Pauline Burgess
Lady Incognita by Nina Coombs Pykare
A New Darkness by Joseph Delaney
Teach Me Dirty by Jade West
The Man in the Woods by Rosemary Wells
Sidney Sheldon's Mistress of the Game by Sidney Sheldon, Tilly Bagshawe