—¡Muy sencillo! Él jamás se habría referido a
El demonio y sus mil caras,
la maravillosa e irrepetible pieza que usted posee, como «un simple recortable».
—Le advierto que no soy ningún advenedizo —dijo Grieg torciendo el gesto— ni un despechado que trata de malvender los bienes de su abuelo.
—Eso debería demostrármelo —repuso provocativamente el juguetero.
Grieg, tras meditarlo unos segundos, abrió su bolsa y extrajo la caja de las
auques.
La música del carrusel se detuvo al cerrarse de nuevo la puerta.
El juguetero tomó delicadamente la caja entre sus manos, la abrió, observó su contenido y se dirigió a una puerta en la que estaban pintadas las siguientes palabras:
CÁMARA OSCURA
Entraron en una sala algo mayor que la contigua de los recortables, que tenía una característica principal: el suelo, las paredes y el techo estaban pintados de blanco.
Grieg no perdió de vista la caja de las
auques
, que tanto interés había despertado en el juguetero, pues de ella dependía su vida.
En el centro de la habitación había un soporte, alargado y cuadrangular, de una altura de media pilastra. El juguetero depositó la caja encima del soporte.
—Quisiera saber por qué ese cofre es tan excepcional… —dijo Grieg.
El viejo volvió la cabeza, arqueó las cejas y esbozó una sonrisa burlona.
—Ahhhh… —suspiró—. La eterna cuestión de saber qué es lo verdaderamente importante en la vida… Igual que en una cruel pesadilla de juventud, la vida se desperdicia en despistes y vanos trabajos, hasta que al final del camino uno se da cuenta de que lo mejor que ha sabido hacer en esta vida es… dejar de valorar.
—¿Cómo dice?
—Sólo la experiencia y las propias vivencias nos hacen valorar las cosas. Para mí, esta caja tiene un valor incalculable. Llevo mucho tiempo en este negocio y poseo los recursos adecuados para valorarla.
—¿«Recursos adecuados»? —preguntó Grieg.
—Así es.
—¿Se refiere a recursos materiales?
—Aunque no lo crea, yo soy la persona que más tiempo ha dedicado al estudio de las sombras, las imágenes calidoscópicas y las siempre turbadoras perspectivas anamórficas… —El juguetero entornó los ojos—. Y le aseguro que esta caja es el mayor tesoro que pueda imaginarse. Se lo demostraré.
El hombre depositó los recortes sobre el soporte en forma de pilastra. Grieg sintió que la trampa que le había tendido el anciano, haciéndole custodio de la caja de las
auques
, era más envenenada de lo que creía.
—Ante los ojos inexpertos —empezó el juguetero—, estas aleluyas no son más que unos despreciables trozos de cartón. ¡Ahí radica el secreto de la caja! —Apartó la vista de las figuras infantiles para observar a Grieg—. Fíjese en lo que voy a mostrarle, porque, sea cual sea el destino que decida darle a la caja, le aseguro que recordará este momento.
El juguetero tomó un recortable que mostraba la figura de un sonriente elefante y lo colocó al revés en una pinza que sobresalía de la pilastra, bajo la luz del foco. Grieg comprobó que el recortable proyectaba, en el suelo y la pared, una gran sombra negra con la forma de un terrorífico monstruo engullendo una gigantesca boa.
El juguetero, extasiado con la transformación de las figuras, puso, uno tras otro, los recortables entre los extremos de la pinza. Éstos, al ser iluminados por el proyector, transformaban a Aladino en un ogro y a una flor de pétalos esbeltos de la Tierra de Jauja en un lobo de afilados colmillos.
Grieg asistió, sorprendido, a la indefinible transformación de esas figuras bajo aquella luz hacedora de sombras.
—Reconozco que es usted un verdadero mago —dijo—. Pero, ¿tanta importancia tiene esa caja?
—Usted posee una de las mejores colecciones de sombras ocultas que se conocen. En fin, me abstendré de preguntarle dónde la consiguió… Aunque es una verdadera lástima que la colección…
El juguetero no acabó la frase.
—¿Qué quiere decir…?
—Podría haber algo más…
—¿Qué insinúa?
—¿Podría decirme si a la caja le falta alguna pieza?
Grieg sabía que faltaban dos figuras: una se la había entregado a Lorena, pero no era ningún recortable. Así que sólo podía tratarse del reclamo que tenía guardado en su cartera. Convencido de que podría serle útil, optó por entregarle al juguetero la pequeña figura de cartón que representaba a Merlín el Mago con una varita mágica y un libro de tapas negras idéntico al que le había dejado el monstruo de la capilla Marcús.
El hombre tomó la figura de cartón y, tras colocarla en la pinza y bajo la luz del foco, comprobó que proyectaba la misma forma que en el cartón, la del mago Merlín. Claramente contrariado, la introdujo en otros artefactos de la Cámara Oscura: el anortoscopio, el fenasquitiscopio y el fantascopio. Pero en todos ellos sólo vio su imagen convencional.
El juguetero dudó unos segundos antes de colocar el cartón en un taumatopo. De pronto, la figura comenzó a girar a tal velocidad sobre sí misma, que se podían ver las dos caras al mismo tiempo. El hombre dio un paso atrás y se quedó completamente aterrorizado al ver la imagen que se formaba en el corazón del trompo. Aunque la había intuido varias veces, jamás creyó poder verla en vida.
—¿Qué sucede? —intervino Grieg.
—Usted lo ha visto, ¿no? Ha hablado con él y ha sentido cómo el humo de sus cigarros entraba en sus pulmones.
Grieg guardó silencio y se limitó a extraer de su bolsillo la caja que contenía el puro apagado que le había dado el funerario. Cuando el juguetero vio la anilla del puro recortada en forma de ataúd, supo al fin a quién tenía delante y qué diabólica labor debía desempeñar.
Con un leve temblor en sus firmes manos, el juguetero volvió a introducir la colilla del puro en la caja y se la entregó de nuevo a la persona que tenía delante, al tiempo que inclinaba la cabeza al comprender que se encontraba en presencia del «sucesor».
—SEÑOR…, ¿la ha visto? —dijo el juguetero con voz sumisa mientras señalaba la joya dorada que el diablo lucía en la solapa del recortable de papel.
A Gabriel Grieg le dio un escalofrío.
—Tengo que encontrarla en menos de cuatro horas.
—Sería un honor para mí que no olvidase la ayuda que le he prestado, y volviera a visitarme una vez que ejerza el
dominio del relictum.
El juguetero inclinó la cabeza respetuosamente ante Grieg, quien no comprendió el significado de esas últimas palabras.
Se limitó a cruzar los dedos y a no volver la cabeza para no descubrir qué forma adoptaba su propia sombra bajo la intensa luz que inundaba aquella Cámara Oscura.
A esa hora, las cuatro de la tarde, el Ensanche barcelonés mostraba el silencioso y despoblado aspecto que adquieren sus calles los días festivos.
Un viento frío levantaba pequeñas nubes de polvo y arenisca, cuando Gabriel Grieg aparcó la moto y se dispuso a entrar en un imponente edificio de estilo neoclásico, antiguamente llamado Hotel del Arte, en el que llegaron a alojarse León Felipe, Federico García Lorca y Antonio Machado.
La planta baja del hotel albergaba el más exclusivo club de fumadores de Barcelona. Allí, Grieg esperaba poder despejar las dudas que le habían dejado sus encuentros con el funerario y el juguetero.
Entró en el lujoso vestíbulo del hotel y se dirigió hacia la recepción. Su cuerpo un tanto en tensión le alertaba sobre un peligro inminente.
—Buenas tardes. Quisiera entrar en el Cigar Bar —solicitó.
El recepcionista le preguntó si era la primera vez que acudía allí y, al obtener una respuesta afirmativa, tomó nota del nombre. Tras acreditarle y extenderle diligentemente un carné, le indicó que el club de fumadores se encontraba frente al bar, no sin antes recordarle que el círculo había cambiado de nombre para adoptar otro mucho más acorde con los tiempos: Club Epicure.
Gabriel Grieg entró en un agradable recinto aislado del resto del hotel. Al instante, sintió cómo las suelas de sus zapatos pisaban un reluciente parqué, sobre el que destacaban unos sillones de piel tenuemente iluminados por el resplandor de unas selectas cavas de puros.
A esa temprana hora, la única clienta del club era una mujer madura que, vestida elegantemente y sentada junto al gran humidificador, leía la prensa mientras fumaba un grueso habano.
Gabriel se sentó en uno de los amplios butacones que tenía adosada una mesita auxiliar con un cenicero de plata y madera de boj. Luego extrajo del bolsillo la retorcida colilla de puro y arrancó la anilla de papel que estaba recortada en forma de ataúd. Volvió a fijarse en que la imagen central estaba completamente quemada, tras haber apagado el puro en ella.
Mientras Grieg reflexionaba sobre el puro, se acercó el director del club. Era un cincuentón de pelo cano y facciones adustas enfundado en un traje azul con corbata color canela y nudo Windsor alrededor de un impoluto cuello de camisa blanca.
—Muy buenas tardes, señor… Disculpe, pero no recuerdo haberlo visto con anterioridad. ¿Es la primera vez que nos honra con su presencia? —preguntó observando con gesto torcido el deplorable aspecto del puro que Grieg sostenía en su mano.
—En efecto, es la primera vez —respondió Grieg.
—En tal caso, y si al señor le parece adecuado, puedo recomendarle un buen cigarro.
—La verdad es que le estaría muy agradecido…
—Por favor, acompáñeme hasta una de nuestras cavas. Le mostraré nuestra exclusiva selección de puros habanos.
Se dirigieron hacia una de las vitrinas y, tras abrirla con una llave, les invadió un intenso aroma a tabaco mezclado con madera de cedro.
—¿Al señor le gustan los puros rápidos o lentos?
—Lo cierto es que estoy buscando un puro muy especial…
—Por supuesto. Le puedo ofrecer una selección de puros gran reserva y
premium,
entre los que me permito aconsejarle este H. Upmann Magnum 50, de fortaleza media y con un tiro excelente. Deja en la boca unas sublimes notas dulces y amaderadas con toques de cacao. —El encargado tomó un ejemplar—. O este Montecristo de emboque un poco más fuerte y que marca la referencia del sabor de los habanos. Quizá, si se decanta por una degustación algo más intensa, le pueda interesar un Vegas Robaina Maestros, que despliega un infinito arco de sabores. Ahora bien…, si lo que desea es algo realmente especial, le sugiero el Siglo vi de Cohiba, que es uno de los puros más cotizados. Posee un tiro y una combustión excepcionales y aporta delicados sabores de cuero, cacao, frutos secos, vainilla y miel…
Grieg tomó en su mano un pequeño estuche metálico de color dorado que contenía un puro Montecristo Petit Edmundo.
—Me decanto por éste, cuyo nombre me resulta muy evocador. Sin duda, los puros que tan amablemente me aconseja son excepcionales, pero quisiera que me asesorase sobre un puro muy especial.
El director del club se mordió el labio y observó a aquel extraño miembro del club.
—¿A qué se refiere?
—Verá, no soy fumador de puros…, ni siquiera de cigarrillos.
Al oír aquello, el encargado suspiró y miró hacia el techo.
—El caso —continuó Grieg— es que estoy muy interesado en saber el nombre de cierta marca de habano, y en ningún estanco han podido ayudarme. En todos ellos me han remitido a este club, donde le encontraría a usted, uno de los mayores expertos del mundo. Así que me he permitido venir para pedirle ayuda.
—Veamos… —Tras el piropo, el encargado estaba mucho más dispuesto a atender aquella consulta—. Ha tenido la suerte de aparecer en buen momento. Acabamos de abrir y, además, el día de Todos los Santos y el de Difuntos el club no suele estar muy concurrido… —Soltó un risita—. ¿Qué marca de puros está buscando?
—No lo sé —reconoció Grieg.
—Dice que no es fumador y está buscando la marca de un puro que desconoce… Reconozco que es muy intrigante.
—Así es.
—¿Y no tiene ningún indicio? El país de origen tal vez…
—Sí, tengo la vitola… Bueno…, creo que los expertos la llaman anilla de papel o anilla de puro.
—La denominamos anilla de puro. La vitola es otra cosa: hace referencia al tamaño y al diámetro del puro que elabora cada marca. Así pues, si posee la anilla, y tratándose de un puro muy especial, ya tenemos más de la mitad del camino recorrido. Déjeme ver la anilla.
—Le advierto que está recortada y sólo se ve parcialmente.
—Acompáñeme a mi despacho, por favor.
En el despacho, abundaban los libros sobre historia del tabaco y sus labores. El director extrajo un gran álbum de tapas color burdeos y lo depositó de un modo ceremonioso sobre la mesa. Estaba clasificado por marcas.
—La historia de los puros es muy extensa, pero en los márgenes de la vitola, por pequeños indicios como los grabados o los colores, se puede saber el país y la época. Veamos la anilla de la que me habla.
Grieg depositó sobre la mesa la vitola recortada en forma de ataúd.
De pronto el director se quedó inmóvil, como si una fuerza repentina le hubiera aplastado contra la butaca. Cerró de un manotazo el gran vitolario. Tomó entre sus dedos el ataúd de papel y soltó unas palabras amenazadoras.
—No sé quién es usted…, ¡pero sospecho que no está buscando la marca de un puro…! —Se incorporó y señaló la puerta con la mano—. Usted busca a una persona, y eso está fuera de mis posibilidades, dadas las más elementales normas de confidencialidad por las que se rige este club. Le ruego, por tanto, que abandone inmediatamente esta sala…
—No sé qué le ocurre… —repuso Grieg tratando de reconducir la situación—, pero yo no le he hablado de nadie en concreto. Quizá se haya confundido.
El director se volvió a sentar y pareció recapacitar.
—Sí, discúlpeme… Quizá me haya excedido…
—¿Puedo preguntarle a quién o con qué asocia la vitola que acabo de mostrarle?
—Dígame usted primero dónde la consiguió.
Ahora era el empleado del club el que pretendía extraerle información. Grieg, al percatarse de ello, se propuso sacar partido a esa feliz circunstancia.
—Verá, soy arquitecto y hace tiempo realicé un trabajo de restauración relacionado con este hombre. —Le mostró la foto de los años cincuenta donde se veía al anciano del Liceo—. Tengo objetos suyos… Por eso estoy buscando al hombre que se fumó este puro…, ¿comprende? Para entregarle esos objetos de gran valor monetario y sentimental. Quizás usted pueda entregárselos… Le aseguro que no quisiera contravenir ninguna norma del club, ni mucho menos comprometerle.