—Anoche la persona que me ordenó que fuera a tu encuentro para saldar la deuda que mantenía con él, se presentó ante mí con una joya fabricada en el taller de los Masriera, que representaba exactamente la misma escena que estamos viendo ahora.
Lorena no pudo evitar estremecerse.
—Este lugar es mucho más peligroso de lo que podemos llegar a sospechar —musitó Grieg pasando su mano por el rostro de Caronte.
—No lo dudo, pero ya sabes que estoy dispuesta a asumir cualquier riesgo. Necesito obtener «la Piedra» o, en su defecto, una prueba irrefutable de su existencia cuanto antes.
—Pero… ¿por qué?
Lorena no contestó. Se limitó a acercarse a la gran tabla que tenía delante, pues le pareció haber escuchado un murmullo de agua, lo cual hacía aún más inquietante el panel de la laguna Estigia.
—¿Qué crees que puede haber detrás de esa sugerente puerta del infierno? —preguntó Lorena, retando a su acompañante.
Grieg la miró de reojo, hizo fuerza con su brazo y empezó a descorrer el panel.
El panel se deslizó algunos metros sobre unas guías metálicas situadas en el suelo y se abrió hasta la mitad. Detrás apareció una ennegrecida pared con docenas de oxidadas barras de hierro; aquello parecía un fortificado respiradero. Lorena iluminó con su linterna unas escaleras de caracol que se adentraban en un hueco circular.
En el fondo brillaba una tenue luz y se oía el sonido del agua, que ascendía por las gruesas paredes, acompañado de una sensación de frío y humedad en lo que parecía un pozo sin fin en el que sonaba el débil chirrido de una máquina oxidada y una especie de alarido de animal enfermo.
—¿Hacia dónde crees que conducen esas escaleras? —preguntó Lorena en cuclillas, y su voz reverberó hacia las profundidades.
—Apuesto a que esos lóbregos escalones conducen hasta el lugar del que te hablé, el mítico Pozo de la Cadena, el mismo que muchas leyendas relacionan con el diablo y con el oro.
—Las leyendas…, leyendas son. Descubrir la verdad, eso es lo que nos interesa. Será mucho más productivo que averigüemos qué más oculta este panel —propuso Lorena.
Grieg impulsó con fuerza el panel, el cual se deslizó por la guía hasta topar con la pared. Al lado del respiradero, había una gran compuerta de acero aún más blindada que la que habían encontrado en la entrada, y además estaba cerrada.
—Probemos si alguna de las llaves de la Cámara de la Viuda del cementerio secreto puede abrir esta puerta blindada —dijo Lorena mientras apuntaba la linterna hacia su bolsa en busca del manojo de llaves.
—Un momento… —la detuvo Grieg.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella, contrariada.
—Del mismo modo que la caja de las
auques
es mía, esas llaves te pertenecen y, por tanto, puedes hacer con ellas lo que quieras. Pero debo advertirte… No cuentes conmigo para entrar ahí dentro.
—¿Por qué?
—Ya te dije que estamos entrando en un territorio en el que no hemos sido convocados. El laberinto que está detrás de esa puerta no es nuestro laberinto. Por lo menos, no por ahora.
—No te entiendo, Gabriel ¿Qué quieres decir con eso?
—Mira, Lorena, a ti te dieron una moneda que discurría por una senda esencial. Con gran dificultad, logramos completarla, y el camino nos condujo hasta un extraño y vacío cementerio, donde nos esperaba la misma persona que luego fue vapuleada por los suizos de los Land Rover. ¿Estamos de acuerdo?
—No has dicho nada nuevo.
—Ahora viene la parte más complicada. —Grieg tomó aire—. El mausoleo situado al final de la escalera de piedra del cementerio era el centro de nuestro laberinto, nuestro
Misterium Maximun
o nuestro
Deus Absconductus…,
y el hombre de las pastillas que dormía en el panteón… nuestro Minotauro particular. Pero al no encontrarlo allí porque lo secuestraron, para no «aburrirnos» entramos en la Cámara de la Viuda por nuestras propias deducciones. Y con ello nos pasamos un poquito de listos.
—¡Cada vez te entiendo menos! —exclamó Lorena—. Me gustaría saber…
—¡Saber! —la interrumpió Grieg con el rostro oculto en la penumbra—. Precisamente de eso se trata, de saber. Fuiste tú quien te diste cuenta de que el misterio se encerraba en la moneda que tenía grabada en una de sus caras la calabaza, y a partir de ahí interpretamos el símbolo que había en el reverso de la moneda… Fue así como descubrimos la Cámara de la Viuda, donde encontramos las llaves que tienes en las manos…, las mismas que nos condujeron hasta la cripta de la iglesia del Pi.
—¿Adónde quieres ir a parar, Gabriel?
—Tengo como norma no hablar nunca de mi trabajo con mi círculo de amistades, y jamás me jacto de mis intuiciones, ni muchísimo menos de mis conocimientos…, pero en esta ocasión es diferente. Y voy a hacerlo contigo. —Grieg se puso extremadamente serio—. Muy pocas personas hubieran sido capaces de encontrar la Cámara de la Viuda, y casi nadie, desde allí y tan sólo con la pista de la tarjeta ensangrentada de don Germán, llegaría a deducir que el estuche estaría en la capilla de los Desamparados.
—Reconozco que tienes razón, y a ello también contribuí yo en la interpretación de las fases alquímicas. Lo que no entiendo es qué tipo de problema puede representar eso.
—Pues que hemos pasado de la línea de meta, y eso ha provocado que nos hayamos metido de lleno en un asunto de mucho más calado, y que estaba fuera de la «ruta del que estampó las monedas vulgares» en los años setenta.
—Sigue, por favor.
—Ahora, en vez de seguir el hilo de Ariadna que nos trazaba la senda esencial, nos hemos salido de plano. Nos hemos introducido en la senda esencial original, que es más antigua y peligrosa. El laberinto se ha agrandado, y no sé qué bifurcación debemos tomar; para ello necesitamos más tiempo.
—Todo eso está muy bien, Gabriel… —exclamó Lorena, indignada—. ¡Pero quiero pruebas! ¡Una maldita evidencia de lo que dices!
Grieg se dirigió hacia el sofá situado en el mismo centro de la joyería secreta y se sentó junto al cajón abierto.
—¡Está bien! ¡Vamos a reconducir la situación! Y para ello, te daré las pruebas que necesites. Por favor, saca ese pequeño laboratorio que llevas en el bolso… Dame también el estuche dorado y las dos monedas que encontramos en el Vulcano y en el Teatro Griego.
Lorena accedió a la petición de Grieg y le pareció volver a oír aquel lejano alarido proveniente de las profundidades de la hondonada. Se sentó en el sofá junto a Grieg y depositó los objetos sobre el cajón.
—Bueno…, ahora quiero que me digas si las monedas que encontramos en el Vulcano y en el Teatro Griego se diferencian en algo de la primera que encontraste en la biblioteca secreta —dijo Grieg.
Lorena tomó una de las monedas, la limpió y a continuación extrajo una pequeña piedra de toque; rasgó su superficie con las dos monedas y le aplicó unas gotas de reactivo.
—¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta hasta ahora? —preguntó con el rostro desencajado.
—Las dos monedas son de oro de dieciocho quilates, ¿verdad? —preguntó Grieg. Lorena asintió—. ¡Lo sospechaba!
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que la persona que te dijo que sacaras la primera moneda del volumen de la enciclopedia, y el que me envió a mí a tu encuentro, nos estaba exhortando a que nos metiéramos donde nadie lo ha hecho hasta ahora… —exclamó Grieg cerrando el estuche dorado—, o sea…: en la senda esencial original. Y lo peor del caso es que lo hemos logrado.
—¿Y eso en qué cambia las cosas?
—Lo cambia todo. Porque yo no estoy dispuesto a traspasar esa puerta infernal hasta que no tenga las cosas mucho más claras, y además sepa quién eres, qué buscas y al servicio de quién trabajas.
Lorena guardó silencio y esquivó su mirada.
—¿Y no sientes curiosidad por saber qué puede haber ahí abajo?
—Las cumbres no se conquistan ni por curiosidad ni por temeridad. Para entrar ahí —Grieg señaló la gruesa puerta de acero y cada vez tenía más presente la conversación que mantuvo con el anciano en el Liceo—, hay que tener la rama de oro de la Sibila de Cumas con la que pagar el viaje a Creonte.
—¿Creonte? ¿La Sibila de Cumas? ¿La que colgaron de las murallas del templo de Apolo hecha una piltrafa? ¿Ahora me vienes con mitología, Gabriel?
—¿Acaso no lo advierte claramente ese panel? —Grieg lo iluminó con su linterna.
—¡Dios santo! Tan sólo se trata de un grabado alegórico que alguien diseñó para decorar una extraña joyería… Quizás ahí abajo no haya más que un pozo, una cuerda y un húmedo brocal. Nada más.
—Es mucho más que eso, Lorena. La persona con la que firmé un pacto diabólico me ha tendido una trampa muy sutil, pero con grandes dosis de maldad. Empiezo a pensar que me seleccionó a mí para su plan terrorífico, del que no puedo escapar…
—Sigo sin entenderte…
—Ya te lo he dicho. Para penetrar en ese lugar hay que estar debidamente preparado. Ahora estoy convencido de que la metafórica imagen que tenía grabada la medalla de oro que vi esta misma noche, estaba basada en la realidad. No cometas el error de tomarte todo este asunto en broma. ¡Y si no, fíjate en esto! —Grieg se levantó y apuntó la luz de la linterna hacia los gruesos barrotes.
Lorena fijó su atención en el lugar indicado. Apenas pudo creer lo que vio. En la base de las barras de hierro había unas tiras amarillentas y retorcidas.
—¿Son lo que parecen? —preguntó Lorena.
—No sé lo que tú verás en ellas, pero te aseguro que son uñas humanas. De alguien que forcejeaba la puerta para intentar salir, o para apartar el panel de madera… No sé, quizá para tratar de vislumbrar algo de luz.
Lorena se quedó pensativa mientras observaba las nauseabundas uñas. Grieg tomó el manojo de llaves e introdujo en la cerradura una que tenía grabado el pequeño dibujo de un búho, exactamente igual que el que había en el ojo de la cerradura. Dio una vuelta a la llave, pero no llegó a abrir la puerta.
—Hazme caso, Lorena. Para entrar ahí dentro, antes tenemos que encontrar la joya que buscas.
Lorena acarició la llave sin atreverse a dar la segunda vuelta.
—Necesito tener información acerca de «la Piedra». Al menos una prueba de su existencia —insistió mirando fijamente a Grieg.
—Empiezo a entender de qué va todo esto… Dame seis horas y encontraré la joya que buscas.
—No puede ser, Gabriel. Necesito una pista que demuestre que voy bien encaminada. Tienes que mostrarme la prueba irrefutable de que estás en condiciones de encontrarla.
—Lo que me pides está ahí. —Grieg señaló hacia el centro de la sala.
Lorena se acercó hasta el sillón y tomó el estuche dorado con sumo cuidado. En su interior se encontraba el trozo de papel que reproducía «la Piedra» con todo lujo de detalles, y que el anciano del Liceo le había entregado a Grieg en el interior de la caja de las
auques.
—¿No querías una prueba irrefutable de que estabas en el buen camino?
—Así es.
—Pues ahí la tienes. Y te aseguro que es una pieza única, puesto que muy pocos han visto tan de cerca la forma que tiene esa joya.
Lorena continuaba apuntando su linterna hacia la detalladísima reproducción, deleitándose con los extraños colores que se adivinaban entre los tornasolados matices que formaban las acuarelas del diseño.
—¿Seis horas? —preguntó finalmente, sin apartar la vista del conjunto que formaban el estuche de oro y el boceto original de la joya, autentificado con el sello de los talleres Masriera.
—Ni una más. Y te doy mi palabra de que, cuando volvamos a vernos, tendré el modelo original.
—¿Dónde nos volveremos a encontrar? —preguntó Lorena mientras, arropada por las sombras, esbozaba una sonrisa maliciosa y guardaba en su bolsa el estuche dorado junto a la Lupara.
—Será en un pintoresco burdel.
La tarde avanzaba del mismo modo precipitado que lo hacía la calina sobre las calles situadas junto al puerto, y Lorena, volviendo la cabeza desde el interior de un taxi, observó cómo Grieg se dirigía hacia la plaza del Ángel.
«Quizá la jugada me salga redonda y acabe agenciándome "la Piedra" sin ningún esfuerzo», pensó mientras sostenía, apretándolo con fuerza entre sus manos, el estuche de oro que contenía en su interior el diseño original autentificado de la codiciada joya. Un verdadero tesoro si sabía utilizarlo adecuadamente.
Grieg, tras cerciorarse de que el taxi que ella había tomado se perdía hacia la calle Junqueres, se detuvo bruscamente y en lugar de descender por la calle Argentería hacia su moto, volvió a la calle Princesa, en la misma dirección donde estaba situada la antigua perfumería y la joyería secreta que acababan de abandonar.
Grieg intuía que en las próximas horas tendría que enfrentarse a los sucesos más graves de su vida.
«Estoy obligado a llegar hasta el fondo de todo este condenado asunto —pensó—. Sé que el viejo, de una manera u otra, está moviendo los hilos, pero al final tendremos que enfrentarnos cara a cara.»
Tras recorrer una corta distancia, giró a la izquierda y apareció ante él un templo. Se trataba de una recoleta capilla con más de ocho siglos de antigüedad, casi el único ejemplo del arte románico en Barcelona. A pesar de estar situada en uno de los lugares más concurridos del barrio de La Ribera, permanecía siempre cerrada a cal y canto tras dos portones y unas gruesas verjas oxidadas.
Era la capilla Marcús, ubicada en el número 2 de la calle Carders.
La historia de la capilla era verdaderamente singular. Fue erigida en 1166 por Bernat Marcús, un rico comerciante barcelonés, para que sirviera de hospital y para proporcionar salvaguardia y hospedaje a los viajeros, tanto a la entrada como a la salida de la ciudad, ya que en aquel tiempo se encontraba junto al camino más transitado de la antigua Barcino. En vida, el acaudalado comerciante no llegó a verla terminada, pero la concluyeron sus dos hijos, que consagraron la capilla a Nuestra Señora de la Guía.
Por su ubicación, su lealtad y fraternidad hacia los viajantes, allí terminó estableciéndose la cofradía de los correos a caballo. Su popularidad no hizo más que crecer, ya que entre sus anchos muros se bendecía a los viajantes que partían a pie, y en el exterior de la capilla se hacía lo propio con las carrocerías y los caballos en el siempre peligroso momento de abandonar la protección amurallada de la ciudad.