Lorena, muy desconcertada por el cinismo de Grieg, pensó que parecía otra persona. Su mirada estaba mucho más apagada y las facciones de su rostro parecían más adustas.
—Me gustaría saber si has encontrado «la Piedra».
—Todos tenemos nuestras prioridades… ¡pero los demás también tienen su corazoncito!
—Gabriel, ¿qué quieres saber? —preguntó Lorena, y depositó junto al ordenador el programa de un acto exclusivo.
En la cartulina dorada podía verse el más famoso tenor del panorama operístico internacional del momento, caracterizado como Mefistófeles, cuya turbadora imagen se superponía a la fotografía de una sección del acelerador de partículas del CERN, situado en la frontera franco-suiza.
gran teatro del liceo
nigrum ópera MEFISTOFELE de Arrigo Boito.
2 de noviembre, 4:00 h.
Única función.
Acceso exclusivamente por invitación.
—¡Por fin la misteriosa dama deja escapar una confidencia! —exclamó Grieg.
—¿Has encontrado la joya?
Grieg no contestó y se limitó a tomar entre sus manos el libro de tapas negras y rasgadas que había estado leyendo antes de la llegada de Lorena.
—Esta noche —reveló Lorena mientras observaba el libro— va a tener lugar el selecto evento de la invitación. Aunque al parecer ya estabas enterado…
—¿Una función secreta en el Liceo? —preguntó Grieg con sorna.
—Así es, Gabriel. Los restringidísimos invitados a la representación llegarán a pie y entrarán de incógnito.
Grieg recordó la extraña sensación que le produjo la fachada a oscuras y el gran troquel del demonio situado en la entrada.
—¿Qué clase de invitados?
—Gente adinerada. Durante la función se firmarán unos contratos de compra de un artículo que, por su composición, tiene un tiraje limitadísimo.
—Sé más precisa, por favor.
Lorena desvió la mirada hacia la cristalera, en dirección a las Ramblas.
—Se trata de un reloj fabricado parcialmente con oro alquímico, mediante el sistema de la transmutación de los metales. El mismo sistema que perseguían los alquimistas medievales.
—Es un procedimiento demasiado caro, casi prohibitivo… Y además, aunque consiguieran oro…, se trataría de oro al fin y al cabo. No compensa.
Lorena se acercó a él.
—¡No lo entiendes, Gabriel! En el mundo hay muchas personas con muchísimo dinero. Sus compromisos exigen regalos cada vez más exclusivos.
—Siempre ha sido así, ¿no?
—A cierta élite le inquieta ver cómo el lujo del que siempre ha gozado, y que la distingue de la gente corriente, es menos evidente, porque cada vez hay más personas que pueden acceder a él. Esta élite está dispuesta a pagar lo que sea para tener algo único. Esto se conoce como
máximo luxury
o
look billonaire…
—Lorena se sentó junto a Grieg—. Esas personas compran submarinos de lujo, helicópteros y yates diseñados por Versace, asisten a la feria Millonaire… Chanel tiene un reloj, el J12, que lleva incorporado un sistema con Tourbillon, un mecanismo que compensa el efecto negativo de la gravedad terrestre; además, tiene incrustados quinientos sesenta y ocho rubíes y nueve diamantes. Cuesta una auténtica fortuna, pero eso ya no llama la atención a nadie… Los fabricantes suizos, los más prestigiosos del mundo, ya no saben cómo innovar.
—Por eso quieren fabricarlos con oro alquímico. Venden el mito, los alquimistas… —repuso Grieg.
—Exacto, Gabriel.
—¿Y cuál es el precio de esos relojes?
—Unos quince millones de euros.
—Demasiado dinero para un simple reloj…
—Nunca es demasiado… —replicó Lorena—. Por ejemplo, un arquetipo de producto
máximo luxury
es el cráneo de platino de Damien Hirst, que, con sus ocho mil seiscientos un diamantes, fue vendido por setenta y cuatro millones de euros… Si el reloj fuera demasiado barato, perdería exclusividad…
—Me complace ver que estás mucho más dispuesta a hablar —dijo Grieg.
—¿Has encontrado la joya? —insistió—. Dijiste que lo harías, y quiero rellenar ese hueco.
Lorena le lanzó el estuche de oro que encontraron en el interior de la calavera de don Germán.
—¿Estás segura que quieres ver «la Piedra»?
—Sí, y ahora mismo.
Grieg movió el cursor por la pantalla del ordenador y seleccionó en un menú el acto tercero de la ópera. Después giró un regulador de luz y la iluminación de la
suite
se volvió más tenue.
Abrió los brazos ante Lorena, que estaba sentada en un sofá.
—¿Recuerdas nuestro baile en la fiesta del teleférico?
—¿A qué viene eso ahora? —preguntó Lorena, y se levantó.
—Me quedé con ganas de repetirlo… ¿Quieres ver la joya? Abrázate a mí, y como me dijiste en la fiesta, «tú limítate a bailar». Únicamente tienes que relajarte y dejarte llevar. No puede ser más fácil… «Abrázame con fuerza y déjate llevar» —repitió Grieg con un tono sensual, imitando las palabras de ella.
Un tanto sorprendida, Lorena se abrazó a Grieg y trató de seguir la música.
—¿De verdad quieres la joya? —le susurró Grieg al oído—. Te advierto que va unida a un tesoro y a una levita demoníaca.
—Me da igual. Quiero verla de todos modos… —respondió ella, mordisqueando el cuello de la camisa de Grieg.
—Está bien, Lorena. Confía en mí y ya veras cómo por arte de magia pronto estará entre tus manos —musitó él, embargado por el perfume de Lorena—. No te preocupes, yo me ocupo de todo.
Mientras bailaban, Grieg fue llevando a Lorena hacia un rincón oscuro de la
suite
, en la antesala de la habitación. Ella dio un respingo al distinguir la silueta de una figura humana.
En los bafles conectados al ordenador sonaba la escena del tercer acto de la ópera, el momento en que el alba acecha a Margarita, que implora clemencia por sus pecados y ve al demonio, mientras se convence a sí misma de que su amor por Fausto la conduce al infierno.
Los dos dejaron de bailar. Lorena se acercó a la figura y comprobó que era un maniquí enfundado en una elegante levita con un objeto dorado. Lorena suspiró, aliviada.
—¡La has encontrado! —exclamó, acariciando la joya y la tela a la que estaba prendida.
Entonces se quitó los zapatos y se acercó a Grieg.
—Tenemos tiempo suficiente para celebrarlo… —susurró—. A la vida, igual que al buen vino, es muy conveniente oxigenarla.
Grieg dio un paso al frente.
—Tienes que explicarme dónde la encontraste… —continuó ella—. Pero sobre todo quiero que me cuentes una cosa…
Se quitó la blusa y dejó a la vista sus pechos desnudos; después se tumbó sobre la cama.
—Confírmame, Gabriel, si en el lugar donde encontraste la joya, estaba esto…
Lorena se ladeó en la cama y le mostró a Grieg el tatuaje que tenía grabado en su cuerpo, que partía de su brazo, recorría parte de la espalda y acababa en el pecho.
Grieg se quedó petrificado. Se trataba de un esqueleto alado.
El animado murmullo en la abarrotada platea del Liceo hacía presagiar una velada memorable.
La asombrosa sala estaba espléndidamente iluminada, y mostraba su habitual forma de herradura de cinco pisos que acaban convergiendo en los palcos y el arco del proscenio.
Mientras sonaban los timbrazos que anunciaban el comienzo inminente de la función, los músicos afinaban los instrumentos y los técnicos realizaban los últimos ajustes y comprobaban el correcto funcionamiento de las cámaras instaladas en el antepecho de los palcos en los que destacaban los perfiles de los más afamados compositores de ópera de la historia, y en el techo brillaban las pinturas de Perejaume ubicadas en el interior de ocho óculos dispuestos en círculo.
Se respiraba el ambiente de las grandes ocasiones.
Mefistofele
iba a ser una función memorable, tanto por su carácter secreto como por la excepcionalidad del elenco.
En uno de los palcos preferentes del segundo piso, se encontraba la persona que durante años había preparado aquel acontecimiento. En breve se celebrarían otras representaciones similares en Praga, París, Roma, Tokio y Nueva York. Formaban parte de una ambiciosa estrategia comercial encaminada a la promoción de un producto exclusivo y excepcional: un reloj elaborado parcialmente con oro alquímico.
El artífice del proyecto se llamaba Auguste Meyer, y era un hombre bien parecido de cincuenta y dos años, alto y delgado, que se movía con gestos impostados de galán antiguo. Lucía un esmoquin impecable, combinado con unos relucientes zapatos Oxford, y llevaba el pelo engominado.
Siempre que tenía ocasión, le decía a quien tuviera delante, en cualquiera de los cinco idiomas que dominaba a la perfección: «Soy un hombre hecho a sí mismo.» Se trataba del director comercial de una de las compañías de relojes más prestigiosas del mundo, con sede en Suiza, y cuyo logotipo era sinónimo de prestigio y calidad: una flor de trébol dorada.
Al sonar el último aviso que anunciaba el comienzo del acto, entró en el palco uno de los colaboradores de Meyer. En la mano llevaba unos precontratos de compra ya firmados por los testaferros y clientes interesados en la adquisición del nuevo producto. Las cláusulas del precontrato eran unas arras muy elevadas y un plazo de entrega a convenir.
El director sonrió, satisfecho, al ver el grueso pliego de contratos que llevaba su fiel colaborador. Contempló el magnífico aspecto que ofrecía el teatro, y se sintió por un momento como un auténtico factótum capaz de mover las vidas a su antojo.
Desde los veinte años, cuando entró en la empresa como pasante, había trabajado con talento y dedicación, hasta lograr encaramarse hasta el primer puesto ejecutivo de la compañía. Confiaba en que, en breve, se convertiría en el miembro más influyente de la Chambre Suisse de l`Horlogérie.
«Ha valido la pena», pensó, satisfecho.
Pasó las hojas firmadas de los precontratos, deleitándose con los nombres de los clientes y las prestigiosas joyerías que habían estampado sus firmas.
—¡Esto sí que no me lo esperaba, Dupont! —le comentó en voz baja a su colaborador—. Fíjate en el pedido de tres relojes que nos hace esta joyería…
El director echó un vistazo al interior del reservado del palco, especialmente instalado para la ocasión, donde, entre botellas de cava, de Chasselas y de Merlot, una acompañante le sonreía desde un sofá de terciopelo.
—Le tendría que haber dicho a esa chica que, en vez de esa espectacular melena platino, hubiera preferido el pelo bien cortito al estilo Audrey Hepburn.
Auguste Meyer continuó pasando los pedidos, pletórico, mientras silbaba la música de
Desayuno con diamantes.
Y entonces las luces del Liceo se apagaron, se abrió el telón y en el escenario apareció una gran ilustración que mostraba con la alargada caverna cilíndrica del CERN, el acelerador lineal de partículas.
Entre aplausos, entró en escena el presentador de la gala, el más famoso
showman
de la televisión.
—Muy buenas noches, señoras y señores… Están ustedes a punto de asistir a un espectáculo irrepetible. Pero antes permítanme que les dirija unas breves palabras… Desde que el hombre es hombre y está en la Tierra, ha sentido una irrefrenable fascinación por el oro; únicamente superada por la que sienten hacia él… ¡las mujeres!
Se oyeron risitas en la platea.
—Y desde tiempos inmemoriales, existen unos pocos modos de conseguirlo —continuó el presentador—. Permítame que los repasemos brevemente. El más antiguo es el sistema geológico. Es decir, golpear insistentemente con un pico la dura piedra de una mina… Pero estarán conmigo en que eso es agotador…
Las risitas fueron en aumento.
—Otro sistema era combatir para ganar el botín de guerra… Pero había un problema: si no calculabas bien las fuerzas, no sólo corrías el riesgo de perder el oro, ¡sino también la cabeza! Y después está el modo bíblico —el presentador se pasó teatralmente un pañuelo por la frente—, que consiste en trabajar…
Aquí el público aplaudió las ocurrencias del presentador acompañadas de carcajadas.
—Pero esta noche, en esta función secreta, les vamos a mostrar la nueva y más exclusiva vía para conseguir el oro. No es otra que la que perseguían los viejos alquimistas durante la Edad Media…
En la platea se oyeron murmullos.
—No teman, porque esta vez el éxito está garantizado. No tendrán que vender su alma al diablo, como le sucedió al pobre Fausto, con tal de obtener la preciada fórmula del oro alquímico…
Entonces, mientras se escondía la imagen del acelerador de partículas, emergió desde el fondo del escenario la figura del diablo de la capilla Marcús.
—Esta noche les tenemos preparado un espectáculo grandioso, en el que todo, hasta el horario, será excepcional. Para refrendar mis palabras, sólo tengo que mencionar los artistas que interpretan los papeles de Fausto, Mefistófeles y Margarita…
Mientras el público ovacionaba los nombres de los solistas, la figura del diablo, accionada por un mecanismo, se aproximó en el escenario hasta quedarse a escasos metros del presentador.
—La producción de esta ópera ha sido posible gracias a nuestro patrocinador, que ha escogido Barcelona para promocionar el lanzamiento del primer reloj elaborado con oro alquímico de la historia…
Auguste Meyer se fijó en la terrible expresión del diablo que estaba situado en el centro del escenario.
—La escenografía de la ópera que verán a continuación —prosiguió el presentador— está basada en los lugares, relacionados con la fórmula del oro alquímico, que frecuentaba don Germán, el famoso asesino de libreros en la Barcelona del siglo XIX… —El presentador señaló hacia la infernal figura—. Este diablo forma parte de los hechos a los que me refiero. Y ahora, si me lo permiten, me marcharé porque este demonio me está mirando de reojo…
El público aplaudió la presentación del
showman.
Las luces se encendieron y se cerró el telón unos minutos, para preparar el escenario del prólogo de la ópera, que transcurre en el cielo, donde Mefistófeles, entre ángeles y querubines, reta a Dios de que será capaz de robarle el alma a Fausto, su más fervoroso devoto.
A Auguste Meyer le sorprendió comprobar que su colaborador volvía a entrar en el palco.
—Disculpe, señor Meyer, pero ha sucedido algo inesperado…
—¿«Inesperado»?