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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (45 page)

BOOK: El laberinto de oro
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Aeternus relictum

Testamentum sapio tristes umbra

Lorena entendió qué podían contener los bloques metálicos del suelo. Aquel lugar era una antiquísima sala de archivo de carácter público, que contenía los testamentos de los muertos en vida, cuyo
relictum o
herencia no expiraba en las personas que los firmaron sino que se transmitía de padres a hijos, a modo de funesta herencia.

Le sorprendió ver que, bajo el interruptor eléctrico, hubiera un cenicero lleno de colillas de puro que habían sido aplastadas contra la anilla de papel hasta quemarla por completo.

Se dirigió hacia los bloques metálicos dispuestos en círculo, que en realidad eran grandes archivadores que contenían expedientes ordenados en orden alfabético, y comenzó a caminar en círculo hasta que se detuvo frente a uno de ellos, el que contenía las carpetas correspondientes a la letra «R». Abrió el archivador, y junto a una carpeta de tapas quebradizas que tenía anotado el nombre de «Recio, Juan José», había una carpeta reciente en la que figuraba un nombre que conocía muy bien: «Regina, Lorena.» Era su propio nombre.

Sin embargo, la carpeta estaba vacía…

Rápidamente se dirigió al archivador correspondiente a la letra «G», y entre carpetas que contenían los testamentos de los muertos en vida, firmados por médicos, empresarios, limpiabotas, sacerdotes, banqueros, arquitectos…, se encontraba la carpeta de «Grieg, Gabriel». Y también estaba vacía…

«Tengo que irme antes de que sea demasiado tarde», se dijo, pero al dar la vuelta para dirigirse hacia la puerta vio el archivador correspondiente a la «F», y no pudo resistirse a echar una ojeada al expediente de los Forné.

Lorena encontró un grueso legajo del siglo XVIII firmado por un antepasado del guardián de la puerta llamado Maurici Forné, y cuya rúbrica estaba estampada junto a una firma idéntica a la que ella había visto en el contrato que había firmado Auguste Meyer.

A cambio obtendrá como beneficio, tanto para el que firma el contrato como para todos sus descendientes, y siempre y cuando se cumplan escrupulosamente las condiciones que se especifican en la primera cláusula, el usufructo de las dos viviendas situadas a cada lado del antiguo corredor que transcurría paralelo a la vieja muralla conocida como…

Lorena guardó el contrato en el viejo cartapacio. Sólo entonces empezó a comprender el significado de los datos que había acumulado durante su vida, y especialmente en las últimas veinticuatro horas. Por fin había llegado el momento de poner en juego su jugada maestra.

Recordó un pequeño objeto circular que Grieg le había mostrado esa misma noche cuando los dos estaban en el Hotel Avinyó, y que ella se había guardado en el bolso.

«Gabriel mencionó un nombre», recordó, y buscó en los archivadores la carpeta que contuviera el contrato de la persona en la que se encerraba la clave del misterio.

Y tras un par de intentos… la encontró.

Lorena escondió el contrato en su vestido y salió a la sala de libros demoníacos, donde la esperaba el guardián.

—Debo marcharme… —dijo, cogiendo el bolso.

Marcel Forné pensó en cachearla por si escondía algo en el cuerpo, pero no se atrevió. Así que se aseguró de no mirar más allá de los límites de la puerta y cerró la puerta con llave.

Aún era de noche cuando Lorena abandonó la Biblioteca Fuera del Tiempo. Mientras se alejaba a toda prisa, sacó del bolso el sobre en el que tenía anotada la dirección donde debía entregar el contrato que había firmado Auguste Meyer, y que no debía abrir antes de las seis de la mañana.

Miró su reloj y comprobó que pasaban cuarenta segundos de las seis. Sin detenerse, mientras se dirigía a la Vía Laietana, donde esperaba tomar un taxi, se dispuso a abrir el sobre, pero antes de hacerlo tuvo un razonable presentimiento.

Alzó la cabeza y miró el nombre de la calle en la que se encontraba. Abrió el sobre, leyó la tarjeta que contenía y comprobó que su funesta corazonada era cierta.

«Muchos son los pasillos del laberinto que indefectiblemente conducen hasta el mismo lugar…»

Debía hacer entrega del contrato en el piso situado encima de la Biblioteca Fuera del Tiempo.

77

La sala circular que servía de
occultum
se encontraba a oscuras y en silencio. De pronto, unos fuertes golpes resonaron en la balaustrada y en lo alto de la cúpula. Grieg se encontraba de pie sobre el pentáculo, en el centro del
occultum
, expectante.

De repente, como si se hubiera abierto una enorme ventana, notó una corriente de aire gélido que olía a humo. Grieg, quieto en la oscuridad, escuchó las pisadas de alguien que, tras descender lentamente la escalera, anduvo alrededor del
occultum
, detrás de las columnas.

En la oscuridad, el sonido de los pasos se mezclaba con una fuerte respiración. Grieg sabía que el mismísimo diablo estaba girando en torno a él.

El primer encuentro con Ziripot de Lanz, entre las sombras de la Font del Gat, y, sobre todo, el revelador aquelarre junto a él en la Bodega Bohemia, le habían enseñado una lección imprescindible que debía aplicar en ese momento con tal de salvar su vida.

«No puedo creer que ese estertor provenga de una persona…», pensó.

Grieg sentía, junto a él, la presencia de un ser espeluznante, que sin duda estaba acosando a su presa.

«No cometas el error de pensar que estás a merced de una persona convencional. Si lo haces, cerrará el ataúd y tirará la llave al mar», se dijo Grieg.

Los pasos se oían ya en el interior del círculo… De repente, sintió el sonido de una respiración grave a escasos centímetros de su nuca. Podía oler el corrompido aliento que salía de su áspera garganta, provocando un rumor grave.

Otra corriente de aire gélido, seguida de un chasquido. A Grieg le pareció que una luz roja dolorosa le perforaba las pupilas. Medio deslumbrado, se volvió y comprobó que se encontraba en el centro de una rueda formada por diez radios lumínicos rojos, y junto al eje, que era su propia cabeza, se encontraba el anciano al que estaba ligado por el pacto infernal.

Los radios lumínicos procedían de los dispositivos láser de las pistolas de diez hombres, que, desde el mirador situado encima de las columnas, le apuntaban directamente. El anciano vio la levita de Grieg y la joya que lucía, y levantó la mano con un rictus de rabia en el rostro. Inmediatamente, los hombres levantaron las pistolas y la luz roja de los láseres iluminó la cúpula.

—¡Soy yo! —gritó el viejo.

Gabriel Grieg permaneció inmóvil y en silencio.

El viejo miró el suelo y vio lo que Grieg había hecho: el pentáculo inverso estaba roto en pedazos, y junto a él había un lingote de oro partido en dos, la linterna apagada y la caja de las
auques.

Grieg se agachó, tomó los dos pedazos del lingote y se dirigió hacia el círculo del
occultum
formado por los animales fabulosos. Sobre la representación del dragón serpiente Ouroboros, colocó el trozo de lingote donde estaba el Catobeplás, y viceversa.

El anciano, al ver la jugada que acababa de hacer el arquitecto, empezó a caminar alrededor del pentáculo.

—¡Muy inteligente…! —exclamó—. Ha separado las representaciones que estaban grabadas en el lingote que le entregué tras la firma de nuestro contrato.

El anciano extrajo del bolsillo de su americana el contrato que les unía.

—Y además, ha tratado de inutilizar el
occultum
destrozando el pentáculo —continuó el viejo—. Pero la jugada no le ha salido bien, y me ocuparé personalmente de que se arrepienta… ¿me oye, Grieg? —amenazó el viejo, aludiendo a los ventajosos contratos profesionales que obtuvo el arquitecto a cambio de abandonar sus investigaciones en la capilla Marcús.

Grieg continuaba en silencio, intentando no dejarse intimidar por el viejo.

—Confundir el Catobeplás con el Ouroboros es un grave error…, y puede acabar pagándolo, no sólo con la vida —dijo el anciano mientras encendía un puro—. Y si además comete la gran temeridad de fusionar sus naturalezas…, el error es irreversible.


Caput est ut quceramus
—exclamó Grieg—. Lo esencial es que indaguemos.


Ev to kccv, ev to nav…
—añadió el anciano despectivamente—. ¿Indaguemos, dice? Usted no tiene nada que investigar. Únicamente rendirse a las evidencias.

Grieg guardó silencio.

—Estamos en el interior de un círculo que se ha cerrado. Y si quiere destruir el contrato y recuperar definitivamente su libertad, deberá entregar la caja a alguien… ¡y ese alguien soy yo! —proclamó el viejo, encolerizado.

Grieg continuaba inmóvil y en silencio; el viejo miró fijamente la joya que llevaba su oponente en la solapa.

De repente, un hombre alto y corpulento entró en escena y susurró algo al oído del viejo. Se trataba del mismo escolta que estaba agazapado en la oscuridad del despacho del Círculo del Liceo.

—Me veo obligado a abandonar momentáneamente la partida —espetó el viejo—. Debo mantener una distendida conversación con una adorable dama que ambos conocemos… Mientras tanto, considérese como en su propia casa, pero recuerde que…

El brillo en los ojos del viejo era realmente demoníaco. Abrió los brazos, lleno de rabia, y los láseres de las pistolas bajaron hasta apuntar de nuevo la cabeza de Grieg.

—… una sola palabra mía bastaría para condenarle.

78

Lorena subió la escalera que partía del vestíbulo donde estaba la entrada a la Biblioteca Fuera del Tiempo.

Al llegar al rellano, hizo sonar un timbre manual de bronce que tenía la forma de un macho cabrío. Abrió la puerta un hombre alto y corpulento, de unos sesenta años, cara inexpresiva y mirada fría como un témpano. Era la persona que había contratado a Lorena hacía justamente un año para que gestionase la firma de un documento muy especial. La misma que le había facilitado la dirección donde había conocido a Grieg y el lugar donde encontraría la moneda que les introdujo en la senda esencial.

Además, le había suministrado todo el material necesario para documentar su estudio acerca de «la Piedra», incluido el estuche blindado que contenía las instrucciones para la elaboración del oro alquímico y el documento interno del CERN.

—Bienvenida, señora Regina. Acompáñeme, por favor.

Los dos caminaron por un amplio vestíbulo iluminado por las velas de unos escasos candeleros. Lorena sintió una fascinación inmediata por aquel lugar: siempre había soñado con poder vivir en un palacete barroco. Le cautivaron especialmente sus excepcionales frescos enmarcados entre molduras recubiertas de pan de oro. Sin embargo, no acabó de comprender por qué todas las ventanas estaban cerradas y soldadas.

Recorrieron un pasillo al que daban varias estancias: una sala de estar, una biblioteca y un atrio que precedía al salón de té. Cuando llegaron al final del pasillo, la suntuosa decoración del palacete se transformó radicalmente, y el espacio se llenó de oscuras estanterías repletas de libros de Derecho.

Ambos entraron en un fabuloso despacho de paredes recubiertas de láminas de cerezo, estanterías de nogal atestadas de vetustos libros, e iluminado por la lámpara situada encima de la mesa. En un extremo del lujoso despacho había un sofá de piel; junto a él, apareció un bastonero muy similar al que estaba junto al espejo de la hidra del rascacielos de Colón.

—Por favor, siéntese. —El hombre señaló uno de los dos asientos enfrentados de la mesa del despacho—. En unos minutos llegará la persona para la que trabajo, y de la que nunca antes le he hablado. Él es quien verdaderamente la escogió para realizar el trabajo. Yo me limité, como su primer testaferro, a transmitirle su voluntad.

Lorena, muy intrigada, no dijo nada. El hombre se comportaba de modo muy distinto. En las otras ocasiones, había desplegado unas grandes dotes de persuasión hasta convencerla de que trabajara para su bufete.

Mientras esperaba, Lorena miró las paredes y descubrió que, fuera del alcance de la luz de la mesa, colgaba un cuadro de marco dorado en el que se intuía el retrato de un caballero. Movió la pantalla de la lámpara para poder ver el rostro del cuadro y comprobó que se trataba del mismo hombre que aparecía en las fotos de la caja de perfume «Le diable parfumé», vestido en una levita muy similar a la de Grieg con «la Piedra» prendida en la solapa.

«Empiezo a comprender por qué Grieg estaba tan interesado en las fotografías…», pensó.

De pronto, escuchó que alguien se acercaba. Se trataba de un anciano nonagenario, que caminaba muy erguido y llevaba un puro encendido en la mano. Su figura resultaba sobrecogedora: parecía un fantasma que, tras vagar durante siglos por aquellas salas, de repente hubiera querido corporeizarse.

El hombre, al ver a la hermosa dama de pie junto a la mesa, esbozó una sonrisa de auténtico galán.

—¡Estoy encantado de conocerla, señora Lorena Regina! —exclamó abriendo los brazos. Se detuvo ante ella y, muy ceremoniosamente, la besó en la mano.

Unas virutas de humo azulado se elevaban hacia el techo.

—Usted debe de ser Trux —dijo ella, sonriendo.

—Digamos que es uno de mis muchísimos nombres —contestó mientras se sentaba en el sillón situado bajo el cuadro—. A mi edad, si uno no juega a ser otro de vez en cuando, acaba por cansarse de ver siempre a la misma persona.

—Si no estoy equivocada, Trux, en latín, significa «cruel y salvaje» —comentó Lorena desplegando otra sonrisa.

—Es posible. Tenga en cuenta que una loba, a pesar de sus terribles fauces, si quiere puede transportar delicadamente del cuello a sus cachorros. —Extendió su mano izquierda con la palma vuelta hacia arriba y movió los dedos.

Lorena interpretó inmediatamente aquel gesto, y abriendo su bolso le entregó el cilindro metálico, el documento del CERN y el contrato firmado por Auguste Meyer. El anciano analizó este último minuciosamente.

—Un trabajo excelente. La felicito.

El viejo tomó una octavilla, y tras mojar una pluma blanca de ánade en un tintero de plata, anotó algo sobre su superficie.

—En este papel figura el nombre del banco en Suiza, y el número de cuenta donde tiene ingresada la cantidad que usted y mi testaferro pactaron previamente por su trabajo. Le recomiendo que lo memorice para siempre y después lo destruya.

Lorena recogió la octavilla y se la guardó.

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