«Bien –pensó–, al cuerno con Flere-Imsaho; al cuerno con la planificación supuestamente impecable y la inmensa astucia de Contacto...» Su joven representante ni tan siquiera se había tomado la molestia de estar visible para cumplir con su trabajo. Prefería esconderse para lamer las heridas sufridas por su patética y maltratada autoestima.
Gurgeh sabía lo suficiente sobre el Imperio y la forma en que funcionaba para comprender que jamás habría permitido que ocurrieran cosas semejantes. Los habitantes del Imperio comprendían muy bien lo que era un deber y una orden. Se tomaban sus responsabilidades terriblemente en serio y en caso de no hacerlo sufrían por ello.
Hacían lo que se les ordenaba. Eran disciplinados.
Los tres oficiales hablaron entre ellos durante algunos minutos, volvieron a ponerse en contacto con su nave y acabaron dejándole a solas para inspeccionar el hangar del módulo. Cuando se hubieron marchado Gurgeh usó su terminal para preguntarle a la nave cuál había sido el motivo de la discusión.
–Querían traer más personal y equipo a bordo –le explicó la
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–. Les dije que no podían hacerlo. No hay nada de qué preocuparse. Será mejor que empieces a recoger tus cosas y vayas al hangar del módulo. Saldré del espacio imperial dentro de una hora.
Gurgeh volvió la cabeza hacia su camarote.
–He estado pensando –dijo–. Si te olvidaras de avisar a Flere-Imsaho y te lo llevaras contigo tendría que ir a Eá sin él y no podría contar con su ayuda... Sería terrible, ¿verdad?
No hablaba del todo en broma.
–Sería impensable –dijo la nave.
Gurgeh fue por el corredor y pasó junto a la unidad remota. La unidad estaba girando sobre sí misma muy despacio mientras subía y bajaba erráticamente.
–¿Es realmente necesario todo esto? –le preguntó Gurgeh.
–Me limito a hacer lo que me han ordenado –replicó la unidad.
–Creo que te estás excediendo –murmuró Gurgeh, y fue a recoger sus cosas.
Gurgeh empezó a hacer el equipaje. Cogió una capa que no se había puesto desde que salió de Ikroh y vio caer un paquetito que rebotó en el esponjoso suelo del camarote. Gurgeh cogió el paquetito, desató la cinta y empezó a abrirlo. Intentó recordar quién se lo había dado, y pensó que podía haber sido cualquiera de las jóvenes damas a las que había conocido durante su estancia en el
Bribonzuelo
.
El paquetito contenía un brazalete muy pequeño, un modelo de un Orbital de gran envergadura con toda clase de detalles minuciosamente reproducidos a escala cuya superficie interna estaba mitad iluminada y mitad a oscuras. Gurgeh lo acercó a sus ojos y vio unos puntitos de luz minúsculos apenas discernibles esparcidos por la mitad nocturna. El lado diurno mostraba un mar azul y retazos de tierra bajo diminutos sistemas nubosos. Toda la escena del interior brillaba con la luz generada por alguna fuente de energía situada dentro de la pequeña banda.
Gurgeh deslizó el brazalete sobre su mano y contempló cómo relucía alrededor de su muñeca. Pensó que era un regalo muy extraño para proceder de alguien que vivía en un VGS.
Entonces vio la nota unida al paquetito, la cogió y leyó lo que había escrito en ella: «Sólo para que me recuerdes cuando estés en ese planeta. Chamlis».
El nombre le hizo fruncir el ceño y luego –vagamente al principio, pero con una creciente y muy molesta sensación de vergüenza después –recordó la noche anterior a su partida de Gevant, hacía ya dos años.
Sí, claro...
Aquel paquetito contenía el regalo de Chamlis.
No había vuelto a acordarse de él.
–¿Qué es eso? –preguntó Gurgeh.
Estaba sentado en la sección frontal del módulo reconvertido que el VGS había colocado a bordo de la
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. Él y Flere-Imsaho habían subido a la lanzadera y se habían despedido de la vieja nave de guerra. La
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se mantendría a una distancia prudencial del Imperio esperando que volviera a llamarla. La protuberancia del hangar había girado sobre sí misma y el módulo había caído lentamente hacia el planeta escoltado por un par de fragatas mientras la
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se alejaba del pozo gravitatorio acompañada por los dos cruceros de batalla, moviéndose con la mayor lentitud posible.
–¿Qué es qué? –preguntó Flere-Imsaho.
La unidad estaba flotando junto a él. Se había quitado el disfraz y lo había dejado en el suelo.
–Eso –dijo Gurgeh.
Señaló hacia la pantalla en la que aparecía una imagen de lo que tenían debajo. El módulo avanzaba hacia Groasnachek, la capital de Eá. El Imperio no quería que ninguna nave entrara en la atmósfera directamente sobre sus ciudades, y habían tenido que seguir un rumbo por encima del océano.
–Oh –dijo Flere-Imsaho–. Eso... Es el Laberinto Prisión.
–¿Una prisión? –exclamó Gurgeh.
El complejo de muros y edificios que se retorcían en extrañas contorsiones geométricas se fue deslizando por debajo de ellos y el extrarradio de la gigantesca capital empezó a invadir la pantalla.
–Sí. Las personas que han quebrantado la ley son encerradas en el laberinto, y el lugar exacto en el que se las coloca queda determinado por la naturaleza de su delito. La prisión no sólo es un laberinto físico, sino que ha sido construida con el objetivo de que también sea un laberinto moral y de comportamiento (por cierto, su aspecto externo no da ninguna pista sobre su disposición interior; todo ese retorcimiento es sólo para despistar). El prisionero debe dar las respuestas correctas y sus acciones no deben salirse del marco de lo aprobado. Si falla no logrará seguir avanzando, y puede que incluso se le haga retroceder a las profundidades del laberinto. La teoría afirma que una persona irreprochable puede salir del laberinto en cuestión de días, y una persona totalmente mala no saldrá nunca de él. Naturalmente, hay un límite de tiempo para evitar que el laberinto esté demasiado concurrido y si lo supera, la persona en cuestión es transferida a una colonia penal donde permanecerá durante el resto de su existencia.
Cuando la unidad acabó de hablar la prisión ya había desaparecido. La ciudad ocupaba toda la pantalla y sus remolinos de calles, edificios y cúpulas hacían pensar en otra variedad de laberinto.
–Parece bastante ingenioso –dijo Gurgeh–. ¿Funciona?
–Eso es lo que les gustaría que creyéramos. En realidad se utiliza como excusa para que la gente no tenga un juicio justo, y los ricos siempre pueden arreglárselas para salir del laberinto a base de sobornos. Así que... Sí, los gobernantes están muy satisfechos del laberinto.
El módulo y las dos fragatas se posaron en un inmenso campo de aterrizaje para lanzaderas situado junto a un río de cauce muy ancho y aguas fangosas cruzadas por gran cantidad de puentes. El campo de aterrizaje estaba a una distancia bastante considerable de la ciudad, pero se hallaba rodeado por gran cantidad de cúpulas geodésicas de poca altura y edificios de tamaño mediano. Gurgeh salió del módulo con Flere-Imsaho flotando a su lado –la unidad volvía a llevar su disfraz de antigüedad, emitía un zumbido muy potente y estaba envuelta en un aura chisporroteante de estática–; y se encontró sobre un inmenso cuadrado de hierba sintética que había sido desenrollado junto a la parte trasera del módulo. Encima de la hierba sintética había unos cuarenta o cincuenta azadianos vestidos con uniformes y trajes de varios estilos. Gurgeh había estado intentando dar con una forma segura de identificar a los distintos sexos, y tuvo la impresión de que la mayoría pertenecían al sexo intermedio o ápice con algunos machos y hembras dispersos entre ellos. Detrás del grupo que le esperaba había varias hileras de machos que vestían el mismo uniforme y llevaban armas. Detrás de ellos había otro grupo que tocaba una música más bien estridente en la que predominaban los instrumentos metálicos.
–Los chicos de las armas son la guardia de honor –dijo Flere-Imsaho desde debajo de su disfraz–. No te alarmes.
–No estoy alarmado –dijo Gurgeh.
Sabía que ésta era la forma habitual de hacer las cosas en el Imperio. Las fiestas de bienvenida oficial eran ceremonias rígidas y complicadas en las que participaban burócratas imperiales, guardias de seguridad, funcionarios de las organizaciones de juegos, esposas asociadas y concubinas y personas que representaban a las agencias de noticias. Uno de los ápices fue hacia él.
–Hay que darle el tratamiento de «señor» en eáquico –murmuró Flere-Imsaho.
–¿Qué? –preguntó Gurgeh.
El zumbido que brotaba del disfraz de Flere-Imsaho era tan potente que apenas si podía oír la voz de la máquina. Los chisporroteos y chasquidos casi ahogaban la música de la banda ceremonial, y la estática emitida por la unidad hacía que Gurgeh tuviera todo el vello de un lado del cuerpo erizado.
–He dicho que se le llama «señor» en eáquico –siseó Flere-Imsaho intentando hacerse oír por encima del zumbido–. No le toques, pero cuando levante una mano tienes que levantar las dos y soltar tu discursito. Y recuerda que no debes tocarle.
El ápice se detuvo delante de Gurgeh y alzó una mano.
–Murat Gurgue –dijo–, bienvenido a Groasnachek, Eá, en el Imperio de Azad.
Gurgeh contuvo el impulso de torcer el gesto, alzó las dos manos (los libros explicaban que el gesto servía para demostrar que no llevabas armas) y empezó a hablar.
–He puesto los pies sobre el suelo sagrado de Eá y me siento muy honrado –dijo articulando cuidadosamente las palabras en eáquico.
–Bravo, un comienzo soberbio –murmuró la unidad.
El resto de la ceremonia de bienvenida fue como una especie de sueño febril. Gurgeh sintió que la cabeza le daba vueltas. Permaneció inmóvil sudando bajo los calientes rayos de la potente estrella binaria que ardía en el cielo (sabía que se esperaba que pasara revista a la guardia de honor, aunque nadie le había explicado cuál era el objetivo de esa inspección y qué debía buscar mientras la llevara a cabo) y cuando entraron en los edificios del campo de aterrizaje para dar comienzo a la recepción oficial los olores extraños le hicieron sentir con una fuerza muy superior a la que había creído posible que se encontraba en un lugar nuevo y distinto a todos los que había conocido hasta entonces. Le presentaron a montones de personas, ápices en su mayoría, y Gurgeh tuvo la impresión de que les encantaba que hablara con ellas en lo que al parecer era un eáquico bastante pasable. Flere-Imsaho le fue murmurando que hiciera y dijera ciertas cosas y Gurgeh se oyó pronunciar las palabras correctas y se vio ejecutar los gestos adecuados, pero la impresión global que sacó de todo aquello se redujo a un caos de movimientos, ruidos y personas que no le escuchaban (y cuyos cuerpos desprendían olores bastante fuertes y poco agradables, aunque estaba seguro de que ellas pensaban lo mismo de él), y también tuvo la extraña sensación de que se reían disimuladamente de él cuando les daba la espalda.
Aparte de las obvias diferencias físicas todos los azadianos parecían gente dura, sólida y decidida –al menos comparados con el habitante promedio de la Cultura–; más llenos de energía e incluso –si llevaba su examen al extremo de la crítica– bastante más neuróticos. Al menos, ésa fue la impresión que le produjeron los ápices. Los machos, a juzgar por los pocos que vio, parecían menos animados y más estólidos, así como más corpulentos, mientras que las hembras daban la impresión de ser más calladas (como si estuvieran continuamente absortas en sus pensamientos), y tenían un aspecto físico más delicado.
Se preguntó qué debían pensar de él. Gurgeh era consciente de que se fijaba demasiado en la extraña arquitectura alienígena y la sorprendente disposición de los interiores, y de que observaba a las personas de una forma que quizá no fuese muy educada, pero descubrió que la mayoría de ellas –y, una vez más, los ápices sobre todo– tampoco apartaban los ojos de él. Hubo un par de ocasiones en que Flere-Imsaho tuvo que repetir lo que le había dicho antes de que Gurgeh comprendiera que estaba hablando con él. El zumbido monocorde y el chisporroteo de la estática que nunca estuvieron demasiado lejos de él durante toda aquella tarde parecían aumentar todavía más la aureola de irrealidad y confusión que envolvía toda la escena.
Sirvieron comida y bebida en su honor. La biología de los habitantes de la Cultura y los habitantes del Imperio de Azad era lo bastante parecida para que hubiera algunos alimentos y bebidas mutuamente digeribles, el alcohol incluido. Gurgeh bebió todo lo que le ofrecieron, pero anuló sus efectos. El banquete se celebró en un edificio muy largo y de techo más bien bajo con pocos adornos exteriores, pero con el interior decorado de una forma muy ostentosa. Gurgeh y los invitados a la recepción tomaron asiento a lo largo de una mesa enorme repleta de comida y bebida. El servicio corrió a cargo de machos uniformados y Gurgeh se acordó de que no debía dirigirles la palabra. Descubrió que la mayoría de personas con las que intentaba conversar hablaban demasiado deprisa o excesivamente despacio, pero aun así logró salir airoso de varias conversaciones. Una de las preguntas más habituales era la de por qué había venido solo, y después de varios malentendidos Gurgeh cesó en sus intentos de explicar que estaba acompañado por la unidad y se limitó a decir que prefería viajar sin compañía.
Algunos le preguntaron qué tal se le daba el Azad. Gurgeh replicó que no tenía ni idea, y no mentía: la nave nunca había hecho ningún comentario al respecto. Dijo que esperaba ser capaz de jugar lo bastante bien para que sus anfitriones no lamentaran haberle invitado a tomar parte en el juego. Su respuesta pareció impresionar a algunos comensales, pero Gurgeh pensó que se limitaban a reaccionar como adultos ante un niño respetuoso y bien educado.
Un ápice sentado a su derecha que vestía un uniforme muy apretado y de aspecto bastante incómodo parecido a los que llevaban los tres oficiales que habían subido a bordo de la
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no paraba de hacerle preguntas sobre su viaje y la nave en que había llegado hasta allí. Gurgeh se mantuvo fiel a la historia acordada. El ápice llenaba una y otra vez la copa de cristal tallado de Gurgeh, y éste no tenía más remedio que apurar el vino cada vez que alguien proponía un brindis. El proceso necesario para que el alcohol saliera rápidamente de su organismo sin producir los efectos habituales le exigía ir al lavabo con bastante frecuencia (no sólo para orinar, sino también para beber agua). Gurgeh sabía que en la sociedad azadiana esas funciones fisiológicas eran un tema bastante delicado, pero al parecer supo usar la frase correcta en cada ocasión. Nadie puso cara de perplejidad ofendida, y Flere-Imsaho estaba muy tranquilo.