—Harris, deberíamos darnos prisa…
Como siempre, Viv es la primera en reaccionar. Se vuelve e inspecciona detenidamente el corredor.
—Creo que el camino está libre —dice—. Sí, se han ido…
Sé que tiene razón —ya casi hemos llegado—, pero mientras contemplo la mortaja negra… observando cómo cuelga sin vida sobre ese ataúd de ciento cincuenta años… no puedo evitar pensar que, si no tenemos cuidado, los siguientes cadáveres que habrá aquí serán los nuestros.
—¿Está seguro de que éste es el camino? —pregunta Viv, corriendo delante de mí, aunque se supone que soy yo quien abre la marcha.
—No te detengas —le digo, mientras ella sigue por el corredor hacia la derecha, haciendo que nos adentremos aún más a través de los pasillos de color arena del sótano de cemento.
A diferencia del resto del Capitolio, aquí abajo, los corredores son estrechos y sinuosos, un auténtico laberinto de giros imprevistos que nos llevan más allá de cuartos donde se guardan contenedores de basura, botes de pintura y aparatos de aire acondicionado, así como toda clase de talleres de reparaciones, desde electricidad hasta fontanería y mantenimiento de los ascensores. Pero lo peor es que, cuanto más lejos vamos, más parece encogerse el techo de los corredores, la altura de paso engullida por conductos de aire, cañerías de agua y cableados tendidos al azar. Cuando solía traer a Matthew aquí abajo, siempre protestaba porque tenía que agachar la cabeza para poder ir de un lado a otro. Viv y yo no tenemos ese problema.
—¿Me promete que todo esto le resulta familiar? —pregunta ella a medida que el techo desciende sobre nosotros.
—Totalmente —le digo.
No la culpo por estar nerviosa. En las zonas más concurridas, hay carteles en las paredes para asegurarse de que los miembros de ambas cámaras y el personal no se pierdan. Echo un vistazo a las grietas en forma de telas de araña que cubren las paredes. Hace al menos tres minutos que no hemos visto ningún cartel indicador. Además, a medida que avanzamos, el corredor parece llenarse de montones de equipo desechado: archivadores rotos, sillones tapizados en desuso, bobinas industriales de cables, contenedores de basura con ruedas, incluso una pila de tuberías oxidadas.
Desde que pasamos junto al último cartel que indicaba los ascensores no hemos visto a ningún otro ser humano. De hecho, el único vestigio de vida es el zumbido que surge de las habitaciones donde se hallan las máquinas. Viv sigue caminando delante de mí, pero con un abrupto giro final a la derecha, se detiene. Oigo cómo sus zapatos patinan a través del suelo polvoriento. Cuando doblo en la esquina del corredor detrás de ella, los muebles, los cableados y las tuberías se apilan a mayor altura que nunca. No resulta difícil adivinar lo que está pensando. Como sucede con cualquier otro vecindario peligroso, cuanto más lejos vamos, menos deberíamos estar caminando solos.
—Realmente no creo que éste sea el camino correcto —insiste.
—No se supone que debas hacerlo.
Ella cree que sólo estoy siendo condescendiente. Pero no es así.
Continúo avanzando y paso junto a media docena de puertas cerradas a mi derecha e izquierda. En la mayoría de ellas, como en el noventa por ciento de las puertas del Capitolio, hay un rótulo que dice exactamente lo que hay en el interior. «Subestación eléctrica». «Resumen diario del Senado». Incluso uno que reza «Área de fumadores designada». En una de ellas, en cambio, no hay ningún rótulo. Esa es la que busco: habitación ST-56, la puerta indefinida, sin rótulo, que se encuentra a mitad de camino a la izquierda del corredor.
—¿Es aquí? —pregunta Viv—. Parece un trastero.
—¿De verdad? —pregunto a mi vez, metiendo la mano en el bolsillo y sacando un manojo de llaves—. ¿Cuántos trasteros conoces que tengan un doble juego de cerrojos?
Introduzco las llaves en las respectivas cerraduras y hago girar con fuerza el pomo de la puerta. Es más pesada de lo que parece; tengo que apoyar todo el peso del cuerpo contra la madera para poder abrirla. Cuando cede, enciendo las luces con el puño y, finalmente, le ofrezco a Viv una vista de lo que hay en el interior.
Lo primero que advierte es el techo. A diferencia del corredor de prisión lleno de conductos de aire por el que te obligan a pasar en esta zona subterránea del Capitolio, el techo de esta habitación larga y espaciosa se encuentra a casi seis metros del suelo. Contra las paredes pintadas con un cálido color vino, hay un sillón de cuero marrón chocolate flanqueado por dos cómodas a juego de caoba estilo Imperio. Detrás del sillón hay una colección de antiguos veleros de juguete colgada de la pared. Para reforzar aún más la sensación de club masculino hay también un pescado de cuatro metros —supongo que es un pez espada— colocado en la pared de la izquierda, una bolsa de palos de golf junto a la puerta y, en la parte derecha de la habitación, una enorme carta náutica de 1898 de la costa del Atlántico desde la bahía de Chesapeake hasta el Jupiter Inlet.
Viv se queda mirando la habitación durante treinta segundos.
—¿Un escondite? —pregunta finalmente.
Asiento con una sonrisa.
Algunas personas dicen que en Washington no hay secretos. Es una afirmación agradable. Pero, obviamente, proviene de alguien que no tiene un lugar donde esconderse.
En las escaleras del poder, algunos miembros del Congreso tienen grandes puestos en los diferentes comités. Otros disponen de un sorprendente espacio de oficinas donde alojar a su personal. Algunos de ellos gozan de plazas de aparcamiento preferentes justo delante del Capitolio. Y unos pocos tienen chófer particular para parecer aún más importantes. Luego están aquellos que tienen escondites.
Se trata del secreto mejor guardado del Capitolio, santuarios privados para que un senador pueda escaparse de su personal, los cabilderos y los insoportables grupos de turistas que quieren «sólo una foto rápida, por favor, hemos venido desde tan lejos…». ¿Cómo son de privados esos escondites? Incluso el arquitecto del Capitolio, que gestiona todo el edificio, no dispone de una lista completa de quién ocupa cada uno de ellos. La mayoría ni siquiera figuran en el plano de planta, que es exactamente como les agrada a los senadores.
—¿Y para qué usa Stevens este lugar? —pregunta Viv.
—Te lo explicaré de esta manera…
Señalo por encima del hombro hacia un interruptor de luz redondo que hay en la pared.
—¿Un regulador de la intensidad de la luz? —pregunta Viv, ya asqueada.
—Stevens lo hizo instalar durante la primera semana. Aparentemente, se trata de una opción muy popular, inmediatamente después de los elevalunas eléctricos y los frenos asistidos.
Ella se da cuenta al instante de que estoy tratando de mantener una atmósfera distendida. Pero sólo consigo aumentar su nerviosismo.
—¿Y cómo sabe que el senador no bajará aquí en cualquier momento?
—Porque el senador ya no usa este escondite; no, desde que consiguió el que tiene hogar incorporado.
—Espere… ¿quiere decir que el senador Stevens tiene más de un escondite en el Capitolio?
—Vamos, ¿acaso crees que se atienen a las normas? Cuando Lyndon B. Johnson era el líder de la mayoría, tenía siete. Actualmente, esta sala es sólo un lugar para disfrutar de un poco de ocio. No hay forma de que él…
Mis ojos se detienen en la pequeña mesa tallada a mano que hay en el centro de la habitación. Encima de ella hay un juego de llaves que me resulta familiar.
Desde el lavabo llega el sonido del agua de la cisterna. Viv y yo nos volvemos en esa dirección. La luz encendida se advierte por debajo de la puerta. Luego se apaga. Antes de que podamos iniciar la huida, la puerta del lavabo se abre de par en par.
—No debes sorprenderte —dice Lowell, entrando en la habitación—. Bien, ¿quieres saber o no en qué andas metido?
—¿Qué haces aquí? —pregunto, y mi voz resuena en toda la habitación.
—Tranquilo —dice Viv.
—Escúchala —dice Lowell, tratando de parecer preocupado—. No estoy aquí para hacerte daño.
Lowell asiente en dirección a Viv, como queriendo indicarle que está de su parte. Ha sido fiscal general adjunto durante demasiado tiempo. Ahora todo lo que le queda son viejos trucos. Me enseñó ese truco el primer año que trabajé para él en la oficina del senador.
—¿Cómo has entrado aquí? —pregunto.
—Igual que tú. Cuando era jefe de personal me dieron una llave.
—Se supone que tienes que devolverla cuando te marchas.
—Sólo si te la piden —dice Lowell, intentando mostrarse divertido. Segundo error. Tal vez haya sido uno de mis mejores amigos, pero eso desapareció en el momento en que me obligó a salir disparado de aquel restaurante—. Sé lo que estás pensando, Harris, pero no entiendes en qué posición me encontraba. Janos amenazó a mi familia… se presentó en el parque donde llevamos a mi hija… incluso me golpeó la cabeza contra el cristal de la ventanilla de mi coche cuando te puse sobre aviso de lo que estaba ocurriendo en aquel restaurante.
Ahora está intentando la compasión. Tercer error, y queda fuera de juego.
—¡Que te jodan, Lowell! ¿Me has entendido? ¡Que te jodan! ¡La única razón por la que Janos estaba allí aquella noche fue porque tú se lo dijiste! ¡Tú lo preparaste!
—Harris, por favor…
—¿Cuál es la siguiente puñalada por la espalda que me darás? ¿También le dijiste que me escondería en este lugar, o acaso lo estabas reservando como postre?
—Lo juro, Harris… no estoy trabajando con él.
—Oh, ¿y se supone que ahora debo creerte?
—Harris, salgamos de aquí —dice Viv, cogiéndome del brazo.
—¿No te das cuenta siquiera de lo estúpido que has sido viniendo aquí? —pregunto—. ¿Crees acaso que Janos no te ha seguido en cada paso que das?
—¡Si lo hubiese hecho, ahora estaría en esta misma habitación! —señala Lowell. Debo admitir que tiene razón—. ¿Ahora puedes escucharme un segundo? —me ruega.
—¿Qué quieres decir, que confíe en ti? ¡Lo siento, Lowell, esta semana hemos agotado las existencias de confianza!
Lowell comprende que así no llegará a ninguna parte y fija su atención en Viv como su nuevo blanco.
—Señorita, ¿puede usted…?
—¡No hables con ella, Lowell!
—Harris, estoy bien —dice Viv.
—¡Quiero que te mantengas alejado de ella, Lowell! ¡Ella no forma parte de…!
Dejo la frase inacabada, haciendo un gran esfuerzo por no perder el control. «No lo pierdas», me digo. Me muerdo la parte interior de la mejilla para matar la furia. Se nos está acabando el tiempo. Abro la puerta y se la señalo a Lowell.
—Adiós, Lowell.
—¿Puedes sólo…?
—Adiós.
—Pero yo…
—Vete de aquí, Lowell. ¡Ahora!
—Harris, sé quiénes son —dice finalmente.
Observándolo atentamente, estudio la separación de sus cejas y la ansiosa inclinación de su cuello. Conozco a Lowell Nash prácticamente desde los comienzos de mi carrera profesional. Nadie es capaz de mentir tan bien.
—¿De qué estás hablando? —pregunto.
—Lo sé todo acerca del Grupo Wendell… o como se llame. He introducido sus datos en el sistema. A primera vista, son tan sólidos como Sears (registrados en Delaware, importante negocio de importación de muebles), pero cuando escarbas un poco más descubres que se trata de una empresa subsidiaria de una corporación de Idaho, que a su vez tiene una sociedad en Montana, que forma parte de una compañía matriz que está registrada en Antigua… La lista continúa, capa tras capa, pero todo no es más que una tapadera.
—Del gobierno, ¿no?
—¿Cómo lo sabes?
—Se puede ver en el laboratorio. Sólo un gobierno puede disponer de esa cantidad de pasta.
—¿Qué laboratorio? —pregunta Lowell.
—En la mina. —Por su expresión, me doy cuenta de que todo esto es nuevo para él—. En Dakota del Sur… tienen un laboratorio completo oculto en una vieja mina de oro —le explico—. Por la maquinaria que hay allí abajo, puedes deducir que los experimentos…
—¿Estaban construyendo algo?
—Es por eso por lo que nosotros…
—Dime qué es lo que están construyendo.
—Esto te parecerá una locura…
—Sólo dilo, Harris. ¿Qué están construyendo allí?
Miro a Viv. Ella sabe que no tenemos otra alternativa. Si Lowell formase parte de todo esto, no estaría haciendo esa pregunta.
—Plutonio —digo—. Creemos que están fabricando plutonio… del nivel atómico hacia arriba.
Lowell se queda inmóvil. Su rostro palidece intensamente. Lo he visto nervioso en otras ocasiones, pero nunca de este modo.
—Tenemos que avisar a alguien… —tartamudea. Su mano vuela hacia el bolsillo interior de su chaqueta en busca del teléfono móvil.
—Aquí abajo no tienes cobertura.
Al percatarse de que tengo razón, examina la habitación.
—¿Hay algún…?
—En la cómoda —digo, señalando el teléfono.
Los dedos de Lowell golpean los números, llamando a su asistente.
—William, soy yo… Sí —dice, y hace una breve pausa—. Escúchame bien. Necesito que llames al fiscal general. Dile que estaré en su despacho dentro de diez minutos. —Hace otra pausa—. No me importa. Que abandone la reunión.
Lowell cuelga con violencia el auricular y corre hacia la puerta.
—Sigue sin tener sentido —exclama Viv—. ¿Por qué habría de fabricar plutonio el gobierno de Estados Unidos cuando ya tenemos mucho? Sólo puede caer en las manos equivocadas…
Lowell se detiene en seco y se vuelve.
—¿Qué has dicho?
—Que no tiene…
—Después de eso.
—¿Por qué el gobierno de Estados Unidos…?
—¿Qué es lo que te hace pensar que se trata de nuestro gobierno? —pregunta Lowell.
—¿Perdón? —pregunto a mi vez.
Viv está tan confundida como yo.
—Pensé que había dicho que…
—No tenéis ni idea de a quién pertenece Wendell, ¿verdad? —pregunta Lowell.
Hay un silencio tan aplastante en la habitación que puedo oír cómo fluye la sangre por mis oídos.
—¿Lowell, qué coño está pasando aquí? —pregunto.
—Les seguimos la pista, Harris. Estaba muy bien oculta: Idaho, Montana… todos los estados que hacen muy difícil llevar a cabo una buena búsqueda de antecedentes corporativos. Quienquiera que haya montado esto conocía todos los trucos de magia. Después de Antigua, la pista rebotó hacia un consejo de dirección ficticio en Turks y Caicos, que, naturalmente, no nos sirvió de nada, pero también incluía un agente registrado con una dirección local en Belice. Naturalmente, la dirección era falsa, pero el nombre… correspondía al propietario de una compañía cementera del gobierno en Sana'a.