El juego del cero (45 page)

Read El juego del cero Online

Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

BOOK: El juego del cero
3.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando las consecuencias se hacen evidentes, me revuelvo en mi asiento, secándome el sudor de las palmas contra los bordes del cojín del sillón. Hace apenas unos minutos, fingía sentirme incómodo. Ahora, sin embargo, ya no necesito seguir fingiendo. Cualquier rama del gobierno que realmente sea Wendell Mining, las noticias no serán buenas.

—¿Puedo hacerle sólo una pregunta más? —interviene Viv—. He escuchado todo lo que acaba de decir, sé que es posible, y me doy cuenta de que el neptunio puede conseguirse, pero por un segundo, ¿podemos hablar sólo de la probabilidad? Quiero decir, el estudio de los neutrinos… ése es un campo pequeño, ¿verdad? Sólo puede haber un puñado de personas que sean siquiera capaces de armar algo así… De modo que, cuando usted suma todo eso y echa un vistazo a la comunidad de los neutrinos, ¿no sabría… no sabría si algo así estaba ocurriendo?

Minsky vuelve a rascarse la barba. Sus habilidades sociales son demasiado rudimentarias como para captar el pánico de Viv, pero entiende la pregunta.

—¿Han oído hablar alguna vez del doctor James A. Yorke? —pregunta finalmente. Viv y yo negamos con la cabeza. Apenas si puedo permanecer quieto—. Es el padre de la teoría del caos, incluso fue él quien acuñó el término —continúa Minsky—. Alguna vez han oído la metáfora, ¿verdad? ¿Que una mariposa que bate sus alas en Hong Kong puede provocar un huracán en Florida? Bueno, tal como lo explica Yorke, eso significa que, si existe incluso una sola mariposa que ustedes no conozcan, resulta imposible hacer una predicción meteorológica a largo plazo. Una diminuta mariposa. Y, como él dice, siempre habrá una mariposa.

Las palabras chocan en mi cabeza. Persuadí a Matthew para que batiese las alas… y ahora Viv y yo nos encontramos en el ojo de un huracán.

—Allí fuera hay un mundo muy grande —añade Minsky, dirigiéndose a Viv—. No puedo responder por todos los que trabajan en mi campo. ¿Tiene eso sentido para usted, señorita… lo siento, puede repetirme su nombre?

—Creo que deberíamos marcharnos —digo, poniéndome en pie.

—Pensé que el congresista estaba de camino —dice Minsky mientras Viv y yo nos dirigimos hacia la puerta.

—Ya tenemos lo que necesitábamos.

—Pero la reunión…

Es realmente asombroso. Acabamos de darle algunos indicios pobremente ocultos acerca de un proyecto del gobierno que podría generar plutonio, y él sigue preocupado por la reunión. Santo Dios, ¿qué le pasa a esta ciudad?

—Me aseguraré de decirle lo útil que ha sido —añado, abriendo la puerta y guiando a Viv fuera del despacho.

—Por favor, salúdenlo de mi parte —exclama Minsky.

Dice algo más, pero ya estamos en el corredor, caminando de prisa hacia los ascensores.

—¿Adónde vamos ahora? —pregunta Viv.

Al único lugar al que Janos cree que no iremos nunca.

—Al Capitolio.

Capítulo 69

—No lo entiendo —dijo William mientras bajaba velozmente por la escalera circular—. ¿Adónde vamos?

—¿Adónde crees tú que vamos? —preguntó Lowell, pasando junto al rótulo que señalaba el primer piso y continuando hacia el sótano del edificio.

—No, me refiero más allá del aparcamiento. ¿Adónde vamos después? ¿No cree que deberíamos decírselo a alguien?

—¿Decirles qué? ¿Que sabemos quién es el verdadero propietario de Wendell? ¿Que no son quienes dicen ser? Sí, están relacionados con Janos, pero hasta que no consigamos el resto de la información, no nos sirve de nada. No hay nada que decir.

—¿Y adonde nos lleva eso a nosotros?

—A nosotros, no —dijo Lowell—. A mí.

Lowell salvó de un pequeño salto los últimos escalones, abrió la puerta que comunicaba con el sótano y entró en el aparcamiento subterráneo. No tuvo necesidad de ir demasiado lejos. El ayudante del fiscal del distrito tiene una plaza justo delante de la puerta. Si quisiera, podría haber estado en el interior de su coche en cuatro segundos. Pero hizo una pausa, examinando el lugar para cerciorarse de que Janos no lo estaba esperando allí.

El Audi plateado estaba vacío.

Pulsó un botón en el llavero, las puertas se abrieron y Lowell se deslizó en el asiento del conductor.

—¿Qué está haciendo? —preguntó William cuando Lowell intentó cerrar la puerta.

—Voy a ver a un amigo —respondió, poniendo el coche en marcha.

No estaba mintiendo. Hacía más de diez años que conocía a Harris, desde que ambos trabajaban en la oficina del senador Stevens. Por esa razón Janos había ido a verlo a él en primer lugar.

Ya había tratado de ponerse en contacto con Harris en su oficina, en su casa y en sus dos teléfonos móviles. Si Harris se estaba escondiendo, sólo había un lugar donde podía estar, el único lugar que conocía mejor. Y, en ese momento, encontrar a Harris era la única manera de conocer el resto de la historia.

—¿Por qué no lleva al menos algo de apoyo? —preguntó William.

—¿Para qué? ¿Para que puedan interrogar a mi amigo? Confía en mí, sé muy bien cómo piensa Harris. Queremos que hable, no que sufra un ataque de pánico.

—Pero, señor…

—Adiós, William.

Lowell cerró la puerta con fuerza y pisó el acelerador. El coche se alejó velozmente. Negándose a darle demasiadas vueltas al asunto, Lowell se recordó con quién estaba tratando. Si aparecía acompañado de agentes armados en el Capitolio —incluso prescindiendo de la escena que eso provocaría—. Harris jamás asomaría la cabeza.

Encendió la radio y se perdió en el masaje mental del programa de noticias. A su abuela le encantaba escuchar la radio y, hasta hoy, Lowell seguía utilizándola, según las palabras de su abuela, para «encontrar la calma». Mientras el coche se llenaba con las principales noticias, Lowell finalmente se tomó un respiro. Durante todo un minuto se olvidó de Harris y Wendell, y del resto del caos que circulaba por su cabeza. Pero como resultado de ello no se dio cuenta de que un sedán negro lo estaba siguiendo a menos de un centenar de metros desde que había salido del aparcamiento del Departamento de Justicia.

Capítulo 70

—Confía en mí, sé muy bien cómo piensa Harris. Queremos que hable, no que sufra un ataque de pánico.

—Pero, señor…

—Adiós, William.

Metido entre las filas de coches y oculto sólo por una plaza de aparcamiento, Janos observó la escena desde el asiento delantero de su sedán negro. Las arrugas en la frente de Lowell… la desesperación en su rostro… incluso la inclinación en los hombros de su ayudante. Lowell le había pedido a William que no se moviera, pero él seguía protestando. Janos entrecerró los ojos, concentrándose en los hombros encorvados de William. Desde esa distancia no resultaba fácil hacer una evaluación precisa. Las arrugas que mostraba su camisa reflejaban que aún seguía usando las camisas dos veces para ahorrar dinero. Pero su flamante cinturón… Gucci… Era un regalo de mamá y papá. Al chico le gustaba aparentar, lo que significa que seguiría al pie de la letra las instrucciones de su jefe.

—Le dije que Lowell no se quedaría quieto… no se concentrará en nadie más que en sí mismo —dijo Barry a través del móvil.

—Tranquilo —le advirtió Janos.

No le gustaba nada tener que hablar con Barry, la paranoia siempre era excesiva, aun cuando se tratase de un botón perfecto para pulsar. No obstante, debía reconocer que Barry estaba en lo cierto con respecto a Lowell.

A varias decenas de metros, Lowell cerró con fuerza la puerta del lado del conductor. Los neumáticos chirriaron cuando el Audi abandonó el aparcamiento. William permaneció inmóvil donde estaba durante varios segundos, girando ligeramente el cuello mientras observaba cómo su jefe desaparecía. Luego regresó hacia la puerta que comunicaba con la escalera.

Janos hizo girar la llave en el contacto. El sedán cobró vida con un par de estertores del motor, pero Janos miró rápidamente hacia abajo, apoyando la mano abierta sobre el salpicadero. «Típico —pensó—. Mala carburación». El árbol de levas necesitaba más potencia.

—Tendría que haberme consultado a mí antes —dijo Barry en su oído—. Si hubiese recurrido a mí antes de ir a ver a Pasternak…

—Si no hubiera sido por Pasternak, Harris jamás habría formado parte del juego.

—Eso no es verdad. Harris está mucho más cansado de lo que usted cree. Sólo quiere que piense que…

—Continúe creyendo eso —lo interrumpió Janos, concediéndole a Lowell la ventaja suficiente. Cuando el Audi plateado giró en la esquina, Janos aceleró e inició la persecución a distancia.

—¿Alguna idea de adonde se dirige? —preguntó Barry.

—Todavía no —respondió Janos, dejando atrás el aparcamiento.

Directamente delante de él había un Volkswagen escarabajo anaranjado. Cuatro coches más adelante, el Audi de Lowell serpenteaba entre el denso tráfico. Y aproximadamente un par de kilómetros más allá de todos ellos, al final de Pennsylvania Avenue, la cúpula del Capitolio se curvaba hacia el cielo.

—Yo no me preocuparía por eso —le dijo a Barry—. No va demasiado lejos.

Capítulo 71

—¡El siguiente grupo, por favor! ¡El siguiente grupo! —llama el policía del Capitolio, haciendo señas para que nos aproximemos a la entrada destinada a los visitantes en la fachada oeste del Capitolio.

Mezclados entre el grupo de veinte estudiantes de instituto provistos de gorras de béisbol con la inscripción «Futuro presidente», Viv y yo mantenemos la cabeza gacha y nuestras identificaciones del gobierno ocultas debajo de la camisa. La puerta oeste del Capitolio recibe una media de cuatro millones de visitantes al año, lo cual convierte el lugar en una permanente multitud de turistas que empuñan cámaras fotográficas y mapas de la ciudad. La mayor parte de los días, los funcionarios del Capitolio la evitan a toda costa. Ésa es precisamente la razón de que estemos aquí.

Cuando el grupo entra finalmente, vuelvo a ser consciente de que el Capitolio es el único edificio en todo el mundo que no tiene parte trasera: tanto la fachada oeste (que domina el paseo) como la fachada este (que mira hacia el edificio de la Corte Suprema) afirman ser el verdadero frente. Esta discrepancia se debe, principalmente, a que, con tanta gente engreída congregada en un solo lugar, todos quieren pensar que su maravillosa vista es la mejor. Incluso los lados norte y sur entran en escena, llamándose a sí mismos la «entrada del Senado» y la «entrada del Congreso». Cuatro lados del mismo edificio y ninguno de ellos es la parte trasera. Eso ocurre solamente aquí.

Perdidos entre los grupos que realizan la visita al Capitolio, Viv y yo nos encontramos en el único lugar donde nadie comprueba nuestras identificaciones ni nos mira durante más de un segundo. Con toda esta cantidad de gente moviéndose por todas partes, lo único que podemos hacer es mezclarnos con la multitud.

—Coloquen todos los teléfonos móviles y las cámaras fotográficas en el escáner —dice uno de los guardias dirigiéndose al grupo.

Es una petición simple, pero los estudiantes se convierten en los protagonistas de los últimos momentos del
Titanic
. Hablan, protestan, se mueven… todo un espectáculo. Mientras los chicos se dedican a montar su escena habitual, Viv y yo nos deslizamos a través del detector de metales sin despertar ninguna sospecha.

Decidimos permanecer junto al grupo mientras avanza bajo el enorme techo abovedado de la rotonda y directamente en dirección a la Cripta, la habitación circular que ahora hace las veces de área de exposición de copias heliográficas, dibujos y otra serie de documentos históricos del Capitolio. La guía que acompaña al grupo explica que la forma redondeada de la Cripta sostiene estructuralmente no sólo la rotonda, sino también la cúpula del Capitolio que tiene directamente encima de ella. Todo el grupo levanta la cabeza hacia el techo mientras Viv y yo nos deslizamos hacia la derecha, a través de la puerta que hay junto a la estatua de Samuel Adams. Mientras bajamos rápidamente por una amplia escalera de piedra arenisca, meto la mano dentro de la camisa y saco la cadena con mi identificación. Detrás de mí, puedo oír la identificación de Viv cascabeleando alrededor de su cuello. De turistas a empleados en menos de un minuto.

—Polis… —susurra Viv cuando llegamos al último escalón.

Se aparta hacia la derecha. Más arriba del corredor, dos agentes de policía del Capitolio caminan en nuestra dirección. Aún no nos han visto, pero no estoy dispuesto a correr el riesgo. Cojo a Viv de la muñeca y la arrastro hacia la derecha, fuera del corredor principal. Encontramos un cartel autoestable que dice «Prohibido el paso». Pasamos tan de prisa junto a él que estoy a punto de derribarlo. Ya he estado aquí antes, sigue abierto al personal del Capitolio. El corredor acaba en una puerta negra de hierro forjado con un ligero arco en la parte superior.

—¿No es asombroso? —le pregunto a Viv, imprimiendo cierto ánimo a mi voz.

—Increíble —responde, pisándome los talones.

Detrás de la puerta, bajo una cubierta de cristal rectangular, hay una extensa tela negra que envuelve lo que parece ser un ataúd. La placa que hay a nuestra derecha, sin embargo, nos dice que se trata del catafalco de madera que ha contenido los cuerpos de Lincoln, Kennedy, Lyndon B. Johnson y todos los demás que alguna vez han sido expuestos en el Capitolio.

Por encima del hombro, el clic-clac de las botas en el suelo embaldosado me confirma que los polis del Capitolio están a punto de pasar. Tratando de parecer empleados de la casa pero sintiéndonos como prisioneros, Viv y yo nos aferramos a los barrotes, con la vista fija en la diminuta celda de cemento. Situada en el centro exacto del Capitolio, esa habitación pequeña y desagradablemente húmeda estuvo destinada originalmente para alojar a George y Martha Washington. Actualmente, sus restos reposan en el monte Vernon y esa habitación sólo se utiliza para guardar el famoso catafalco. Cierro los ojos. Los policías del Capitolio se acercan. Intento mantener la concentración, pero incluso sin los restos de Washington, este espacio pequeño y estrecho sigue conservando el olor de la muerte.

—Harris, ya llegan… —susurra Viv.

Las pisadas resuenan en el corredor justo detrás de nosotros. Uno de ellos se detiene. Se oye un chirrido en su radio. Junto a mí, Viv está rezando.

—Sí, en seguida estaremos ahí —dice uno de los policías.

Las pisadas se reanudan; no hay duda de que están cada vez más cerca, y entonces, de pronto, ambos desaparecen.

Sigo aferrado a los barrotes, negándome a darme la vuelta.

Other books

Tyger by Julian Stockwin
The Fireman's Secret by Jessica Keller
Ella Mansfield by Married to the Trillionaires
When You Go Away by Jessica Barksdale Inclan
The Last Sacrifice by Sigmund Brouwer
Adored by Tilly Bagshawe
Memorias de un cortesano de 1815 by Benito Pérez Galdós