Ambos nos deslizamos dentro del vehículo y ponemos los seguros de nuestras respectivas puertas. Atrás, en el Capitolio, no hay ni rastro de Janos. Por ahora.
—Creo que estamos a salvo —digo, hundiéndome en mi asiento y escudriñando la multitud.
Junto a mí, Viv no se molesta en mirar hacia afuera. Está demasiado ocupada mirándome a mí. Sus ojos marrones están brillantes, en parte por el miedo, pero ahora… en parte por la ira.
—Me mintió… —dice finalmente.
—Viv, antes de que…
—No soy estúpida, ¿sabe? —añade, recuperando el aliento—. Y ahora cuénteme qué demonios está pasando.
Mientras bajo por la escalera mecánica hacia las plantas inferiores del Smithsonian Museum of American History, mantengo los ojos fijos en la multitud y mis manos sobre los hombros de Viv. Sigue siendo la mejor manera de tranquilizarla. Está un escalón por debajo de mí, pero el doble de nerviosa. Después de lo sucedido en el Capitolio, ya no confía en nadie —incluido yo—, por lo que sacude los hombros y se libra de mis manos.
No cabe duda de que el museo no es el lugar más idóneo para que cambie de opinión, pero como lugar público es suficiente para convertirlo en un espacio poco probable para que Janos comience la persecución. La mirada de Viv barre la sala, buscando la cara de todas las personas que puede encontrar. Supongo que no es nada nuevo. Dijo que era una de las dos únicas chicas negras en un colegio de blancos. En el Senado, es la única mensajera negra que contrataron. Sin duda es una extraña permanentemente. Pero nunca de esta manera. Despliego el plano del museo que cogí del mostrador de información y nos aíslo de la multitud. Si queremos pasar por turistas, debemos actuar como ellos.
—¿Quieres un helado? —pregunto cuando salimos de la escalera mecánica y veo la anticuada heladería a lo largo de la pared.
Viv me lanza una penetrante mirada que sólo veo habitualmente en el cuerpo de prensa.
—¿Le parece que tengo trece años?
Tiene todo el derecho del mundo a estar enfadada. Se prestó a hacer un simple favor. Y se ha pasado la última media hora corriendo para salvar su vida. Sólo por esa razón necesita saber qué está sucediendo realmente.
—Nunca tuve la intención de que las cosas sucedieran de este modo —comienzo.
—¿De verdad? —pregunta. Aprieta los labios con fuerza y me taladra con una expresión ceñuda.
—Viv, cuando me dijiste que me ayudarías…
—¡No debería haber permitido que lo hiciera! ¡No tenía ni idea de dónde me estaba metiendo!
Es un argumento irrebatible.
—Lo siento —le digo—. Nunca pensé que ellos…
—No quiero sus disculpas, Harris. Sólo dígame por qué mataron a Matthew.
No estaba seguro de que ella supiera de qué iba todo esto. No es la primera vez que la subestimo.
Mientras atravesamos una exposición titulada «Un mundo material», nos vemos rodeados de vitrinas que siguen la pista del proceso industrial estadounidense. La primera vitrina está llena de madera, ladrillos, pizarra y cueros; la última vitrina presenta el plástico multicolor de un cubo de Rubik y un video-juego de comecocos.
—Esto es el progreso —anuncia un guía. Miro a Viv. Es hora de que aquí también hagamos algún progreso.
Me lleva casi quince minutos decirle la verdad. Acerca de Matthew… de Pasternak… e incluso de mi intento de acudir al ayudante del fiscal general. Sorprendentemente, no muestra ningún signo de reacción, es decir, hasta que le digo qué fue lo que comenzó a volcar todas las fichas de dominó. El juego… y la apuesta.
Su boca se abre y se lleva ambas manos a la cabeza. Está a punto de explotar.
—¿Estaban apostando? —pregunta.
—Sé que parece una locura…
—¿Eso era lo que estaban haciendo? ¿Apostando en el Congreso?
—Lo juro, no era más que un juego estúpido.
—¡La oca es un juego estúpido! ¡El parchís es un juego estúpido! ¡Esto era real!
—Sólo apostábamos en relación con temas pequeños… nada que fuese realmente importante…
—¡Todo es importante!
—Viv, por favor… —le ruego, mientras miro a mi alrededor cuando unos cuantos turistas se detienen a mirarnos.
Viv baja la voz pero la ira no ha desaparecido de su rostro.
—¿Cómo pudo hacer algo así? Nos dijo que debíamos… —Se interrumpe y su voz se quiebra—. Todo el discurso que pronunció… Todo lo que dijo era una mierda.
En ese momento me doy cuenta de que la he interpretado mal. No es ira lo que hay en su voz. Es decepción… y mientras sus hombros se hunden más bajo de lo habitual, se convierte en tristeza. Llevo una década en el Capitolio, pero Viv lleva aquí escasamente un mes. Yo pasé tres años recibiendo puñaladas por la espalda hasta que tuve la expresión que ella muestra en este momento. Sus ojos se hunden bajo un nuevo peso. No importa lo que ocurra, el idealismo siempre se resiste a morir.
—Eso es todo… me voy —anuncia, apartándome y siguiendo su camino.
—¿Adónde vas?
—A entregar el correo de los senadores… y cotillear con los amigos… y verificar nuestro grupo actual de senadores con poco pelo y sin culo… hay más de lo que se imagina.
—Viv, espera —exclamo, corriendo tras ella. Apoyo una mano sobre su hombro y ella trata de librarse. Aumento la presión, pero a diferencia de lo sucedido antes, eso no contribuye a calmarla.
—¡Suélteme! —grita. Con un movimiento brusco, logra librarse de mi mano. No es una chica pequeña. Olvido lo fuerte que es.
—¡Viv, no seas estúpida…! —grito, mientras ella atraviesa la exposición casi a la carrera.
—Ya he sido estúpida… ¡Usted es mi cupo de este mes!
—Sólo espera…
Pero no aminora el paso. Atraviesa la sección principal del salón de la exposición y pasa por delante de una pareja que está intentando que les hagan una foto junto al sillón de Archie Bunker.
—Viv, por favor… —le ruego, corriendo tras ella—. No puedes hacer esto.
Ella se para en seco al oír el ultimátum.
—¿Qué ha dicho?
—No me estás escuchando…
—Jamás me diga lo que debo hacer.
—Pero yo…
—¿No ha oído lo que acabo de decir?
—Viv, te matarán.
Sus dedos se paralizan en mitad de un gesto.
—¿Qué?
—Te matarán. Te romperán el cuello y harán que parezca que te caíste por una escalera. Como hicieron con Matthew. —Mientras hablo permanece en silencio—. Sabes que tengo razón. Ahora que Janos sabe quién eres… y tú sabes cómo es él; no le importa si tienes diecisiete años o setenta. ¿Acaso crees que permitirá que vuelvas a llenar de agua los vasos de los senadores?
Intenta responder, pero de su boca no sale ningún sonido. Las arrugas desaparecen de su ceño y sus manos empiezan a temblar. Igual que antes, Viv comienza a rascar ansiosamente el reverso de su tarjeta de identificación.
—N… necesito hacer una llamada —insiste, corriendo hacia el teléfono público que hay en la heladería. Voy un paso por detrás de ella. Ella no lo dirá, pero veo la forma en que aferra su identificación. Quiere hablar con su madre.
—Viv, no la llames…
—Esto no se trata de usted, Harris.
Ella piensa que sólo me preocupo por mí. Se equivoca. La culpa me está carcomiendo las entrañas desde el momento en que le pedí aquel pequeño favor. Me aterraba que se convirtiera en esto.
—Me gustaría borrar lo que ha pasado… de verdad —le digo—. Pero si no tienes cuidado…
—¡Tuve cuidado! No lo olvide, ¡no fui yo quien provocó todo esto!
—Por favor, espera un minuto —le ruego cuando ella vuelve a alejarse—. Es probable que Janos esté examinando tu vida en este momento.
—Tal vez no. ¿Se le ha ocurrido pensar en eso?
Se está poniendo demasiado furiosa. Me rompe el corazón tener que hacer esto, pero es la única manera de mantenerla a salvo. Cuando está a punto de entrar en la heladería, me coloco delante de ella.
—Viv, si haces esa llamada, pondrás en peligro a toda tu familia.
—¡Eso no puede saberlo!
—¿No? De los treinta mensajeros que hay en el Senado, eres la única chica negra que mide casi un metro ochenta. Encontrará tu nombre en dos segundos. Sé que en este momento me odias, y entiendo que lo hagas, pero, por favor… escúchame… Si entras ahí y llamas a tus padres, habrá dos personas más a las que Janos tendrá que eliminar para arreglar este asunto.
Eso es todo lo que se necesita. Sus hombros se elevan, revelando toda su estatura, mientras las lágrimas que asoman a sus ojos muestran su verdadera edad. Es tan fácil olvidar lo joven que es.
A mi izquierda capto nuestro reflejo en un escaparate cercano: yo con un traje negro, Viv con su traje azul marino. Tan profesionales y conjuntados. Detrás del cristal están el suéter rojo de Mr. Rogers y un títere de Óscar
el Gruñón
. Óscar está inmóvil en su cubo de basura con la boca muy abierta. Siguiendo mi mirada, Viv mira al Gruñón, cuyos ojos vacíos en blanco y negro devuelven la mirada.
—Lo siento, Viv.
Es la segunda vez que pronuncio esas palabras. Pero esta vez las necesita.
—Yo… yo sólo le estaba haciendo un favor —tartamudea, y su voz se quiebra.
—No debería habértelo pedido, Viv, nunca pensé que…
—Mi madre… si ella… —Se interrumpe, tratando de no pensar en ello—. ¿Qué hay de mi tía en Filadelfia? Tal vez ella pueda…
—No pongas a tu familia en peligro.
—¿Yo no debo ponerla en peligro? ¡¿Cómo… cómo ha podido hacerme esto?!
Se tambalea hacia atrás, estudiando nuevamente a todos los turistas. Pensé que lo hacía porque estaba asustada, nerviosa —siempre la extraña que trata de encajar—, pero cuanto más la observo, más comprendo que sólo es una parte del cuadro. La gente que busca ayuda tiende a ser la clase de personas que están acostumbradas a conseguirla. Su mano continúa aferrando la tarjeta de identificación. Su madre… su padre… su tía… han estado ahí durante toda su vida, empujando, ayudando, consolando. Ahora no están. Y Viv lo siente.
Y no es la única. Mientras observa nerviosamente a la multitud, un dolor agudo y nauseabundo me atraviesa el vientre. No importa qué más pueda suceder, jamás me perdonaré a mí mismo por causarle este dolor.
—¿Qué hago ahora? —pregunta.
—Está bien —digo, esperando tranquilizarla—. Tengo mucho dinero… tal vez podemos… pueda esconderte en un hotel.
—¿Sola?
Por la forma en que hace la pregunta, me doy cuenta de que es una pésima idea. Especialmente si siente pánico y no puede quedarse quieta. Ya la he convertido una vez en un blanco fácil. No pienso abandonarla y volver a hacerlo.
—Está bien, olvida el hotel. ¿Y si…?
—Me ha destrozado la vida —dice.
—Viv…
—Nada de Viv. La ha destrozado, Harris, y después… Oh, Dios mío, ¿tiene idea de lo que ha hecho?
—Se suponía que sólo sería un pequeño favor, lo juro; si hubiese imaginado que esto iba a pasar…
—Por favor, no diga eso. No diga que no lo sabía…
Ella tiene razón. Yo debería haberlo sabido —me paso todo el día calculando trueques políticos—, pero cuando se llegó a esta situación, lo único que me preocupaba era mi pellejo.
—Viv, lo juro, si pudiera deshacer…
—¡Pero no puede!
En los últimos tres minutos ha recorrido todos los estados de la respuesta emocional: de la ira a la negación, a la desesperación, a la aceptación y ahora nuevamente a la ira. Y todo como reacción a un hecho inmutable: ahora que la he implicado en esto, Janos no se dará por vencido hasta que hayamos muerto.
—Viv, necesito que te concentres… tenemos que largarnos de aquí.
—… y yo lo hice aún peor —musita—. Me lo hice a mí misma.
—Eso no es verdad —insisto—. Esto no tiene nada que ver contigo. Yo lo hice. A los dos.
Ella sigue conmocionada, luchando por procesar todo lo que ha ocurrido. Me mira, luego se mira a sí misma. Ya no soy sólo yo. Nosotros. Desde ahora estamos encadenados por las muñecas.
—Deberíamos llamar a la policía… —tartamudea.
—¿Después de lo sucedido con Lowell?
Ella es lo bastante rápida como para ver todo el cuadro al instante. Si Janos consiguió llegar al número dos del Departamento de Justicia, todos los caminos de la ley nos llevan directamente de regreso a él.
—¿Y si acudimos a otra persona…? ¿No tiene amigos?
La pregunta me cruza la cara. Las dos personas más próximas a mí están muertas, Lowell está trastornado, y no hay forma de averiguar hasta quién más ha conseguido llegar Janos. Todos los políticos y funcionarios con quienes he trabajado a lo largo de los años… seguro, son amigos, pero en esta ciudad, bueno… eso no significa que confíe en ellos.
—Además —le explico—, a cualquier persona con la que hablemos le estaremos pintando una diana en medio del pecho. ¿Deberíamos hacerle a otra persona lo que yo te hice a ti?
Ella me mira y sabe que tengo razón. Pero eso no impide que siga buscando una salida.
—¿Y qué hay de los otros mensajeros? —pregunta—. Tal vez puedan decirnos a quién más le hacían entregas… ya sabe, quién más estaba metido en el juego.
—Por eso quería el registro de entregas del guardarropa. Pero allí no hay nada relacionado con los días del juego.
—¿O sea que todos nosotros, todos los mensajeros, éramos utilizados sin que lo supiéramos?
—Tal vez en cuanto a las otras apuestas, pero no en la que se refería a la mina de oro.
—¿De qué está hablando?
—Ese chico que atropello a Matthew —
Toolie
Williams— era quien tenía tu tarjeta de identificación. Iba vestido como un mensajero.
—¿Por qué querría alguien parecerse a un mensajero?
—Imagino que Janos le pagó para que lo hiciera… y que Janos está actuando en nombre de otra persona que tenía un interés creado en el resultado.
—¿Cree que tiene relación con la mina de oro?
—Es difícil decirlo, pero ellos son los únicos que se benefician.
—Sigo sin entenderlo —dice Viv—. ¿Cómo se beneficia Wendell Mining si aparentemente no hay oro en esa mina?
—O más específicamente —añado—, ¿por qué una compañía que no tiene ninguna experiencia en el campo de la minería dedica dos años a tratar de comprar una mina en la que no hay oro?
Ambos nos miramos, pero Viv aparta rápidamente la vista. Tal vez estemos en el mismo barco, pero ella no me perdona tan fácilmente. Y lo que es más importante, no creo que ella quiera saber la respuesta. Lo lamento por ella, sólo queda uno de nosotros entonces.