—De acuerdo —dijo Jonathan, que ya había supuesto que la conversación se desarrollaría de aquella manera—. Muy bien, Reeves.
Me ocuparé de sacar billete y…
—De ida, Jonathan… Bueno, lo dejo en sus manos.
Jonathan lo sabía.
—Cuando sepa el vuelo, le llamaré.
—Conozco los horarios. Hay un avión que sale de Orly a la una y cuarto, directo a Munich, si le va bien.
—De acuerdo. Procuraré que sea ése.
—Si no tengo noticias suyas, daré por sentado que lo ha cogido.
Le recibiré en la terminal de la ciudad como la vez anterior.
Distraídamente, Jonathan se acercó al fregadero, se alisó el pelo con ambas manos y luego cogió la gabardina. Llovía un poco y el tiempo era algo frío. Había tomado una decisión el día antes. Repetiría los movimientos de la vez anterior, visitando un médico de Munich en esta ocasión, y subiría al tren. Lo que le inspiraba dudas era su propio valor. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar? Salió de la tienda y cerró la puerta con llave.
Jonathan tropezó con un cubo de basura colocado en la acera y se dio cuenta de que iba arrastrando los pies en lugar de caminar.
Levantó un poco la cabeza. Insistiría en llevar una pistola además del lazo, y si se resistía a utilizar el
«garrotte»
, porque el valor le fallaba (como era de prever) y en su lugar se valía de la pistola, entonces no había que darle más vueltas. Haría un trato con Reeves: si usaba la pistola, era obvio que le cogerían; entonces la siguiente bala sería para él mismo. De esa manera no tendría la menor posibilidad de traicionar a Reeves y a la demás gente con la que éste estaba relacionado. A cambio de ello, Reeves pagaría el resto del dinero a Simone. Jonathan se daba cuenta de que su cadáver no podía pasar por el de un italiano, pero supuso que era posible que la familia Di Stefano hubiese contratado un asesino de otra nacionalidad.
—Esta mañana he recibido una llamada de un médico de Hamburgo —dijo a Simone—. Quiere que vaya a Munich mañana.
—¿Tan pronto?
Jonathan recordó que le había dicho a Simone que podía transcurrir una quincena antes de que los médicos desearan verle de nuevo; que el doctor Wentzelle había dado unas píldoras y desearía comprobar su efecto. Había hablado realmente de unas píldoras con el doctor Wentzel —con la leucemia no había nada que hacer, salvo tratar de retrasada por medio de píldoras—, pero el doctor no le había dado ninguna. Jonathan estaba seguro de que el doctor Wentzel le habría dado píldoras si le hubiera visitado por segunda vez.
—Hay otro médico en Munich… un tal Schroder. El doctor Wentzel quiere que vaya a verle.
—¿Dónde está Munich? — preguntó Georges.
—En Alemania —dijo Jonathan.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? — preguntó Simone.
—Probablemente… hasta el sábado por la mañana —repuso Jonathan, pensando que el tren posiblemente llegaría tan tarde la noche del viernes que no podría tomar otro de París a Fontainebleau.
—¿Y qué me dices de la tienda? ¿Quieres que me cuide de ella mañana? ¿Y el viernes? ¿A qué hora te iras mañana?
—Hay un avión a la una y cuarto. Sí, querida, sería una ayuda que atendieses a los clientes mañana y el viernes… aunque fuera durante una hora solamente. Hay un par de personas que pasarán a buscar unos encargos.
Jonathan hundió cuidadosamente su cuchillo en una porción de Camembert que había cogido sin que realmente le apeteciese.
—¿Estás preocupado, Jon?
—En realidad, no. Al contrario, si me dan alguna noticia, por fuerza será ligeramente mejor —se dijo que todo aquello eran palabras para quedar bien, tonterías. Los médicos no podían luchar contra el tiempo. Miró de reojo a su hijo, que parecía un poco intrigado, aunque no lo suficiente como para hacer más preguntas, y se dio cuenta de que Georges oía conversaciones parecidas desde que tenía uso de razón. Al pequeño le habían dicho que su padre «tenía un germen. Como un resfriado. Que a veces le hacía sentirse cansado. Pero que él no podía pillado. Nadie podía pillado, de modo que no le iba a hacer ningún daño».
—¿Dormirás en el hospital? — preguntó Simone.
Al principio Jonathan no entendió lo que ella quería decir.
—No. El doctor Wentzel… su secretaria dijo que me buscarían un hotel.
Al día siguiente Jonathan salió de casa poco después de las nueve de la mañana para coger el tren de las nueve cuarenta y dos minutos con destino a París, puesto que, de haber cogido el siguiente, no habría llegado a Orly a tiempo para tomar el avión. El billete, sólo de ida, lo había comprado la tarde anterior y también había ingresado otros mil francos en la cuenta de la Société Générale, a la vez que metía quinientos francos en la cartera. Ahora quedaban dos mil quinientos francos en el cajón de la tienda. También había sacado
Cosecha siniestra
del cajón para meterlo en la maleta y devolvérselo a Reeves.
Faltaba poco para las cinco de la tarde cuando Jonathan se apeó del autobús en la terminal de Munich. El día era soleado y la temperatura agradable. Había un grupo de hombres fornidos, de mediana edad, que llevaban pantalones cortos de cuero y chaquetas verdes y en la acera tocaba un organillo. Jonathan vio que Reeves se le acercaba a buen paso.
—¡Se me ha hecho tarde! ¡Lo siento! — dijo Reeves—. ¿Cómo está, Jonathan?
—Muy bien, gracias —contestó Jonathan, sonriendo.
—Le he reservado habitación en un hotel. Vamos a tomar un taxi. Yo estoy en otro hotel, pero subiré para hablar con usted.
Subieron al taxi. Reeves se puso a hablar de Munich. Hablaba como si verdaderamente conociera la ciudad y le gustase, no como si hablase por puro nerviosismo. Reeves tenía un mapa y le señaló el «Jardín Inglés», por donde el taxi no iba a pasar, así como el barrio que bordeaba el río Isar. Le dijo que debían encontrarse allí a las ocho de la mañana siguiente. Los dos hoteles estaban en un barría céntrico. El taxi se detuvo ante un hotel, y un muchacho enfundado en un uniforme granate abrió la portezuela.
Jonathan se registró en el hotel. En el vestíbulo había multitud de vidrieras modernas decoradas con figuras de caballeros y trovadores alemanes. Jonathan sintió una sensación agradable al percatarse de que se encontraba insólitamente bien y, por ende, alegre. ¿Sería el preludio de alguna noticia espantosa que le darían al día siguiente, de alguna horrible catástrofe? Pensó que era propio de locos estar tan alegre y se amonestó a sí mismo, como hubiera hecho de haber estado a punto de tomarse una copa de más.
Reeves subió con él a la habitación. El botones ya se iba después de depositar la maleta de Jonathan a los pies de la cama. Jonathan colgó el abrigo en el recibidor, como hubiera hecho en casa.
—Mañana por la mañana, puede que esta misma tarde, le conseguiremos un abrigo nuevo —dijo Reeves, mirando el abrigo de Jonathan con expresión algo dolida.
—¿Sí?
Jonathan tuvo que reconocer que su abrigo estaba bastante raído. Sonrió levemente, sin molestarse por el comentario. Al menos había traído su traje bueno y sus zapatos negros, que estaban bastante nuevos. Colgó el traje azul.
—Después de todo, viajará en primera clase en el tren —dijo Reeves. Se acercó a la puerta y la cerró para que nadie pudiera entrar desde fuera—. Tengo la pistola. También es italiana, aunque algo diferente. No pude encontrar un silenciador, pero, si quiere que le diga la verdad, un silenciador apenas cambiaría las cosas.
Jonathan se hizo cargo. Miró la pequeña pistola que Reeves acababa de sacarse del bolsillo y durante unos instantes se sintió vacío, estúpido. Hacer fuego con aquella pistola significaría tener que pegarse un tiro inmediatamente después. Ese era el único significado que la pistola tenía para él.
—Y esto, por supuesto —dijo Reeves, extrayendo el
«garrotte»
del bolsillo.
Bajo la luz de Munich, más brillante que la de Hamburgo, el cordón tenía un color pálido, parecido al de la carne.
—Pruébelo en… en el respaldo de esa silla —dijo Reeves.
Jonathan cogió el cordón y con el lazo rodeó una protuberancia del respaldo de la silla. Luego tiró de él con indiferencia hasta que notó que se tensaba. Esta vez ni siquiera sintió asco, sólo un vacío en su interior. Se preguntó si una persona normal, al encontrar el cordón en su bolsillo o en otra parte, adivinaría en seguida para qué servía. Probablemente, no.
—Tiene que tirar con fuerza, desde luego —dijo Reeves con acento solemne—. Y mantenerlo tenso.
De repente, Jonathan se sintió enojado e iba a dar rienda suelta a su mal humor, pero se reprimió. Sacó el cordón de la silla y se disponía a arrojarlo sobre la cama cuando Reeves dijo:
—Guárdeselo en el bolsillo. O en el bolsillo del traje que piense ponerse mañana.
Jonathan empezó a metérselo en el bolsillo de los pantalones que llevaba puestos, pero se detuvo y finalmente lo guardó en el de los pantalones del traje azul.
—Y me gustaría enseñarle estas dos fotografías —Reeves sacó un sobre del bolsillo interior de la americana. Era un sobre blanco, sin cerrar, y contenía dos fotografías: una era del tamaño de una postal y la otra era un recorte de periódico doblado dos veces—. Vito Marcangelo.
Jonathan echó un vistazo a la foto, que estaba rasgada en un par de sitios. En ella aparecía un hombre de cabeza y cara redondas, labios gruesos y cabello negro y ondulado. Una mecha de pelo gris en las dos sienes daba la impresión que de su cabeza salía vapor.
—Alrededor de uno sesenta de estatura —dijo Reeves—. Sigue teniendo el pelo gris en el mismo sitio. No se lo tiñe. Y aquí le tiene en una fiesta.
En el recorte del periódico aparecían tres hombres y un par de mujeres de pie ante una mesa dispuesta para la cena. Una flecha dibujada a mano señalaba a un hombre bajito y risueño con las sienes plateadas. El pie de la foto estaba en alemán.
Reeves volvió a guardarse las fotos.
—Vamos a comprar el abrigo. Encontraremos algún comercio abierto. A propósito, el seguro de esta pistola funciona igual que el del revólver. Está cargada con seis balas. La guardaré aquí. ¿Le parece bien? — Reeves recogió el arma de los pies de la cama y la colocó en un rincón de la maleta de Jonathan—. Briennerstrasse es un buen lugar para ir de compras —dijo Reeves mientras bajaban en el ascensor.
Fueron andando. Jonathan había dejado el abrigo en la habitación del hotel.
Eligió un abrigo de
tweed
color verde oscuro. ¿Quién iba a pagarlo? Al parecer, eso no importaba demasiado. Jonathan también pensó que tal vez sólo le quedaban unas veinticuatro horas para llevarlo. Reeves insistió en pagar el abrigo. Aunque Jonathan le dijo que podría devolverle el dinero en cuanto cambiase unos francos por marcos.
—No, no, eso es cosa mía —dijo Reeves, sacudiendo un poco la cabeza, gesto que en él a veces equivalía a una sonrisa.
Jonathan salió del establecimiento con el abrigo puesto. Reeves iba señalándole cosas mientras caminaban: Odeonsplatz, el comienzo de la Ludwigstrasse, que, según dijo Reeves, llegaba hasta Schwabing, el barrio donde Thomas Mann tuviera su casa. Anduvieron hasta el Englischer Garten, luego cogieron un taxi para ir a una cervecería. Jonathan hubiese preferido una taza de té. Comprendió que Reeves trataba de hacer que se sintiera relajado. Jonathan ya se sentía bastante relajado y ni siquiera le preocupaba lo que el doctor Max Schroeder pudiera decirle al día siguiente. Más bien no le importaba nada lo que le dijese el doctor, fuera lo que fuese.
Cenaron en un restaurante ruidoso de Schwabing, y Reeves le informó de que prácticamente todos los presentes eran «artistas o escritores». A Jonathan le hacía reír lo que decía Reeves. Se sentía un poco aturdido a causa de la cerveza y ahora bebían Gumpoldsdinger.
Poco antes de la medianoche Jonathan se encontraba en la habitación del hotel, vestido con el pijama. Acababa de darse una ducha. El teléfono sonaría a las siete y cuarto de la mañana e iría seguido inmediatamente por un desayuno al estilo continental. Jonathan se sentó ante el escritorio, cogió papel de carta del cajón y escribió el nombre y la dirección de Simone en un sobre. Entonces se acordó de que estaría en casa pasado mañana, quizás incluso mañana por la noche. Hizo una bola con el sobre y 16 arrojó a la papelera. Durante la cena le había preguntado a Reeves si conocía a un tal Tom Ripley. Reeves le había mirado sin comprender y le había dicho «No, ¿por qué?». Jonathan se metió en la cama y apretó un botón que apagó todas las luces de la habitación, incluyendo la del cuarto de baño. ¿Se había tomado las píldoras? Sí. Antes de ducharse. El frasco de las píldoras lo había guardado en el bolsillo de la chaqueta, para poder enseñárselo al doctor Schroeder al día siguiente, en caso de que al doctor le interesase verlo.
Reeves le había preguntado si los del banco suizo le habían escrito ya. Aún no, pero era posible que la carta hubiese llegado por la mañana a la tienda. Jonathan se preguntó si Simone abriría el sobre. Se dijo que había un cincuenta por ciento de posibilidades de que lo abriera, según lo ocupada que estuviese atendiendo a los clientes. La carta de Suiza confirmaría un depósito de ochenta mil marcos y probablemente incluiría una serie de tarjetas para que Jonathan registrase su firma en ellas. Supuso que el sobre no llevaría el nombre y la dirección del remitente, nada que indicase que procedía de un banco. Dado que él regresaría el sábado, tal vez Simone dejaría la correspondencia sin abrir, suponiendo que la hubiera.
Volvió a pensar que había un cincuenta por ciento de probabilidades y se durmió dulcemente.
Por la mañana, el ambiente del hospital le pareció estrictamente rutinario y curiosamente familiar. Reeves estuvo presente todo el rato y, aunque la conversación se desarrolló exclusivamente en alemán, Jonathan se dio cuenta de que Reeves no le decía nada al doctor Schroeder sobre el anterior reconocimiento en Hamburgo. El informe del hospital hamburgués lo tenía ahora el doctor Perrier en Fontainebleau, y seguramente ya lo habría enviado a la Laboratorios Ebberle-Valent, como lo prometiera hacer.
También en el hospital de Munich había una enfermera que hablaba inglés. El doctor Max Schroeder aparentaba unos cincuenta años; su pelo era negro y siguiendo la moda, le llegaba hasta el cuello de la camisa.
—Más o menos dice —dijo Reeves a Jonathan— que se trata de un caso clásico… predicciones no muy optimistas para el futuro.