Eran casi las siete de la tarde cuando Jonathan llegó a casa después de tomar el tren y un taxi. Abrió la puerta con su propia llave.
—¡Jon!
Simone cruzó el vestíbulo para recibirle. Jonathan la rodeó con sus brazos.
—¡Hola, cariño!
—¡Te estaba esperando! — dijo ella, riéndose—. Ahora mismo. No se por qué. ¿Qué noticias traes? Quítate el abrigo. Recibí tu carta esta mañana, diciéndome que quizá llegarías anoche. ¿Estás loco?
Jonathan colgó el abrigo en la percha y alzó en brazos a Georges, que acababa de chocar con sus piernas.
—¿Y cómo está mi diablillo? ¿Cómo está
Cailloux
?
Besó la mejilla de Georges. Le había traído un camión volquete y lo tenía en la bolsa de plástico, con el whisky, pero pensó que el camión podía esperar, y sacó la botella.
—
¡Ah, quel luxe!
— exclamó Simone—. ¿La abrimos ahora?
—¡Insisto! — contestó Jonathan.
Pasaron a la cocina. A Simone le gustaba echar hielo en el whisky; a Jonathan le daba lo mismo.
—Cuéntame lo que te dijeron los médicos.
Simone dejó la bandeja del hielo en el fregadero.
—Pues… vienen a decir lo mismo que los médicos de aquí. Pero quieren probar unos medicamentos conmigo. Ya me avisarán.
En el avión, Jonathan había decidido decirle esto a Simone. Ello le dejaría vía abierta para hacer otro viaje a Alemania. Al fin y al cabo, ¿de qué servía decirle que las cosas estaban o parecían algo peores? ¿Qué podía hacer ella, salvo preocuparse un poco más? El optimismo de Jonathan había ido en aumento durante el viaje en avión: si había salido airosamente del primer episodio, tal vez llevaría a buen término el segundo.
—¿Quieres decir que tendrás que volver allí? — preguntó Simone.
—Es posible —Jonathan contempló cómo servía dos whiskies generosos—. Pero están dispuestos a pagarme por ello. Ya me avisarán.
—¿De veras? — dijo Simone, sorprendida.
—¿Eso es whisky escocés? ¿Y yo… qué me dais a mí? — dijo Georges en inglés, con tal claridad que Jonathan profirió una carcajada.
—¿Quieres probarlo? Bebe un sorbito —dijo Jonathan, ofreciéndole su vaso.
Simone le sujetó la mano.
—¡Tenemos naranjada, Georgie! — le sirvió un poco en un vaso—. ¿Quieres decir que están ensayando una cura determinada?
Jonathan frunció el ceño, aunque seguía sintiéndose dueño de la situación.
—No hay ninguna cura, caríño. Están… van a probar un montón de píldoras nuevas. Más o menos eso es todo lo que sé. ¿Salud! Jonathan se sentía un poco eufórico. Tenía los cinco mil francos en el bolsillo interior de la americana. Estaba a salvo, de momento, a salvo en el seno de su familia. Si todo iba bien, los cinco mil eran simple calderilla, como dijera Reeves Minot.
Simone se apoyó en el respaldo de una de las sillas.
¿Que van a pagarte para que vuelvas? ¿Eso quiere decir que la cosa es peligrosa?
—No. Creo que… sólo representa cierta incomodidad. Volver a Alemania. Lo único que me pagarán será el viaje.
Jonathan no había pensado los detalles: podía decir que el doctor Perrier le pondría las inyecciones, le administraría las píldoras. Pero pensó que de momento bastaba con decir aquello.
—¿Quieres decir que… te consideran un caso especial?
—Sí. En cierto modo. Claro que no lo soy —dijo, sonriendo. No lo era y Simone lo sabía—. Simplemente puede que quieran hacer algunas pruebas. Todavía no lo sé, cariño.
—Bueno, el caso es que pareces la mar de feliz. Me alegro, querido.
—Vamos a cenar fuera esta noche. Al restaurante de la esquina. Podemos ir con Georges —dijo, haciendo caso omiso de las protestas de Simone—. Vamos, que podemos permitírnoslo.
Jonathan cogió cuatro mil de los cinco mil francos, los metió en un sobre y guardó éste en uno de los ocho cajones de madera de un armario que tenía en la trastienda. El cajón era el penúltimo del armario y no contenía más que trozos de alambres y cordel, así como algunos herretes de agujero reforzado, cosas, en suma, que sólo una persona frugal o excéntrica guardaría, según se decía el mismo Jonathan. Era un cajón que, al igual que el de debajo (Jonathan no tenía idea de lo que éste contenía), no solía abrir jamás, por lo que tampoco Simone lo abriría en las raras ocasiones en que le echaba una mano en la tienda. El cajón donde Jonathan guardaba el dinero era el primero a la derecha, debajo del mostrador de madera. Los restantes mil francos los ingresó el viernes por la mañana en la cuenta indistinta que él y Simone tenían en la Société Générale. Tal vez pasarían dos o tres semanas antes de que Simone cayera en que había mil francos de más, y a lo mejor no haría ningún comentario, aunque viera la cifra en el talonario de cheques. Y si decía algo; Jonathan podría explicarle que algunos clientes habían saldado cuentas repentinamente. Jonathan solía firmar cheques para pagar sus facturas y el talonario lo guardaba en el cajón del
écritoire
de la sala de estar, a menos que él o Simone lo sacasen de allí para pagar algo, cosa que ocurría sólo una vez al mes.
Y el viernes por la tarde Jonathan ya había encontrado la forma de gastar parte de los mil francos. Compró un traje de
tweed
color mostaza para Simone en una tienda de la Rue de France. Le costó trescientos noventa y cinco francos. Se había fijado en el traje hacía varios días, antes de irse a Hamburgo, y había pensado en Simone: el cuello redondo, el
tweed
color amarillo oscuro salpicado de marrón, los cuatro botones color marrón de la chaqueta… todo parecía creado especialmente para Simone. El precio le parecía escandaloso, demasiado elevado. Ahora casi le parecía una ganga, y contemplo con placer cómo la dependienta doblaba el traje cuidadosamente y lo metía en una caja, entre hojas de papel de seda blancas como la nieve. Y la cara que puso Simone al verlo volvió a llenarlo de satisfacción. Era la primera cosa nueva, la primera prenda bonita, que tenía Simone desde hacía dos años, pues los vestidos comprados en el mercado o en el Prisunic no contaban.
—¡Pero te habrá costado un dineral, Jon!
—No… no tanto. Los médicos de Hamburgo me dieron un anticipo… por si tengo que volver allí. Bastante generoso. No pienses más en ello.
Simone sonrió. Jonathan se dio cuenta de que no quería pensar en el dinero. No en aquel momento.
—Lo consideraré como uno de mis regalos de cumpleaños.
Jonathan sonrió también. El cumpleaños de Simone lo había celebrado hacía casi dos meses.
El sábado por la mañana sonó el teléfono de Jonathan. No era la primera vez que sonaba aquella mañana, pero esta vez era la llama da irregular que denotaba una conferencia.
—Reeves al habla… ¿Cómo va todo?
—Muy bien, gracias.
De repente Jonathan se puso tenso y alerta. Había un cliente en el establecimiento, un hombre que examinaba cuidadosamente las muestras de marcos que había en la pared. Pero Jonathan hablaba en inglés.
—Estaré en París mañana y me gustaría vede. Tengo algo para usted… ya sabe qué —dijo Reeves, que parecía tan tranquilo como de costumbre.
Simone quería que Jonathan la acompañase a comer en casa de sus padres, en Nemours, al día siguiente.
—¿Podríamos vernos a última hora de la tarde… o alrededor de las seis? Mañana almuerzo fuera de casa y no estaré libre antes de esa hora.
—Claro, claro. Me hago cargo. ¡Los almuerzos dominicales de los franceses! Digamos alrededor de las seis. Estaré en el Hotel Cayré, en Raspail.
Jonathan conocía aquel hotel de oídas. Dijo que procuraría estar allí entre las seis y las siete de la tarde.
—Los domingos hay menos trenes.
Reeves le dijo que no se preocupase.
—Hasta mañana.
Evidentemente, Reeves iba a darle parte del dinero. Jonathan pasó a ocuparse del hombre que quería comprar un marco.
El domingo, Simone estaba maravillosa con su traje nuevo. Antes de salir para ir a casa de los Foussadier, Jonathan le pidió que no dijera nada acerca de que los médicos alemanes le estaban pagando.
—¡No soy tonta! — declaró Simone tan rápidamente que a Jonathan le hizo gracia y pensó que en realidad Simone estaba más con él que con sus padres. A menudo le parecía que era al revés.
—Incluso hoy —dijo Simone en casa de los Foussadier— Jon tiene que ir a París para hablar con un colega de los alemanes.
El almuerzo resultó especialmente alegre aquel domingo. Jonathan y Simone habían traído una botella de Johny Walker.
Jonathan tomó el tren de las cuatro cuarenta y nueve procedente de Fontainebleau, ya que no le iba bien ninguno de los que salían de Pierre-Nemours, y llegó a París sobre las cinco y media. Luego cogió el metro. Había una estación de metro justo al lado del hotel.
Reeves había ordenado que, al llegar Jonathan, lo hiciesen subir a su habitación. Reeves estaba en mangas de camisa y, al parecer, había estado leyendo la prensa echado sobre la cama.
—¡Hola, Jonathan! ¿Cómo va la vida?… Siéntese… donde quiera. Quiero enseñarle algo —buscó en su maleta—:—. Esto… para empezar —le mostró un sobre blanco y cuadrado, saco una hoja mecanografiada del mismo y se la entregó a Jonathan.
La carta estaba redactada en inglés, dirigida a la Swiss Bank Corporation y firmada por Emst Hildesheim. La carta pedía la apertura de una cuenta bancaria a nombre de Jonathan Trevanny, daba la dirección del establecimiento de Fontainebleau, y decía que se adjuntaba un cheque por valor de ochenta mil marcos. La carta era una copia, pero iba firmada.
—¿Quién es Hildesheim? — preguntó Jonathan al mismo tiempo que pensaba que un marco alemán equivalía a cerca de un franco francés y seis décimas partes de otro, por lo que ochenta mil marcos, al cambio, serían algo más de ciento veinte mil francos franceses.
—Un hombre de negocios de Hamburgo… al que he hecho algunos favores. Hildesheim no está sometido a ningún tipo de vigilancia y esto no aparecerá en los libros de su compañía, así que él no tiene motivos para preocuparse. Envió un cheque personal. Lo importante, Jonathan, es que este dinero haya sido depositado a nombre de usted. El giro salió de Hamburgo ayer, de modo que la semana que viene recibirá el número de su cuenta privada. Son ciento veintiocho mil francos franceses —Reeves no sonreía, aunque mostraba aire de satisfacción. Cogió una caja que había sobre el escritorio—. ¿Le apetece un cigarro holandés? Son muy buenos.
Como los cigarros eran algo distinto, Jonathan cogió uno, sonriendo.
—Gracias —lo encendió con la cerilla que Reeves le ofrecía—. Gracias por el dinero también.
Era consciente de que no llegaba a la tercera parte. Tampoco era la mitad. Pero no se atrevió a decirlo.
—Un buen comienzo, sí. Los chicos de los casinos de Hamburgo están muy contentos. Los otros mafiosos que rondan por allí, un par de sujetos de la familia Genotti, dicen que no saben nada de la muerte de Salvatore Bianca, aunque ya era de prever que dirían eso. Lo que queremos hacer ahora es cargarnos a un Genotti, como si fuese la venganza por la muerte de Bianca. Y queremos cargarnos a un pez gordo, un capo… es decir, uno de los que vienen inmediatamente después del jefe supremo, ¿comprende? Hay uno que se llama Vito Marcangelo y que casi todos los fines de semana viaja de Munich a París. Tiene una amiguita en París. Es el jefe del negocio de la droga en Munich… al menos en lo que atañe a su familia. Por cierto hoy día Munich es más activo que Marsella, en lo que se refiere a la droga…
Jonathan le escuchaba lleno de inquietud esperando una oportunidad para decirle que no quería encargarse de otro trabajo. Durante las últimas cuarenta y ocho horas Jonathan había cambiado de parecer, y resultaba curioso, además, la forma en que la presencia de Reeves le despojaba de su sensación de atrevimiento. Tal vez se debía a que daba más realidad a todo el asunto. Por otra parte, también estaba el hecho de que, al parecer, ya tenía ciento veintiocho mil francos en Suiza. Jonathan se sentó en el borde de una butaca.
—… en un tren en marcha, un tren diurno, el Mozart-Express.
Jonathan meneó la cabeza.
—Lo siento, Reeves. No me siento capaz de ello, de veras.
De pronto Jonathan pensó que Reeves podía bloquear el cheque en marcos. Le bastaría con enviar un telegrama a Hildesheim. Bueno, que hiciera lo que quisiese.
Reeves pareció desanimarse.
—Oh… Bueno… pues lo siento. De verdad. Tendremos que buscar a otro… si usted no quiere hacerla. Me temo que el otro se llevará la mejor parte de las ganancias —Reeves sacudió la cabeza, dio una chupada al cigarrillo y durante unos instantes miró por la ventana. Luego se inclinó y apretó firmemente el hombro de Jonathan—. ¡La primera parte salió tan bien, Jon!
Jonathan se arrellanó en la butaca y Reeves le soltó el hombro. Jonathan se sentía violento, casi obligado a pedir disculpas—. Sí pero… ¿disparar contra alguien en un tren?
Pensó que le detendrían en el acto, que no podría huir a ninguna parte.
—Nada de disparar, no. Resultaría demasiado ruidoso. Querría que lo estrangulase con un
«garrotte»
.
Jonathan apenas daba crédito a sus oídos.
Sin perder la calma, Reeves dijo:
—Se trata de un método de la Mafia. Un cordón delgado, silencioso… ¡Un lazo! Y usted se limitará a apretarlo. Eso es todo.
Jonathan pensó en sus dedos tocando un cuello caliente. Era repugnante.
—¡Ni pensarlo! No sería capaz.
Reeves aspiró hondo y se dispuso a cambiar de marcha.
—Este hombre va bien protegido. Suele viajar con dos guardaespaldas. Pero en un tren… ya sabe, la gente se aburre de estar sentada y sale a pasear un poco por el pasillo; o va al water una o dos veces… o al vagón restaurante, a lo mejor sin los guardaespaldas. Quizá no saldría bien, Jonathan, tal vez no… encontraría la ocasión, pero podría probar… También podría empujarle, arrojarle del tren. Ya sabe que las puertas pueden abrirse mientras el tren está en marcha. Pero el sujeto gritaría… por otra parte, quizá no moriría.
Jonathan pensó que era ridículo, pero no tenía ganas de reírse. Reeves siguió soñando en silencio, con la vista clavada en el techo. Jonathan pensaba que si le detenían por un asesinato o intento de asesinato, Simone no querría tocar el dinero. Se sentiría horrorizada, avergonzada.
—Sencillamente no puedo ayudarle —dijo Jonathan, levantándose.
—Pero… al menos podría viajar en el mismo tren. Si no se presenta la ocasión de estrangularle, tendremos que pensar en otra cosa puede que en otro capo, en otro método. ¡Pero nos encantaría que fuese ese tipo! Piensa dejar lo de la droga para ocuparse de los casinos de Hamburgo… para organizarlos, según se rumorea —Reeves cambió de tono—. ¿Lo haría con un arma de fuego, Jon?