El juego de los abalorios (58 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Caminaba lentamente, satisfecho; el viento nocturno susurraba entre los árboles y crujía ligeramente; había olor a tierra mojada, a juncos y barro, a humo de leña verde aún, un olor grasoso y dulzón que más que otro significaba la patria, y al final, cuando se fue acercando a la cabaña de los niños, olía a ella, a niños, a cuerpos humanos jóvenes. Callado se arrastró debajo de la cortina de juncos en la oscuridad cálida y llena de respiración, se tiró en la paja y pensó en la historia de las brujas, en el colmillo de jabalí, en Ada, en el hacedor de la lluvia y sus pequeñas vasijas en el hogar, hasta que se durmió.

Turu ayudó muy lentamente al niño, no le allanó el camino. Pero el jovencito estaba siempre a su vera, seguía al anciano y él mismo no sabía cómo. A veces, cuando Turu colocaba una trampa en algún lugar en lo más oculto del bosque, del pantano o del matorral, olía el rastro de un animal, arrancaba una raíz o recogía semillas, podía sentir de pronto la mirada del muchacho que lo seguía, callado e invisible, horas enteras y le acechaba. A veces hacía como si no lo advirtiera, a veces refunfuñaba y echaba descortés al perseguidor, pero a veces también le hacía señas de que se acercara y lo dejaba todo el día a su lado, le encomendaba algún servicio, le mostraba esto y aquello, lo hacía pensar, lo ponía a prueba, le decía los nombres de las hierbas, le hacía traer agua o encender el fuego, y para cada labor conocía maneras, ventajas, secretos y fórmulas, que enseñaba al muchacho, imponiéndole el secreto más cuidadoso. Y finalmente, cuando Knecht fue más grandecito, lo tomó consigo, lo reconoció como aprendiz, llevándole del dormitorio de los niños a su choza. Con eso el joven Knecht estaba señalado ante todo el pueblo; no era más niño, sino aprendiz del hacedor de la lluvia y esto quería decir que si perseveraba y servía, sería su sucesor.

Desde el momento en que Knecht fue llevado por el anciano a su choza, cayeron entre ellos todas las barreras, no ciertamente la de la obediencia y del respeto, pero sí la de la desconfianza y la reserva. Turu se había rendido, se había dejado conquistar por la corte constante de Knecht; ahora sólo quería hacer de él un buen hacedor de lluvia y sucesor en todo. No dio para esta instrucción ni ideas, ni doctrinas, ni métodos, ni escritos o números, sólo muy pocas palabras; fueron más los sentidos de Knecht que su inteligencia los que educó el maestro. Se trataba no sólo de administrar y ejercer un gran tesoro de tradición y experiencia, todo el saber del hombre de entonces acerca de la naturaleza, sino también de trasmitirlo. Ante el joven se fue abriendo lentamente, en claridad creciente, un intrincado sistema de experiencias, observaciones, instintos y hábitos de investigación; casi todo esa no podía expresarse con palabras, casi todo debía ser sentido, aprendido y examinado por los sentidos. Base y centro de esta ciencia era la noción de la luna, sus fases y sus influjos, de cómo crecía periódicamente y periódicamente desaparecía, poblada por las almas de los muertos, dispuesta siempre a enviarlas a un nuevo nacimiento, para dejar lugar a otros muertos.

En forma parecida a la de aquella tarde con su ida desde la recitadora de fábulas a las vasijas en el hogar del anciano, se grabó en la memoria de Knecht una hora entre la noche y la mañana, cuando el maestro le despertó un rato después de la medianoche y salió con él en la profunda oscuridad, para mostrarle la última salida de la luna menguante. Se quedaron —el maestro en callada inmovilidad, el joven un poco asustado y con frío por la falta de sueño— largo tiempo sobre la colina boscosa en la saliente de una roca, hasta el momento preanunciado por el maestro, cuando la delgada luna, apenas una curva delicadamente trazada, apareció en la forma e inclinación por él descritas. Knecht miró temeroso y hechizado el astro que subía lentamente; se elevaba suavemente, nadando entre tinieblas de nubes hacia una clara isla del cielo.

—Muy pronto, su figura cambiará y volverá a crecer: será entonces el momento de sembrar el alforfón —dijo el hacedor de la lluvia, mientras contaba con los dedos los días que faltaban. Luego se hundió otra vez en el silencio de antes; como si hubiera quedado solo, Knecht se quedó acuclillado sobre la briosa piedra; temblaba de frío; desde lo más hondo del bosque llegaba el grito largo de un mochuelo. Mucho meditó el anciano, luego se puso de pie, posó su mano en el cabello de Knecht y dijo en voz queda, como si hablara en un ensueño:

—Cuando muera, mi espíritu volará a la luna. Serás un hombre y tendrás mujer; mi hija Ada será tu esposa. Si tiene un hijo tuyo, mi espíritu volverá y habitará en vuestro hijo y lo llamarás Turu, como yo me llamo Turu.

El aprendiz escuchó asombrado, no se atrevió a decir palabra; la delgada hoz de plata subía y estaba ya cubierta en parte por las nubes.

Milagrosamente, el jovencito tuvo una intuición de muchas relaciones y enlaces, repeticiones y cruzas entre las cosas y los sucedidos; milagrosamente, se encontró como espectador y aun colaborador delante de este extraño cielo nocturno, en el cual, por encima del bosque sin fin y las colinas, había aparecido netamente delineada la delgada hoz, exactamente anunciada por el maestro; el maestro se le apareció maravilloso, envuelto en mil misterios, al pensar en su muerte, al pensar que su espíritu viviría en la luna y volvería de ella para reencarnar en un ser humano, que seria hijo de Knecht y debía llevar el nombre del que fue su maestro… El futuro y el destino parecían maravillosamente abiertos y por trechos transparentes como el cielo nublado, allí ante él, y supo que era posible saber de ellos y nombrarlos y hablar a su respecto; le pareció gozar de una vista en infinitos espacios, llenos de maravillas y, al mismo tiempo, de orden. Por un instante todo le pareció accesible al espíritu, todo cognoscible y acechable, el ligero y seguro paso de los astros allá arriba, la vida de los hombrea y los animales, sus asociaciones y sus enemistades, sus movimientos y sus luchas, todo lo grande y todo lo pequeño, junto con la muerte oculta en cada ser viviente; todo esto vio o sintió en un primer terror de presentimientos, como un conjunto, y él mismo encuadrado y absorto en él, como en un mundo de orden, regido por leyes, accesible a la inteligencia. Era el primer presentimiento de grandes secretos, de su dignidad y profundidad, como también de la posibilidad de conocerlos, y esto conmovió al jovencito en esa frescura de la selva nocturna y casi matinal, sobre la roca asomada a las mil cimas murmurantes como manos espectrales. No pudo hablar de aquello, ni entonces ni en toda su vida, pero debió pensar en aquello muchas veces; esa hora y su vivencia estarían siempre presentes en su largo aprender y experimentar: «Piensa —le advertía—, piensa que existe todo eso, que entre la luna y tú y Turu y Ada pasan rayos y corrientes, que hay la muerte, y el país de las almas, y el retorno de él, y que para todas las imágenes y los fenómenos del mundo hay en el fondo de tu corazón una respuesta, y que todo te concierne y de todo debes saber cuanto es posible que sepa un ser humano». Así, más o menos, habló aquella voz. Era la primera vez que Knecht percibía tan clara la voz del espíritu, su seducción, su incitación y su mágica influencia cautivante. Había visto vagar por el cielo muchas lunas ya y oído a menudo el grito nocturno del mochuelo, y de labios del maestro, aunque fuera tan parco en palabras, había escuchado muchos relatos de antiguo saber o solitaria reflexión; pero hoy eso era nuevo y diverso, era la intuición del todo que surgía en él, el sentido de las conexiones y relaciones, del orden, en fin, que lo implicaba también a él y lo hacía corresponsable. Aquel que tuviera la llave para ello, no debía solamente reconocer un animal por su rastro, una planta por sus raíces y sus semillas; debía abarcar el conjunto del universo, las estrellas, los espíritus, los hombrea, los animales, las medicinas y los venenos, todo, y por cada parte y cada signo saber de lo restante. Había buenos cazadores que conocían mejor que otros lo que decían una huella, una ligadura, un pelo o un residuo; sabían por un par de pelillos no sólo de qué clase de animal procedían, sino también si ese animal era viejo o joven, macho o hembra. Otros adivinaban el tiempo que haría al día siguiente por la forma de una nube, un olor en el viento, la manera de conducirse y de ser de los animales y las plantas; su maestro era insuperable en esto y casi infalible. Otros a su vez poseían una innata habilidad: había chiquillos que podían voltear con una piedra un pájaro a treinta pasos de distancia; no habían aprendido a hacerlo, sabían hacerlo simplemente, eso ocurría sin esfuerzo, por magia o gracia; de sus manos la piedra volaba por sí misma, la piedra debía dar en el blanco y el pájaro quería ser alcanzado. Y había quienes podían predecir el futuro: si un enfermo debía morirse o no, si una embarazada tendría niño a niña; la hija de la gran abuela era famosa por eso y también el hacedor de la lluvia —se decía— dominaba esa ciencia. En la gigantesca red de las conexiones, debía existir —le pareció en ese momento a Knecht— un centro en el cual se podía ver y casi leer como en un libro todo lo pasado y lo futuro, todo. El saber debía fluir hacia quien se hallara en ese centro, como corre el agua al valle, la liebre a la berza; su palabra debía golpear aguda e indefectiblemente, como la piedra lanzada por la mano del buen tirador; gracias al espíritu, él debía reunir en si y dejar actuar cada uno de estos admirables dones, cada una de estas nobles facultades: ¡entonces sería el hombre perfecto, sabio, insuperable! Ser como el maestro, acercársele, ir hacia él: tal era el camino de los caminos, la meta; eso prestaba consagración y sentido a una existencia. Algo así debió sentir, y todo lo que tratemos de decir de él en nuestra lengua que él no comprendería ni conocería, nada puede explicarnos acerca del estremecimiento y el ardor de sus vivencias. El levantarse en la noche, el ser guiado a través del bosque oscuro y silencioso, lleno de peligro y misterio, el aguardar allá arriba sobre la roca en la fría madrugada, el aparecer del delgado espectro lunar, las parcas palabras del sabio, el estar solo con el maestro en una hora extraordinaria, todo eso fue vivido y guardado por Knecht como una gloría, como un misterio, como fiesta de la iniciación, como aceptación en una liga, en un culto, en una relación de servidumbre honrosa con lo innombrable, con el misterio del universo. Esta vivencia y muchas cosas parecidas no podían convertirse en palabras ni en ideas siquiera, y más ajeno e imposible que cualquier otro pensamiento hubiera sido tal vez éste: «¿Soy yo quien crea esta aventura anímica o se trata de realidad objetiva? ¿Siente el maestro lo mismo que yo o se ríe de mi? ¿Son mis pensamientos en esta vivencia algo nuevo, propio, unívoco, o vivió y pensó exactamente lo mismo alguna vez el maestro o alguien antes que él?» No, no había estas lagunas ni estas diferenciaciones, todo era realidad, todo estaba impregnado y colmado de realidad como la masa del pan se colma de levadura. Nubes, luna y cambiante escenario celeste, suelo de piedra caliza húmedo y frío bajo los pies desnudos, aguanoso helado rocío fluyente en la pálida atmósfera nocturna, reconfortante olor de patria, olor a humo de hogar y a paja, conservado por la piel con que se cubría el maestro, tono de dignidad y eco leve de vejez y aceptación de la muerte en su voz ruda, todo era más que real y penetraba casi violentamente en los sentidos del jovencito. Y para los recuerdos las impresiones sensorias son una honda capa de tierra más fértil que los mejores sistemas, los más complicados métodos del pensar.

El hacedor de la lluvia era uno de los pocos que ejercían una profesión y habían elaborado por sí mismos un arte o una capacidad especial, pero su vida de cada día, exteriormente, no era muy diferente de la de los demás. Era un alto funcionario y gozaba de aprecio, recibía regalos y honorarios de la tribu, cuantas veces obrara para la comunidad, pero esto ocurría solamente en ocasiones especiales. Su función más importante, cabalmente, y más solemne, que se consideraba sagrada, era la de fijar el día de la siembra en la primavera para toda clase de fruto o hierba; lo hacía teniendo en cuenta exactamente el estado de la luna, en parte de acuerdo con reglas heredadas, en parte según su propia experiencia. Pero el acto solemne de la iniciación de la siembra, la suelta del primer puñado de grano o semilla en la tierra colectiva, ya no correspondía a sus funciones; ningún varón tenía rango tan elevado; esa ceremonia se realizaba todos los años por la gran abuela o sus parientes más viejas. El maestro era la persona más importante del pueblo en los casos en que actuaba realmente como hacedor de lluvia. Esto ocurría cuando una larga sequía, la humedad y las heladas caían sobre los campos, amenazando a la tribu con el hambre. Entonces Turu debía emplear los recursos contra la aridez y la esterilidad: sacrificios, conjuros, rogativas. Según la tradición eso se realizaba cuando, por una sequía persistente o por lluvias interminables, fracasaban los otros medios y no se lograba aplacar a los espíritus con fórmulas, imploraciones o amenazas; existía un último extremo recurso, infalible, que en las épocas de las madres y las abuelas parece haber sido empleado a menudo: el sacrificio del mismo hacedor de la lluvia a manos de la comunidad. La gran abuela, se decía, contempló eso con sus propios ojos.

Además del cuidado del tiempo, el maestro tenía una suerte de práctica privada, como conjurador de los espíritus, fabricante de amuletos y objetos mágicos y, en ciertos casos, como médico, si esa función no estaba reservada a la gran abuela. Por lo demás, sin embargo, el maestro Turu vivía la vida de cualquier otro varón. Cuando le correspondía el turno, cultivaba con su grupo la tierra colectiva y cerca de la choza tenía su pequeña huerta propia. Cosechaba frutas, hongos y leña y los almacenaba. Pescaba y cazaba y tenía una o dos cabras. Como agricultor era igual a los demás, pero no como cazador, pescador y herbolario; en eso era único y genial y tenía fama de conocer una infinidad de tretas, habilidades, ventajas y recursos naturales y mágicos. Ningún animal, se decía, caído en una trampa de mimbre tejida por él podía escaparse; sabía tornar olorosos y gustosos con una preparación especial cebos o carnadas para la pesca; conocía el arte de atraer a los cangrejos y había gente que creía que entendía también la lengua de los animales. Pero su campo particular de acción era el de su ciencia mágica: la observación de la luna y las estrellas, el conocimiento de los signos meteorológicos, la presciencia del tiempo y el momento de las cosechas, la realización de todo aquello que sirviera como recurso de influencias mágicas. Sobresalía, pues, como conocedor y recolector de cosas del mundo vegetal y animal que podían servir como remedios o venenos, como objetos de hechizo, bendición y protección contra el hado. Conocía y encontraba cualquier hierba, aun la más rara, sabía dónde y cuándo florecía y maduraba en semillas, cuándo era el momento de arrancar sus raíces. Conocía y encontraba toda clase de serpientes y escuerzos; averiguaba cosas empleando cuernos, pezuñas, uñas y pelos; sabía valerse de rarezas, deformidades, formas espectrales y aterrorizantes, de nudos, excrecencias y verrugas de la madera, de las hojas, los granos, las nueces o la cornamenta y las uñas.

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