Luchando con su excitación, Designori se interrumpió y miró con cara angustiada al
Magister
. Éste estaba sentado como un atentísimo oyente, entregado sí, pero nada nervioso y contemplaba al viejo amigo con una sonrisa que estaba llena de amable simpatía. Como el otro no continuó hablando, Knecht dejó descansar en él su mirada henchida de benevolencia con una expresión satisfecha y placentera; el amigo sostuvo esa mirada sombríamente.
—¿Te ríes? —exclamó Plinio violentamente, pero sin enojo—. ¿Te ríes? ¿Crees que eso está bien?
—Te diré —contestó siempre sonriendo Knecht—, acabas de describir lo ocurrido en forma excelente, en verdad fue exactamente como tú dijiste, y tal vez era necesario todavía el residuo de deprecación y de acusación en tu voz para completarlo y hacerme revivir tan perfectamente la escena. Aunque por desgracia consideras visiblemente el asunto un poco con los ojos de entonces todavía y no reparaste en algo, has contado tu historia en forma objetivamente correcta, la historia de dos jóvenes en una situación sin duda penosa, que deben fingir un poco y de los que uno, es decir, tú, cometió el error de ocultar su dolor real y serio tras la apariencia de un porte desenvuelto, en lugar de quitarse la máscara. Hasta parece que achacas hoy todavía el fracaso de aquel encuentro más a mí que a ti, aunque te correspondía solamente a ti cambiar la situación. ¿No lo comprendiste realmente? Pero lo describiste muy bien, debo confesarlo. En realidad, volví a sentir muchas veces toda la opresión y la perplejidad de aquella hora chocante, creía por momentos que debí luchar para contenerme y me avergoncé un poco de los dos. No, tu narración concuerda exactamente. Es un placer escuchar algo así…
—Bien —comentó Plinio un poco sorprendido, pero con un matiz de pesadumbre y desconfianza en la voz—, cabe alegrarse si por lo menos mi narración ha divertido a uno de nosotros. Para mí —debes saberlo—, no fue diversión, ciertamente.
—Pero ahora —interrumpió Knecht— tú ves sin embargo, con qué alegría podemos considerar esta historia, nada gloriosa para ninguno de los dos. Podemos reírnos de ella.
—¿Reírnos? Pero ¿por qué?
—Porque esta historia del ex castalio Plinio Designori, que trató de volver al juego de abalorios y merecer el reconocimiento de sus camaradas de un tiempo, ha pasado… a la historia y está liquidada, como la del gentil repetidor Knecht, que a pesar de las formalidades castalias pudo ocultar tan mal o tan poco su perplejidad ante el amigo llovido de nuevo del cielo que hoy, después de tantos años, es posible enrostrársela todavía en toda su claridad. Aún es más, Plinio, tienes buena memoria, lo has narrado todo bien, cosa que no hubiera sabido hacer yo. Y es una suerte para nosotros, que la historia está completamente liquidada y que podemos reírnos de ella.
Designori estaba confundido. Percibía perfectamente el buen humor del
Magister
como algo agradable y cordial, lejos de toda ironía; percibía también que detrás de la alegría estaba una profunda seriedad, pero mientras hablaba había vuelto a sentir demasiado dolorosamente la amargura de aquel sucedido, y su narración había tenido demasiado el carácter de una confesión, como para que fácilmente pudiera cambiar su tono.
—Tal vez olvidas, sin embargo, —dijo titubeando, pero ya más alentado—, que lo que conté no fue la misma cosa para ti. Para ti fue un disgusto, a lo sumo, para mí una derrota y un derrumbe, y además el comienzo de importantes cambios en mi vida. Cuando entonces, apenas concluido el curso, abandoné a Waldzell, resolví no volver nunca más y estuve casi por odiar a Castalia y a todos vosotros. Había perdido mis ilusiones y comprendido que no era ya uno de los vuestros, que tal vez no lo había sido por entero antes tampoco, como yo creía, y poco faltó para que me convirtiera en un renegado y en vuestro declarado enemigo.
El amigo lo miró sonriendo, pero con ojos penetrantes.
—Ciertamente —dijo— y todo esto me lo contarás, lo espero, en una próxima visita. Pero por hoy, nuestra situación, a mi parecer, es sin embargo, la siguiente: fuimos amigos en temprana juventud, nos separamos y marchamos por caminos muy distintos; luego nos encontramos de nuevo; eso fue durante tu desdichado curso de vacaciones, te habían convertido, a medias o del todo, en un hombre del mundo, yo en un oscuro individuo de Waldzell, cuidadoso de las formas castalias, y hoy hemos recordado ese reencuentro desilusionador y vergonzante. Nos vimos otra vez y recordamos nuestra perplejidad de aquel día y pudimos soportar la mirada y podemos reírnos, porque hoy las cosas son totalmente distintas. No ocultaré que la impresión que me hiciste aquella vez, me dejó realmente muy perplejo, fue una impresión absolutamente desagradable, negativa; no sabía qué hacer por ti, me parecías inacabado, basto, mundano, en una forma inesperada, opresora y repelente. Yo era un castalio que no conocía el mundo, y en realidad no quería conocerlo, y tú eras un joven extranjero, de quien no comprendía por qué nos visitaba y quería seguir un curso de juego con nosotros, porque me parecías no tener ya nada del antiguo estudiante de selección. Excitabas mis nervios, como yo los tuyos. Tuve que parecerte un orgulloso miembro de Waldzell sin merecimiento, que trataba de mantener cuidadosamente la distancia entre él y un no castalio, un aficionado al juego. Y fuiste para mi una suerte de bárbaro o de semicivilizado, que parecía tener exigencias, infundadas y sentimentales para mi interés y para mi amistad. Nos mantuvimos en guardia ambos, estuvimos también por odiarnos. No podíamos hacer otra cosa que ir cada uno por su camino, porque ninguno de los dos tenía nada que dar al otro y ninguno de los dos podía hacer justicia al otro. Pero hoy, Plinio, hemos podido desenterrar el vergonzoso recuerdo y podemos reírnos de aquella escena y de nosotros, porque ahora nos hemos reunido con otras intenciones y posibilidades, y somos otros distintos, sin quietismos, sin sentimientos reprimidos de celos o de odio, sin orgullos; hace mucho que ambos somos hombres maduros.
Designori sonrió liberado. Pero preguntó todavía:
—Estamos seguros de ello, ¿a pesar de todo? Esa vez también tenía yo buena voluntad.
—Quiero creerlo —contestó sonriendo Knecht—. Y con nuestra buena voluntad nos hemos atormentado y esforzado hasta lo intolerable. Esa vez no pudimos tolerarnos mutuamente por instinto; cada uno desconfiaba del otro, molesto, ajeno y adverso, y sólo la creencia en un deber, en una relación, nos obligó a representar durante aquella velada esa larga y penosa comedia. Eso lo vi claro entonces, poco después de tu visita. No habíamos superado completamente la antigua amistad, ni tampoco la antigua oposición. En lugar de dejarla morir, creímos que debíamos desenterrarla y continuarla de alguna manera. Sentíamos una deuda con ella y no sabíamos cómo pagarla. ¿No es así?
—Creo —dijo Plinio, meditabundo— que hoy aún eres excesivamente cortés y educado. Hablas en plural, de ambos, pero no éramos los dos los que nos buscábamos y no podíamos encontrarnos. La búsqueda, el amor, estaban del lodo de mi parte, por eso también la desilusión y el dolor. ¿Qué cambió, te pregunto, en tu vida después de nuestro encuentro? ¡Nada! Para mí, en cambio, significó un corte profundo y doloroso y no puedo aceptar reírme como tú lo haces para liquidar el caso.
—Perdona —concedió amablemente Knecht—, ciertamente me precipité. Pero espero que con el tiempo te llevaré a concordar con mi reír. Tienes razón, fuiste herido esa vez, no por mí precisamente, como tú creíste y pareces seguir creyendo todavía, pero sí por el abismo y el extrañamiento entre vosotros y Castalia, que ambos, durante nuestra amistad de condiscípulos, parecíamos haber superado y que se abría de pronto ante nosotros con tan espantosa anchura y profundidad. En cuanto me culpas personalmente, te ruego que expreses abiertamente tu acusación.
—¡Oh, nunca fue acusación! Pero sí una queja. No la oíste entonces y, al parecer, no quieres oírla hoy tampoco. Entonces la contestaste con una sonrisa y un bondadoso modo de ser; hoy vuelves a hacer lo mismo.
Aunque veía en la mirada del maestro amistad y profunda benevolencia, no podía dejar de recalcar aquello; era como si debiera verter y volcar ahora de una vez todo lo soportado tanto tiempo y tan dolorosamente.
La expresión de los rasgos de Knecht no se alteró. Pensó un momento y luego dijo cuidadosamente:
—Apenas ahora comienzo a comprenderte bien, amigo. Tal vez tienes razón y hay que hablar también de eso. Sólo quisiera recordarte antes, que tendrías realmente razón en esperar que admita de mi parte tu queja, como la llamas, si hubieras manifestado realmente la tal queja. Pero sucedió que durante aquella conversación nocturna, en la casa de huéspedes, de ningún modo manifestaste una queja, sino que, exactamente como yo, te portaste vigorosa y valientemente en lo posible, representaste como yo el papel de un irreprochable que tampoco tiene nada de qué quejarse. Pero secretamente esperaste, como me lo dices ahora, que yo sintiera la secreta queja y reconociera detrás de la máscara tu verdadero rostro. Sí, algo de eso pude observar aquella vez, aunque no mucho. Pero ¿cómo podía darte a entender, sin herir tu orgullo, que estaba preocupado por ti y te compadecía? ¿Y de qué hubiera servido tenderte la mano, si estaba vacía y nada tenía que darte, ni consejo, ni consuelo, ni amistad, dado que nuestros caminos estaban tan separados entre sí? Sí, aquella vez el malestar y la infelicidad ocultos que disimulabas detrás de un porte desenvuelto, me molestaron, me chocaron, sinceramente; contenían una pretensión de simpatía y participación nada correspondientes a tu modo de ser, tenían algo de impositivo e infantil —me pareció— que sólo sirvió para enfriar mis sentimientos. ¡Pretendías mi camaradería, querías ser un castalio, un jugador de abalorios, y te demostrabas sin embargo, tan sin dominio, tan extraño, tan perdido en sentimientos egoístas! Tal fue, más o menos, entonces mi juicio; porque veía que en ti no quedaba ya nada de castalismo, hasta habías olvidado las reglas básicas, era evidente. Bien, eso no era cosa mía. Mas ¿para qué y por qué venías a Waldzell y querías saludar a tus camaradas? Esto, como te dije, me resultó enfadoso y hostil, y tuviste perfectamente razón, interpretando mi tiesa cortesía como un rechazo. Sí, te rechacé instintivamente, y no porque eras un hijo del mundo, tino porque insistías en valer como castalio. Cuando luego volviste a aparecer hace poco al cabo de tantos años, tenías aspecto mundano y hablabas como uno de fuera y mucho me impresionó la expresión de tristeza, angustia o infelicidad de tu cara, pero todo, tu porte, tus palabras, aun tu tristeza, me gustaron, eran hermosos, te correspondían, eran dignos de ti, nada de eso me molestaba, podía yo recibirte y tratarte sin la menor contradicción intima; esta vez no era necesario ningún exceso de cortesía y trato, y por eso vine a tu encuentro en seguida como amigo y me esforcé en mostrarte mi afecto, y mi simpatía. Esta vez fue todo lo contrarío de aquella otra, esta vez era yo más bien quien me preocupaba por ti y trataba de conquistarte, mientras que tú te retenías y reservabas; sólo que recibí en silencio tu aparición en nuestra provincia y tu interés por sus destinos como una suerte de confesión de tu adhesión y fidelidad. Bien, finalmente tú también aceptaste mi simpatía, y ahora hemos llegado tan lejos que podemos sincerarnos mutuamente y renovar, lo espero, nuestra vieja amistad.
«Acabas de decir que aquel encuentro juvenil fue para ti algo doloroso, para mí en cambio sin importancia. No discutiremos al respecto, puede ser que tengas razón. Pero nuestro encuentro actual,
amice
, no me es absolutamente indiferente; importa para mí mucho mis de lo que hoy puedo decirte y tú puedes suponer. Para soslayarlo apenas, significa para mí no solamente el retorno de un amigo perdido y con ello la resurrección de tiempos idos a nueva fuerza y transformación; sobre todo significa para mí un llamamiento, una conciliación; me abre un camino hacia vuestro mundo, me pone una vez más ante el viejo problema de la síntesis entre vosotros y nosotros, y esto ocurre —te lo confieso— en el momento conveniente. El llamamiento no me encuentra sordo esta vez sino más despierto que entonces, porque no me sorprende en realidad, no me parece algo extraño que viene de fuera, que se puede rechazar o aceptar, sino que sale de dentro de mí, es la contestación a un anhelo que se tornó muy fuerte y exigente, a una necesidad, a una nostalgia de mí mismo. Pero de esto hablaremos otra vez, es tarde ya, ambos necesitamos descanso.
«Tú hablabas, poco antes, de mi alegría y de tu tristeza, y opinabas —me parece— que yo no hacía justicia a lo que llamas tu «queja», ni hoy siquiera, porque contestaba a esa queja con la risa. Hay algo en esto que no comprendo. ¿Por qué no debe oírse con alegría una queja, por qué debe ser contestada con tristeza y no con sonrisas? Del hecho de qué volviste a Castalia y a mí con tu afin y tu carga, creo poder deducir que tal vez justamente lo que me importa es nuestra alegría. Pero si no quiero acompañarte en tu tristeza y en tu carga y no debo dejarme contagiar, eso no quiere decir que no le dé importancia y no la tome en serio. Reconozco perfectamente el aspecto que tienes y que te impuso en el mundo tu vida y tu destino; te corresponde y pertenece y lo quiero y lo respeto, aunque espero poder verlo cambiar. De dónde proceda, sólo puedo adivinarlo, de eso mucho me contarás más tarde o nada me dirás, según te parezca conveniente. Sólo puedo ver que pareces llevar una vida difícil. Mas ¿por qué crees que no quiero o no puedo hacerte justicia a ti y a tus dificultades?
La cara de Designori se había vuelto más sombría.
—A veces— dijo resignadamente—, me parece como si los dos tuviéramos no sólo dos lenguas diversas (dos modos distintos de expresión), cada una de las cuales sólo puede traducirse por alusiones, aproximadamente, a la otra, y aunque fuéramos fundamental y absolutamente seres distintos que nunca pueden comprenderse recíprocamente. Y me parece siempre más dudoso decir quién de nosotros realmente es el hombre genuino y completo, si tú o yo, o si lo es siquiera uno de nosotros. Hubo un tiempo en que yo levanté mis ojos hacia vosotros, gente de la Orden y jugadores de abalorios, con una veneración, un sentimiento de inferioridad y una envidia como hacia dioses o superhombres, eternamente alegres, eternamente divertidos y gozosos de su existencia, inalcanzables para cualquier dolor. En otro tiempo fuisteis para mí ora envidiables, ora dignos de compasión, ora despreciables, seres castrados, retenidos artificialmente en una perpetua infancia, cándida y puerilmente guardados en un mundo sin pasiones y limpiamente cercado, espacioso, sí, como un gran jardín de infancia, donde se limpia cuidadosamente cada nariz y se elimina y reprime toda reacción destemplada de los sentimientos o de los pensamientos, donde se juegan toda la vida juegos hermosos, sin peligros, incruentos, y cualquier molesta reacción vital, cualquier gran sentimiento, cualquier pasión legítima, cualquier agitación anímica es vigilada, enderezada y neutralizada en seguida por la terapia de la meditación. ¿No es un mundo artificial, esterilizado, magistralmente cortado, un mundo a medias, sólo aparente, donde vivís por cobardía, un mundo sin vicios, sin pasiones, sin hambre, sin jugo ni sal, un mundo sin familia, madres, niños, y aun sin mujeres? La vida de los instintos es sometida con la meditación; las cosas peligrosas, audaces y de grave responsabilidad, como la economía, el derecho, la política, han sido dejadas a otros desde muchas generaciones atrás, cobardemente; en buena protección, sin preocupaciones alimenticias, sin muchas obligaciones molestas, lleváis una vida de abejorros o de tánganos, y para no aburriros, practicáis diligentemente todas las especialidades cultas, contáis letras y sílabas, hacéis música y jugáis con abalorios, mientras afuera, en la inmundicia del mundo, pobres hombres azuzados viven la verdadera vida y hacen el verdadero trabajo.