Authors: César Vidal
El judío realizó una pausa y lanzó un suspiro, pero no me pareció que en aquella expresión anidara la tristeza o el pesar.
—No sirvió de nada —dijo y luego añadió con una sonrisa pícara—: Pero al menos, Isaac prosperó no mucho después.
No fue el último que se ganó la vida con eso de la Cabala.
—¡Ay, aquel siglo XIV! No deseo entretenerle mucho, pero lo empezamos mal con la difusión de la Cabala y no lo terminamos mucho mejor. Cuanto más empeoraban nuestras condiciones de vida parecía que más se empeñaban no pocos de mis hermanos en buscar salidas que nada aprovechaban como la entrega a esa especulación esotérica absurda o el oportunismo político más descarnado.
—No eran buenos tiempos... —intenté alegar.
—Razón de más para comportarse con sensatez —zanjó el judío con un súbito tono de aspereza—. Con Pedro I de Castilla...
—El Cruel —me atreví a precisar.
—Sí, el Cruel —reconoció a regañadientes—. Con ese rey, nuestra situación fue aceptable. Don Pedro era un hombre maniático, de carácter áspero, de rencores arraigados en el alma, pero, al menos, no nos odiaba. No es que nos favoreciera de manera especial como, en ocasiones, se ha dicho, pero sí es cierto que nos trataba de manera digna. Cuando su hermano bastardo, Enrique de Trastámara, le disputó el trono de Castilla e inició la guerra contra él, la situación no tardó en empeorar para nosotros de manera angustiosa. Enrique nos perseguía y Pedro se acabó desilusionando de nosotros. Seguramente, se había creído todas esas patrañas sobre nuestro inmenso poder y al comprobar Que no teníamos tanto como para cambiar el resultado del conflicto, se sintió decepcionado. Quizá incluso engañado. Pero créame si le digo que no podíamos hacer más. Al final de la guerra, cuando parecía que las tornas se volvían en contra de pedro, en alguna ocasión, algunos de los nuestros se sumaron al bando de don Enrique con la confianza de mejorar una situación empeorada de manera casi súbita. Desde luego, los antecedentes de Enrique no eran para esperar un futuro mejor. Enrique, que era un bastardo —y entienda usted esto como una descripción familiar y no como un insulto— captó inmediatamente la fuerza política que podía sacar de perseguirnos. Nosotros éramos la causa de todos los males. Nosotros éramos el motivo de que la gente no pudiera hacer frente a sus deudas. Nosotros éramos la razón de todas las desdichas. ¡Llegó incluso a asaltar alguna de nuestras aljamas para demostrar hasta qué punto estaba dispuesto a convertir en realidad sus consignas! Pero no se engañe, amigo, Enrique el bastardo no creía más en lo que decía que usted o yo en que la tierra sea plana. Simplemente, había descubierto lo útil que resulta tener un chivo expiatorio. No soy tan estúpido como para pensar que el único hemos sido nosotros. No. Los revolucionarios franceses tuvieron a sus aristócratas, los socialistas cargaron contra los burgueses, los comunistas contra cualquiera que no se sometiera llamándolo además fascista, pero debe usted reconocer que el chivo expiatorio más frecuente de los últimos siglos hemos sido nosotros.
El judío guardó silencio por un instante mientras se pasaba la mano por delante de la boca, como si deseara silenciarla o quizá limpiarse de la maldad evocada que pudiera haber manchado sus labios.
—Como le he dicho —continuó—, Enrique se valió del antisemitismo durante los años que había combatido a Pedro I, en la convicción de que podía resultar un instrumento privilegiado para captar las voluntades del pueblo llano. Déjeme ver... debió de ser hacia 1354... no, en 1355, Enrique llegó hasta Toledo. Su propósito era el de apoderarse de la judería principal. Se hallaba, eso es cierto, fuertemente protegida por murallas, pero nosotros no éramos un pueblo guerrero y Enrique estaba más que decidido a granjearse la voluntad popular a nuestra costa. Como primer paso, Enrique asaltó la judería pequeña que no contaba con defensas. No pudo quejarse de la falta de éxito. Mil doscientos judíos, incluyendo mujeres y niños, fueron degollados por sus soldados.
—¡Dios santo! —exclamé horrorizado.
—Dios no impidió aquella matanza —dijo el judío— aunque. .. aunque quizá sí lo hizo en la judería grande. Lo cierto es que el ejército de Pedro I llegó a Toledo y Enrique se vio obligado a retirarse.
—Menos mal que no se salió con la suya... —observé.
—Según se mire. Es cierto que no pudo arrasar la judería grande, pero asesinó a más de un millar de inocentes y además, y esto es lo más grave, se ganó una aureola de enemigo de los judíos que le fue muy beneficiosa. Ante buena parte del pueblo llano podía presentarse como su protector frente a las exacciones de los odiados hebreos. Supongo que hoy alguno diría que practicaba la discriminación positiva, aunque no a favor de las mujeres o de los homosexuales sino de los que no eran judíos. Ah, sí, y era bastante más drástico. Para impedir que ocuparas un trabajo prefería recurrir al cuchillo en lugar de a la ley.
El comentario del judío me pareció un tanto cínico, pero no quise interrumpirle. Lo menos que podía permitir a una persona que acababa de narrar el asesinato de más de un millar de personas era que recurriera al sarcasmo.
—Aquella demagogia no terminó con la matanza de Toledo. Como ya le he comentado, tuvo sus consecuencias. Unos cinco años después, encantado de la popularidad que le granjeaban aquellas medidas, Enrique animó a la gente de Nájera y Miranda de Ebro a que degollara a todos los vecinos judíos sin excepción-No hace falta que le diga que los habitantes de esas poblaciones estuvieron encantados de aprovechar el «permiso» que les daba Enrique. Supongo que, en parte, no fueron pocos los que se libraron de las deudas y lo mismo hasta pensaban que realizaban un acto de justicia. Reflexione usted en esto porque la suma del robo de la propiedad ajena con la envidia y la violencia se halla en la base de algunas de las ideologías de mayor éxito a lo largo de la Historia. ¡Ahí es nada! ¡Robar, asesinar y que encima te digan que haces un bien! ¡Menuda ganga!
Observé el rostro del judío. Era obvio que el asco se había ido apoderando de sus facciones hasta el punto de difuminar casi por completo la cólera que lo embargaba.
—Seis años después, debió de ser sobre 1366, los verdugos fueron los mercenarios franceses de Enrique —continuó el judío—. Se trataba de unos canallas sin freno moral alguno a los que mandaba un tal Beltrán Du Guesclin. Asesinaron a todos los judíos de Briviesca. Claro que no creo que éstos pensaran que estaban realizando una obra social. Se limitaban a matar, robar y violar que eran actividades que les complacían en grado sumo. Por cierto que ese mismo año, Enrique fue coronado rey de Castilla y Pedro se vio obligado a marchar a Inglaterra en busca de ayuda. Los españoles son gente verdaderamente peculiar. Resultan bastante distintos de otros pueblos, y no siempre por motivos negativos, pero se empeñan en asesinarse entre sí y cuando llegan a ese estado gustan de llamar en su apoyo a los extranjeros. En este caso concreto, entraron en los dos bandos de un conflicto europeo, la guerra de los Cien Años nada menos. Enrique el Bastardo estaba aliado con Francia, mientras Pedro se apoyaba en Inglaterra.
—Cae usted en el tópico al hablar de España —le reprendí un tanto molesto.
El judío me miró y creo que pensó en responderme, pero si ese fue el caso, venció la tentación y continuó con su relato.
—Algunos antisemitas han sido peores tras llegar al poder y es lógico que así resulte porque cuentan entonces con el aparato del Estado para llevar a cabo su política. No fue el caso de Enrique. Una vez en el trono, no vio motivo para continuar con una política contraria a nosotros. Su antisemitismo, y usted comprenderá que no me fatigue citando paralelos con otros episodios históricos, era meramente instrumental. Conseguido el objetivo de sentarse en el trono, no le vio sentido a continuar con todo aquello. A decir verdad, lo que ahora necesitaba era la colaboración de financieros que le ayudaran a enfrentarse con los problemas económicos del reino y decidió que nadie podía cumplir con esa función como nosotros. —¿Y lo ayudaron?
—Tampoco se podía hacer otra cosa —respondió el judío encogiéndose de hombros—. Si el que nos había golpeado durante años ahora decidía que podía ofrecernos sosiego y seguridad. .. ¿qué íbamos a hacer? Pues ofrecerle nuestra colaboración a la espera de que hiciera buenas sus promesas. Sí. A usted le será difícil comprenderlo, pero es que nunca ha pertenecido a una minoría perseguida.
—Eso usted no lo sabe —me apresuré a corregirlo.
—Pues si ése es el caso no se le escapará que lo que digo se corresponde con la realidad —dijo el judío—. Hasta el día anterior te han hecho la vida imposible, te han impedido ocupar puestos de trabajo que por merecimientos justos deberían haber sido tuyos, te han apartado de la vida civil sólo guiados por los prejuicios... Todo eso si es que además no han estado atizándote una y otra vez sin importarles que seas hombre, mujer, niño o anciano. Y entonces, de la manera más inesperada, como si Dios hubiera escuchado al final alguna de las oraciones que le dirigiste completamente empapadas en lágrimas, el perseguidor decide que se ha terminado el acoso, que ya no vas a tener que mirar asustado a uno y otro lado cuando sales de casa, que no debes temer por tu vida o tu hacienda, ni tampoco por las existencias de los tuyos. ¿Qué se hace en un caso así?
—No confiarse —respondí espontáneamente.
El judío sonrió al escuchar mis palabras.
—-Sí —reconoció—. Supongo que no le falta a usted razón. Lo más sensato es no dejarse llevar por el optimismo, pero eso... eso no es tan fácil de ver cuando se es joven y parece que la vida se extiende, prolongada y feliz delante de nosotros, y cuando, sobre todo, parece que nos está suplicando que nos apoderemos de ella de la misma manera que si fuera una mujer que nos pidiera que la tomáramos. Lo normal en una situación así es aferrarse a la oportunidad. Eso fue lo que pasó con José Pichón.
—¿Con quién? —pregunté sorprendido.
—Con José Pichón —me respondió—. Nunca ha oído usted hablar de él, ¿no es cierto?
—La verdad es que no —reconocí dubitativo.
—Es lógico. Pichón seguramente nació ya con un destino que lo marcaba para no ser recordado jamás y, sin embargo... sin embargo, hubo una época en que no existió un judío más poderoso en Castilla. ¡Qué digo en Castilla! ¡En el mundo entero! Hacía siglos que no pisaba este mundo uno de los nuestros que tuviera tanta influencia y pasó mucho tiempo hasta que apareció otro semejante.
—Me choca no saber nada de él —comenté cada vez más sorprendido por lo que estaba escuchando.
—Lo entiendo —aceptó el judío—, pero tendrá ocasión de comprender el porqué de su ignorancia. Verá. Cuando Enrique decidió cambiar de opinión acerca de los beneficios que podía conseguir de los judíos, cuando llegó a la conclusión de que obtendría más rendimientos si seguíamos vivos que si estábamos muertos, no faltaron los que vieron la posibilidad de aprovechar aquella prodigiosa mutación para ascender. Ese fue el caso de José Pichón. Vaya por delante que se trataba de un personaje de talla excepcional aunque, eso sí, su origen no se encontraba en ninguna de las familias de la aristocracia judía tradicional. No solo eso. Tampoco había obtenido su posición gracias al peso de lúe hubiera podido disfrutar en el seno de alguna de nuestras comunidades. No. En absoluto. No debía nada a otros. En realidad, Pichón era un hombre que había prosperado gracias a su... ¿cómo diría yo? A su espíritu empresarial. Sí, a su espíritu empresarial y, por supuesto, a su talento. Eso fue lo que llamó la atención de Enrique. Además se daba una circunstancia que no podía olvidarse. Aquel faraón sí que había conocido a los Josés del rey Pedro, pero no deseaba recordarlos. —No sé si lo entiendo —comenté.
—Es muy sencillo. El rey Enrique no estaba dispuesto a rehabilitar a los judíos que habían servido a su hermano. Demasiado era para él perdonarles la vida. No. Iba a dejarnos vivir, incluso podía portarse bien con alguno de nosotros, pero no era de recibo que sus gracias, que sus mercedes, que sus dones recayeran sobre los que habían apoyado a Pedro. Tenía que tratarse de alguien nuevo, que además resultara un administrador competente. El resultado de esa selección fue que Pichón se convirtió en el jefe de los recaudadores del rey, aunque, eso sí, sin recibir un título oficial.
—¿Y cómo se lo tomaron los demás judíos? Me refiero a los que se vieron apartados del poder.
—No voy a engañarle —dijo con pesar—. El nombramiento de Pichón tuvo como consecuencia la división de nuestras comunidades.
—Perdón, ¿cómo dice? —pregunté sorprendido.
—Me ha oído usted a la perfección —respondió molesto el judío—. Como creo haberle dicho ya, los antisemitas de todas las épocas se han hartado de propalar ese cuento de que los judíos somos un bloque sólidamente unido para hacer la vida imposible a los gentiles. A estas alturas, usted sabe que no nos hemos dividido menos que cualquier otro colectivo humano. Yo asistí antes de la destrucción de Jerusalén a los enfrentamientos entre saduceos y fariseos; durante el asedio de la ciudad a la lucha entre los zelotes y los que no se sentían nada entusiasmados con su revolución; después de que los romanos arrasaron el Templo, a la rivalidad entre las distintas facciones de sabios por hacerse con las riendas espirituales del pueblo y eso sólo en el tiempo que debía haber vivido de manera natural... luego... bueno, sabe usted de sobra que no he dejado de contemplar divisiones y más divisiones en el seno de mi pueblo. El caso de Pichón fue uno más aunque, eso sí, especialmente trágico. Los judíos que habían medrado a la sombra de Pedro I contemplaron con horror su ascenso y no se conformaron. No, tenga usted por seguro que no se conformaron. La envidia los movía, los reconcomía, los abrasaba y, al final, decidieron provocar su caída. Para lograrlo, se dedicaron a calumniarlo y a negarle cualquier apoyo.
—Me parece muy injusto —dije con pesar.
—La gente reacciona de manera muy diversa frente a la envidia —continuó hablando el judío—.Algunos se dejan destruir por ella abrumados por el hecho de que los suyos, en lugar de sentirse felices con su triunfo, busquen su perdición. Otros reaccionan apartándose asqueados ante su mezquindad. Los hay, finalmente, que reaccionan como Pichón. No se arredran y continúan luchando. José, desde luego, no era hombre que se dejara vencer por las dificultades y tampoco tenía la menor intención de abandonar a su pueblo o de permitir que lo aislaran. Una noche vino a verme. Me contó cómo era su situación, las canalladas de que era objeto, las vilezas que se decían sobre él... Yo, lo confieso sinceramente, no entendía a qué venía aquel descargo de conciencia ante mí que, a fin de cuentas, no formaba parte de ninguna de las familias relevantes. «Vos, me dijo al final, sois un hombre como yo. Vuestra fortuna la habéis amasado con vuestro esfuerzo y vuestra industria. No se la debéis a un padre acomodado ni a un tío con influencias ni a un abuelo rabino. Vos podéis entenderme y sabéis que en nosotros se encuentra el futuro de este pueblo.» Como se puede imaginar, no estaba yo nada convencido de que lo que afirmaba fuera cierto y además, todo hay que decirlo, mi fortuna arrancaba no de un especial talento, a pesar de que algo tengo, sino más bien del simple paso del tiempo. Pero ¿qué iba a hacer? Pichón me caía bien. Era un hombre honrado, inteligente y, sobre todo, muy trabajador. Además no me cabía la menor duda de que lo que decían en su contra era simplemente porque no soportaban que hubiera sido él y no ellos quien había ascendido hasta situarse en las cercanías del rey.