Authors: César Vidal
—¡Valiente estúpido!
—Quizá. No lo niego, pero dígame, ¿quién hubiera podido pensar que los judíos, que supuestamente formamos un todo monolítico, un grupo erizado de púas apuntadas contra los goyitn, iban a utilizar aquella concesión para dar muerte a inocentes? A inocentes... de los suyos. No. Tampoco hay que extrañarse de que el rey Juan firmara aquel documento que, en realidad, dejaba el camino despejado para la ejecución final de sus planes.
—Me parece espantoso —confesé sobrecogido.
—Nada más tener el documento en su mano —prosiguió el judío como si no me hubiera escuchado— los enemigos de Pichón se precipitaron en busca de un alguacil. Lo encontraron sin dificultad y entonces, exhibiendo aquel texto conseguido mediante el engaño, le exigieron que cumpliera con su deber dando muerte a Pichón. Por lo que yo sé, el alguacil no les planteó ningún problema. Seguramente, hasta pensó que el judío Pichón debía de ser un verdadero miserable cuando sus propios correligionarios exigían su muerte. El caso es que llegaron a la casa de José muy de mañana, cuando todavía estaba durmiendo. No hace falta que le diga que no se esperaba nada de aquello. Lo despertaron, no sé qué le dijeron exactamente, pero el caso es que lograron convencerle para que abandonara su domicilio.
—¡Dios santo!
—Muchas veces he reflexionado en cómo debió sentirse José en aquellos instantes. ¿Se imaginó lo que le esperaba y decidió no ofrecer resistencia porque lo consideraba inverosímil? ¿Comprendió lo que se le venía encima y, asqueado de la vida, optó por entregarse a la muerte? ¿Rechazó la idea de que otros judíos pudieran querer su desgracia y salió de su casa sin sospechar nada? Sólo Dios lo sabe. En cualquier caso, lo cierto es que, apenas cruzó José el umbral, el alguacil lo detuvo y procedió a decapitarlo allí mismo.
—Se habían salido con la suya...
—En apariencia. Sí, en apariencia, su éxito había resultado completo, pero la reacción no se hizo esperar. Era cierto que todos los trámites legales se habían respetado formalmente, pero nadie tuvo la menor duda de que la ejecución de Pichón no había pasado de ser un simple asesinato. Cuando el rey Juan tuvo noticia de lo sucedido, se sintió, y es comprensible que así fuera, burlado. Como es lógico, ordenó inmediatamente el castigo de los culpables. No deseo entrar en detalles, pero sepa que los judíos que estaban implicados en la conjura fueron ejecutados e incluso el alguacil, que, a fin de cuentas, se había limitado a cumplir una orden regia que le habían entregado, perdió una mano.
—No puede decirse que fuera una injusticia —comenté.
—No, la verdad es que no puede decirse, pero, por desgracia, ahí no quedó todo. El impacto que aquel episodio canallesco tuvo sobre nuestra imagen pública fue terrible, destructivo, verdaderamente devastador. La gente se preguntaba qué clase de gente éramos cuando no teníamos reparos en mentir al rey y en cometer un fraude de ley para arrancar la vida a un inocente que, para colmo, era de los nuestros. Se decían que si éramos capaces de llegar a tanto con uno de nuestros hermanos, ¿qué mal no estaríamos dispuestos a perpetrar contra un cristiano? Por supuesto, podrían haber pensado que los culpables eran unos pocos miserables movidos por la envidia y la ambición, y que lo verdaderamente injusto era culparnos a todos de aquella felonía. Pero no creo que ese tipo de matiz, totalmente obligado, les preocupara mucho. Las energías las guardaban para insistir en que nos debían apartar de los cargos públicos porque éramos gente no sólo indigna de confianza sino dispuesta a los peores crímenes. —¿Y el rey qué hizo?
—Para ser justos, hay que decir que Juan intentó protegernos de aquella oleada de anti judaísmo. Cómo llegaría a ser el peligro que, en las Cortes de 1379, dictó motu proprio una ley que colocaba las juderías visitadas por su corte bajo la protección de los monteros de Espinosa. Se trataba de un acto de buena voluntad que le agradecimos, pero ¿de qué podía servir? ¿Acaso se puede cambiar por decreto lo que anida en el corazón de las personas? Sinceramente, no lo creo. Recuerdo cómo en aquellos días la gente nos miraba por la calle con unos ojos en los que se transparentaban la repugnancia y el temor. Sí, les dábamos asco porque parecíamos capaces de cualquier vileza con tal de lograr nuestros propósitos y les inspirábamos un pánico irracional porque estaban seguros de que ellos serían nuestras próximas víctimas. Y así quedamos absolutamente expuestos al capricho violento de cualquiera. Era fácil identificarnos con la divisa que nos veíamos obligados a llevar y todavía más fácil resultaba lanzarnos una piedra, dejar ante la puerta de nuestras casas excrementos o desperdicios o incluso propinarnos una paliza en una esquina. No le exagero si le digo que nuestra gente comenzó a recluirse en sus hogares apenas el sol comenzaba a caer y que sobre todo las mujeres y los niños apenas salían del hogar. Y aun así... Bueno, por si fuera poco, a finales del año siguiente, las Cortes de Soria propusieron al rey Juan que dictara una serie de medidas contra nosotros.
—Eso era injusto. Muy injusto.
—Sin duda, sin duda, pero la justicia suele doblegarse ante el miedo y aquella gente nos tenía pavor. Y no crea, hay que reconocer que el rey insistió en dispensarnos su protección. Sabedor de que nos asaltaban al distinguir la divisa que llevábamos, el monarca dispuso que se penara con la multa de seis mil maravedíes a las poblaciones en cuyos términos se hubiera cometido el crimen. Dimos gracias a Dios por todo aquello, pero... no, no deseo engañarlo, la presión no cedió lo más mínimo. En 1385, tras muchas quejas y lamentaciones, las Cortes de Valladolid obtuvieron la exclusión de los hebreos de la administración de las rentas públicas.
—De modo que el rey Juan se cansó de proteger a sus súbditos... —comenté apesadumbrado.
—No —respondió el judío—. No creo que se tratara de cansancio. Lo que acabó pesando enormemente en el ánimo del rey Juan fue el enterarse de que los párrocos se negaban a administrar los auxilios espirituales, en caso de enfermedad o muerte, a los cristianos que servían o vivían con judíos.
—¿Lo dice en serio? Quiero decir, ¿qué más daba que hubiera o no cristianos sirviendo a judíos para que se los retirara de los altos cargos? A decir verdad, casi sería mejor que tuvieran muchos ingresos para que pudieran pagar mejor a sus sirvientes...
—Verdaderamente es usted un ingenuo —dijo el judío mientras levantaba los ojos al cielo como si me considerara un caso desesperado—. Lo que los clérigos querían era sustituir a los judíos en la recaudación de impuestos.
—Me parece que entiendo...
—No lo creo. Porque los procuradores pensaban seguramente que la gestión de los impuestos, si era ejercida por prelados y clérigos, resultaría menos onerosa y más compasiva.
—Tiene sentido.
—Todo el que usted desee, pero no se correspondía, en absoluto, con la realidad. Vamos, dicho claramente, se equivocaron de lleno. Los hombres de Iglesia demostraron ser menos eficaces
en su labor, pero, desde luego, no más misericordiosos. ¡Qué desastre!
—Bueno, siempre es malo tener a recaudadores de impuestos incompetentes y rapaces, pero no, el desastre no fue ése. El desastre verdadero, el real, el innegable, fue el que cayó sobre nosotros... De repente... de repente, descubrimos que también entre nuestra gente, la que era perseguida, acosada, señalada con la divisa y expulsada de los puestos regios, podían darse cita también los asesinos y los fratricidas. Ese fue el gran drama. ¿Qué podía justificar o disculpar o disminuir el pecado de haber asesinado a un hombre como Pichón cuya falta había sido la de ascender socialmente por caminos distintos de los de nuestros aristócratas y haber tratado a todos con generosidad? Nada. ¡Nada! ¡NADA!Y ese pecado... sí, porque fue eso, un pecado horrible, a ese pecado le siguió una calamidad tras otra y no me refiero sólo a lo que le he contado. Es que además muchos de los nuestros dejaron de creer en el pueblo de Israel. Sí. Como se lo estoy diciendo. Fue... fue como si amaras mucho a una mujer, como si estuvieras dispuesto a todo tipo de sacrificios para ser digno de ella y, de pronto, un día descubrieras que es capaz de cometer las mismas indecencias que una ramera. Sin que nadie dijera una palabra, todos, todos nosotros sin excepción, llegamos a un vergonzoso pacto de silencio. Nunca hablaríamos del asesinato de Pichón porque era lo suficientemente miserable, lacerante, revelador como para permitir que nuestros hijos lo conocieran. Sin embargo... sin embargo, no era posible que aquel recurso funcionara. Era igual que intentar esconder un cadáver debajo de una alfombra.
El judío se detuvo y una mueca de dolor cubrió su rostro como si se tratara de un velo. Pensé que quizá se había percatado de lo inoportuno de su último comentario y, sin embargo, pocos hubieran podido resultar más gráficos.
—Dejamos de creer en nosotros. Quizá no todos, es cierto, pero sí muchos. En poco tiempo, a la vergüenza y al malestar se sumaron las apostasías. Personajes de tanta relevancia como Abarbanel, que había estado muy unido a Pichón, optaron por la conversión al catolicismo. Sé que es muy fácil decir que actuaban movidos por el mero interés de vivir tranquilos en medio de una sociedad que cada vez era más hostil con nosotros. Sin embargo, afirmar eso no pasaría de ser una enorme injusticia. En sus espíritus pesó, sobre todo, quizá de manera definitiva, la convicción de que la religión de nuestros mayores se hallaba moral-mente corrompida. Sí. Debía de estar lo suficientemente podrida como para consentir episodios como el de Pichón, asesinado no por católicos envidiosos, sino por personajes especialmente relevantes de nuestras juderías.
—Supongo que no fue su caso.
—Debo reconocerle que yo también lo pensé. Hasta entonces había visto a revolucionarios enloquecidos, a farsantes, a charlatanes, a hipócritas, incluso a falsos mesías, pero siempre había tenido la sensación de que aún seguía existiendo gente justa entre nuestro pueblo. Incluso había tenido ocasión de observar una y otra vez que, precisamente, esa gente era la que terminaba alzándose por encima de los demás e indicándoles por dónde seguir el camino que nos seguía uniendo con el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. No eran los más acaudalados, ni los mejor relacionados, ni los procedentes de las familias más importantes, pero sí los mejores y más sabios. Ahora, de repente, llegué a la conclusión de que todo eso resultaba cosa del pasado. Habíamos estado tan ocupados en alcanzar un lugar cerca del rey, en conservar lo ganado con el esfuerzo de décadas, en mantener lo conseguido, que habíamos perdido algo tan esencial como nuestra verdadera conciencia de pueblo. No nos habíamos percatado de ello, pero ésa era la realidad y, cuando surgió un hombre como Pichón, pocos supieron apreciarlo y nadie impidió que las calumnias que se vertían sobre él acabaran desembocando en un asesinato. La pregunta que yo me hacía —que se hicieron miles y se respondieron— era si el cuerpo estaba ya muerto y sólo cabía que algunos miembros, no del todo agónicos, acabaran injertados en otro organismo o si, por el contrario, alentaba en su seno un hálito de vida.
—¿Y a qué conclusión llegó?
—A decir verdad a ninguna.
—No sé si lo entiendo.
—No llegué a ninguna conclusión. Fueron otros los que decidieron por mí.
—Mucha gente piensa que el gran drama que los judíos sufrimos en Sefarad fue la expulsión del año 1492,1a que decretaron Isabel y Fernando. Debo decirle que se equivocan.
—No sé si le comprendo. ¿Pretende usted decirme que no fue una tragedia terrible para ustedes?
—No. —El judío sacudió la cabeza—. Eso resulta innegable, pero la calamidad empezó poco más de cien años antes, en las cercanías del asesinato de José Pichón. Los años finales del siglo xiv constituyeron una etapa de especial dificultad para nosotros. Sé que se puede alegar que la revuelta historia de las Coronas de Castilla, Aragón y Navarra no constituía un contexto propicio para la paz y el sosiego. Pero no se deje engañar. A ese factor se unieron otros mucho más importantes. Por un lado, las disposiciones papales dirigidas contra nosotros se endurecieron extraordinariamente. Durante el siglo anterior, monarcas de la talla de los castellanos Fernando III el Santo o Alfonso X el Sabio no hicieron el menor caso a los pontífices, pero ahora, por primera vez en la historia española, los reyes aceptaron que lleváramos divisas distintivas, una medida que, como ya le he indicado, era de origen islámico y la Iglesia católica había tardado siglos en adoptar. Luego vino la proliferación de leyendas contra nosotros. Se nos culpaba lo mismo de la propagación de la peste que del envenenamiento de fuentes y pozos. Siglos después dirían eso mismo de los frailes, pero en aquel entonces los chivos expiatorios éramos nosotros. Pero lo que nos colocó en la situación peor que pudiéramos imaginar fue la entrada del pueblo llano en el terreno de las decisiones políticas. Sí, no me mire así. Ya sé que no había convocatorias electorales ni campañas para captar el voto, pero aquella gente de a pie comenzó a pesar mucho. El pueblo llano, ese pueblo que ahora tanto gustan de adular y halagar los políticos, especialmente en época de elecciones, se convirtió en el sujeto activo de no pocos acontecimientos. No se me ocurriría decir que algunos de ellos no fueran buenas personas, pero otros... bueno, fue ese pueblo el que exigió la promulgación de no pocas medidas contra nosotros, convencido de que éramos los culpables de sus desdichas.
—Habla usted del pueblo... no sé... como si los regímenes de la época fueran democracias modernas... Me temo que el rey, la aristocracia, incluso la Iglesia católica tenían mucho más poder que ese pueblo al que usted ve de manera tan negativa.
—No niego que el rey y la Iglesia católica podían haber actuado embridando a aquellas masas de palurdos convencidos de que todo les iría bien simplemente rompiéndonos la cabeza. De acuerdo, pero, mire, no pocas veces los monarcas decidieron que era más conveniente plegarse a las presiones populares capeando posibles revueltas o incluso, como en el caso de Enrique II, aprovechando la demagogia dirigida contra nosotros. Por supuesto, no se me oculta que se trataba de un cálculo frío y des-provisto de decencia, pero estoy convencido de hubieran actuado de otra manera de no ser conscientes de que el pueblo nos odiaba.
—¿Y la Iglesia católica? Quiero decir... no todos los clérigos podían aspirar a hacerse con un puesto de recaudadores...