El Judío Errante (37 page)

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Authors: César Vidal

BOOK: El Judío Errante
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El judío detuvo su relato y respiró hondo. Un agüilla había vuelto a aparecer en sus ojos.

—¿Sabe? Un día me dijo que si buscaba la paz de espíritu sólo podría encontrarla en un judío llamado Jesús. ¡Qué ironía! Precisamente yo llevaba más de mil ochocientos años vagando a consecuencia de ese judío... pero no quise llevarle la contraria. Era uno de los pocos, de los poquísimos hombres buenos e íntegros que me había encontrado a lo largo de los siglos. Tras la muerte de Herzl, como ya le he dicho, me distancié un tanto del sionismo. Necesitaba yo por aquel entonces reposar, descansar, tranquilizarme un poco y fue así como conocí a alguien muy especial y gracias a él tuve la posibilidad de saber quién era ese farsante llamado Sigmund Freud.

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Respiré hondo. La última referencia de mi interlocutor me había provocado la sensación de que me arrastraban por en medio de una jungla cuya senda me resultaba cada vez más difícil seguir.

—¿Una persona muy especial que le llevó a conocer a Freud?

—Sí, aunque, claro está, todavía no nos habíamos encontrado por aquel entonces. En realidad, para poder contarle todo, deberíamos ir a... déjeme ver... debió de ser a finales de 1910 porque unos meses antes había recordado el quinto aniversario de la muerte de Theodor.

—¿Herzl?

—Herzl, claro. ¿Qué otro Theodor iba a ser? Bueno, el caso es que anclaba paseando por el cementerio cuando, de la manera más inesperada, me llegó hasta los oídos un sonido que, inicial-mente, no supe identificar. Era... ¿cómo le diría yo? Como el ruido que causa un animalillo asustado, un perrito o un gatito, cuando llega a la pavorosa conclusión de que sus amos lo han abandonado. Por un momento, sentí la tentación de apartarme de allí. Ya sabe usted que he visto muchas muertes, con segundad demasiadas, a lo largo de mi vida, pero no consigo acostumbrarme ni a la de los animales ni a la de los niños. Como le digo» pensé en marcharme lo más rápidamente posible del lugar. Incluso apreté el paso, pero cuando me había apartado unos me-- volví la mirada. Y lo vi.

—¿El qué?

—Más bien, a quién.

—De acuerdo. ¿A quién?

—Se trataba de un hombre. No podía caber la menor duda. §e hallaba de pie aunque tenía la cabeza tan inclinada que casi se ¡e hubiera podido imaginar decapitado. Aquella imagen tan extraña me detuvo los pies como si se tratara de un conjuro invencible. ¿Qué le pasaba? Antes de que pudiera percatarme de lo que estaba haciendo, desanduve el camino y me dirigí hacia él. Me hallaba apenas a unos pasos de distancia de su espalda cuando, de repente, comprendí todo. Absolutamente todo.

Calló el judío y yo sentí que la curiosidad se apoderaba de mí de una manera agobiante, impetuosa, casi violenta.

—¿Y...? —me atreví a insistirle.

—¡Ah! Sí, claro. El hombre se hallaba delante de una modesta tumba. Sobre ella aparecía escrito María y unas fechas de nacimiento y muerte que indicaban que había fallecido siendo una criatura. Si no recuerdo mal... sí, creo que 1902 y 1907.Aquel sujeto, que ahora me pareció aplastado por el dolor, estaba llorando por una niña que lo más seguro es que fuera su hija. Creo que ya le he dicho que no existe cosa más antinatural que asistir al fallecimiento de un hijo, precisamente del ser que ha de perpetuar nuestra estirpe. Yo había experimentado ese terrible dolor, esa inmensa sensación de vacío, ese angustioso desconsuelo en Jerusalén... Le reconozco que hacía mucho que no recordaba ni a Esther ni a mis hijos, pero entonces, en aquel momento, fue como si de algún lugar perdido del corazón emergieran con una fuerza incontenible. Fue parecido a cuando se rompe un frasco de perfume y el aroma se extiende por la habitación invadiéndolo todo. Así me vino a mí un dolor olvidado que ahora me salía de lo más hondo del pecho y me impregnaba la nariz, la boca, los ojos...

Guardó silencio y no me atreví yo a pedirle que siguiera hablando. Era obvio que estaba sufriendo de una manera tan intensa que, como mínimo, se merecía un respiro. Sin embargo era él quien no estaba dispuesto a concederse un momento de tregua. Respiró hondo y dijo:

—No sé cómo me atreví, pero me acerqué hasta él y le Co_ menté: «Yo también he perdido a hijos que tan sólo eran niños» Apenas me escuchó, dio un respingo y volvió sus ojos hacia mí Eran unas pupilas adormiladas, despistadas, agazapadas tras unos lentes de metal. Abrió la boca entonces como si deseara decirme algo, pero la volvió a cerrar sin haber articulado siquiera una palabra. «Fue hace años —añadí—. Muchos más de los que usted pueda imaginarse, pero aún los recuerdo.» Me miró de hito en hito y, de repente, la barbilla comenzó a temblarle. Fue, primero, un movimiento casi imperceptible, pero luego, de repente, pareció como si el mentón se le vaciara por dentro y se le plegara sobre un hueco y entonces... ah, entonces, rompió a llorar. Lloraba... no sé cómo explicárselo. Lloraba inmóvil, con los brazos pegados al cuerpo, como si se tratara de una criatura a la que han aplicado una disciplina terrible y no tiene fuerzas ni siquiera para mover los miembros en señal de rebelión y entonces, cuando el temblor comenzaba a descenderle hacia los hombros, los ojos se le reviraron y se desplomó.

—¿Se desplomó?

—Sí —me confirmó el judío—. Sólo por un instante, logré sujetarlo en el aire antes de que se estrellara todo lo largo que era contra el suelo. Lo abracé con fuerza valiéndome de la mano izquierda, y con la derecha, le golpeé en la cara hasta que volvió en sí. Recuerdo que abrió los ojos y de ellos brotó una mirada confusa, triste, inmensamente desamparada. Le juro que me recordó a esos niños que esperan a la puerta de la escuela y que acaban rompiendo a llorar temerosos de que su madre no aparezca a buscarlos. Le pedí que se tranquilizara y le ayudé a erguirse. No estaba seguro de que pudiera mantenerse en pie y le agarre con

^erza del brazo izquierdo a la vez que le echaba el mío derecho sobre los hombros. Así, con paso lento, pero que yo pretendía que fuera lo más seguro posible, lo fui encaminando hacia la salida del cementerio. Cuando la alcanzamos, detuve un coche ¿e caballos y le ordené que nos condujera al café más cercano.

—¿Por qué a un café? —pregunté sorprendido—. ¿Acaso no hubiera sido mejor llevarlo a su casa?

.—No, por supuesto que no —respondió el judío, totalmente convencido—. Todo ser humano tiene siquiera un átomo de dignidad y aquel hombre estaba lo suficientemente deshecho como para que la suya desapareciera si lo veían así los vecinos o incluso los familiares. En un café, sin embargo, podía serenarse, recuperarse un poco, adquirir el aspecto con el que resulta decoroso volver a casa. El cochero conocía bien su oficio y no tardó en detenerse a las puertas de un establecimiento de esos por los que todavía es famosa Viena. Le pagué, le pedí que me ayudara en la tarea de hacer descender a aquel hombre y lo encaminé hacia la puerta del café. No recuerdo qué fue lo que pedí una vez en su interior, pero, con seguridad, se trató de una bebida fuerte. Luego deposité mi mano sobre el antebrazo de aquel desdichado y comencé a hablarle. Por supuesto, no podía revelarle quién era. No sólo no me hubiera creído sino que, además, a saber en qué tipo de insania se hubiera precipitado. Sin embargo, sí le relaté que había perdido a mis hijos. Poco a poco, el color regresó a aquellas mejillas largas que desembocaban en una quijada semicuadrada. Y entonces comenzó a hablar. Me dijo, como yo había supuesto, que su dolor estaba relacionado con la muerte de una hija. Se había casado hacía cinco años con una mujer de la que estaba locamente enamorado. Al poco tiempo, había quedado encinta y había dado a luz a una niña.

—La muerta —pensé en voz alta.

—Sí, la muerta —aceptó con tono de fastidio el judío al que no parecía haberle gustado que le interrumpiera—.Aquel nacimiento había significado una sucesión ininterrumpida de dicha para el pobre hombre. Recordó ante mí los primeros balbuceos los primeros pasos, los primeros juegos con ella. Al parecer, era una mezcla, como tantos niños, de inocencia y picardía, de alegría y candor, y, como tantos padres, aquel hombre parecía con-vencido de que resultaba excepcional. El caso es que todo había ido sobre ruedas hasta que un par de años antes, durante el verano, la criatura había contraído la escarlatina y la difteria. P0r supuesto, en un primer momento pensaron que podrían enfrentarse con éxito a ambas dolencias. Pero no fue así. Uno tras otro los tratamientos fracasaron mientras él se hundía cada vez más en la desesperación y, para poder soportar el dolor, se encerraba en su cuarto. Lo peor fue cuando tuvieron que practicarle una traqueotomía a la criatura, casi como un remedio a la desesperada. —Qué horror...

—Sí. Es cierto. Qué horror. Me confesó que mientras intervenían a su hija, él se paseaba arriba y abajo por delante de su habitación. En un momento dado, rompió a llorar y luego ya no pudo más y echó a correr para no escuchar nada. La niña, por supuesto, no tardó en morir. Ese golpe hubiera sido suficiente como para afectar a cualquiera, pero además en el caso de aquel hombre sirvió para arrastrar a la superficie otras desgracias de años pasados. Otras... muertes familiares.

—Entiendo —comenté yo que no comprendía nada y que, a decir verdad, encontraba engorrosa aquella historia que se interponía entre mí y lo que pudiera contarme el judío sobre Sigmund Freud.

—No, no creo que lo entienda —dijo—Aquel hombre pertenecía a una familia de catorce hermanos, once de ellos varones. Pues bien, la mayor parte había muerto durante la infancia. Antes de llegar a los veinte años, tuvo que presenciar la muerte de seis criaturas. Reconozca que no es poco.

—Sí. Tiene usted razón. Parece mucho peor de lo que podría pensarse a primera vista —dije a la vez que sentía un leve pujo de culpa por mis pensamientos anteriores.

—La cuestión es que aquella cercanía con la muerte debió

je hacerle sufrir mucho, pero lo de su hija fue un golpe que superó a todos los demás. Imagínese usted. Conoces a la que crees que va a ser la mujer de tu vida, engendras a una criatura que te llena de alegría y cuando parece que aquella nueva vida compensará todas las que has visto desaparecer, la niña fallece de una manera espantosa.

—¿Y todo eso se lo contó de golpe?

-—No, no de golpe —respondió—. A lo largo de las tres horas, por lo menos, que estuvimos charlando. Para serle sincero, creo que aquel dolor llevaba en su interior desde hacía décadas, apretado, remecido, pisoteado y, de repente, había comenzado a salir a raudales.

—Pero estaba casado... Quiero decir que su mujer podría haberle sido de consuelo.

—Debería —me corrigió el judío con un tono de voz que me pareció severo—. Debería, pero no era el caso. Por razones que se me escapaban y que me parecía indiscreto preguntar, aquella mujer con la que se había casado tan enamorado no había actuado como un bálsamo sobre su corazón. A decir verdad, me dio la impresión, pero no pasaba de ser una sospecha, de que delante de ella había temido o había querido reprimir aquel dolor que lo corroía como la carcoma.

—Pobre hombre —dije compadecido.

—¿Por qué? ¿Porque su mujer no lo ayudaba? Ay, amigo. Pobres más bien aquellas criaturas deshaciéndose debajo de una losa sin haber podido disfrutar de una vida mínima. Aunque... bueno, es igual. Fuera por lo que fuese, el hombre del cementerio me fue desgranando el drama que lo aquejaba. Llevaba ya mucho rato narrándolo cuando, no sé muy bien por qué, intente orientar la conversación hacia otros derroteros. Hablar de la muerte de un hijo... Bueno, el caso es que le pregunté por su trabajo, por su vida, por el resto de aquella existencia de la que habían arrancado a su María. Me dijo entonces que era director de orquesta y lo que sucedió en ese momento... No sé... Quizá deba atribuirse al deseo de contar chistes que nos asalta siempre que tenemos la muerte cerca. Apenas me acababa de decir cuál era su ocupación cuando le espeté: «Entonces no es usted judío...».

—¿Entonces no es usted judío?

—Sí. Eso fue lo que le dije. Era una estupidez, lo sé, pero sólo intentaba aliviar el malestar que embargaba a aquel hombre Bueno, el caso es que, de repente, aquellos ojos que se ocultaban tras los lentes parecieron agrandarse.

—¿Agrandarse?

—Sí, agrandarse. Fue como si se tratara de un balón al que han inyectado más aire. Primero, aumentaron de tamaño. No se ría, se lo ruego. Se hicieron mayores y luego se humedecieron pero no lo hicieron con pesar sino como... como cuando vemos una flor sobre la que se ha posado el rocío. Sí. Eso. Aquellos ojos parecían haber adquirido una vitalidad especial. Pero fue cosa sólo de un instante, porque, de manera inmediata, volvieron a adoptar la expresión triste y desamparada que habían tenido durante aquellas horas y entonces me dijo: «Soy judío». «¿Es usted judío y dirige una orquesta?», le pregunté yo entonces, incrédulo. «Me bauticé hace más de diez años —respondió—, pero el hecho de ser católico no me ha arrancado mis raíces.»

—¿Un judío bautizado? ¿Director de orquesta? —pregunté con la sensación de que un fogonazo de luz había iluminado aquella historia que hasta entonces me parecía absurda y sin sentido—. Pero... pero entonces usted me está hablando de...

—De Gustav Mahler.

39

—¿Mahler? —repetí incrédulo. Recordé en ese momento que toda la larga, larguísima digresión sobre Herzl y los inicios del sionismo había dado inicio sólo como prólogo a lo que iba a ser una referencia a Freud. Ahora, por añadidura, me hablaba de Mahler. Sin poder evitarlo, suspiré desazonado.

—Sí, Mahler, el mismo, el compositor —respondió el judío—. ¡Ah! Mahler era un personaje excepcional. Sé que le han censurado mucho que se convirtiera al catolicismo para poder llegar a ser director de la ópera de Viena, pero puedo asegurarle que su actitud fue infinitamente más noble que la de muchos otros judíos de aquella época. No actuó por ambición ni por deseo de confundirse en la masa como tantos de los nuestros han hecho a lo largo de los siglos. No. Puede creerme si le digo que Gustav se sentía a gusto en la Iglesia católica. Sí. Ya sé que me va a decir usted que toda esa corte celestial de vírgenes y santos y tantos otros habitantes de las altas esferas casa muy mal con nuestro monoteísmo. No seré yo quien le quite la razón, desde luego, pero Gustav... Verá. Le gustaban muchas cosas propias del catolicismo que iban del olor del incienso a la disposición arquitectónica de las iglesias. Por agradarle, hasta creo que le complacía el tacto de los bancos y además, aunque suene aberrante, en 'a misa halló una manifestación de religiosidad que se hallaba ausente de la sinagoga y que le parecía enormemente sugestiva.

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