Authors: César Vidal
—Lo que yo le digo es la pura verdad —dijo el judío mientras sus ojos adoptaban aquella expresión de dureza que me causaba desazón—. Ni idea de arameo, ni idea del Talmud, ni idea de gramática, ni idea de geografía, ni idea de historia y, eso sí, un cierto talento novelístico. Fíjese que Rabí Rehumai, que nunca existió, dicho sea de paso y que aparece en el Libro del Bahir, también circula por el Zohar como un amiguete de Simeón benYohai. Un fraude. Créame. Se trata de un verdadero fraude. Y además... además. .. bueno, sostenía doctrinas que no son aceptables para un judío que crea en el Talmud. Por ejemplo, la de la Trinidad.
—¿Cómo ha dicho? —pregunté ahora más confuso que sorprendido.
—Lo que ha escuchado. El autor del Zohar era un trinitario. Sí, no me mire de esa manera. Para él, la Divinidad se manifiesta en las diez esferas, pero también en la Trinidad y en esa Trinidad existe en el Padre que es Adonai, en el Hijo que es el mesías y en el Espíritu Santo.
—Le ha faltado decir que Jesús es el mesías e Hijo de Dios... —pensé en voz alta.
—¿Se da cuenta? ¿Se da cuenta? Aquel libro era nefasto. No sólo se basaba en un embuste fácil de detectar sino que por añadidura estaba repleto de inexactitudes e incluso entraba en el terreno de la herejía. Aquello era una mentira indecente y decidí informar inmediatamente a Isaac ben Samuel de Acre de lo que sucedía. Tendría usted que haber visto su cara. ¡Pobre! ¡Qué desilusión! «El autor es un charlatán, le dije, un charlatán que ha decidido enriquecerse a costa de la ingenuidad de los demás. Eso es todo.»
—¿Y le creyó?
—Le costó creerme. Es lógico. A fin de cuentas, ¿quién no desea profundizar en un conocimiento que le es negado a otros? Pero además... además había un problema muy grave, un problema de índole... digamos... familiar. Sí. Eso es, familiar.
—No sé si comprendo... —comencé a decir, pero el judío no me dejó concluir la frase.
—No. No puede comprender porque, dispénseme, no he terminado de explicarle todo. Isaac ben Samuel había nacido en Acre y allí había vivido hasta que los musulmanes se apoderaron de la ciudad.
-—Eso fue... —intenté recordar—. Más o menos en torno a 1291.
—Más o menos, sí —aceptó el judío, pero no logré saber si lo decía de verdad o tan sólo pretendía que dejara de interrumpirle—. Cuando se produjo ese desastre, Isaac era un estudiante joven. Joven, pero no estúpido, porque, inmediatamente, se marchó de Acre y puso rumbo a tierra de cristianos. No es que se fiara mucho de ellos, todo hay que decirlo, pero sabía de sobra que le iría mejor que con los seguidores de Mahoma. Tras dar algunos tumbos, fue a parar a Italia. Allí escuchó las referencias al profeta, o como demonios se le quiera llamar, que anunciaba desde Ávila nuestra liberación. Entusiasmado con la idea de que el mesías pudiera estar cerca se vino a España y esperó. Bueno, esperó, esperó y esperó hasta que pasó el año 1300 y no pasó nada. Mientras dudaba sobre lo que debía hacer, conoció en Ávila a uno de los nuestros que se llamaba José. Era un hombre muy acomodado. Bueno, en realidad, habría que decir que era muy rico y además de rico le había dado por el misticismo. Sé que algunas personas tienen dificultad para entenderlo, pero lo cierto es que hay estúpidos en todos los estamentos sociales y el hecho de que hayan sido capaces de labrarse una fortuna no quiere decir mucho al respecto. Significa que pueden ser verdaderos genios para vender y comprar, invertir y ahorrar, pero nada más. Nada más. En serio. Aquel José andaba a la busca de un conocimiento secreto que, supuestamente, le permitiera entender los arcanos del universo y busca que te busca dio con un sujeto que se llamaba Moisés de León.
—Moisés de León... —repetí yo porque el nombre me sonaba de algo, pero no acertaba a saber de qué.
—El tal Moisés de León captó a la perfección el carácter de José y un día le habló del Zohar. Por lo que me contó Isaac, Moisés de León se resistió al principio a hablarle del libro, pero, al final, acabó revelándole que existía y que poseía una copia original escrita por el propio Simeón ben Yohai. Escuchar aquello y quejóse enloqueciera fue todo uno. Ansiaba poseer el libro, acariciar sus páginas, acercarse el texto hasta la nariz para percibir su aroma y, sobre todo, leer aquellas enseñanzas extrañas que permitían acceder a los arcanos de la Torah. A tanto llegó el ansia que sentía por el Zohar que comenzó, como si se tratara de una subasta, a ofrecerle a Moisés de León cantidades cada vez más elevadas a cambio de aquel libro. Por lo que me contó Isaac, el regateo fue encarnizado. El acaudalado José no deseaba soltar lo que se le antojaba una envidiable presa y Moisés no estaba dispuesto a desaprovechar la posibilidad de enriquecerse que se le presentaba en el tramo final de su existencia. Al final, tras un forcejeo que debió de ser titánico, el riquísimo José ofreció a Moisés que su hijo y heredero contraería matrimonio con su hija a cambio de que le hiciera entrega del original del Zohar. Moisés de León no cupo en sí de gozo al escuchar aquella última propuesta. Llevaba años, al parecer, intentando mejorar de fortuna y ahora ante él se abría la posibilidad de que, al menos, su hija alcanzara esa nieta con una relativa facilidad. Sospecho que la alegría, el gozo y quizá el ansia debieron de apoderarse de él con tal fuerza que, bueno, el caso es que se murió. —¿Cómo? —exclamé sorprendido.
—Lo que acaba de escuchar. No se lo puedo asegurar, por supuesto, pero tengo la impresión de que Moisés de León no pudo soportar tanta alegría. No crea, sucede muchas más veces de lo que la gente se cree...
—Ya... —dije nada convencido.
—Pero claro, una cosa era que Moisés de León se muriera pletórico de alegría y otra que José se conformara. A decir verdad, procuró aprovechar la situación para conseguir el Zohar. Intentó que la viuda y la huérfana comprendieran lo beneficioso que les resultaría concluir la transacción que, por muy poco, no había consumado el difunto esposo y padre. Recurrió a todas las armas de la oratoria, de la retórica, de la persuasión y para sorpresa y desaliento suyos, aquellas dos mujeres le dijeron que no tenían ningún interés en entregarle el libro aunque fuera a costa de perder un partido excelente.
—Qué extraño...
—Y tanto. Y cuando el pobre José se mesaba las barbas intentado dar con la clave para conseguir el ansiado Zohar, apareció Isaac. No tardaron en trabar amistad, esa amistad que nace de tener aficiones comunes, y, al cabo de algunas conversaciones, el recién llegado se ofreció a mediar en la empresa.
—¿Y tuvo éxito? —pregunté cada vez más intrigado por el giro que adoptaba la historia.
—Ni el más mínimo. Isaac insistió apelando a todo tipo de argumentos. Lo mismo se refería al futuro de la viuda que al porvenir maravilloso de la hija, lo mismo descendía a detalles extraordinarios sobre el gran legado que aquello significaba para Israel que se dedicaba a honrar en los tonos más elogiosos posibles a un difunto al que no había conocido.
—¿Sacó algo en limpio de todo eso? —pregunté.
—Un desconcierto cada vez mayor —me respondió con una sonrisa burlona—. Reconocerá usted que perder una tras otra semejantes oportunidades...
—Sí —acepté—. Normal no parece, la verdad.
—El caso es que, al final, Isaac comenzó a sospechar que sucedía algo extraño. No podía decir, por supuesto, de qué se trataba, pero era lógico pensar que había gato encerrado. Tras muchas vueltas y revueltas, acabó logrando que la mujer le permitiera copiar una parte del libro, precisamente los capítulos que me entregó a mí.
—Ahora entiendo la manera en que reaccionó cuando usted le dijo lo que sucedía.
—No quería creerlo. Supongo que la verdad era demasiado dolorosa y quizá temía también que, al fin y a la postre, iba a quedarse sin la recompensa que pudiera corresponderle por mediar en aquella peregrina transacción. Le confieso que me sentí tentado de olvidar todo, devolverle aquellas páginas y olvidarme del asunto, pero entonces en mí pudo más la curiosidad.
—¿La... curiosidad?
—Sí, la curiosidad. Hay gente que la pierde con treinta años y más si tiene que mantener una familia y pagar los plazos del automóvil o la vivienda, pero yo la he conservado durante todos estos siglos. Quizá ésa sea la clave de muchas cosas, ahora que lo pienso.
—¿Y qué le aconsejó la curiosidad? —le corté temeroso de que se perdiera en divagaciones.
—Isaac había decidido visitar a la viuda en un último intento de persuadirla. Le supliqué, como pago de mi colaboración, que me permitiera acompañarlo. Se quedó un tanto extrañado de que me conformara con tan poco después de aquella labor de escrutinio, pero acabó aceptando y así nos dirigimos a la casa de Moisés de León.
El judío detuvo el relato mientras su rostro se iluminaba con una sonrisa divertida. A pesar de su edad, la real y no la que afirmaba, en aquellos momentos me pareció distinguir en el fondo de sus ojos un brillo muy especial, como el del que sabe que está a punto de contar un chiste que arrancará las carcajadas de los presentes o el del niño a punto de cometer una divertida travesura.
—No vivía mal el tal Moisés —prosiguió sin que el rictus risueño hubiera desaparecido de sus labios—, lo que no era poco decir si se tiene en cuenta que no se le conocía ninguna actividad lucrativa. La viuda dio un respingo cuando descubrió que al lado de Isaac iba un desconocido que, por supuesto, era yo. Comenzó a decir que no andaba bien de tiempo, que no iba a poder atendernos; en fin, excusas y excusas, todas ellas poco convincentes y además un tanto estúpidas. Entonces, mientras bajaba la mirada y sacudía la cabeza e intentaba echarnos, me planté delante de ella y le espeté: «Mujer, ¿sabes la responsabilidad en que incurres por amparar este fraude? ¿No te da vergüenza decir que lo que fue obra de tu marido lo escribió un erudito?».
—¿Y usted cómo sabía eso? —pregunté sorprendido. —No lo sabía —reconoció el judío—.A decir verdad, estaba jugando de farol. —¿Y resultó?
—Como si hubiera tenido en la mano una escalera de color. La mujer comenzó a temblar y cuando le digo temblar, me refiero a que parecía que estaba a punto de sufrir un ataque de epilepsia. Se movía como si una fuerza superior pugnara por salir de ella y la infeliz intentara mantenerla en su interior temerosa de las consecuencias. Y entonces la agarré de los brazos y sacudiéndola, no mucho, sólo lo suficiente como para que reaccionara, le dije: «Confiesa y no te pasará nada».
Me pareció obvio que el judío estaba disfrutando con aquella historia. De hecho, temí que, de un momento a otro, comenzara a reírse a carcajadas. —Y entonces, como salida de las profundidades del Sheol,
apareció la hija. Era una muchacha de cierta gracia. Quiero decir que hubiera merecido la pena casarse con ella incluso aunque no se recibiera a cambio el libro del Zohar, pero imagino que José no estaba para ese tipo de consideraciones. Bueno, como le iba contando, la muchacha se presentó casi como salida de la tierra y gritó: «Madre, cuéntales todo. Diles la verdad». No le exagero lo más mínimo si le digo que escuchar aquellas palabras y ponerse a llorar como una criatura fue todo uno. La pobre viuda comenzó a sollozar, primero, de manera silenciosa, tanto que sólo podía saberse por los lagrimones que le caían por las mejillas y la manera, casi convulsa, en que le subía y le bajaba el pecho. Pero, luego, de repente, estalló en un llanto cada vez más ruidoso. No le digo más que antes de que pudiéramos darnos cuenta de lo que estaba sucediendo había comenzado a gritar. «¡Yo no quería! ¡Yo no quería! Yo le decía: Moisés, no lo hagas; Moisés, que te van a descubrir, pero no me hacía caso, no me hacía caso. Me decía: no te preocupes. Con esto ganaremos fortuna para nosotros y nuestra hija y yo le contestaba: Pero ¿qué más fortuna queremos? Pero ¿para qué más?»
—O sea que se trataba de una estafa... —reconocí no libre todavía de la sorpresa.
—Pero si llevo un buen rato diciéndoselo... Por supuesto, hombre, por supuesto —señaló el judío mientras reprimía a duras penas las carcajadas—. Aquel Moisés de León era un farsante total y absoluto. Fíjese que leyendo el libro yo he llegado a sospechar que incluso podía ser un cristiano secreto... por lo que ya le he dicho de la Trinidad. Bueno, el caso es que ni la viuda ni la hija de Moisés de León querían proseguir con aquel engaño, pero José, con su insistencia, les había impedido librarse de todo aquello.
—La verdad es que dan pena esas mujeres.
—Es cierto. Daban pena, mucha pena, pero... bueno, yo, en un deseo de quitarles de encima aquella carga, les aconsejé que quemaran el libro.
—Un poco drástico, ¿no le parece?
—Ahora puede parecer así porque se ha llegado a encontrar su encanto incluso a las falsificaciones, pero entonces... bueno era el recurso ideal. Total que le dije a la viuda: «Mire, buena mujer, lo mejor que puede hacer es deshacerse de ese libro. Tanto usted como nosotros sabemos que está lleno de mentiras. Vamos a quemarlo y nadie volverá a molestarla ni a usted ni a su hija». Bueno, pues apenas acababa de pronunciar la última frase cuando Isaac dijo: «¡Magnífica idea! Sí, deme el libro que yo me encargaré de todo».
—No puedo creer... —comencé a decir impulsado por la peor sospecha.
—Créalo —dijo el judío mientras asentía con la cabeza—-. En apenas unos instantes, Isaac tenía en sus manos el libro y abandonábamos la casa. «Mira, me dijo apenas nos hubimos apartado unos metros del lugar en el que había vivido Moisés de León. Te propongo un trato. No le contamos ni una palabra a José, le vendemos el libro por la cantidad más alta que podamos y nos repartimos las ganancias. Yo llevo mucho trabajando en todo esto de modo que, si no tienes inconveniente, podía dividir la suma que le saquemos en un setenta por ciento para mí y un treinta para ti.»
—¡Por Dios...!
—Fue tal y como se lo cuento. Imagínese usted la cantidad de cosas que yo había visto a aquellas alturas con casi trece siglos a mis espaldas. Bueno, el caso es que me sorprendió. Sí, como lo oye. Me quedé pasmado. No sólo es que estaba dispuesto a perpetuar un fraude sino que además pretendía que yo colaborara en él. Mediante un precio, eso sí.
—¿Y qué le dijo?
—Pues por hacerle el cuento corto... bueno, primero, intenté persuadirle para que no engañara así a un viejo que, por añadidura, era judío como nosotros. Pero Isaac no pareció conmoverse con mis palabras. Entonces comencé a recordarle su deber con nuestro pueblo y la necesidad de no enredarlo con falsas esperanzas y... Debí apelar a todo. La supervivencia de Israel, el juicio ante el que todos compareceremos, el respeto por la Torah.