El jinete del silencio (8 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Aquello no terminaba de convencer a Aurelia. Decidida a no dejarlo salir sin que le practicase un exorcismo, tal y como había escuchado que hacían en esos casos si se querían conseguir resultados, se lo expuso al sacerdote con tal vehemencia y crudeza que produjo en el religioso un sentimiento de preocupación que terminó en temor ante la amenazante expresión de su rostro.

—Id a la iglesia con él, como os digo, y tal vez entonces lo haga. —Se encaminó hacia la salida de la casa.

—¡No permitiré que os vayáis! —Aurelia se interpuso entre el sacerdote y la puerta con un ademán severo.

El perplejo hombre entendió que no sería lo correcto, que no debía usar esa herramienta de Dios sin motivo, pero la mujer no era fácil de convencer. Resignado, miró hacia donde estaba Yago, se colocó una estola sobre los hombros y cerró los ojos con las manos extendidas sobre el chico.

—Te exorcizo, muy vil espíritu, mismísima encarnación de nuestro enemigo, espectro entero. En el nombre de Cristo, sal y huye de esta criatura de Dios. Él mismo te manda, el que manda al mar, los vientos y la tempestad. Escucha y teme, ¡oh, Satanás!, enemigo de la fe, adversario de la raza humana, productor de la muerte, ladrón de la vida, destructor de la justicia, raíz de los males.

El hombre tomó aire y en voz más alta y con encarnada autoridad gritó.

—¡Abandona a Yago para siempre. Él así lo quiere!

XI

Fabián Mandrago esperaba a ser recibido por Luis Espinosa en un hermoso salón lleno de trofeos de caza. Aquel era el sexto criador de caballos que había visitado hasta el momento, uno de los más importantes de la comarca de Jerez, un hombre que encabezaba una lista de notables de los que sospechaba desde hacía años.

La cría caballar era un negocio en plena expansión por aquellas tierras y sus responsables, demasiado numerosos para que el guarda pudiera conocer todos sus hierros.

Los caballos de la nao Fortuna se habían convertido en una obsesión para Fabián, y la pista del hierro medio borroso, el único camino que dirigía sus pesquisas. Sabía que no era una prueba suficiente para una implicación en toda regla, pero abriría una puerta por donde localizar mejores o más sólidas evidencias.

En la finca de los Villavicencio que acababa de visitar le habían permitido recorrer sus caballerizas con detenimiento, y gracias a ello pudo ver en su hierro ciertas similitudes con el descubierto en el barco. De todos modos, y a pesar de esa posible coincidencia, quienes seguían encabezando la lista de sospechosos eran don Martín Dávalos, propietario del barco y hombre al que no había logrado ver todavía, pues le habían asegurado que se encontraba fuera de Jerez, y don Luis Espinosa por su importancia como criador. Después de ellos, la lista continuaba con una larguísima relación de criadores de menor enjundia.

—Señor Mandrago, por favor, sígame. Le recibirán en la bodega. —La camarera se adelantó para mostrarle el camino.

Bajaron unas escaleras de piedra esculpidas sobre la roca y llegaron primero a una antecámara y tras un portillo a una dependencia enorme donde un intenso olor evidenciaba lo que allí tenían almacenado.

Sentados frente a una mesa, con varias botellas abiertas y tres vasos, lo esperaban don Luis Espinosa, propietario de la casa, con reconocidos intereses en la cría caballar y una afamada bodega, y para su sorpresa don Martín Dávalos. Fabián se alegró de inmediato por la coincidencia.

Se encontraba frente a dos hombres poderosos. Martín era un rico hacendado y veinticuatro de la ciudad de Jerez al igual que Luis. Del primero se decía que era el mayor propietario de ganado de la comarca y un importantísimo comerciante, con una pequeña flota de barcos entre los que se contaba la nao Fortuna.

La única mujer, que alegraba con su presencia la reunión, era doña Laura, quien le fue presentada como esposa de don Luis. Este último lo animó a tomar asiento y a que probase un vino sobre cuya calidad estaban discutiendo.

—Procede de una uva recia, de viñedos que llevan en la familia más de medio siglo. ¿Podéis darnos vuestra opinión? —Agitó el vino en la copa antes de pasársela.

—Si buscáis un experto, no creo ser la persona más adecuada, solo os podré decir si me gusta o no. —Fabián lo saboreó y esperó a sentir sus efectos.

Lo miraron con curiosidad. Los dos varones sabían quién era y sobre todo a qué se dedicaba. Actuaban con corrección, pero en realidad entendían que su presencia podía convertirse para ellos en una seria incomodidad. Laura desconocía cuál era su oficio.

—Si la crianza de los caballos se os da tan bien como el vino, os puedo asegurar que no tendréis quien os haga sombra…

Don Luis agradeció el cumplido y compartió su parecer en contra del de Martín, que había criticado el caldo por su aspereza y acidez.

—Pero imagino que no habéis venido a degustar nuestros vinos…

—Cierto, me mueven otras razones.

—¿Y a qué se debe, entonces, el honor de teneros en nuestra hacienda?

Fabián cambió la orientación que le pensaba dar a la conversación a causa de la presencia de Martín Dávalos. Decidió actuar sin tapujos.

—¿El apodo «el Tripas» os dice algo? —dirigió la pregunta al invitado de los Espinosa una vez había confirmado días atrás la identidad del que pilotaba aquel barco.

Martín Dávalos era un hombre sagaz, con fama de frío e inteligente. Tardó en contestar, tal vez con toda intención, para dar a su respuesta una mayor contundencia, o quizá para ganar tiempo y pensarla mejor. Sabía que su organización no presentaba una sola fisura por donde aquel agente hubiera podido recabar la menor información; no le cabía la menor duda. Cuando se comerciaba fuera de la ley, tener a todo el mundo bien callado costaba mucho dinero, y la discreción se convertía en una virtud imprescindible. Además, compartía con Luis Espinosa aquellas atípicas actividades desde hacía cinco años, como también una sólida amistad que nunca había estado en peligro, así que respondió sin mostrarse alterado.

—¿Quizá habláis del hombre que robó mi nao Fortuna?

—¿Decís «robó»? —Fabián no se esperaba esa salida—. Os hablo de alguien que pretendía sacar de forma ilegal una importante cantidad de cereal y veinte caballos, animales que sospecho serían también de vuestra propiedad, claro.

—Si de verdad lo fueran, no lo dudaríais…

Fabián se percató de que don Luis, en un rápido cruce de miradas con Martín Dávalos, le había regalado la respuesta.

Doña Laura dejó la copa de vino preocupada por lo que estaba escuchando, pero mantuvo un prudente silencio. Martín tomó la palabra.

—Os puedo asegurar que no me falta ningún caballo, pero agradezco vuestro interés. Es una grata sorpresa saber que se está investigando el robo de mi nao, lamentable suceso que tanto ha perjudicado a mis arcas. Hasta escucharos, había pensado que a nadie le importaba.

Fabián comprendió que se enfrentaba a un hombre capaz de dar la vuelta a cualquier argumento, pero decidió no dar marcha atrás en la estrategia tomada. Su larga experiencia le hacía pensar que no le estaba contando la verdad.

—Lo investigo, sí, pero no porque vos lo denunciarais… ¿Acaso se os olvidó hacerlo, o es que preferís no airear demasiado el asunto para que alguien como yo no meta la nariz…?

—¿Cómo os atrevéis a dudar de mi invitado? —Don Luis se levantó de su asiento visiblemente enojado—. Os presentáis sin avisar, ofendéis la honorabilidad de don Martín Dávalos, y venís sin prueba alguna. Os ruego que abandonéis mi casa de inmediato; no pienso soportar ni un minuto más vuestra intolerable descortesía.

Fabián aguantó el comentario sin levantarse y volvió a dirigirse a Martín Dávalos. Según los derroteros que había tomado la conversación no tenía tiempo para andarse con muchos tapujos.

—Tan solo pretendo averiguar a quién pertenecen la veintena de caballos que pude ver en el interior del barco, y comprobar si el cereal que llenaba sus bodegas era vuestro o no. De no perteneceros, debería aparecer una cantidad semejante bajo otro nombre en los libros del Pósito. ¡Lo comprobaré!

Fabián se refería a la institución municipal que regulaba el comercio de cereal, donde se hacía registro de sus vendedores, destinos, precios y todo aquel que intervenía en cada operación.

Martín Dávalos no quiso hacer ningún comentario. El guarda le estaba acusando en toda regla, pero era evidente que carecía de pruebas, sobre todo porque ya se habían encargado ellos de controlar los apuntes de ese registro. Miró a su anfitrión a la espera de que actuara.

Luis Espinosa insistió en hacerle abandonar su casa sin guardar ya la menor cortesía. Fabián tuvo que aceptarlo y sin poder despedirse al menos de la señora siguió a uno de los sirvientes hasta el patio de la hacienda, donde le esperaba su caballo. Todavía sentía el acaloramiento originado por la reciente tensión cuando lo montó, decepcionado por no haber tenido tiempo para preguntar más sobre los caballos que en realidad habían sido el primer motivo de su visita. Pero la suerte le sonrió.

Cuando estaba a punto de salir de aquel patio vio pasar a un jovencísimo mozo de cuadra que tiraba de dos yeguas castañas. Miró de forma instintiva su hierro y cuando comprobó el dibujo, casi le dio un sobresalto. Descabalgó para estar más seguro y al verlo desde más cerca no tuvo ninguna duda; era el mismo que había visto en la nao.

Ahora tenía la prueba. Los caballos de la nao Fortuna pertenecían a Luis Espinosa, hecho que no había mencionado a lo largo de la conversación. ¿A qué se podía deber aquel silencio? ¿Además de amistad, habría algo más que estaba uniendo a esos dos hombres? Aquellas preguntas solo tendrían una respuesta adecuada después de comprobar si se habían hecho las denuncias correspondientes y tras hacer una visita al Pósito.

Después de todo se alegró; el caso parecía estar bien encauzado y además odiaba el engreimiento que solían demostrar esos nobles.

Le encantaba tener a un par de ellos en su punto de mira.

Aquella misma tarde Laura y Luis Espinosa decidieron dar un paseo a caballo por sus tierras para visitar la nueva dehesa que acababan de comprar. Luis escuchaba como un eco las palabras que su esposa le dirigía, sin atenderlas demasiado, preocupado por las consecuencias de la visita de aquel guarda de la Saca.

Martín le había restado importancia una vez solos, pero como a él no le gustaba vivir bajo sospecha, decidió darle solución al asunto.

Su mujer había esperado aquel momento del día, sin nadie que los molestase, para preguntar.

—¿Conoces a ese tipo, al Tripas? —Apretó el paso de su yegua para alcanzar al precioso ejemplar de capa baya que montaba su marido. Luis intentó eludir la pregunta hablándole de las excelencias de la nueva finca, capaz, según sus primeras impresiones, de mantener a casi cincuenta yeguas con sus potros.

Pero Laura insistió.

—Ese guarda creyó que los caballos encontrados en el barco de Martín eran suyos, pero si no recuerdo mal, ¿no me dijiste que vendimos una partida en esas mismas fechas y de igual número…? Sabes que no soporto las mentiras. ¿Estás nuevamente metido con Martín en otro de esos retorcidos negocios? —Se había propuesto sacarle la verdad—. Hace años consideramos que vender caballos en las Indias podía ser una actividad muy lucrativa, y por eso empezamos a criar muchos más ejemplares de lo que veníamos haciendo, pero supongo que desde que se prohibió aquel comercio lo has dejado de hacer... ¿Me lo puedes confirmar? No me ocultes nada, te lo ruego, sea lo que sea.

—¿A qué vienen ahora tantas dudas?

La intención de Luis era evitar el tema, pero ella había decidido lo contrario.

—Sé cuándo mientes, te conozco demasiado bien.

El marido tiró del freno y clavó el caballo.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Solo dime si estoy equivocada… —Laura se apoyó sobre su montura, y le dirigió una severa mirada dándole a entender que ya no aceptaría ninguna evasiva más—. Dime sin rodeos quién es ese Tripas, y qué extraños negocios nos unen a él y a Martín Dávalos.

Luis suspiró con aire vencido. Conociéndola, no podía escapar de la conversación. Laura era tozuda y nada la detenía cuando tomaba una decisión. No se había casado con ella porque tuviera hermosas facciones, ni desde luego un buen cuerpo, pues nada de eso se cumplía en su caso, en realidad le habían movido otras razones menos confesables. Sin embargo, era de reconocer que Laura poseía grandes virtudes y entre ellas estaba la intuición.

Ella sabía que su matrimonio no había sido consecuencia del amor ni de un acto desinteresado, no era tonta. Pero se había enamorado perdidamente de él, no lo podía evitar, y vivir con tanta intensidad aquel sentimiento compensaba otras muchas cosas.

Aun así dudaba de su esposo, lo imaginaba con supuestas e incontables amantes, y del que tampoco se fiaba era de su amigo Martín Dávalos.

—Es imposible ocultarte nada —confesó él.

—¿Quién es...? —insistió ella.

—Cabalguemos hacia aquella loma y te lo cuento. —Estaba a media distancia—. Desde ella se tiene la mejor vista de la finca.

Bajo el agradable efecto de una suave brisa que llegaba desde el mar, doña Laura escuchó sus explicaciones mientras ascendían por la ladera.

—Confieso que a veces nos servimos de ese hombre para mandar caballos a las Indias. Desde que se prohibió su comercio, nos pagan hasta diez veces más que en Jerez.

Aunque la noticia no era buena y la dimensión del negocio fuese mucho mayor de lo que explicaba, la mujer sintió un relativo alivio al verle reconocer su pecado. Aquel gesto la acercaba a él.

—Agradezco tu sinceridad, sin embargo, no deja de preocuparme saber que estamos involucrados en una actividad ilegal.

—Entiendo tus temores, pero confía en mí, lo tenemos todo controlado.

—No sé si prefiero saber más o hacerme la tonta. —Lo miró con dudas. ¿Debía amonestarlo u olvidar—. ¿Has pensado qué efecto tendría sobre tu reputación como capitán de la Guardia Real y sobre el buen nombre de mi linaje, si un día se descubriese todo?

Luis quiso tranquilizarla, pero lo empeoró.

—Nunca se sabrá, descuida, y menos por boca de ese guarda.

El comentario sonó demasiado amenazador.

—No quiero imaginar el sentido último de tus palabras… Me cuesta entender los negocios en los que te metes, pero nunca aceptaría verte participar en algo de mucha más gravedad como… Me entiendes, ¿verdad?

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